Capítulo 10

Viernes, 26 de diciembre de 1997

Con el traje y la corbata de cachemir que le había regalado Sandy el día anterior, Roy dejó atrás la puerta azul en la que ponía «Superintendente», a su izquierda, y la que decía «Superintendente jefe», a su derecha. Muchas veces se preguntaba si llegaría algún día a superintendente jefe.

Todo el edificio parecía estar desierto aquella mañana de San Esteban, aparte de los pocos miembros de la Operación Houdini, concentrados en la sala de reuniones, que seguían trabajando a destajo para intentar atrapar al violador en serie conocido como el Hombre del Zapato.

Mientras esperaba a que hirviera el agua para el café, pensó por un momento en la gorra del superintendente jefe. Con su banda plateada que la distinguía de los oficiales inferiores, sin duda despertaba muchas ambiciones. Pero él se preguntaba si sería lo suficientemente inteligente como para llegar a aquel rango, y tenía sus dudas.

Una cosa que había aprendido de Sandy, en sus años de matrimonio, era que ella a veces tenía una visión muy precisa de cómo quería que fuera su mundo, y muy poco aguante si algo no iba como ella esperaba. En varias ocasiones, un arranque de ira inesperado de su mujer ante un camarero o un dependiente inepto le había llegado a avergonzar. Pero aquel espíritu era en parte lo que le había atraído de ella en un primer momento. Ella le daría todo el apoyo y el entusiasmo necesarios para conseguir cualquier éxito, fuera grande o pequeño, pero él tenía que recordar que, para Sandy, el fracaso simplemente no era una opción.

Aquello explicaba, en parte, el resentimiento que sentía y sus ocasionales accesos de rabia por no poder concebir el bebé que ambos deseaban con tanto anhelo, pese a los años que habían pasado probando todos los tratamientos de fertilidad posibles.

Tarareando la letra de Change the worid, de Eric Clapton -que, por algún motivo, se le había metido en la cabeza-, Roy se llevó la taza de café a su mesa en la desierta sala común de trabajo, en la segunda planta de la comisaría de John Street, con sus filas de mesas separadas con mamparas, su deslustrada moqueta azul, sus casilleros abarrotados y sus vistas al este, hacia las paredes blancas y las resplandecientes ventanas azules de la central de American Express. Luego se conectó al antiguo y parsimonioso sistema informático para comprobar la lista de nuevos casos. Mientras esperaba a que se cargara, tomó un sorbo de café y deseó un cigarrillo, maldiciendo en silencio la recién impuesta prohibición de fumar en las dependencias policiales.

Como cada año, se había hecho algún intento de dar un poco de alegría navideña al lugar. Algunas guirnaldas de papel colgaban del techo. Trocitos de espumillón enrollados en el borde de las particiones. Tarjetas de Navidad en varias mesas.

A Sandy no pareció importarle mucho que fueran las segundas Navidades en tres años en las que tenía que trabajar. Y tal como había señalado ella misma, acertadamente, era una semana de mierda para trabajar. Incluso la mayoría de los delincuentes locales, colocados hasta las cejas de bebida o de droga, estarían en sus casas o en sus madrigueras.

Las fiestas navideñas eran el momento álgido del año en cuanto a muertes repentinas y suicidios. Podían ser unos días felices para quienes tuvieran amigos y familia, pero era un momento de desesperación y tristeza para los que se encontraban solos, en particular los ancianos que no tenían siquiera dinero suficiente para calefacción. Pero era una época tranquila en cuanto a delitos graves, de esos que podían dar ocasión a un sargento joven y ambicioso para mostrar sus habilidades y destacar ante sus colegas.

Aquello iba a cambiar.

A diferencia de lo que era habitual, los teléfonos estaban muy tranquilos. En general sonaban por toda la sala.

Al aparecer los primeros casos en la lista del ordenador, de pronto sonó el teléfono interno de Roy.

– Investigación Criminal -respondió.

Era una operadora de la Sala de Control Central, que recibía y gestionaba todas las denuncias.

– Hola, Roy. Feliz Navidad.

– Feliz Navidad, Doreen.

