El gran risco se elevaba abruptamente del terreno, como un largo pliegue de roca y tierra con la forma de una garra. De sus laderas bajas colgaban pinos, fresnos y matorrales de espino, pero más arriba la tierra estaba desnuda y su silueta nítida se recortaba ante el cielo nublado.
Podía sentir la llamada de la gran piedra. Fue subiendo, al principio trotaba tranquilamente; después, más deprisa; sus fuertes patas devoraban la pendiente a medida que ascendían. Cuando pasaba corriendo, los pájaros abandonaban las ramas y se abrían paso hacia el cielo con patas y alas. Podía oír el viento que suspiraba entre las hojas, las ardillas que intercambiaban leves chillidos y hasta el sonido de una piña al caer al suelo del bosque. Los olores eran una canción en torno suyo, una canción que llenaba el hermoso mundo verde.
Al recorrer los últimos metros para detenerse en la cima, la gravilla le salía disparada de debajo de las patas. Sobre los altos pinos, el sol se alzaba, enorme y rojo, y debajo de él los árboles y las colinas se extendían hasta el infinito, tan lejos como podía ver u oler. En lo alto un milano real describía círculos, oscuro ante el cielo rosado.
«Príncipe.» El sonido humano le acudió a la mente de forma inesperada, aun así, sabía que era correcto. «Príncipe del verdor, príncipe del Bosque de los Lobos.» Era fuerte, rápido y feroz, y todas las criaturas del buen mundo verde lo temían y se le sometían.
Abajo, muy lejos, en el bosque, algo se movió entre los árboles. Un destello gris, visto y no visto, pero suficiente para que levantara las orejas. Allí abajo, junto a un raudo torrente verde, se deslizó corriendo otra silueta.
«Lobos», supo al instante. Sus primos pequeños, dando caza a alguna presa. El príncipe ya podía ver a unos cuantos más, sombras sobre rápidas patas grises. «Una manada.»
Él también había tenido una manada, una vez. Habían sido cinco, y un sexto se mantenía apartado. En algún lugar de su interior estaban los sonidos que los hombres les habían dado para diferenciar a uno de otro, pero él no los conocía por esos sonidos. Recordaba los olores, los de sus hermanos y hermanas. Todos habían tenido un olor parecido, olían a manada, pero también se diferenciaban unos de otros.
Su hermano enojado, el de los ardientes ojos verdes, estaba cerca, el príncipe lo notaba, aunque no lo había visto desde hacía muchas cacerías. Pero con cada sol que se ponía, se distanciaba más, y él había sido el último. Los otros se habían alejado y dispersado, como hojas barridas por un vendaval.
A veces podía percibirlos como si aún estuvieran con él, aunque ocultos por un peñasco o un macizo de árboles. No podía olerlos ni escuchar sus aullidos por la noche, pero sentía su presencia tras de sí… a todos menos a la hermana que habían perdido. Dejó caer la cola al recordarla.
«Cuatro ahora, no cinco. Cuatro y uno más, el blanco que no tiene voz.»
Esos bosques les pertenecían, junto con las laderas nevadas y las colinas rocosas, los enormes pinos verdes y los robles de hojas doradas, los torrentes en movimiento y los lagos azules quietos, atenazados por dedos de blanco hielo. Pero su hermana había abandonado los bosques para caminar por los salones de los hombres roca donde mandaban otros cazadores, y una vez dentro de esos salones era muy difícil encontrar el camino de salida. El príncipe lobo lo recordaba.
De repente, el viento cambió de dirección.
«Venado, miedo, sangre.» El olor de la presa le despertó el hambre. El príncipe olisqueó de nuevo el aire, se volvió y echó a correr, dando saltos a lo largo de la cresta, con las fauces medio abiertas. El confín más lejano del gran risco era más abrupto que el lugar por donde había subido, pero él avanzaba con paso seguro sobre piedras, raíces y hojas muertas. Descendía por la ladera entre los árboles, devorando el camino a grandes zancadas. El olor lo hacía ir cada vez más deprisa.
