SANSA

La invitación parecía de lo más inocente, pero cada vez que Sansa la leía se le hacía un nudo en la boca del estómago.

«Ahora va a ser reina, es hermosa, rica y todos la adoran, ¿por qué quiere cenar con la hija de un traidor? —Supuso que sería por curiosidad; quizá Margaery Tyrell quería conocer de cerca a la rival que había desplazado—. Me pregunto si estará resentida conmigo. Si creerá que le deseo algún mal…»

Sansa había contemplado desde las murallas del castillo el ascenso de Margaery Tyrell y su escolta a la Colina Alta de Aegon. Joffrey había recibido a su futura prometida en la Puerta del Rey para darle la bienvenida a la ciudad y desde allí cabalgaron juntos entre las ovaciones de la multitud; Joff resplandecía en una armadura con filigrana de oro y la joven Tyrell estaba espléndida con su vestido verde y una capa de flores otoñales que le colgaba desde los hombros. Tenía dieciséis años, cabello y ojos castaños, y era esbelta y bella. La gente gritaba su nombre a su paso, levantaban a los niños para que ella los bendijera y le lanzaban flores bajo los cascos del caballo. Su madre y su abuela los seguían a corta distancia en una carroza de grandes ruedas cuyos costados estaban tallados con cien rosas entrelazadas, cubiertas de brillante pan de oro. El pueblo también las aclamaba a ellas.

«El mismo pueblo que me tiró del caballo y me hubiera matado, de no ser por el Perro. —Sansa no había hecho nada para merecer el odio del pueblo, de la misma manera que Margaery Tyrell no había hecho nada para ganarse su amor—. ¿Querrá que yo también la ame? —Estudió la invitación que parecía escrita del puño y letra de Margaery—. ¿Querrá mi bendición?» Se preguntó si Joffrey sabría algo de aquella cena. Que ella supiera, podía ser cosa suya. Aquel pensamiento la atemorizó. Si Joff estaba detrás de la invitación, tendría preparada alguna broma cruel para avergonzarla en presencia de la otra chica, de más edad que ella. ¿Ordenaría de nuevo a algún miembro de su Guardia Real que la desnudara? La última vez que lo había hecho, su tío Tyrion lo había impedido, pero el Gnomo no podía salvarla en aquel momento.

«Nadie más que mi Florian podría salvarme» Ser Dontos había prometido que la ayudaría a escapar, pero tras la noche de bodas de Joffrey, no antes. Lo habían planeado todo detenidamente, su querido y devoto caballero devenido bufón se lo había asegurado; hasta ese momento no había nada que hacer más que soportarlo todo y contar los días.

«Y cenar con mi sustituta.»

Quizá estaba siendo injusta con Margaery Tyrell. Quizá la invitación no fuera más que una simple cortesía, un acto de bondad. «Podría no ser más que una cena.» Pero estaba en la Fortaleza Roja, estaba en Desembarco del Rey, en la corte del rey Joffrey Baratheon, el primero de su nombre, y si una cosa había aprendido Sansa Stark allí era a desconfiar.

Pero, incluso así, debía aceptar. Ya no era nadie, sólo la hija rechazada de un traidor, la hermana en desgracia de un señor rebelde. Difícilmente podría negar nada a la futura reina de Joffrey.

«Quisiera que el Perro estuviera aquí.» La noche de la batalla, Sandor Clegane había acudido a sus aposentos para sacarla de la ciudad, pero Sansa se había negado. A veces yacía despierta en medio de la noche, preguntándose si había actuado con sabiduría. Tenía su capa blanca manchada oculta en un cofre de cedro debajo de las prendas veraniegas de seda. No habría sabido decir por qué la conservaba. El Perro se había acobardado, había oído decir; en el ardor de la batalla se emborrachó hasta tal punto que el Gnomo tuvo que hacerse cargo de sus hombres. Pero Sansa lo entendía. Conocía el secreto de su rostro quemado. «Sólo temía al fuego.» Aquella noche el fuego valyrio había incendiado todo el río y había llenado el aire con llamaradas verdes. Incluso dentro del castillo Sansa había sentido miedo. Fuera… no podía ni imaginarlo.

Suspiró, sacó pluma y papel, y compuso una gentil misiva de aceptación para Margaery Tyrell.

Cuando llegó la noche señalada otro de los miembros de la Guardia Real acudió en su busca, un hombre tan diferente de Sandor Clegane como…

«Bueno, como una flor de un perro.» Al ver a Ser Loras Tyrell ante su puerta, a Sansa se le aceleró el corazón. Era la primera vez que estaba tan cerca de él desde su regreso a Desembarco del Rey, al frente de la vanguardia del ejército de su padre. Por un momento, no supo qué decir.

—Ser Loras —logró articular finalmente—, tenéis… tenéis un aspecto encantador.