– Tengo una posible desaparición -dijo-. Rachael Ryan, veintidós años. En Nochebuena dejó a sus amigas esperando un taxi en East Street y decidió ir a casa a pie. No acudió a la comida de Navidad en casa de sus padres y no responde al teléfono de casa ni al móvil. Sus padres se presentaron en su piso, en Eastern Terrace, Kemp Town, a las 15.00 de ayer y no hubo respuesta. Nos han dicho que eso es muy raro en ella, y están preocupados.

Grace tomó nota de la dirección de Rachael Ryan y de la de sus padres y le dijo que lo investigaría.

La política de la Policía era dejar que pasaran varios días antes de iniciar gestiones por la desaparición de una persona, a menos que se tratara de un menor, de un anciano o de alguien identificado como especialmente vulnerable. Pero el día se presentaba tranquilo, así que decidió que prefería hacer algo en lugar de quedarse ahí sentado.

El sargento, de veintinueve años, se puso en pie y pasó junto a varias filas de mesas hasta llegar a la de uno de sus pocos colegas que sí estaba de turno, el sargento Norman Potting.

Este, quince años mayor que él, era un perro viejo, un policía de carrera que nunca había recibido un ascenso, en parte por su actitud políticamente incorrecta y en parte por su caótica vida privada, pero también porque, al igual que muchos otros agentes, como el difunto padre de Grace, prefería el trabajo de calle a las responsabilidades burocráticas que traían consigo los ascensos. Grace era uno de los pocos del departamento que le tenían afecto y que disfrutaban escuchando sus batallitas, pues veía que podía aprender algo de ellas. Además, el tipo le daba un poco de pena.

El sargento estaba concentrado tecleando algo en el ordenador con el dedo índice de la mano derecha.

– Jodida tecnología -masculló con su rudo acento de Devon al tiempo que la sombra de Grace caía sobre él. El hombre desprendía un fuerte olor a tabaco-. Me han dado dos clases, pero aún no entiendo un carajo. ¿Qué tenía de malo el sistema de siempre que todos conocíamos?

– Se llama progreso -dijo Grace.

– Brrr. ¿Progreso? ¿Como eso de dejar entrar a todo tipo de gente en el cuerpo?

Grace hizo caso omiso al comentario y fue al grano:

– Hay una denuncia de desaparición que no me hace mucha gracia. ¿Estás ocupado? ¿O tienes tiempo para acompañarme a investigar?

Potting se puso en pie.

– Lo que sea para dejar de picar piedra, como decía mi tía -respondió-. ¿Qué tal las Navidades, Roy?

– Cortas pero agradables. Las seis horas que he pasado en casa, quiero decir.

– Por lo menos tú «tienes» una casa -apuntó Potting, taciturno.

– ¿Y eso?

– Yo vivo en una pensión. Me echó de casa, sin más. No es muy divertido desear a tus hijos feliz Navidad desde un teléfono de pago en el pasillo, y comer una «cena de Navidad para uno» del ASDA frente a la tele.

– Lo siento -respondió Grace. Lo sentía de verdad.

– ¿Sabes por qué las mujeres son como los huracanes, Roy?

Grace sacudió la cabeza.

– Porque cuando llegan son una tormenta incontrolable de pasión, pero cuando se van se te llevan el coche y la casa.

Grace le rio la gracia con una sonrisa cómplice.

– A ti te va bien, tú estás felizmente casado. Te deseo buena suerte. Pero no bajes la guardia -añadió Potting-. Estate atento por si cambia el viento. Créeme, este es mi segundo fracaso. Tendría que haber aprendido de la primera vez. Las mujeres creen que los polis son de lo más interesante hasta que se casan con ellos. Entonces se dan cuenta de que no son lo que parecían. Tienes suerte si tu matrimonio es diferente.

Grace asintió, pero no dijo nada. Las palabras de Potting se acercaban peligrosamente a la realidad. A él nunca le había interesado la ópera de ningún tipo. Pero hacía poco Sandy le había arrastrado a una representación de Los piratas de Penzance interpretada por una compañía de aficionados. Ella no había dejado de tirarle puyas durante la canción «La vida del policía no es una vida feliz».

Él le había respondido que se equivocaban, que él estaba muy contento con su vida.

Más tarde, en la cama, ella le había susurrado que quizás hubiera que cambiar la letra de la canción, que debería decir: «La vida de "la esposa" de un policía no es una vida feliz».

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