Habían derribado al venado y estaba agonizando cuando lo alcanzó; ocho de sus pequeños primos grises lo rodeaban. Los jefes de la manada habían comenzado a alimentarse, primero el macho y después su hembra arrancaban por turnos la carne del vientre ensangrentado de la presa. Los demás esperaban con paciencia, menos el último, que trazaba círculos inquieto a pocos pasos de los otros, con el rabo entre las patas. Sería el último en comer lo que sus hermanos le dejaran.
El príncipe avanzaba contra el viento y por eso no lo percibieron hasta que se subió a un tronco caído cerca de donde comían. El más apartado fue el primero en verlo, soltó un gemido lastimero y desapareció. Sus hermanos de manada se volvieron al oírlo y enseñaron los dientes gruñendo, todos menos el macho y la hembra que los lideraban.
El lobo huargo les respondió con un gruñido grave, de aviso, y les mostró los dientes. Era más corpulento que sus primos, doblaba en tamaño al huesudo de la retaguardia, y era casi tan grande como los dos líderes. De un salto cayó en el centro del grupo y tres de los animales huyeron y desaparecieron entre los arbustos. Otro se le aproximó, lanzándole dentelladas. Recibió al atacante de frente y, cuando se enfrentaron, atrapó la pata del lobo entre las fauces, lo lanzó a un lado y lo dejó gimiendo y cojeando.
Entonces, sólo quedó frente a él el líder de la manada, el gran macho gris con el hocico ensangrentado a causa del suave vientre blanco de la presa que devoraba. También había algo de blanco en su hocico, lo que lo señalaba como un lobo viejo, pero le mostró los dientes mientras le chorreaba una saliva sanguinolenta.
«No tiene miedo —pensó el príncipe—, no más que yo.» Sería una buena pelea. Se lanzaron el uno contra el otro.
Combatieron durante mucho rato, rodaron sobre raíces, piedras, hojas caídas y las entrañas dispersas de la presa; se atacaban con dientes y garras, se separaban, describían círculos uno en torno al otro y se enzarzaban de nuevo. El príncipe era más grande y con mucho el más fuerte, pero su primo tenía una manada. La hembra se desplazaba alrededor de ellos, muy cerca, olfateaba, gruñía y se interpondría si su pareja se apartaba sangrando. De vez en cuando los otros lobos atacaban también, tirando un mordisco a una pata o una oreja cuando el príncipe miraba en otra dirección. Uno llegó a irritarlo tanto que se revolvió como una furia negra y le destrozó la garganta. Después de aquello, los demás se mantuvieron a una distancia prudente.
Y mientras la última luz rojiza se filtraba entre ramas verdes y hojas doradas, el viejo lobo se dejó caer agotado al fango y rodó sobre la espalda, dejando expuestas la garganta y la panza. Se sometía.
El príncipe lo olfateó y le lamió la sangre de la piel y la carne lacerada. Cuando el viejo lobo soltó un leve gemido, el huargo se alejó. Tenía mucha hambre y la presa era suya.
—Hodor.
El sonido súbito lo hizo detenerse y enseñar los dientes. Los lobos lo contemplaron con ojos verdes y amarillos, brillantes a la postrera luz del día. Ninguno de ellos había escuchado nada. Era un viento extraño que soplaba únicamente en sus oídos. Metió las fauces en la barriga del venado y arrancó un gran bocado de carne.
—Hodor, Hodor.
«No —pensó—. No, no quiero.» Era el pensamiento de un niño, no de un huargo. El bosque se oscureció a su alrededor hasta que sólo quedaron las sombras de los árboles y el destello en los ojos de sus primos. Y a través de esos ojos y detrás de ellos, vio el rostro sonriente de un hombre grande y una bóveda de piedra con las paredes salpicadas de salitre. El sabor caliente y delicioso de la sangre se le evaporó de la lengua. «No, no, no, quiero comer, quiero comer, quiero…»
—Hodor, Hodor, Hodor, Hodor, Hodor —entonaba Hodor mientras lo sacudía suavemente por los hombros, adelante y atrás, adelante y atrás.