—Mi señora es muy gentil —dijo él, devolviéndole una sonrisa enigmática—. Y muy hermosa. Mi hermana os aguarda con impaciencia.

—Oh, he esperado tanto esta cena…

—Igual que Margaery y mi señora abuela. —La tomó del brazo y la condujo hacia la escalera.

—¿Vuestra abuela?

Cuando Ser Loras le tocaba el brazo a Sansa se le hacía difícil caminar, conversar y pensar simultáneamente. Sentía el calor de su mano a través de la seda.

—Lady Olenna. Cenará también con vosotras.

—Oh —exclamó Sansa. «Estoy hablando con él, y me está tocando, me coge del brazo y me está tocando»—. La llaman la Reina de las Espinas, ¿no?

—Sí —rió Ser Loras. «Tiene una risa tan agradable…», pensó mientras él seguía hablando—. Es mejor que no uséis ese apodo en presencia de ella, o podéis llevaros un pellizco.

Sansa se ruborizó. Hasta un idiota se hubiera dado cuenta de que a ninguna mujer le gustaría que la llamasen «la Reina de las Espinas».

«Quizá yo sea tan estúpida como dice Cersei Lannister.» Intentó pensar algo a la desesperada, algo ingenioso y agradable que decirle, pero todo su talento se había esfumado. Estuvo a punto de comentarle cuán apuesto era, hasta que recordó que ya se lo había dicho.

Pero era verdad, Ser Loras era guapo. Parecía más alto que cuando lo conoció, pero seguía siendo igual de gentil y esbelto, y Sansa jamás había visto a otro muchacho con unos ojos tan maravillosos.

«Pero no es un muchacho, es un hombre, un caballero de la Guardia Real.» Pensó que el blanco le sentaba mejor aún que los ropajes verde y oro de la Casa Tyrell. En aquel momento, el único toque de color en su vestimenta era el broche con el que se sujetaba la capa; la rosa de Altojardín, fundida en oro fino y engarzada en un lecho de delicadas hojas de jade verde.

Ser Balon Swann abrió la puerta del Torreón de Maegor para que ambos pasaran. También vestía todo de blanco, pero no le quedaba ni la mitad de bien que a Ser Loras. Más allá del foso lleno de picas, dos docenas de hombres practicaban con espadas y escudos. Con el castillo tan lleno de gente, habían asignado el patio exterior a los huéspedes para que pudieran erigir sus tiendas de campaña y pabellones, y sólo habían dejado para el entrenamiento los pequeños patios de armas. Uno de los gemelos Redwyne retrocedía bajo el ataque de Ser Tallad, con los ojos clavados en su escudo. El pequeño y robusto Ser Kennos de Kayce, que resoplaba y gemía cada vez que levantaba la espada larga, parecía aventajar a Osney Kettleblack; pero el hermano de Osney, Ser Osfryd, castigaba duramente a Morros Slynt, un escudero con cara de rana. A pesar de que las espadas eran romas, Slynt tendría una buena colección de magulladuras a la mañana siguiente. Sólo de contemplarlos, Sansa se encogía de dolor.

«Apenas han acabado de enterrar a los muertos de la batalla anterior y ya están practicando para la siguiente.»

En un rincón del patio un caballero con un par de rosas doradas en el escudo mantenía a raya a tres adversarios. Mientras lo miraba, él logró acertar en la cabeza a uno de ellos, que cayó sin sentido.

—¿Ése es vuestro hermano? —preguntó Sansa.

—Así es, mi señora —dijo Ser Loras—. Por lo general, Garlan se entrena combatiendo contra tres hombres, incluso contra cuatro. Dice que, en combate, rara vez se pelea contra uno solo, por lo que le gusta estar preparado.

—Debe de ser muy valiente.

—Es un gran caballero —replicó Ser Loras—. En verdad, su espada es mucho mejor que la mía, aunque yo soy mejor lancero.

—Lo recuerdo —dijo Sansa—. Cabalgáis de maravilla.

—Sois muy gentil, mi señora. ¿Cuándo me habéis visto cabalgar?

—En el torneo de la Mano, ¿no lo recordáis? Montabais un corcel blanco y vuestra armadura era de cien tipos diferentes de flores. Me disteis una rosa. Una rosa roja. Aquel día lanzasteis rosas blancas a las demás chicas. —Al hablar de aquello se sonrojaba—. Dijisteis que ninguna victoria era ni la mitad de bella que yo.

—Dije sólo una simple verdad que cualquier hombre con ojos puede corroborar. —Ser Loras sonrió con modestia.

«No lo recuerda —pensó Sansa, asombrada—. Sólo está siendo cortés conmigo, no se acuerda de mí, ni de la rosa, ni de nada de todo aquello.» Había estado tan segura de que aquel momento significaba algo, de que significaba mucho… Una rosa roja, no blanca.

