Capítulo 33

Viernes, 9 de enero de 2010

– Podías haber llamado a la puerta, joder -refunfuñó Terry Biglow.

Llamar a la puerta nunca había sido el estilo de Darren Spicer. Se quedó de pie en el cuartito sumido en la semioscuridad a causa de las cortinas, con su bolsa bien agarrada e intentando respirar lo menos posible aquel aire fétido. La habitación apestaba a humo de cigarrillo, madera vieja, el polvo de la alfombra y leche rancia.

– Pensé que aún no te habrían soltado. -La voz del viejo delincuente era tenue y quebradiza. Estaba tendido, parpadeando, deslumbrado por el haz de luz de la linterna de Spicer-. En cualquier caso, ¿qué cojones estás haciendo aquí a estas horas?

– He echado un polvo -respondió Spicer-. Pensé que podía pasarme por aquí y hablarte de ella, y de paso recoger mis cosas.

– Como si necesitara oírlo. Para mí eso de echar polvos se ha quedado atrás. Apenas me sirve para mear. ¿Qué es lo que quieres? ¡Deja de enfocarme esa mierda en la cara!

Spicer pasó el haz de luz por las paredes, encontró un interruptor y lo accionó. Una lúgubre luz procedente de una lámpara con una pantalla aún más lúgubre iluminó el espacio. Hizo una mueca de asco al ver la habitación.

– ¿Has vuelto a escaparte? -preguntó Biglow, aún parpadeando.

Spicer pensó que tenía un aspecto terrible. El de un viejo de setenta que se acerca de golpe a los noventa.

– Buena conducta, colega. Me han soltado antes de lo previsto. -Le lanzó un reloj de pulsera al pecho-. Te he traído un regalito.

Biglow lo agarró con unas manos huesudas y menudas y lo observó con avidez.

– ¿Qué es esto? ¿Coreano?

– Es de verdad. Lo birlé anoche.

Biglow se irguió un poco en la cama, tanteó la mesilla de noche con la mano y se puso unas gafas de leer enormes, pasadas de moda. Estudió el reloj.

– Tag Heuer Aquaracer -anunció-. No está mal. ¿Así que robando y follando?

– Al revés.

Biglow sonrió, dejando a la vista una fila de afilados dientecillos del color de una lata oxidada. Llevaba puesta una camiseta asquerosa que en algún momento debía de haber sido blanca. Debajo, era solamente piel y huesos. Olía a sacos viejos.

– Está bien -dijo-. Muy bonito. A ver, ¿cuánto quieres por él? -Mil.

– Estás de broma. Puedo conseguirte una «sábana» si encuentro comprador, y si es bueno, y no una copia. Eso o te doy cien pavos ahora.

Una «sábana» eran quinientas libras.

– Ese reloj vale dos de los grandes -replicó Spicer.

– ¿Has oído hablar de la crisis? -Biglow volvió a mirar el reloj-. Tienes suerte de no haber venido más tarde. -Calló, y al ver que Spicer no decía nada, prosiguió-: No me queda mucho, ¿sabes? -Tosió, con una tos larga, ronca y rasposa que le hizo lagrimear, y escupió sangre en un pañuelo mugriento-. Me dan seis meses de vida.

– Qué putada.

Darren Spicer fijó la mirada en aquel semisótano. Fuera pasó un tren con un rugido fantasmagórico y toda la habitación tembló. Una ráfaga fría atravesó la estancia. Aquel lugar no era más que un sitio donde vivir, tal como lo recordaba de la última vez que había estado allí. Una alfombra raída cubría parte de la tarima del suelo. Había ropa en perchas de alambre colgadas de la moldura. Un viejo reloj de madera en un estante decía que eran las 8.45. En la pared había un crucifijo, justo encima de la cama, y en la mesilla de noche junto a Biglow había una Biblia, junto a varios frascos de medicinas etiquetados.

«Este voy a ser yo dentro de treinta años, si es que llego», pensó Spicer.

Luego sacudió la cabeza.

– ¿Va a ser esto, Terry? ¿Aquí es donde vas a acabar tus días?

– Está bien. Es práctico.

– ¿Práctico? ¿Práctico para qué? ¿Para el jodido cortejo fúnebre?

