Capítulo 48

Sábado, 10 de enero de 2010

He estado pensando en la redacción de las invitaciones a la boda -dijo Cleo desde la cocina.

– ¡Qué bien! -dijo Roy Grace-. ¿Quieres que le eche un vistazo?

– Ya nos lo miraremos cuando hayas cenado.

Él sonrió. Una cosa que estaba aprendiendo de Cleo era que le gustaba planificar las cosas con mucha antelación. Apenas iba a quedarles tiempo entre la boda y el nacimiento del niño. Ni siquiera podían fijar una fecha exacta por culpa de todo el papeleo necesario para conseguir que declararan a Sandy legalmente muerta.

Humphrey descansaba satisfecho a su lado, tendido en el suelo del salón, con una mueca que le daba un aspecto bobalicón, con la cabeza ladeada y la lengua medio salida. Roy acarició el cálido y suave vientre de la feliz criatura, mientras un político laborista echaba su sermón desde la pantalla plana del televisor en las noticias de las diez.

Pero él no escuchaba. Allí sentado, sin chaqueta y con la corbata aflojada, dejaba volar la mente, pensando en la reunión de la tarde, con las hojas que se había traído del trabajo extendidas sobre el sofá, a su lado. En particular, estaba cavilando sobre los puntos en común entre el Hombre del Zapato y el nuevo agresor. Una serie de preguntas sin respuesta le mantenían ocupado.

Si el Hombre del Zapato había vuelto, ¿dónde se había metido los últimos doce años? Y si se había quedado en la ciudad, ¿por qué había dejado de delinquir tanto tiempo?

¿Podía ser que hubiera violado a otras víctimas y que estas no hubieran presentado denuncia?

Parecía poco probable. Sin embargo, hasta ahora no habían encontrado en la base de datos nacional violadores que tuvieran un modus operandi similar. Por supuesto, podría haberse ido al extranjero, y para constatarlo necesitarían una cantidad de tiempo y de medios enormes.

No obstante, esa tarde se había enterado de que había un sospechoso potencial en la ciudad, tras el análisis de las bases de datos del VISOR -el registro de agresiones sexuales y violentas- y el MAPPA.

El MAPPA, que era el programa de colaboración entre los cuerpos de seguridad británicos, indicaba la fecha de liberación de los agresores sexuales y de delitos violentos tras cumplir condena, y los clasificaba en tres categorías. El nivel 1 era el de reclusos en libertad condicional con bajo riesgo de volver a delinquir, sometidos a seguimiento para asegurarse de que cumplían con las obligaciones de la condicional. En el nivel 2 estaban los que se consideraba que necesitaban un seguimiento moderadamente activo. Y el nivel 3 era el de los que presentaban un alto riesgo de volver a delinquir.

Zoratti había descubierto que había alguien de un nivel 2 al que se le había concedido la condicional en la prisión de Ford Open tras cumplir tres años de una sentencia de seis, en su mayor parte en Lewes, por robo y agresión sexual: Darren Spicer, ladrón profesional y traficante de drogas. Había intentado besar a un§ mujer tras entrar a robar en su casa, y había tenido que salir corriendo al reaccionar ella y apretar un botón de alarma oculto. Posteriormente, la mujer le había identificado en una rueda de reconocimiento.

Habían pasado una petición urgente al Servicio de Seguimiento de la Libertad Condicional para obtener el lugar de residencia actual de Spicer. Pero aunque valía la pena interrogarlo, Grace no estaba convencido de que fuera su hombre. Había estado entrando y saliendo de la cárcel varias veces en los últimos doce años. ¿Cómo es que no había delinquido en los periodos intermedios? Y bajo su punto de vista, aún más importante era el hecho de que el tipo no tenía ningún antecedente de agresiones sexuales. Aquel último delito, que había contribuido a aumentar la pena de reclusión, parecía ser algo excepcional en su trayectoria -aunque, por supuesto, no tenían ninguna certeza de aquello-. Teniendo en cuenta la triste estadística que decía que solo el seis por ciento de las víctimas de violación denunciaban las agresiones, era muy posible que hubiera cometido delitos similares y que no hubiera pagado por ello.

Luego pensó en la teoría del suplantador. Había algo que le inquietaba mucho: las páginas que faltaban en el dosier del caso Rachael Ryan. Sí, era posible que simplemente estuvieran mal archivadas. Pero cabía la posibilidad de que hubiera un motivo más oscuro. ¿Podía ser que el propio Hombre del Zapato hubiera tenido acceso al dosier y que hubiera eliminado algo que pudiera incriminarlo? Si había tenido acceso a aquellos documentos, también podía acceder al dosier completo.