—Fue después de que desmontaseis a Ser Robar Royce —dijo, con desesperación.

—Maté a Robar en Bastión de Tormentas, mi señora —dijo Ser Loras retirando su mano del brazo de ella. No era jactancia, su tono era de tristeza.

«A él y también a otro caballero de la Guardia Arcoiris del rey Renly, sí.» Sansa había oído a las mujeres hablar de aquello en torno al pozo, pero por un instante lo había olvidado.

—Fue allí donde mataron a Lord Renly, ¿verdad? Qué terrible para vuestra pobre hermana.

—¿Para Margaery? —preguntó con voz tensa—. Sin duda. Pero ella estaba en Puenteamargo. No lo vio.

—De todos modos, cuando se enteró…

Ser Loras rozó levemente la empuñadura de la espada con la mano. El mango estaba forrado de cuero blanco y el pomo era una rosa de alabastro.

—Renly está muerto. Robar también. ¿Qué sentido tiene hablar de ellos?

Su tono cortante la sorprendió.

—Mi señor… No quería ofenderos, ser.

—Ni hubierais podido hacerlo, Lady Sansa —replicó Ser Loras, pero la calidez le había desaparecido de la voz y no volvió a tomarla del brazo.

Subieron la escalera de caracol en profundo silencio.

«Oh, ¿por qué he tenido que mencionar a Ser Robar? —pensó Sansa—. Lo he echado todo a perder. Ahora está enfadado conmigo. —Intentó pensar en qué podría decir para reparar lo ocurrido, pero todas las palabras que le acudían a la mente eran pobres y vanas—. Quédate callada o sólo conseguirás empeorar las cosas», se dijo a sí misma.

Lord Mace Tyrell y su séquito se habían alojado detrás del sept real, en la larga torre de tejado de pizarra que todos llamaban Bóveda de las Doncellas desde que el rey Baelor el Santo confinara allí a sus hermanas para que al verlas no se sintiera tentado a tener pensamientos impuros. Delante de sus altas puertas talladas había dos guardias con yelmos dorados y capas verdes ribeteadas en satén dorado y con la rosa dorada de Altojardín bordada sobre el pecho. Ambos medían dos metros, eran de hombros anchos, cinturas estrechas y magnífica musculatura. Cuando Sansa se acercó lo suficiente para verles las caras, no logró diferenciarlos. Tenían las mismas mandíbulas firmes, los mismos ojos de un azul oscuro y los mismos bigotes rojos y poblados.

—¿Quiénes son? —le preguntó a Ser Loras, olvidando por un momento su consternación.

—La guardia personal de mi abuela —respondió Ser Loras—. Su madre los llamó Erryk y Arryk, pero mi abuela no sabe cuál es cuál, así que los llama Izquierdo y Derecho.

Izquierdo y Derecho abrieron las puertas, y fue la propia Margaery Tyrell la que acudió, bajando con celeridad los escasos peldaños para saludarlos.

—Lady Sansa —exclamó—. Estoy muy contenta de que hayáis aceptado la invitación. Sed bienvenida.

—Me hacéis un gran honor, Alteza —dijo Sansa, hincando la rodilla en tierra frente a su futura reina.

—Por favor, llamadme Margaery. Levantaos, os lo ruego. Loras, ayuda a Lady Sansa a ponerse de pie.

—Como desees. —Ser Loras la ayudó a levantarse. Margaery lo despidió con un beso fraterno y cogió a Sansa de la mano.

—Venid, mi abuela está esperando, y no es una dama nada paciente.

El fuego chisporroteaba en el hogar, y por el suelo habían extendido juncos de dulce aroma. En torno a la larga mesa se sentaban una docena de mujeres.

Sansa sólo reconoció a Lady Alerie, la alta y distinguida esposa de Lord Tyrell, que llevaba la larga trenza plateada recogida con aros enjoyados. Margaery le presentó a las demás. Había tres primas Tyrell, Megga, Alla y Elinor, todas de la edad de Sansa. La opulenta Lady Janna era hermana de Lord Tyrell y estaba casada con uno de los Fossoway manzana verde; la delicada Lady Leonette, de ojos brillantes, era también una Fossoway, casada con Ser Garlan. La septa Nysterica tenía un feo rostro picado de viruelas, pero parecía alegre. Lady Graceford, pálida y elegante, estaba allí con un bebé, y Lady Bulwer era una niña de no más de ocho años. Y a Meredyth Crane, gordita y ruidosa, la hubiera definido como jovial, pero eso no era aplicable en ningún sentido a Lady Merryweather, una sensual belleza myriense de ojos negros.

Para finalizar, Margaery la llevó ante la mujer que ocupaba el lugar de honor en la mesa, una muñeca marchita de cabello blanco.

