No había caminos que recorrieran los angostos valles montañeses por los que caminaban. Entre los grandes picos de piedra gris sólo había lagos de aguas azules y tranquilas, largos, estrechos y profundos, y extensiones interminables de pinares de un verde sombrío. El color rojizo y dorado de las hojas otoñales había ido escaseando desde que salieron del Bosque de los Lobos para ascender por las viejas colinas rocosas, y desapareció cuando las colinas se convirtieron en montañas. Los gigantescos centinelas de un verde grisáceo se alzaban ya sobre ellos, junto con píceas, abetos y una interminable sucesión de pinos soldado. En cambio a ras de suelo había poca vegetación, y una alfombra de agujas color verde oscuro cubría el terreno.
Si se extraviaban, cosa que les sucedió en un par de ocasiones, sólo tenían que esperar a que llegara una noche despejada y alzar la vista hacia el cielo para buscar, sin la interferencia de las nubes, el Dragón de Hielo. La estrella azul del ojo del dragón señalaba el camino hacia el norte, tal como le había dicho Osha en cierta ocasión. Al pensar en Osha, Bran volvió a preguntarse dónde estaría en aquel momento. Se la imaginaba a salvo en Puerto Blanco, con Rickon y Peludo, comiendo anguilas, pescado y empanada caliente de cangrejos junto al obeso Lord Manderly. O tal vez estuvieran calentándose en el Último Hogar, ante las chimeneas del Gran Jon. En cambio, la vida de Bran consistía en un día tras otro de frío gélido a las espaldas de Hodor, montaña arriba, montaña abajo, siempre metido en su cesto.
—Arriba y abajo —suspiraba a veces Meera mientras caminaban—. Y abajo y arriba. Y luego arriba y abajo. Príncipe Bran, les estoy cogiendo rabia a estas montañas tuyas.
—Ayer dijiste que te gustaban.
—Y es verdad. Mi señor padre me había hablado de las montañas, pero hasta ahora no había visto ninguna. Me gustan tanto que me quedo sin palabras.
—Si acabas de decir que les estás cogiendo rabia —dijo Bran con una mueca.
—¿Por qué no puedo pensar las dos cosas a la vez? —Meera alzó la mano y le pellizcó la nariz.
—Porque son todo lo contrario —insistió Bran—. Como la noche y el día, o el hielo y el fuego.
—Si el hielo puede arder —intervino Jojen con su voz solemne—, el amor y el odio se pueden emparejar. Montaña o pantano, da igual. La tierra es una.
—Una —asintió su hermana—. Sólo que aquí está muy arrugada.
Los valles angostos de las alturas rara vez tenían la cortesía de discurrir de norte a sur, de modo que en muchas ocasiones tuvieron que recorrer leguas y leguas en direcciones que no les convenían, y a veces se vieron obligados a desandar sus pasos.
—Si hubiéramos ido por el camino real ya estaríamos en el Muro —recordaba Bran constantemente a los Reed.
Quería encontrar al cuervo de tres ojos para aprender a volar. Lo había repetido un centenar de veces, hasta que Meera empezó a tomarle el pelo diciéndolo a la vez que él.
—Si hubiéramos ido por el camino real tampoco tendríamos tanta hambre —empezó a decir entonces.
Abajo, en las colinas, no les había faltado alimento. Meera era buena cazadora y todavía mejor se le daba pescar en los arroyos con su fisga. A Bran le encantaba observarla en acción, admiraba su rapidez, la manera en que lanzaba el arpón tridente y lo volvía a sacar con una trucha plateada retorciéndose en la punta. Y también Verano cazaba para ellos. El huargo desaparecía casi todas las noches cuando se ponía el sol, pero siempre regresaba antes del amanecer, por lo general con algo entre las fauces, una ardilla o una liebre.
Pero allí, en lo alto de las montañas, los arroyos eran más pequeños y gélidos, y la caza escaseaba. Meera seguía cazando y pescando siempre que podía, pero era más difícil, y algunas noches ni el propio Verano encontraba presas. Muchas veces se tuvieron que acostar con el estómago vacío.
Aun así, Jojen se obstinó en que se mantuvieran lo más lejos posible de los caminos.
—Donde hay caminos, hay viajeros —decía con aquel tono suyo tan característico—, y los viajeros tienen ojos que ven y bocas que contarán historias sobre el chico tullido, su gigante y el lobo que camina con ellos.
Cuando Jojen se ponía testarudo no había manera de que cambiara de opinión, así que tomaron la ruta más complicada, y cada día ascendían un poco más y avanzaban hacia el norte un poco más.
Algunos días llovía, otros hacía viento, y en una ocasión se vieron en medio de una tempestad de nieve tan terrible que hasta Hodor bramó de desfallecimiento. En los días despejados a menudo tenían la sensación de ser los únicos seres vivos del mundo.
