Capítulo 96

Sábado, 17 de enero de 2010

– ¡ Eh! -gritó Yac, hecho una furia-. ¡Eh! ¡Eh!

No podía creérselo. ¡Se estaba yendo sin pagar! La había traído desde Lancing, una carrera de veinticuatro libras y, al parar en la dirección que le había dado, había abierto la puerta de atrás y había echado a correr.

¡Por ahí no iba a pasar!

Se quitó el cinturón de golpe, abrió la puerta de un empujón y salió trastabillando, agitándose de rabia. Sin apagar siquiera el motor ni cerrar la puerta, salió corriendo tras aquella silueta que se perdía en la distancia.

Ella corrió por el asfalto, cuesta abajo, y luego giró a la izquierda por la concurrida Saint George's Road, que estaba más iluminada, con tiendas y restaurantes en ambos lados. Yac esquivó a varias personas y ganó terreno. La chica miró por encima del hombro y de pronto se lanzó a la calzada, justo por delante de un autobús, que le soltó un bocinazo. A Yac no le importaba; la siguió, corriendo entre la parte trasera del autobús y el coche que le seguía, que soltó un sonoro frenazo.

¡Iba a atraparla!

Pensó que era una lástima no llevar la llave de las ruedas encima. ¡Con eso sí que le daría caza!

Entre ellos había apenas unos pocos metros.

En uno de los colegios a los que había ido le habían hecho jugar al rugby, deporte que odiaba. Pero se le daban bien los placajes. Se le daba tan bien que le prohibieron seguir jugando, porque decían que hacía daño a los otros niños y que los asustaba.

Ella le echó otra mirada, con la cara iluminada por la luz de una farola. En ella vio miedo.

Estaban dirigiéndose a otra oscura calle residencial, hacia las intensas luces del paseo marítimo, Marine Parade. Yac no llegó a oír los pasos que se le acercaban por detrás. No vio a los dos hombres con vaqueros y anoraks que aparecieron frente a la chica al final de la calle. Él estaba concentrado en su dinero.

En sus veinticuatro libras.

Esa no se iba a ir de rositas.

¡Cada vez más cerca!

¡Ya la tenía!

Alargó la mano y se la plantó en el hombro. La oyó chillar de miedo.

Luego, de pronto, unos brazos como tenazas le agarraron por la cintura. Cayó de bruces sobre el asfalto, sin poder respirar por la presión del tremendo peso que le había caído sobre la columna.

Entonces le tiraron de los brazos hacia atrás con fuerza. Sintió el frío acero alrededor de las muñecas. Oyó un chasquido y luego otro.

Lo pusieron en pie tirando bruscamente de él. La cara le ardía y le dolía todo el cuerpo.

Alrededor tenía a tres hombres, jadeando, sin aliento. Uno de ellos le agarraba el brazo tan fuerte que le hacía daño.

– John Kerridge -dijo este-. Queda detenido como sospechoso de agresión sexual y violación. No está obligado a hacer declaraciones, pero cualquier información que omita en su interrogatorio y declare luego ante un tribunal puede tener consecuencias perjudiciales para su defensa. Todo lo que diga puede ser utilizado en su contra. ¿Está claro?


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