Biglow no dijo nada. A poca distancia, al otro lado de Lewes Road, junto al cementerio y al tanatorio, había toda una serie de casas de pompas fúnebres.

– ¿No tienes agua corriente?

– Claro que tengo -protestó Biglow, interrumpido por otro acceso de tos. Señaló hacia el otro lado de la habitación, donde había un lavamanos.

– ¿Nunca te lavas? Aquí huele a váter.

– ¿Quieres una taza de té? ¿Café?

Spicer miró hacia una repisa en la esquina, donde había un calentador de agua y unas tazas desportilladas.

– No, gracias. No tengo sed.

Miró al viejo maleante, sacudiendo la cabeza. «Eras un tipo importante en la ciudad. Hasta a mí me acojonabas cuando era un crío. Solo con oír el apellido Biglow la gente se cagaba de miedo. Mírate ahora», pensó.

Los Biglow habían sido una familia de malhechores que había que tener en cuenta: dirigían uno de los negocios de extorsión más importantes de la ciudad, controlaban la mitad del negocio de la droga de Brighton y Hove, y Terry había sido uno de los herederos del clan. No era un hombre al que te apeteciera buscarle las cosquillas, a menos que quisieras recibir un navajazo o un chorro de ácido en la cara. Solía vestirse como un dandy, con grandes anillos y relojes, y llevaba buenos coches. Ahora, arruinado por el alcohol, tenía la cara hundida y arrugada. El pelo, que solía llevar perfectamente peinado, incluso a medianoche, estaba más gastado que la alfombra, y tenía el color de la nicotina que daban los tintes baratos.

– En Lewes estabas en el ala de delitos sexuales, ¿no, Darren?

– Que te jodan. Yo nunca he violado a nadie.

– No es eso lo que he oído.

Spicer le echó una mirada defensiva.

– Ya te lo he dicho antes, ¿vale? La tía estaba pidiendo guerra. Se nota cuando una tía pide guerra. Me atacó ella. Tuve que quitármela de encima.

– Qué curioso que el jurado no te creyera.

Biglow sacó un paquete de cigarrillos del cajón, los sacudió y se puso uno en la boca.

Spicer sacudió la cabeza.

– ¿Con el cáncer de pulmón sigues fumando?

– ¿Tú crees que va a cambiar mucho la cosa, pichabrava?

– Vete a la mierda.

– Siempre es un placer verte, Darren.

Encendió su cigarrillo con un mechero de plástico, inhaló el humo y luego se perdió en un nuevo acceso de tos.

Spicer se arrodilló, enrolló la alfombra, quitó unos tablones del suelo y extrajo la vieja maleta cuadrada de cuero, rodeada por tres cadenas, cada una con su candado de alta seguridad.

Biglow se quedó mirando el reloj.

– Te diré lo que haremos. Siempre he sido un hombre justo y no quiero que pienses mal de mí cuando me haya ido. Tenemos tres años de servicio de consigna pendientes. Así que lo que haré es darte trescientas libras por el reloj. Me parece que es un trato justo.

– ¿Trescientos pavos?

En un arranque de ira, Spicer agarró a Biglow por el pelo con la mano izquierda y tiró de él, sacándolo de la cama y colocándoselo delante de la cara, zarandeándolo como el muñeco de un ventrílocuo. Le sorprendió lo poco que pesaba. Luego le asestó un gancho con la derecha bajo la barbilla, con todas sus fuerzas, tan fuerte que se hizo un daño tremendo.

Biglow quedó inconsciente. Darren lo soltó y el otro cayó desplomado en el suelo. Dio unos pasos hacia delante y apagó el cigarrillo aún encendido. Entonces paseó la mirada por aquella mísera habitación, en busca de cualquier cosa que pudiera valer la pena llevarse. Pero aparte de recuperar el reloj, no había nada más que hacer. Nada en absoluto. Realmente no había nada.

Cargando con la pesada maleta bajo un brazo y el bolso de mano con sus cosas de uso diario, salió por la puerta. Vaciló un momento, se giró y se quedó mirando aquel montón de huesos.

– Nos vemos en tu funeral, colega.

Cerró la puerta tras él, subió las escaleras y salió al exterior, dispuesto a enfrentarse a aquella gélida y borrascosa mañana de viernes.

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