—Tengo el honor de presentaros a mi abuela, Lady Olenna, viuda del difunto Luthor Tyrell, señor de Altojardín, cuyo recuerdo nos sirve de consuelo.

La anciana olía a agua de rosas.

«Está consumida casi del todo, ¿por qué ese nombre?» En ella no había nada que recordara las espinas.

—Dame un beso, pequeña —dijo Lady Olenna, tirando de la manga de Sansa con una mano débil y llena de manchas—. Es una gentileza de tu parte que cenes conmigo y con mi tonta panda de gallinas.

Sansa besó respetuosamente a la anciana en la mejilla.

—Sois muy bondadosa al admitirme entre vosotras, mi señora.

—Conocí a tu abuelo, Lord Rickard, aunque no muy bien.

—Murió antes de que yo naciera.

—Lo sé, pequeña. Se dice que tu abuelo Tully también se está muriendo. Lord Hoster, ¿no te lo habían dicho? Es un hombre anciano, aunque no tanto como yo. De todos modos, al final anochece para todos, y demasiado temprano para algunos. Debes saber que para más de los debidos, pobre niña. Has sufrido mucho dolor, lo sé. Lamentamos tus pérdidas.

—Sentí una gran tristeza cuando supe de la muerte de Lord Renly, Alteza —dijo Sansa mirando a Margaery—. Era muy galante.

—Es muy gentil de vuestra parte —respondió Margaery.

—Sí —resopló la abuela—, muy galante, encantador y muy limpio. Sabía cómo vestirse y cómo sonreír, y sabía cómo bañarse, y no sé por qué dio por hecho que eso lo hacía digno de ser rey. Los Baratheon siempre han tenido ideas raras, sin duda. Les viene de su sangre Targaryen, creo. —Sorbió por la nariz—. Una vez intentaron casarme con un Targaryen, pero enseguida corté por lo sano.

—Renly era valiente y gentil, abuela —dijo Margaery—. A mi padre le gustaba, igual que a Loras.

—Loras es joven —dijo Lady Olenna con brusquedad— y se le da muy bien eso de desmontar jinetes con una lanza. Pero no por eso es sabio. Y con respecto a tu padre, si yo hubiera nacido campesina y con un buen cucharón de madera habría podido meter algo de sentido común a golpes en esa cabezota.

—¡Madre! —saltó Lady Alerie.

—Silencio, Alerie, no me hables en ese tono. Y no me llames madre. Si te hubiera parido, estoy segura de que lo recordaría. Sólo tengo que dar cuentas por tu marido, el estúpido señor de Altojardín.

—Abuela —intervino Margaery—, no digas esas cosas, ¿qué va a pensar Sansa de nosotros?

—Podría pensar que tenemos un poco de seso en la cabeza. Al menos una de nosotras. —La anciana se volvió de nuevo hacia Sansa—. Es traición, se lo advertí; Robert tiene dos hijos y Renly tiene un hermano mayor, ¿cómo es posible que albergue alguna pretensión con respecto a esa horrorosa silla de hierro? Nada, nada, dice mi hijo, ¿mi dulce madre no quiere ser reina? Vosotros, los Stark, fuisteis reyes en el pasado, igual que los Arryn y los Lannister, e incluso los Baratheon por línea femenina, pero los Tyrell no fueron más que mayordomos hasta que Aegon el Dragón apareció y asó al legítimo rey del Dominio en el Campo de Fuego. A decir verdad, hasta nuestras pretensiones con respecto a Altojardín son algo dudosas, como se quejan siempre esos repelentes Florent. «¿Y qué importa eso?», preguntaréis, y por supuesto la respuesta es que nada en absoluto, salvo para idiotas como mi hijo. La idea de que alguna vez pueda ver a su nieto con el culo aposentado en el Trono de Hierro lo hace hincharse como… ¿cómo se llama eso? Margaery, tú eres lista, sé buena y dile a tu pobre abuela medio lela el nombre de ese extraño pez de las Islas del Verano que si lo pinchas se hincha hasta aumentar diez veces su tamaño.

—Se llama pez globo, abuela.

—Claro. Los habitantes de las Islas del Verano carecen de imaginación. A decir verdad, mi hijo debería poner un pez globo en su blasón. Podría ponerle una corona, como hacen los Baratheon con su venado, quién sabe si eso lo haría feliz. En mi opinión, deberíamos habernos mantenido al margen de toda esta idiotez sanguinaria, pero una vez se ha ordeñado la vaca no es posible volverle a meter la leche en las ubres. Después de que Lord Pez Globo colocara esa corona sobre la cabeza de Renly estábamos metidos en el lío hasta el cuello, y aquí estamos, a ver cómo salimos del problema. Y tú, ¿qué dices, Sansa?