Siempre intentaba tener cuidado, pero Hodor medía dos metros de alto y era más fuerte de lo que él mismo sabía, y sus manos enormes hacían que los dientes de Bran entrechocaran.
—¡No! —gritó con rabia—. Hodor, déjame, estoy aquí, aquí.
—¿Hodor? —preguntó deteniéndose con aspecto avergonzado.
El bosque y los lobos habían desaparecido. Bran estaba de vuelta en la bóveda húmeda de alguna antigua atalaya que debían de haber abandonado hacía miles de años. Apenas quedaba nada en pie. Las piedras caídas estaban tan cubiertas de musgo y hiedra que era casi imposible distinguirlas hasta que uno se encontraba encima de ellas. Bran había puesto nombre al lugar: Torre Derruida; sin embargo, había sido Meera la que descubrió cómo meterse en el sótano.
—Has estado demasiado tiempo ausente.
Jojen Reed tenía trece años, sólo cuatro más que Bran, y tampoco era mucho más alto, le llevaba cinco o seis centímetros a lo sumo, pero tenía una forma muy solemne de hablar y eso lo hacía parecer mayor y más sabio de lo que era en realidad. En Invernalia, la Vieja Tata lo había apodado el Abuelito.
—Yo quería comer —dijo Bran mirándolo ceñudo.
—Meera volverá pronto con la cena.
—Estoy harto de ranas. —Meera era una comerranas del Cuello, por lo que Bran no podía reprocharle que cazara tantas ranas, claro, pero…—. Yo quería comerme el venado.
Recordó su sabor, la sangre y la sabrosa carne cruda, y se le hizo la boca agua. «Gané la pelea por esa carne, la gané.»
—¿Marcaste los árboles?
Bran se ruborizó. Jojen siempre le decía qué cosas tenía que hacer cuando abría su tercer ojo y vestía la piel de Verano. Arañar la corteza de un árbol, atrapar un conejo y traerlo de vuelta entre las fauces sin comérselo, colocar varias rocas formando una línea.
«Cosas estúpidas.»
—Se me olvidó —dijo.
—Siempre se te olvida.
Era verdad. Tenía la intención de hacer las cosas que Jojen le pedía, pero cuando se volvía lobo no le parecían importantes. Siempre había cosas que ver y cosas que olfatear, todo un mundo verde para cazar. ¡Y podía correr! No había nada mejor que correr, a no ser perseguir a una presa.
—Yo era un príncipe, Jojen —le dijo al chico mayor—. Yo era el príncipe del bosque.
—Tú eres un príncipe —le recordó Jojen con suavidad—. Lo recuerdas, ¿verdad? Dime quién eres.
—Ya lo sabes. —Jojen era su amigo y su maestro, pero a veces a Bran le entraban ganas de pegarle.
—Quiero que pronuncies las palabras. Dime quién eres.
—Bran —dijo, malhumorado. «Bran el roto»—. Brandon Stark. —«El niño tullido»—. El príncipe de Invernalia.
De Invernalia, quemada y destruida, con su gente dispersa y asesinada. Los jardines de cristal habían quedado destrozados y el agua caliente salía a borbotones de las paredes rajadas para soltar su vapor bajo el sol.
«¿Cómo se puede ser el príncipe de un lugar que quizá no vuelva a ver nunca más?»
—¿Y quién es Verano? —insistió Jojen.
—Mi huargo. —Sonrió—. El príncipe del verdor.
—Bran, el chico, y Verano, el lobo. Entonces, ¿eres ellos dos?
—Dos —suspiró—, y uno.
