Capítulo 51

Sábado, 10 de enero de 1998

Se había pasado los últimos días pensando en Rachael Ryan, que estaba metida en aquel congelador del garaje. Era difícil no hacerlo. Su rostro le miraba desde las páginas de todos los periódicos. Sus padres, hechos un mar de lágrimas, hablaban de ella en tono personal, dirigiéndose a él, en cada programa de televisión: «Por favor, sea quien sea, si se ha llevado a nuestra hija, devuélvanosla. Es una niña dulce e inocente, y la queremos. Por favor, no le haga daño».

– ¡La culpa ha sido de la zorra de vuestra hija! -les susurró él, furioso-. Si no me hubiera arrancado el pasamontañas, estaría bien. ¡Vivita y coleando! Aún sería vuestra querida niña, y no mi jodido problema.

Poco a poco, la idea de la noche anterior había ido arraigando cada vez más en su interior. ¡Quizá fuera la solución perfecta! Valoró los riesgos una y otra vez. Las ventajas eran más que los problemas. Era más arriesgado esperar que actuar.

En casi todos los periódicos se mencionaba la furgoneta. Ocupaba un titular enorme en la portada del Argus: ¿Alguien ha visto esta furgoneta? El pie de foto decía: «Furgoneta similar a la vista en Eastern Terrace».

Desde la Policía se decía que estaban recibiendo un aluvión de llamadas. ¿Cuántas llamadas de aquellas corresponderían a furgonetas blancas?

¿A su furgoneta blanca?

Había montones de furgonetas Transit de color blanco. Pero la Policía no era tonta. Era solo cuestión de tiempo hasta que una llamada telefónica los llevara hasta su garaje. Tenía que sacar a la chica de allí. Y tenía que hacer algo con la furgoneta: la Científica estaba espabilando cada vez más. Pero primero lo primero: los problemas, uno detrás de otro.

Fuera llovía a mares. Eran las once de la noche del sábado. Noche de fiesta en la ciudad. Pero no habría tanta gente por ahí, con aquel tiempo horroroso.

Se animó y salió de casa, dando una carrera hasta su viejo Ford Sierra.

Diez minutos más tarde bajó la puerta del garaje, empapado, y la cerró con un sonido metálico. Accionó la linterna. No quería arriesgarse a encender los faros.

En el interior del congelador, la chica estaba completamente cubierta de escarcha y su rostro brillaba, translúcido, al contacto con el penetrante haz de luz.

– Vamos a dar un paseo, Rachael. Hace fresquito fuera, pero eso no te importa, ¿verdad?

Se rio de su ocurrencia. Sí. Bueno. Aquello iba a salir bien. Debía mantener la mente fría. ¿Cómo era aquello que había leído en algún sitio? «Si puedes mantener la cabeza fría mientras los demás la pierden…»

Sacó el paquete de cigarrillos e intentó encender uno. Pero la mano le temblaba tanto que primero no atinó con la rueda del encendedor, y luego no daba con la llama en la punta del cigarrillo. Por el cuello le caía un sudor frío, como si viniera de un grifo roto.

Unos minutos antes de la medianoche, con el cinturón de herramientas puesto y los limpiaparabrisas apartando la lluvia con su ruido mecánico, se dirigió hacia la rotonda de Lewes Road, dejó atrás la entrada del tanatorio de Brighton y Hove y giró a la izquierda por la vía de acceso a su destino, la funeraria de J. Bund and Sons.

Estaba temblando de los nervios, agarrotado y sudando intensamente. «Estúpida zorra, maldita Rachael. ¿Por qué tuviste que quitarme el pasamontañas?»

Localizó la caja de la alarma, en lo alto de la fachada, por encima del escaparate, que tenía las cortinas corridas. De Sussex Security Systems. «Ningún problema», pensó. Aparcó frente a las puertas de acero cerradas con un candado. Eso tampoco era un problema.

Al otro lado de la calle había un edificio con una inmobiliaria en la planta baja y dos plantas de pisos. En uno de ellos había luz. Pero estarían acostumbrados a ver vehículos entrando y saliendo de la funeraria día y noche.