La boca de Sansa se abrió y se cerró. Ella misma se sentía como un pez globo.

—Los Tyrell pueden jactarse de que descienden de Garth Manoverde —fue lo único que se le ocurrió en aquel momento.

—Igual que los Florent, los Rowan, los Oakheart y la mitad de las casas nobles del sur —resopló la Reina de las Espinas—. Se dice que a Garth le gustaba plantar su semilla en terreno fértil. No me extrañaría que, además de las manos, tuviera otras cosas verdes.

—Sansa, seguro que tienes hambre —intervino Lady Alerie—. ¿No es hora ya de comer un poco de jabalí y pasteles de limón?

—Los pasteles de limón son mis favoritos —dijo Sansa.

—Eso es lo que nos han dicho —declaró Lady Olenna, que obviamente no tenía la menor intención de dejar que la hicieran callar—. Ese tal Varys por lo visto cree que tenemos que darle las gracias por la información. Nunca he sabido muy bien para qué sirve un eunuco, a decir verdad. Me parece que son solamente hombres a los que les han cortado las partes útiles. Alerie, diles que traigan la comida, ¿o pretendes dejarme morir de inanición? Ven aquí, Sansa, siéntate a mi lado; soy mucho menos aburrida que esas otras. Espero que te gusten los bufones.

—Creo que… —dijo Sansa, alisándose la falda mientras se sentaba—. ¿Bufones, mi señora? ¿Queréis decir… los que se visten de colores?

—En este caso, de plumas. ¿De qué creías que estaba hablando? ¿De mi hijo? ¿O de los maridos de estas damas encantadoras? No, no te ruborices, con ese pelo tuyo pareces una granada. Todos los hombres son bufones, a decir verdad, pero los que llevan trajes multicolores son más divertidos que los que llevan corona. Margaery, niña, llama a Mantecas, a ver si puede hacer sonreír a Lady Sansa. Y vosotras, quedaos sentadas, ¿es que os lo tengo que decir todo? Sansa va a pensar que mi nieta está atendida por un rebaño de borregas.

Mantecas llegó antes que la comida, enfundado en un traje de bufón de plumas verdes y amarillas, con un gorro blando que parecía una cresta. Era un hombre inmensamente obeso, como tres Chicos Luna, que entró dando volteretas laterales, se subió a la mesa de un salto y puso un enorme huevo delante de Sansa.

—Rompedlo, mi señora —ordenó.

Ella lo rompió, y una docena de pollitos amarillos escapó y echó a correr en todas direcciones.

—¡Atrapadlos! —exclamó Mantecas.

La pequeña Lady Bulwer logró agarrar a uno y se lo entregó; el bufón echó la cabeza hacia atrás, dejó caer el ave en su enorme boca de goma y pareció tragárselo entero. Cuando eructó, por la nariz le salieron pequeñas plumas amarillas. Lady Bulwer comenzó a gimotear, horrorizada, pero sus lágrimas se convirtieron en un súbito grito de placer cuando el pollito le asomó por la manga del vestido y le correteó por el brazo.

Mientras los sirvientes entraban con una sopa de puerros y setas, Mantecas comenzó a hacer juegos malabares, y Lady Olenna se inclinó sobre la mesa y apoyó los codos.

—¿Conoces a mi hijo, Sansa? ¿A Lord Pez Globo de Altojardín?

—Es un gran señor —respondió Sansa con cortesía.

—Un gran cretino —dijo la Reina de Espinas—. Su padre también era un cretino. Mi esposo, el difunto Lord Luthor. No, no me entiendas mal, yo lo amé muchísimo. Era un hombre bueno, y no estaba nada mal en la cama, pero de todos modos era un cretino sin remedio. Hasta tal punto que se cayó con su caballo por un acantilado cuando practicaba la cetrería. Dicen que miraba al cielo y no prestaba atención adónde lo llevaba su cabalgadura.

»Y ahora, el cretino de mi hijo está haciendo lo mismo, sólo que en lugar de un corcel, está montado sobre un león. Es fácil cabalgar a un león, lo difícil es descabalgar, se lo he advertido, pero no hace más que reírse. Si alguna vez tienes un hijo, Sansa, castígalo con frecuencia para que aprenda a tomarte en serio. Sólo tuve un hijo y no le pegué nunca, así que presta más atención a Mantecas que a mí. Un león no es un gatito doméstico, le dije, y él me respondió: “Vamos, vamos, mamá”. En mi opinión en este reino hay demasiado “Vamos, vamos”. Todos esos reyes que andan por ahí harían bien en envainar las espadas y escuchar a sus madres.

Sansa se dio cuenta de que, otra vez, tenía la boca abierta. Se la llenó con una cucharada de caldo, mientras Lady Alerie y las demás mujeres reían ante el espectáculo de Mantecas, que botaba naranjas con la cabeza, con los codos y con su amplio trasero.