«En Invernalia quería que soñara mis sueños de lobo, y ahora que sé cómo hacerlo, siempre me hace volver de ellos.» Odiaba a Jojen cuando se ponía así de estúpido.
—Recuerda eso, Bran. Recuerda quién eres o el lobo se apoderará de ti. Cuando estáis unidos, no basta con correr, cazar y aullar en la piel de Verano.
«Eso es lo mío —pensó Bran. Le gustaba la piel de Verano más que la suya—. ¿Qué tiene de bueno ser capaz de cambiar de piel, si no se puede usar la que a uno le gusta?»
—¿Lo recordarás? Y la próxima vez, marca el árbol. Cualquier árbol, no importa cuál siempre que lo hagas.
—Lo haré. Lo recordaré. Podría volver ahora y hacerlo, si quieres. Esta vez no se me olvidará.
«Pero, primero, me comeré mi venado y pelearé un poco más con esos lobos pequeños.»
—No —dijo el niño con un gesto de negación—. Es mejor que te quedes y comas. Con tu propia boca. Un warg no puede vivir de lo que consume su bestia.
«¿Cómo lo sabes? —pensó Bran con resentimiento—. No has sido nunca un warg, no sabes qué significa serlo.»
Hodor se levantó de un salto y estuvo a punto de golpear con la cabeza el techo cóncavo.
—¡Hodor! —gritó, mientras corría hacia la puerta.
Meera la abrió de un empujón antes de que él llegara y entró en el refugio.
—Hodor, Hodor —dijo el enorme mozo de cuadra, haciendo una mueca.
Meera Reed tenía dieciséis años, toda una mujer adulta, pero no era más alta que su hermano. Todos los lacustres eran menudos, le había dicho una vez a Bran cuando le preguntó por qué era tan bajita. De cabello castaño, ojos verdes y pecho plano como el de un chico, caminaba con una suave gracia que Bran envidiaba al contemplarla. Meera llevaba una daga larga, pero su modo favorito de pelear era con una fisga en una mano y una red en la otra.
—¿Quién tiene hambre? —preguntó, mostrando sus presas: dos pequeñas truchas plateadas y seis gordas ranas verdes.
—Yo —respondió Bran.
«Pero no de ranas.» En Invernalia, antes de que ocurrieran todas las cosas malas, los Walder solían decir que comer ranas le ponía a uno los dientes verdes y hacía que le saliera musgo en los sobacos. Se preguntó si los Walder estarían muertos. No había visto sus cuerpos en Invernalia… pero había un montón de cadáveres y no habían revisado los edificios por dentro.
—Entonces tendremos que darte de comer. ¿Me ayudas a limpiar las presas, Bran?
Hizo un gesto de asentimiento. Era difícil enojarse con Meera. La chica era mucho más alegre que su hermano y siempre parecía saber cómo hacerle sonreír. No había nada que la asustara ni la enfadara.
«Bueno, a no ser Jojen en ocasiones…» Jojen Reed podía asustar casi a cualquiera. Vestía todo de verde, sus ojos eran como el musgo oscuro y tenía sueños verdes. Lo que Jojen soñaba se hacía realidad. «Salvo que me soñó muerto, y no lo estoy.» Bueno, sí lo estaba, en cierta medida.
Jojen mandó a Hodor a buscar madera, y encendió una pequeña hoguera mientras Bran y Meera limpiaban el pescado y las ranas. Utilizaron el yelmo de Meera como olla, cortaron las presas en trocitos pequeños, añadieron un poco de agua y unas cebollas silvestres que Hodor había encontrado, y prepararon un estofado de ranas. No estaba tan bueno como el venado, pero tampoco sabía mal, pensó Bran mientras comía.
—Gracias, Meera —dijo—. Mi señora.
—No hay de qué, Alteza.
—Llega la mañana —anunció Jojen—, tenemos que seguir.
Bran vio que Meera se ponía tensa.