Apagó las luces, salió del Ford Sierra y se puso a manipular el candado bajo la lluvia. Por la calle iban pasando de vez en cuando coches: algunos taxis, y un coche patrulla, con las luces azules dando vueltas y la sirena encendida. Aguantó la respiración, pero los agentes no se fijaron en él; irían a responder alguna emergencia. Un momento más tarde metía el coche en el patio posterior y aparcaba entre dos coches fúnebres y una furgoneta. Volvió corriendo bajo la lluvia hasta la puerta metálica y la cerró, pasando la cadena pero dejando el candado abierto. Mientras no viniera nadie, no habría problema.

Tardó menos de un minuto en desactivar el mecanismo de bloqueo de la puerta doble de entrada. Luego entró en el oscuro vestíbulo, arrugando la nariz al detectar el olor a líquido de embalsamar y desinfectante. La alarma emitió un bip-bip. No era más que la señal de aviso interna. Tenía sesenta preciosos segundos antes de que sonara la campana exterior. Tardó menos de treinta en eliminar la cubierta frontal del panel de alarma. Otros quince, y el sistema quedó mudo.

Demasiado mudo.

Cerró la puerta tras él. Y el silencio se hizo aún mayor. El leve murmullo de una nevera. El tic-tic-tic incesante de un reloj o un temporizador.

Aquellos lugares le daban escalofríos. Recordaba la última vez que había estado allí; estaba solo y cagado de miedo. Allí todos estaban muertos, muertos como Rachael Ryan. No podían hacerte daño ni contarte historias.

No podían echársete encima.

Pero aquello no mejoraba las cosas.

Encendió la linterna y enfocó al pasillo que tenía delante, intentando orientarse. Vio una fila de carteles sobre salud y seguridad en la pared, un extintor de incendios y un dispensador de agua para beber.

Avanzó unos pasos; sus deportivas no hacían ruido sobre las baldosas. Escuchó, atento a cualquier sonido del interior o el exterior. A su derecha había una escalera que subía. Recordaba que llevaba a las salas individuales -o capillas de reposo-, donde los familiares y amigos podían visitar y llorar a sus seres queridos en la intimidad. Cada sala contenía un cuerpo tendido sobre una cama, hombres en pijama, mujeres en camisón, con la cabeza asomando por entre las sábanas, el pelo arreglado, el rostro rosado gracias al líquido de embalsamar. Parecían clientes de un hotel cutre pasando la noche.

Eso sí, desde luego estos no se irían sin pagar la cuenta por la mañana, pensó, y se sonrió a pesar de los nervios.

Entonces, enfocando con la linterna a través de una puerta abierta a su izquierda, vio una estatua de mármol blanco. Solo que, al mirar más de cerca, vio que no era una estatua. Era un hombre muerto sobre un pedestal. Del pie derecho le colgaban dos etiquetas con algo escrito. Era anciano y estaba tumbado, con la boca abierta como un pez recién sacado del agua. Las cánulas por donde le administrarían el líquido de embalsamar le atravesaban la piel; y el pene yacía, inerte, sobre el muslo.

Cerca del muerto había una serie de ataúdes, abiertos y vacíos. Solo uno estaba tapado. Había una placa de latón en la tapa, con el nombre de su ocupante grabado.

Se detuvo por un momento a escuchar. Pero lo único que percibió fueron los latidos de su propio corazón y la sangre que fluía por sus venas con más fuerza que un río en plena crecida. No oía el tráfico del exterior. Lo único que llegaba del mundo exterior era un tenue brillo anaranjado procedente de una de las farolas de la calle.

– ¡Hola, chicos! -dijo, sintiéndose extremadamente incómodo mientras paseaba el haz de luz por la sala hasta encontrar lo que buscaba. La serie de impresos blancos DIN A4 con su duplicado colgaban de unos ganchos de la pared.

Se encaminó hacia ellos con ansia. Eran los impresos de admisión de cada uno de los cuerpos que había en la funeraria, con toda la información pertinente: nombre, fecha y lugar de la muerte, instrucciones para el funeral y toda una serie de casillas opcionales para marcar, como, por ejemplo, la tarifa del organista, la del cementerio, la de la iglesia, la del sacerdote, la del médico, la de la extracción del marcapasos, la de la cremación, la del enterrador, la de los trabajos de imprenta, flores, estampas, esquelas, ataúd o la urna para los restos.