—Quiero que me cuentes la verdad sobre este niño rey —dijo de repente Lady Olenna—. El tal Joffrey.

«¿La verdad? —Los dedos de Sansa se aferraron a la cuchara—. No puedo. No me preguntéis eso, por favor. No puedo.»

—Yo… yo…

—Sí, tú. ¿Quién va a saberla mejor? El chico tiene un aspecto majestuoso, sin duda. Algo pagado de sí mismo, pero eso se deberá seguramente a su sangre de Lannister. Sin embargo, hemos oído algunas historias preocupantes. ¿Hay algo de cierto en ellas? ¿Te ha maltratado ese chico?

Sansa miró con nerviosismo a su alrededor. Mantecas se metió una naranja entera en la boca, la masticó y se la tragó, se dio un cachete y escupió las semillas por la nariz. Las mujeres soltaron unas risitas. Los sirvientes iban y venían, y la Bóveda de las Doncellas resonaba con el sonido de cucharas y platos. Uno de los pollos saltó de nuevo a la mesa y atravesó corriendo el plato de caldo de Lady Graceford. Nadie parecía prestarles la menor atención, pero incluso así Sansa tenía miedo.

—¿Por qué miras a Mantecas con la boca abierta? —Lady Olenna se estaba impacientando—. Te he hecho una pregunta y espero una respuesta. ¿Los Lannister te han robado la lengua, niña?

Ser Dontos le había advertido que sólo podía hablar con libertad en el bosque de los dioses.

—Joff… el rey Joffrey es… Su Alteza es muy apuesto y justo y… y valiente como un león.

—Sí, todos los Lannister son leones, y cuando un Tyrell se tira un pedo, huele a rosas —replicó la anciana con brusquedad—. Pero ¿cuán bondadoso es? ¿Cuán inteligente? ¿Tiene un buen corazón, una mano gentil? ¿Es tan caballeroso como corresponde a un rey? ¿Cuidará a Margaery y la tratará con ternura, protegerá su honor como protegería el suyo propio?

—Lo hará —mintió Sansa—. Él es muy… muy atractivo.

—Eso ya lo has dicho. ¿Sabes, niña?, hay quien dice que eres tan tonta como Mantecas, y empiezo a creer que es verdad. ¿Atractivo? Ya le he enseñado a mi Margaery de lo que vale ser atractivo, o eso espero. Algo menos que el pedo de un titiritero. Aerion Fuegobrillante era bastante atractivo, pero también era un monstruo. La pregunta es: ¿cómo es Joffrey? —Estiró la mano y agarró a un sirviente que pasaba—. No me gustan los puerros. Llévate este caldo y tráeme un poco de queso.

—El queso se servirá con las tartas, mi señora.

—El queso se servirá cuando yo diga que se sirva y lo quiero ahora. —La anciana se volvió hacia Sansa—. ¿Tienes miedo, niña? No temas, aquí sólo hay mujeres. Dime la verdad, no te pasará nada.

—Mi padre siempre decía la verdad. —Sansa habló con serenidad, pero de todos modos le costaba trabajo articular las palabras.

—Lord Eddard, sí, tenía esa reputación, pero lo llamaron traidor y le cortaron la cabeza. —Los ojos de la anciana la taladraban, agudos y brillantes como la punta de una espada.

—Joffrey —dijo Sansa—. Joffrey lo hizo. Me prometió que sería misericordioso, y le cortó la cabeza a mi padre. Me dijo que eso era misericordia, me llevó a las murallas y me obligó a mirarla. La cabeza. Quería que me echara a llorar, pero… —Calló de repente y se tapó la boca. «He hablado demasiado, benditos sean los dioses, lo sabrán, lo habrán oído, alguien me denunciará.»

—Proseguid.

Era Margaery la que la urgía. La futura reina de Joffrey. Sansa no sabía cuánto había escuchado.

—No puedo. —«¿Y si se lo cuenta, y si se lo cuenta? Seguro que me mata o me entrega a Ser Ilyn»—. No tenía la intención… Mi padre fue un traidor, mi hermano también, tengo sangre de traidores, por favor, no me hagáis hablar más.

—Cálmate, niña —ordenó la Reina de las Espinas.

—Está aterrada, abuela, mírala.

—¡Bufón! —llamó la anciana—. Cántanos algo. Una canción bien larga, «El oso y la doncella» por ejemplo.

—¡Ahora mismo! —respondió el obeso bufón—. ¿Queréis que la cante cabeza abajo, mi señora?

—¿Sonaría mejor así?

—No.

—Entonces quédate de pie. No queremos que se te caiga el gorro. Me acabo de acordar de que no te lavas nunca el pelo.