—¿Lo has soñado?
—No —admitió Jojen.
—¿Y por qué tenemos que irnos? —le preguntó su hermana—. La Torre Derruida es un buen lugar para refugiarse. No hay aldeas cerca, los bosques están llenos de caza, hay peces y ranas en los ríos y lagos… ¿Quién nos va a encontrar aquí?
—Éste no es el lugar donde tenemos que estar.
—Pero es seguro.
—Parece seguro, lo sé —dijo Jojen—. Pero ¿durante cuánto tiempo? Hubo una batalla en Invernalia, vimos los muertos. Y batallas significan guerras. Si algún ejército nos atrapa desprevenidos…
—Podría ser el ejército de Robb —intervino Bran—. Robb volverá pronto del sur, sé que lo hará. Regresará con todos sus estandartes y echará a los hombres del hierro.
—Cuando vuestro maestre agonizaba —le recordó Jojen—, no dijo nada sobre Robb. Dijo: «Hombres del hierro en la Costa Pedregosa», y «Al este, el Bastardo de Bolton». Foso Cailin y Bosquespeso han caído, el heredero de Cerwyn ha muerto, así como el castellano de la Ciudadela de Torrhen. Dijo: «Hay guerra por todas partes; cada cual contra su vecino».
—Hemos discutido esto antes —dijo su hermana—. Quieres llegar al Muro, donde está tu cuervo de tres ojos. De acuerdo, eso está bien, pero el Muro está demasiado lejos y Bran no tiene piernas, sólo a Hodor. Si tuviéramos caballos…
—Y si fuéramos águilas, podríamos volar —dijo Jojen con brusquedad—, pero no tenemos alas, igual que no tenemos caballos.
—Podríamos conseguirlos —replicó Meera—. Hasta en lo más profundo del Bosque de los Lobos hay cazadores, campesinos, leñadores… Algunos tendrán caballos.
—Y si los tienen ¿qué hacemos, robarlos? ¿Somos ladrones? Lo que menos nos interesa es que nos persigan.
—Podríamos comprarlos —dijo ella—. Ofrecer algo por ellos.
—Míranos, Meera. Un chico tullido con un huargo, un gigante retrasado y dos lacustres a cinco mil kilómetros del Cuello. Nos reconocerán y el rumor se difundirá. Bran está a salvo mientras lo den por muerto. Vivo, se convertirá en una presa para todo el que quiera su muerte. —Jojen fue a la hoguera y removió las ascuas con un palo—. En algún lugar del norte nos aguarda el cuervo de tres ojos. Bran necesita un maestro más sabio que yo.
—Pero ¿cómo llegaremos, Jojen? —le preguntó su hermana—. ¿Cómo?
—Andando —respondió—. Paso a paso.
—El camino desde Aguasgrises a Invernalia fue eterno, y eso que íbamos a caballo. Quieres que hagamos un recorrido más largo a pie, sin saber siquiera dónde termina. Dices que más allá del Muro. No he estado allí, igual que tú, pero sé que es un lugar muy grande, Jojen. ¿Allí hay muchos cuervos de tres ojos o sólo uno? ¿Cómo lo vamos a encontrar?
—Quizá sea él quien nos encuentre.
Antes de que Meera supiera cómo responder, oyeron un sonido: el aullido distante de un lobo en la noche.
—¿Verano? —preguntó Jojen, que escuchaba con atención.
—No. —Bran conocía la voz de su huargo.
—¿Estás seguro? —dijo el pequeño abuelo.
—Seguro. —Verano había ido lejos aquel día, a campo traviesa, y no regresaría hasta el crepúsculo.
«Quizá Jojen sea un verdevidente, pero no es capaz de distinguir a un lobo de un huargo.» Se preguntó por qué obedecían tanto a Jojen. No era un príncipe como Bran, ni tampoco fuerte y grande como Hodor, ni tan buen cazador como Meera, aunque, sin entender por qué, siempre era Jojen quien les decía qué había que hacer.