¿O sería otra persona que no tuviera nada que ver? ¿Algún ser retorcido que hubiera decidido copiar el modus operandi del Hombre del Zapato?

¿Quién?

¿Algún miembro de su equipo de confianza? No lo creía, pero, por supuesto, no podía descartar la posibilidad. Había mucha otra gente que tenía acceso al Centro de Delitos Graves -otros agentes, personal de apoyo y de limpieza-. Se dio cuenta de que resolver aquel misterio era una prioridad.

– ¿Ya estás listo para la cena, cariño? -dijo Cleo desde la cocina.

Le estaba haciendo un filete de atún a la parrilla. Roy vio en ello un indicio de que quizá se iba a librar por fin de los curris. El aroma a especias indias había desaparecido, y ahora había un fuerte olor a leña procedente del fuego que había encendido Cleo en la chimenea antes de su llegada, junto al agradable olor a velas aromáticas que ardían en diferentes puntos de la sala.

Dio otro trago largo al vodka martini deliciosamente frío que le había preparado Cleo, pese a morirse de envidia. Ahora él tenía que beber por los dos, le había dicho, y aquella noche en particular no le supondría ningún problema hacerlo. Sintió el agradable efecto relajante del alcohol y, sin dejar de acariciar mecánicamente al perro, se sumió de nuevo en sus pensamientos.

El jueves a las nueve de la noche se había visto un coche que salía de casa de los Pearce, en The Droveway, lo que encajaba a la perfección con la hora de la agresión. Iba a toda velocidad y casi atropella a un vecino. El hombre estaba tan furioso que intentó tomar nota de la matrícula, pero solo estaba seguro de dos de los números y de una letra, así que no hizo nada al respecto hasta que leyó la noticia en el Argus, lo que le había hecho llamar al centro de investigaciones aquella misma tarde.

Por lo que había dicho, el conductor era un hombre, pero con los cristales tintados del vehículo no había podido verle claramente la cara. Solo pudo decir que pensaba que era un varón de entre treinta y cincuenta años y con el pelo corto. Del coche pudo dar más detalles; aseguraba que era un Mercedes sedán Clase E, modelo antiguo. ¿Cuántos de aquellos Mercedes había por las calles? Muchísimos. Tardarían mucho en cribar los datos de todos los propietarios registrados, y no tenían un número completo de matrícula para empezar. Ni mucho tiempo que perder.

Ahora que, con dos violaciones en la ciudad en poco más de una semana, el interés de los medios de comunicación se había disparado, y las noticias publicadas estaban sembrando el pánico entre los ciudadanos. Las centralitas se veían inundadas de consultas de mujeres ansiosas que preguntaban si era seguro salir a la calle, y él era consciente de que sus superiores inmediatos, el superintendente jefe Jack Skerritt y el subdirector Peter Rigg, estaban impacientes por ver sus progresos en el caso.

La rueda de prensa siguiente estaba programada para el lunes a mediodía. Todo el mundo se tranquilizaría mucho si pudiera anunciar que tenían un sospechoso y, mejor aún, que habían practicado una detención. Sí, de acuerdo, Darren Spicer era una posibilidad. Pero no había nada peor que tener que soltar a un sospechoso por falta de pruebas, o porque se demostrara que no era la persona que buscaban. Aquello los dejaría como una banda de ineptos. Lo del Mercedes le parecía más prometedor. Pero el conductor no tenía por qué ser el agresor. Puede que hubiera una explicación inocente; quizá fuera un familiar o amigo que hubiera ido a ver a los Pearce, o simplemente alguien que fuera a entregar un paquete.

El hecho de que el conductor saliera a toda prisa era un buen indicio de que podría ser el sospechoso. Era bien sabido que, en muchos casos, los delincuentes conducían mal inmediatamente después del delito debido a la ansiedad del momento, la «niebla roja».

