Capítulo 98

Sábado, 17 de enero de 2010

En la sala de operaciones de la comisaría central de Brighton había un ambiente casi de fiesta. Grace ordenó al equipo de vigilancia que se retirara; podían volverse a casa. Pero no estaba de humor para compartir su euforia, y tardaría aún un rato en volverse a casa.

El tal John Kerridge -Yac- le había tocado las narices desde el principio. Le habían soltado demasiado rápido, sin interrogarlo e investigarlo a fondo. Menos mal que habían pillado a aquel monstruo antes de que pudiera hacer daño a otra víctima, o habrían quedado aún peor ante la opinión pública.

Tal como estaban las cosas tendrían que responder a unas cuantas preguntas difíciles, y él tendría que encargarse de buscar respuestas convincentes.

Se maldecía a sí mismo por haber permitido que Norman Potting llevara el interrogatorio inicial, y por haber accedido enseguida a su petición de liberar a Kerridge. A partir de aquel momento participaría activamente, tanto en su planificación como en los interrogatorios en sí.

Concentrado en sus pensamientos, salió de la comisaría y se dirigió hacia el centro de custodia, tras la Sussex House, donde se habían llevado a Kerridge. Se esperaba que en cualquier momento le llamara Kevin Spinella, del Argus.

Eran poco más de las siete de la tarde cuando aparcó el Ford Focus frente a la sede central del D.I.C., un edificio largo de dos plantas. Llamó a Cleo para decirle que, con un poco de suerte, podría llegar a casa antes de lo que pensaba; en cualquier caso, antes de medianoche. Luego salió del coche. Justo en aquel momento le sonó el teléfono. Pero no era Spinella.

Era el inspector Rob Leet, el Golf 99: el responsable de turno de todos los incidentes graves de la ciudad. Leet era un oficial muy tranquilo y capaz.

– Señor, no sé si estará relacionado, pero acabo de recibir un informe del Sector Este: una unidad ha asistido al incendio de una furgoneta en un campo, algo lejos, al norte de Patcham.

Grace frunció el ceño.

– ¿Qué información tiene?

– Parece que ha ardido mucho tiempo: está muy consumida. La brigada de bomberos va de camino. Pero he pensado que podría interesarle porque es un modelo actual de Ford Transit, como el de la alerta que tiene puesta.

A Grace aquella noticia le inquietó.

– ¿Hay muertos?

– Parece que está vacía.

– ¿No han visto a nadie saliendo de ella?

– No.

– ¿Hay algo de la matrícula?

– Me han dicho que las matrículas están tan quemadas que resultan irreconocibles, señor.

– Bueno, gracias. Tenemos a nuestro hombre bajo custodia. Puede que no esté relacionado. Pero manténgame informado.

– Así lo haré, señor.

Grace colgó y entró en la Sussex House, saludando con un gesto de la cabeza al guardia de noche.

– Hola, Duncan. ¿Cómo van las carreras?

El guardia, un tipo alto y atlético de cuarenta y cuatro años, le sonrió, orgulloso.

– Completé una media maratón el fin de semana pasado. Llegué el decimoquinto de setecientos.

– ¡Fantástico!

– Estoy preparándome para la maratón de Londres de este año. Pensaba pedirle que me recomendara para buscar un patrocinador. El hospicio de Saint Wilfred, por ejemplo.

– ¡Por supuesto!

Grace atravesó el edificio hasta llegar al patio trasero. Dejó atrás los contenedores de basura y los vehículos de la Científica, que solían aparcarse allí, y luego subió la cuesta que llevaba al bloque de custodia. En el momento en que colocaba su tarjeta-llave contra el panel de seguridad para desbloquear la puerta, el teléfono volvió a sonar.

Era el inspector Leet otra vez.

– Roy, he pensado que más valía que le llamara enseguida. Sé que tiene al Hombre del Zapato en custodia, pero tenemos una unidad en Sudeley Place, en Kemp Town, asistiendo a un grado uno.

Aquella era la categoría más alta asignada a las llamadas de emergencia, la de asistencia inmediata. Grace conocía Sudeley Place. Estaba justo al sur de Eastern Road. El tono de la voz de Leet le preocupó. Lo que el inspector tenía que decirle le inquietó aún más.

– Según parece, una vecina de la zona estaba mirando por la ventana y vio a una mujer peleándose con un hombre junto a una nevera.

– ¿Una nevera?

– Él tenía una especie de furgoneta, una de esas hippies para ir de acampada; la mujer no sabe mucho de vehículos, no nos pudo dar la marca. Dice que el hombre la golpeó y luego se marchó a gran velocidad.

– ¿Con ella a bordo?

– Sí.

– ¿Y eso cuándo ha sido?

– Hace unos treinta y cinco minutos; poco después de las seis y media.

– Podría estar en cualquier parte. ¿Cogió la matrícula?

– No. Pero he considerado el caso como potencial secuestro y he acordonado esa zona de la acera. Le he pedido a la policía de tráfico que controle a todas las furgonetas de ese tipo que circulen por las cercanías de la ciudad. Vamos a ver si sacamos algo de las cámaras de vídeo.

– Vale. Bueno, no sé muy bien por qué me dice esto. Nosotros tenemos al sospechoso de los crímenes del Hombre del Zapato en custodia. Estoy a punto de entrar a verle.

– Hay un motivo por el que he pensado que podría ser importante para usted, señor -dijo Leet, vacilante-. Mis agentes han encontrado un zapato de mujer en el suelo.

– ¿Qué tipo de zapato?

– Muy nuevo, parece. De charol negro y tacón alto. La testigo vio que se caía de la furgoneta.

Grace sintió un tremendo vacío en la boca del estómago. La mente le giraba a velocidad de vértigo. Tenían al Hombre del Zapato. En aquel mismo momento, John Kerridge estaba bajo custodia.

Pero no le gustaba cómo sonaba lo de la furgoneta en llamas, y menos aún lo de aquel otro incidente.

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