Leyó rápidamente el primer impreso. No le valía: habían marcado la casilla de «embalsamado». Lo mismo en las cuatro siguientes. El corazón empezó a encogérsele en el pecho. Estaban embalsamados y el funeral no iba a celebrarse hasta pasados unos días.

Pero con el quinto impreso parecía que había tenido suerte: «Sra. Molly Winifred Glossop. F. 2 enero 1998. Edad: 81 años». Y más abajo ponía: «Funeral: 12 de enero de 1998, 11.00».

¡El lunes por la mañana!

Los ojos se le fueron de inmediato a la palabra «Sepultura». Aquello no le gustaba tanto. Habría preferido una cremación. Al horno, y asunto liquidado. Más seguro.

Examinó los seis impresos restantes. Pero ninguno de ellos le valía. Todos correspondían a funerales que debían celebrarse en días posteriores. Demasiado riesgo, si a la familia se le ocurría ver al difunto. Y todos menos uno habían solicitado el embalsamado.

Nadie había pedido que se embalsamara a Molly Winifred Glossop.

Si no la embalsamaban, querría decir, probablemente, que la familia era muy rácana. Aquello indicaba también que no les preocuparía demasiado su cuerpo. Así que, con un poco de suerte, ningún familiar compungido se presentaría aquella noche o a primera hora de la mañana para echarle un último vistazo.

Dirigió la luz hacia la placa del ataúd cerrado, intentando pasar por alto el cadáver que tenía a apenas un par de metros: «Molly Winifred Glossop -confirmó-. Fallecida el 2 de enero de 1998, a los 81 años».

El hecho de que estuviera cerrado, con la tapa atornillada, era un buen indicio de que nadie iría al día siguiente a despedirla.

Se sacó un destornillador del cinturón, retiró los brillantes tornillos de latón que fijaban la tapa, la levantó y miró en su interior, respirando un cóctel de olores: a madera recién serrada, a cola, a telas nuevas y a desinfectante.

La muerta estaba envuelta en la capa de satén que cubría el ataúd, con la cabeza asomando de la mortaja que envolvía el resto de su cuerpo. Tenía un aspecto irreal; parecía más bien una especie de extraña muñeca-abuela, o eso le pareció a primera vista. El enjuto rostro era todo arrugas y ángulos, del color de una tortuga. Tenía la boca cosida; a través de los labios se le veían los puntos. Y el pelo era una cuidada masa de rizos blancos.

Sintió un nudo en la garganta al recordar. Y otro nudo, esta vez de miedo. Introdujo las manos por debajo de los costados de la muerta y empezó a levantarla. Le sorprendió lo poco que pesaba. Sentía la ligereza de aquel peso en sus brazos. Aquella mujer no tenía nada en su interior, nada de carne. Debía de haber muerto de cáncer, decidió él, que la posó en el suelo. Mierda, Rachael Ryan pesaba mucho más. Muchos kilos más. Aunque quizá, con un poco de suerte, los portadores del féretro no se dieran cuenta.

Volvió afuera a toda prisa, abrió el maletero del Sierra y sacó el cuerpo de Rachael Ryan, que había envuelto en dos capas de film de plástico de gran resistencia para evitar cualquier filtración de agua al descongelarse.

Diez minutos más tarde, con la tapa de la alarma de nuevo en su sitio, el sistema reiniciado y el candado cerrado de nuevo en la cadena de la puerta principal, salió a la encharcada carretera e introdujo el Ford Sierra en el tráfico intenso propio del sábado por la noche.

Tenía que mantener la calma; no quería arriesgarse a llamar la atención de la Policía, sobre todo ahora que llevaba a Molly Winifred Glossop en el maletero del coche. Puso la radio y oyó cantar a los Beatles We can work it out.

Siguiendo el ritmo de la música con golpecitos en el volante, se sintió de pronto eufórico y aliviado.

– ¡Sí, sí, sí! ¡Podemos arreglarlo! [3] ¡Sí, ya verás!

La fase uno del plan había concluido con éxito. Ahora solo tenía que pensar en la fase dos. Y le preocupaba bastante. Había factores imponderables. Pero era la mejor de sus escasas opciones. Y, a su modo de ver, era una solución bastante inteligente.

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