Había dado la noche libre a todo su equipo para que descansaran, salvo a los dos analistas, que cubrían las veinticuatro horas todos los días, en turnos alternos. Glenn Branson le había pedido que fuera a tomarse una cerveza rápida con él antes de ir a casa, pero él se había disculpado, porque apenas había visto a Cleo el fin de semana. La relación conyugal de su colega iba de mal en peor, pero a él ya no se le ocurría qué decirle al pobre Glenn. El divorcio era una opción temible, especialmente para alguien con niños pequeños. Pero él ya no veía muchas alternativas para su amigo, pese a que deseaba con todas sus fuerzas que las hubiera. Glenn iba a tener que coger el toro por los cuernos y seguir adelante. Algo muy fácil de decir, pero casi imposible de asumir.

Sintió unas ganas repentinas de fumar, pero se resistió, a duras penas. A Cleo no le importaba que fumara allí, ni en ninguna parte, pero él pensaba en el niño que llevaba dentro, y en lo que podía afectarle el humo, y en el ejemplo que quería dar. Así que dio otro trago a la copa e hizo caso omiso al antojo.

– ¡Estará listo dentro de cinco minutos! -dijo ella desde la cocina-. ¿Quieres otra copa? -añadió, asomando la cabeza por la puerta.

Él levantó el vaso para que viera que estaba casi vacío.

– ¡Si me tomo otra acabaré debajo de la mesa!

– ¡Así es como más me gustas! -respondió ella, acercándosele.

– ¡Eres una obsesa del control! -dijo él, con una gran sonrisa.

Se dejaría matar por aquella mujer. Moriría por Cleo, encantado, lo sabía. Sin dudarlo un momento.

Entonces sintió una extraña punzada de culpa. ¿No era aquello lo mismo que había sentido una vez por Sandy?

Intentó contestarse a aquella pregunta con sinceridad. Sí, cuando desapareció había sido un infierno. Aquella mañana, la de su trigésimo cumpleaños, habían hecho el amor antes de que él se fuera a trabajar y, aquella misma noche, cuando volvió a casa esperando celebrarlo, ella ya no estaba allí. Había sido un verdadero infierno.

Igual que los días, las semanas, los meses y los años que siguieron. Había imaginado todas las cosas terribles que podrían haberle pasado. Y a veces había pensado en lo que aún podría estarle pasando, en la guarida de algún monstruo. Pero aquella era una de las muchas posibilidades que se imaginaba. Había perdido la cuenta del número de videntes y parapsicólogos a los que había consultado en los últimos diez años, y ninguno le había dicho que estuviera en el mundo de los espíritus. Con todo y con eso, él estaba razonablemente seguro de que Sandy estaba muerta.

Dentro de unos meses se cumplirían diez años de su desaparición. Toda una década, en la que él había pasado de joven prometedor a gris cuarentón.

En la que había conocido a la mujer más encantadora, brillante e increíble del mundo.

A veces se despertaba y se imaginaba que lo había soñado todo. Entonces sentía el calor del cuerpo desnudo de Cleo a su lado. La rodeaba con sus brazos y la abrazaba fuerte, igual que se abraza uno a sus sueños.

– ¡Te quiero tanto! -susurraba entonces.

– ¡Joder! -exclamó de pronto ella, liberándose de su abrazo y rompiendo el hechizo.

Algo olía a quemado, y Cleo se dirigió corriendo hacia los fogones.

– ¡Joder, joder, joder!

– ¡No pasa nada! Me gusta bien hecho. ¡No me gusta el pescado cuando el corazón aún le late!

– ¡Más te vale!

La cocina se llenó de humo negro y de un pestazo a pescado quemado. La alarma antiincendios empezó a sonar. Roy abrió las ventanas y la puerta del patio, y Humphrey salió a la carrera, ladrándole furiosamente a algo con aquellos ladridos agudos de cachorrillo; luego volvió a entrar y se puso a ladrarle a la alarma.

Unos minutos más tarde, Grace estaba sentado a la mesa, y Cleo le colocaba un plato delante, con un filete de atún ennegrecido, un poco de salsa tártara, unos guisantes algo mustios y una masa de patatas hervidas desintegradas.

– ¡Si te comes eso -dijo ella-, será una prueba de amor verdadero!

El televisor estaba encendido, con el sonido apagado. El político había desaparecido y ahora Jamie Oliver estaba demostrando con gran entusiasmo cómo limpiar las vieiras de corales.

Humphrey le dio un empujoncito en la pierna derecha y luego intentó subírsele al regazo.

– ¡Abajo! ¡Nada de pedir! -dijo él.

El perro le miró poco convencido y luego se fue con las orejas gachas.

Cleo se sentó a su lado y le miró, frunciendo el ceño.

– No tienes que comértelo si está asqueroso.

