Capítulo 20

Sábado, 3 de enero de 2010

La unidad de datos del salpicadero emitió un pitido que sobresaltó a Yac, que había aparcado en el paseo marítimo, cerca del Brighton Pier, para beberse su taza de té. Era su taza de té de las 23.00. De hecho llegaba diez minutos tarde, porque la lectura del periódico le había absorbido por completo.

Miró la pantalla. Era una llamada de la centralita que decía: «Rest. China Garden. Preston St. 2 pas. Starling. Dest: Roedean Cresc.».

El China Garden estaba a un paso. Conocía el destino. Podía visualizarlo, igual que cada calle y cada vivienda en Brighton y Hove. Roedean Crescent estaba sobre los acantilados, al este de la ciudad. Todas las casas eran grandes, independientes y con personalidad propia, tenían buenas vistas del puerto deportivo y del canal. Casas de gente rica.

El tipo de gente que se podía permitir zapatos elegantes.

Presionó el botón de recepción, confirmando que aceptaba el servicio, y siguió dando sorbitos a su té y leyendo el periódico que se habían dejado en el taxi.

Aún estarían acabando de cenar. Cuando alguien pedía un taxi en un restaurante, daba por sentado que tendría que esperar, por lo menos un cuarto de hora si se trataba del centro de Brighton, en un sábado por la noche. Y además, no podía dejar de leer una y otra vez la noticia sobre la violación de la mujer en el Metropole en Nochevieja. Estaba fascinado.

Por los retrovisores veía las luces de colores del parque de atracciones. Lo sabía todo sobre aquellas luces. Había trabajado allí como electricista, en el equipo de reparación y mantenimiento de las atracciones. Pero le despidieron. Por el mismo motivo por el que solían despedirle: por perder los nervios con alguien. Aún no le había pasado en el taxi, pero una vez había salido y se había puesto a gritar a otro conductor que había parado en una parada de taxi justo delante de él.

Se acabó el té, dobló el periódico y volvió a meter la taza en la bolsa de plástico junto al termo. Luego dejó la bolsa en el asiento delantero.

– ¡Vocabulario! -dijo en voz alta. Y empezó sus comprobaciones.

Primero, los neumáticos. Luego encender el motor y dar las luces. Nunca al revés, porque si tenía poca batería, las luces podían consumir la energía necesaria para arrancar el motor. Eso se lo había enseñado el dueño del taxi. Especialmente en invierno, cuando la batería sufría más. Y ahora era invierno.

Cuando arrancó el motor, comprobó el indicador de combustible. Tres cuartos de depósito. Luego la presión del aceite. Luego la temperatura. El climatizador estaba puesto a veinte grados, como le habían enseñado. En un termómetro exterior vio que estaban a dos grados Celsius. Una noche fría. Ajá.

Miró en el retrovisor, comprobó que llevaba puesto el cinturón, puso el intermitente, se integró en el tráfico y llegó hasta el cruce, donde el semáforo estaba en rojo. Cuando cambió a verde giró a la derecha por Preston Street y casi inmediatamente se paró junto a la acera, frente a la puerta del restaurante.

Dos gamberros muy borrachos bajaban por la calle en su dirección. Al llegar al taxi, dieron unos golpecitos en la ventanilla y le preguntaron si estaba libre para llevarlos a Coldean. No estaba libre, les dijo, esperaba pasajeros. Mientras se alejaban, se preguntó si en casa tendrían váter de cisterna alta o baja. De pronto le pareció muy importante saberlo. Estaba a punto de salir del coche e ir corriendo tras ellos para preguntárselo cuando por fin se abrió la puerta del restaurante.

Salieron dos personas. Un hombre delgado con un abrigo oscuro y una bufanda alrededor del cuello y una mujer agarrada a su brazo, haciendo equilibrios sobre los tacones; daba la impresión de que, si él la soltaba, se caería. Y por la altura de los tacones, la caída sería dura.

Eran unos bonitos tacones. Bonitos zapatos.

¡Y tenía su dirección! Le gustaba saber dónde vivían las mujeres que llevaban zapatos tan bonitos. Ajá.

Yac bajó la ventanilla. No quería que el hombre golpeara en la ventanilla.

– ¿Taxi para Starling? -preguntó el hombre.

– ¿Rodean Crescent? -respondió Yac.

– ¡Sí, señor!

Se subieron al coche.

– Al sesenta y siete de Rodean Crescent -dijo el hombre.

– Sesenta y siete de Rodean Crescent -repitió Yac. Le habían enseñado que siempre convenía repetir la dirección claramente.

El coche se llenó de los olores a alcohol y perfume. Shalimar, lo reconoció al instante. El perfume de su infancia. El que siempre llevaba su madre. Entonces se giró hacia la mujer.

– Bonitos zapatos -dijo-. Bruno Magli.

– Sí -masculló ella.

– Talla cuatro -añadió.

– Eres un experto en zapatos, ¿eh? -preguntó la mujer, sarcástica.

Yac miró el rostro de la mujer en el espejo. Estaba muy erguida. No tenía la cara de alguien que se lo hubiera pasado bien. Ni de alguien muy agradable. El hombre tenía los ojos cerrados.

– Zapatos -dijo Yac-. Ajá.


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