—Deberíamos robar caballos, como dice Meera —apuntó Bran—, y cabalgar hasta donde están los Umber en Último Hogar. —Se detuvo a pensar un instante—. O podríamos robar un bote y navegar Cuchillo Blanco abajo hasta Puerto Blanco. Allí manda ese gordo de Lord Manderly, que se mostró tan amistoso en la fiesta de la cosecha. Quería construir naves. Quizá haya construido algunas y podamos navegar hasta Aguasdulces y traer a casa a Robb con todo su ejército. Entonces no importaría que supieran que estoy vivo. Robb no dejaría que nadie nos hiciera daño.
—¡Hodor! —masculló Hodor—. Hodor, Hodor.
Sólo a él le gustaba el plan de Bran, aunque Meera se limitó a sonreírle y Jojen frunció el ceño. No prestaban atención a sus deseos nunca, ni siquiera por el hecho de que Bran era un Stark, y además un príncipe, y los Reed del Cuello eran vasallos de los Stark.
—Hooodor —dijo Hodor, balanceándose—. Hooooooooodor, Hoooooodor, Hodooor, Hodooor, Hodooor. —A veces le gustaba hacer eso, repetir su nombre de diferentes maneras, una y otra vez. En otras ocasiones se quedaba tan tranquilo que uno olvidaba su presencia. Con él no había manera de saber nada por anticipado—. ¡Hodor, Hodor, Hodor! —gritó.
«No va a parar», se dio cuenta Bran.
—Hodor, ¿por qué no vas fuera y te entrenas con tu espada? —le propuso. El mozo de cuadra había olvidado su espada, pero en aquel momento la recordó.
—¡Hodor! —gruñó.
Fue a buscar su arma. Tenían tres espadas que habían cogido de varias tumbas en las criptas de Invernalia cuando Bran y su hermano Rickon se escondieron de los hombres del hierro de Theon Greyjoy. Bran había cogido la espada de su tío Brandon, y Meera se quedó con la que halló sobre las rodillas del abuelo de Bran. La hoja de Hodor era mucho más antigua, una enorme y pesada pieza de hierro, embotada por siglos de olvido y marcada por el óxido. Podía pasarse horas blandiéndola sin parar. Cerca de las piedras caídas había un árbol arrancado, que había golpeado con la hoja hasta casi hacerlo trocitos.
Podían oírlo a través de las paredes incluso cuando estaba fuera.
—¡Hodor! —gritaba mientras daba espadazos al árbol. Por suerte el Bosque de los Lobos era enorme y, probablemente, no habría nadie cerca que pudiera oírlo.
—Jojen, ¿qué dijiste de un maestro? —preguntó Bran—. Tú eres mi maestro. Sé que no marqué el árbol, pero la próxima vez lo haré. Mi tercer ojo está abierto, como tú querías.
—Tan abierto que temo que te caigas dentro y vivas el resto de tu vida como un lobo del bosque.
—No lo haré, lo prometo.
—El niño lo promete. ¿Lo recordará el lobo? Tú corres con Verano, cazas con él, matas con él… pero te sometes a su voluntad más que él a la tuya.
—Es que se me olvidó, nada más —se quejó Bran—. Sólo tengo nueve años. Lo haré mejor cuando sea mayor. Ni siquiera Florian el Bufón o el príncipe Aemon, el Caballero Dragón, eran grandes guerreros cuando tenían nueve años.
—Eso es verdad —dijo Jojen—, y sería sabio decirlo si los días fueran cada vez más largos… pero no es el caso. Sé que eres un hijo del verano. Dime el lema de la Casa Stark.
—Se acerca el Invierno. —Sólo de decirlo, Bran comenzó a sentir frío.
Jojen asintió con solemnidad.