Él se metió un trozo de pescado en la boca. El sabor era aún peor que el aspecto. Algo peor. No había duda de que Sandy cocinaba mejor que Cleo. Mil veces mejor. Pero aquello no le importaba lo más mínimo. Eso sí, cuando vio lo que estaba preparando Jamie Oliver en la tele, le dio cierta envidia.

– Bueno, ¿cómo te ha ido el día? -preguntó Roy, metiéndose otro pedazo de pescado quemado en la boca y pensando que en realidad el curri de todos aquellos días no había estado tan mal.

Ella le habló del cuerpo de un hombre de unos doscientos setenta kilos que había tenido que ir a buscar a su domicilio. Para levantar el cadáver habían tenido que recurrir a un equipo de bomberos.

Él escuchó en silencio, asombrado; luego comió un poco de ensalada que ella le había puesto en un platito. Por lo menos aquello no estaba quemado.

De pronto ella cambió de tema:

– Oye, se me ha ocurrido algo sobre el Hombre del Zapato. ¿Quieres que te diga lo que pienso?

Él asintió.

– Vale. Tu Hombre del Zapato (si es el mismo agresor que antes y si sigue en esta zona) no creo que haya podido dejar lo que tanto le ponía.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Si dejó de delinquir, fuera por lo que fuera, seguiría teniendo sus necesidades. Y necesitaría satisfacerlas. Así que quizá fuera a mazmorras del sado, o a lugares así: sitios de sexo «bizarro», fetiches y todo eso. Ponte en su lugar: eres un pervertido que se excita con los zapatos de mujer, ¿vale?

– Esa es una de nuestras líneas de investigación.

– Sí, pero escucha. Has encontrado un modo divertido de hacerlo: violando a desconocidas que llevan zapatos caros y luego quitándoselos. ¿Vale?

Él la miró, sin reaccionar.

– De pronto, ¡ups! Se te va la mano. Ella muere. La cobertura mediática es enorme. Decides mantenerte fuera de la circulación, ocultarte. Pero… -Hizo una pausa-. ¿Quieres oír el «pero»?

– No tenemos la certeza de que muriera nadie. Lo único que sabemos es que paró. Pero dime.

– Aún te vuelven loco los zapatos de mujer, ¿vale? ¿Me sigues?

– Te piso los talones -bromeó él.

– Vete al carajo, superintendente.

Él levantó la mano.

– ¡No era mi intención ofender!

– No lo has hecho. Bueno, o sea, que eres el Hombre del Zapato, que aún te ponen los pies, o los zapatos. Antes o después, eso que llevas dentro, esa suerte de necesidad va a salir al exterior. Vas a necesitar satisfacerla. ¿Dónde vas? ¡A Internet! Así que vas a un buscador e introduces «pies» y «fetiche», y quizá «Brighton». ¿Sabes lo que te sale?

Grace sacudió la cabeza, impresionado con la lógica de Cleo. Intentó pasar por alto el horrible olor a pescado quemado.

– Un montón de burdeles y mazmorras del sado, como las que tengo que visitar yo a veces para levantar cadáveres. Ya sabes, viejos verdes que se excitan demasiado…

Sonó su teléfono móvil.

Cleo se disculpó y respondió. Al instante su expresión cambió a «modo de trabajo». Cuando colgó, le dijo:

– Lo siento, amor mío. Hay un cadáver en un refugio junto al mar. La llamada del deber.

Él asintió. Ella le dio un beso.

– Volveré lo antes posible. Te veré en la cama. No te me mueras.

– Intentaré seguir vivo.

– Al menos una parte. La que me interesa -dijo ella, tocándole suavemente justo por debajo del cinturón.

– ¡Marrana!

– ¡Calentorro!

Entonces le puso una hoja impresa delante.

– Echa un vistazo, y haz las correcciones que te parezca.

Roy miró el papel.


los señores morey

desean contar con su asistencia

en el enlace matrimonial de su hija

Cleo Suzanne

con Roy Jack Grace

en la all Saints' church de llttle bookham


– ¡No te olvides de sacar a Humphrey antes de subir! -dijo.

Y se fue.

Un momento después de que cerrara la puerta sonó otro teléfono, esta vez el de él. Lo sacó del bolsillo y echó un vistazo a la pantalla. El número estaba oculto, lo que significaba, casi sin lugar a dudas, que era una llamada de trabajo.

Lo era.

Y no eran buenas noticias.


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