—Como ordene mi señora. —Mantecas hizo una profunda reverencia, soltó un estruendoso eructo, se enderezó, sacó la panza y bramó—: «Había un oso, un oso, ¡un oso!, era negro, era enorme, ¡cubierto de pelo horroroso!»

—Incluso cuando yo era una niña aún más joven que tú —dijo Lady Olenna inclinándose hacia delante—, se decía que en la Fortaleza Roja hasta las paredes tienen oídos. Pues que los oídos escuchen la canción, y mientras tanto nosotras podremos conversar libremente.

—Pero —dijo Sansa—, Varys… lo sabe todo, siempre…

—¡Canta más alto! —le gritó la Reina de las Espinas a Mantecas—. Estos viejos oídos están casi sordos, ¿sabes? ¿Me estás susurrando, payaso panzón? No te pago para que susurres. ¡Canta!

—«El oso…» —seguía Mantecas, con una tremenda voz de bajo que retumbaba en las vigas—. «¡Oh, ven, decían ellas! ¡Oh, ven ahora a la feria! ¿A la feria?, dijo él. Pero es que soy un oso. Negro, enorme, cubierto de pelo horroroso.»

—En Altojardín tenemos muchas arañas entre las flores —dijo la arrugada anciana con una sonrisa—. Mientras se ocupan de sus asuntos, las dejamos tejer sus telas, pero si se meten bajo nuestro pie, las pisamos. —Dio unas palmaditas en la mano de Sansa—. Ahora, niña, la verdad. ¿Qué clase de hombre es ese Joffrey que se llama a sí mismo Baratheon, pero tiene un aspecto tan de Lannister?

—«Y por la carretera, desde aquí hasta allí, desde aquí hasta allí, tres niños, una cabra y un oso que bailaba…»

Sansa sentía como si tuviera el corazón en la garganta. La Reina de Espinas estaba tan pegada a ella que le llegaba el aliento agrio de la mujer. Sus dedos, largos y finos, le pellizcaban la muñeca. Al otro lado, Margaery también escuchaba. La sacudió un escalofrío.

—Un monstruo —susurró, tan quedo que apenas pudo oír su propia voz—. Joffrey es un monstruo. Mintió sobre el chico del carnicero e hizo que mi padre matara a mi lobo. Cuando incurro en su desagrado hace que la Guardia Real me azote. Es malvado y cruel, mi señora. Y la reina es idéntica.

Lady Olenna Tyrell y su nieta intercambiaron una mirada.

—Ah —dijo la anciana—, qué lástima.

«¡Oh, dioses! —pensó Sansa, horrorizada—. Si Margaery no se casa con él, Joff sabrá que yo he tenido la culpa.»

—Por favor —balbuceó—, no suspendáis la boda…

—No tengas miedo alguno, Lord Pez Globo está decidido a que Margaery sea reina. Y la palabra de un Tyrell vale más que todo el oro de Roca Casterly. Al menos, así era en mis tiempos. De todos modos, gracias por decir la verdad, niña.

—«Bailaba dando vueltas, todo el camino hasta la feria. ¡La feria! ¡La feria!» —Mantecas saltaba, rugía y daba pisotones tremendos.

—Sansa, ¿os gustaría visitar Altojardín? —Cuando Margaery Tyrell sonreía se parecía mucho a su hermano Loras—. Ahora está cubierto por las flores de otoño, y hay manantiales, fuentes, patios umbríos, columnatas de mármol… Mi señor padre siempre mantiene en la corte a bardos mucho mejores que este Mantecas, y hay flautistas, violinistas y también arpistas. Tenemos los mejores caballos y botes de paseo para navegar por el Mander. ¿Os gusta la cetrería, Sansa?

—Un poco —admitió.

—«Qué dulce era ella, y pura, y bella. La doncella con miel en el cabello.»

—Os encantará Altojardín tanto como a mí, lo sé. —Margaery colocó en su sitio un mechón suelto del cabello de Sansa—. Cuando lo hayáis visto, no querréis marcharos nunca. Y quizá no tengáis que hacerlo.

—«Su cabello, su cabello. La doncella con miel en el cabello.»

—Silencio, niña —dijo con brusquedad la Reina de las Espinas—. Sansa ni siquiera nos ha dicho si querría visitarnos.

—Oh, claro que sí —dijo Sansa.

Altojardín parecía ser el lugar con el que ella había siempre soñado, como la preciosa corte mágica que había esperado encontrar en Desembarco del Rey.

—«Olía el aroma en el aire del verano. ¡El oso! ¡El oso! Negro y cubierto de pelo horroroso.»

—Pero la reina… —prosiguió Sansa—. No me dejará partir…

—Lo hará. Sin Altojardín, los Lannister no tienen la menor esperanza de mantener a Joffrey en el trono. Si se lo pide mi hijo, el señor cretino, no tendrá otra opción que complacerlo.