—Soñé con un lobo alado, sujeto a la tierra con cadenas de piedra, y vine a Invernalia para liberarlo. Ahora, las cadenas han desaparecido, pero no quieres volar aún.
—Enséñame entonces. —Bran temía al cuervo de tres ojos que lo acosaba a veces en sus sueños, picoteando sin parar su entrecejo y diciéndole que volara—. Eres un verdevidente.
—No —replicó Jojen—, sólo soy un chico que sueña. Los verdevidentes eran más que eso. Eran también wargs, como lo eres tú, y el más grande de ellos podía vestir la piel de cualquier bestia que volara, nadara o se arrastrara, y también podía mirar a través de los ojos de los arcianos, y ver la verdad que subyace bajo el mundo.
»Los dioses conceden muchos tipos de dones, Bran. Mi hermana es cazadora. Le ha sido concedido el don de correr muy deprisa y de quedarse tan quieta que parece que no esté. Tiene oído fino, vista aguda y una mano firme con la red y la lanza. Puede respirar cieno y volar entre los árboles. Yo no puedo hacer nada de eso, ni tú tampoco. A mí, los dioses me han dado la videncia verde, y a ti… podrías ser mucho más que yo, Bran. Eres el lobo alado y no hay manera de decir cuán lejos y cuán alto podrás volar… si tienes a alguien que te enseñe. ¿Cómo puedo ayudarte a dominar un don que no comprendo? En el Cuello recordamos a los primeros hombres y a los hijos del bosque que eran sus amigos… pero hemos olvidado muchas cosas, y otras no las hemos sabido nunca.
—Si nos quedamos aquí —dijo Meera, cogiéndole la mano a Bran—, sin molestar a nadie, estarás a salvo hasta que termine la guerra. Sin embargo, únicamente podrás aprender lo que mi hermano sea capaz de enseñarte, y ya has oído qué ha dicho. Si dejamos este lugar para buscar refugio en Último Hogar o más allá del Muro, nos arriesgamos a que nos atrapen. Sé que sólo eres un niño, pero también eres nuestro príncipe, el hijo de nuestro señor y el legítimo heredero de nuestro rey. Te hemos jurado fidelidad por la tierra y el agua, el bronce y el hierro, el hielo y el fuego. Eres tú el que se arriesga, Bran, al igual que eres tú el que posee el don. Y creo que también eres tú el que debe tomar una decisión. Somos tus servidores y acatamos tus órdenes. —Sonrió—. Al menos, en esto.
—¿Quieres decir que haréis lo que os diga? —preguntó Bran—. ¿De verdad?
—De verdad, mi príncipe —replicó la chica—, así que medítalo bien.
Bran intentó analizar el asunto de la manera en la que lo habría hecho su padre. Hother Mataputas y Mors Carroña, los tíos del Gran Jon, eran hombres fieros, pero creía que serían leales. Y los Karstark también. Bastión Kar era un castillo resistente, su padre siempre lo había dicho.
«Estaremos a salvo con los Umber o los Karstark.»
O podían dirigirse al sur, en busca del gordo Lord Manderly. En Invernalia se había reído mucho y no había mirado a Bran con tanta lástima como los otros señores. El Castillo Cerwyn estaba más cerca que Puerto Blanco, pero el maestre Luwin había dicho que Cley Cerwyn estaba muerto.
«También podrían estar muertos los Umber, los Karstark o los Manderly», comprendió. Como lo estaría él si lo atrapaban los hombres del hierro o el Bastardo de Bolton.
Si se quedaban allí, ocultos bajo la Torre Derruida, nadie los encontraría. Seguiría con vida.
«Y tullido.»
Bran se dio cuenta de que estaba llorando.
«Niño idiota», pensó de sí mismo. No importaba adónde fuera, a Bastión Kar, a Puerto Blanco o a la Atalaya de Aguasgrises, seguiría siendo un tullido. Cerró los puños con fuerza.
—Quiero volar —les dijo—. Llevadme con el cuervo.