—¿Lo hará? —preguntó Sansa—. ¿Se lo pedirá?

—No veo la necesidad de dejarle otra elección. —Lady Olenna frunció el ceño—. Por supuesto, no tiene la menor idea de nuestros verdaderos propósitos.

—«Olía el aroma en el aire del verano.»

—¿Nuestros verdaderos propósitos, mi señora? —preguntó Sansa levantando una ceja.

—«Olfateó y rugió y allí mismo lo olió. ¡Miel en el aire del verano!»

—Verte a salvo y casada, niña —dijo la anciana, mientras Mantecas continuaba bramando la antigua, antiquísima canción—, con mi nieto.

«Casada con Ser Loras, oh…» Sansa se quedó sin respiración. Se imaginó a Ser Loras con su rutilante armadura de zafiro, lanzándole una rosa. Ser Loras vestido de seda blanca, tan puro, tan inocente, tan bello… Los hoyuelos en la comisura de la boca cuando sonreía. La dulzura de su risa, el calor de su mano. Apenas si podía imaginar cómo sería levantarle el jubón y acariciarle la suave piel del cuerpo, ponerse de puntillas para besarlo, meter los dedos entre aquellos mechones color caoba y hundirse en sus profundos ojos pardos. El rubor le subió desde el cuello.

—«¡Oh, soy una doncella! Soy pura y bella. No bailaría nunca con un oso peludo. ¡Un oso! ¡Un oso! No bailaría nunca con un oso peludo.»

—¿Os gustaría, Sansa? —preguntó Margaery—. No he tenido nunca una hermana, sólo hermanos. Oh, por favor, decid que sí, decid que consentiríais en casaros con mi hermano.

—Sí, me gustaría. —Las palabras le salían de la boca atropellándose—. Me gustaría más que nada en el mundo. Casarme con Ser Loras, amarlo…

—¿Loras? —Lady Olenna parecía molesta—. No seas tonta, niña. Los miembros de la Guardia Real no se casan. ¿No te enseñaron eso en Invernalia? Estábamos hablando de mi nieto Willas. Es algo viejo para ti, sin duda, pero de todos modos es un chico encantador. No es nada tonto; además, es el heredero de Altojardín.

Sansa se sintió mareada; un instante antes, tenía la cabeza llena de sueños sobre Loras y se los habían arrancado de golpe.

«¿Willas? ¿Willas?»

—No… —dijo, con expresión estúpida. «La cortesía es la armadura de una dama; no debes ofenderlas, ten cuidado con lo que dices»—. No conozco a Ser Willas. No he tenido ese placer, mi señora. ¿Es… es tan buen caballero como sus hermanos?

—«La levantó por el aire, alto, alto. ¡El oso! ¡El oso!»

—No —respondió Margaery—. No ha hecho el juramento.

—Dile la verdad a la niña. —La anciana frunció el ceño—. El pobrecillo es tullido; ésa es la verdad.

—En su primer torneo como caballero resultó herido —le confió Margaery—. Su caballo cayó a tierra y le aplastó una pierna.

—La culpa la tuvo aquella serpiente dorniense, el maldito Oberyn Martell. Y también su maestre.

—«Yo quería un caballero, pero tú eres un oso. ¡Un oso! ¡Un oso! ¡Cubierto de pelo horroroso!»

—Willas tiene una pierna mala, pero buen corazón —dijo Margaery—. Solía leerme cuentos cuando era pequeña y me dibujaba las estrellas. Lo amaréis tanto como nosotras, Sansa.

—«Ella pataleaba y gemía, la doncella tan bella, pero él lamía la miel de su cabello. ¡Su cabello! ¡Su cabello! Él lamía la miel de su cabello.»

—¿Cuándo podré conocerlo? —preguntó Sansa, dubitativa.

—Pronto —prometió Margaery—. Cuando vayas a Altojardín, después de que Joffrey y yo nos casemos. Mi abuela os llevará.

—Exacto —dijo la anciana, dando palmaditas sobre la mano de Sansa y sonriendo con una boca blanda y llena de arrugas—. No te quepa duda.

—«Entonces ella suspiró y chilló y dio patadas al aire. ¡Mi oso!, cantó. ¡Mi oso precioso! Y se marcharon juntos, de aquí para allá. El oso, el oso y la bella doncella.»

Mantecas rugió el último verso, dio un salto mortal en el aire y cayó sobre ambos pies con una sacudida que hizo estremecerse las copas de vino que había encima de la mesa. Las mujeres rieron y aplaudieron.

—Ya pensaba que esa canción espantosa no se iba a terminar nunca —dijo la Reina de las Espinas—. Mira, ahí viene mi queso.

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