—¿Es que aquí arriba no vive nadie? —preguntó en un momento dado Meera, mientras rodeaban un saliente de granito tan grande como Invernalia.
—Sí que hay gente —respondió Bran—. Casi todos los Umber viven al este del camino real, pero en verano traen a sus ovejas a pastar a los prados de las cimas. Al oeste de las montañas, en la bahía de Hielo, están los Wull, y los Harclay, en las colinas por donde vinimos. También viven en las cumbres los Knott, los Liddle, los Norrey y algunos Flint.
La madre de su abuela paterna había sido una Flint de las montañas. En cierta ocasión la Vieja Tata le había dicho que era su sangre la que había hecho que a Bran le gustara tanto trepar antes de la caída. Pero la mujer había muerto muchos, muchos años antes de que naciera él, incluso antes de que naciera su padre.
—¿Los Wull? —dijo Meera—. Jojen, durante la guerra, ¿no había un Wull que cabalgaba con nuestro padre?
—Theo Wull. —Jojen jadeaba por el esfuerzo de la escalada—. Todos lo llamaban «Cubos».
—Es su blasón —dijo Bran—. Tres cubos marrones sobre campo azul, con un ribete de cuadros blancos y grises. Lord Wull fue una vez a Invernalia para jurar fidelidad a mi padre, hablar con él y todo eso, y tenía cubos en el escudo. Pero no es un señor de verdad. Bueno, sí, pero lo llaman el «Wull» a secas, como el Knott, el Norrey y el Liddle. En Invernalia nos dirigimos a todos con el título de lord, pero los suyos, no.
—¿Crees que esos montañeses sabrán que estamos aquí? —preguntó Jojen Reed, deteniéndose un instante para recuperar el aliento.
—Seguro que sí. —Bran los había visto espiarlos; no con sus ojos, sino con los de Verano, que no se perdían nada—. No nos molestarán mientras no intentemos robarles las cabras ni los caballos.
Y así fue. Sólo se encontraron con un montañés en una ocasión, cuando un aguacero repentino de lluvia helada los obligó a buscar refugio. Verano los guió por el olfato hasta una caverna poco profunda oculta tras las ramas verde grisáceo de un gigantesco árbol centinela, pero cuando Hodor se agachó para entrar en el refugio de piedra Bran vio el brillo anaranjado de una hoguera al fondo y supo que no estaban solos.
—Entrad y junto al fuego calentaos —les gritó una voz de hombre—. Para protegernos de la lluvia a todos hay piedra suficiente.
Les ofreció tortas de avena, morcillas y un trago de la cerveza que llevaba en un odre, pero no les dijo su nombre; tampoco les preguntó los suyos. Bran supuso que se trataba de un Liddle. El broche con que se sujetaba la capa de piel de ardilla era de oro y bronce con forma de piña, y en la mitad blanca de los escudos verdiblancos de los Liddle había piñas.
—¿El Muro está muy lejos? —le preguntó Bran mientras aguardaban a que cesara la lluvia.
—No muy lejos para el cuervo que vuela —respondió el Liddle, si es que lo era—. Más lejos para los que de alas carecen.
—Si hubiéramos ido por el camino real… —empezó Bran.
—Ya estaríamos en el Muro —terminó Meera al unísono con él.
El Liddle sacó una navaja y empezó a tallar una ramita.
—Cuando un Stark había en Invernalia, una virgen podía ir por el camino real con su vestido del día del nombre sin que nadie la molestara. Encontraban los viajeros fuego, pan y sal en muchas posadas y fortalezas. Pero más frías son ahora las noches, y las puertas cerradas están. Hay calamares en el Bosque de los Lobos, y en el camino real hombres desollados preguntan por forasteros.
Los Reed se miraron.
—¿Hombres desollados? —inquirió Jojen.
—Los muchachos del Bastardo, así es. Estaba muerto, pero ya no. Y pagan plata mucha por pieles de lobo, ha oído uno, y tal vez oro a cambio de noticias de cierto muerto que camina. —Al decir aquello miró a Bran y a Verano, que estaba tendido junto a él—. Y en cuanto al Muro —siguió—, no es lugar al que uno querría ir. El Viejo Oso fue con la Guardia a los bosques encantados, pero sólo volvieron los cuervos y sólo uno llevaba un mensaje. «Alas negras, palabras negras», mi madre solía decir, pero me parecen más negras cuando los pájaros vuelan en silencio. —Hurgó en la hoguera con el palito—. Cuando había un Stark en Invernalia era diferente. Pero el viejo lobo ha muerto, el joven se ha marchado al sur para jugar al juego de tronos, y sólo nos han quedado los fantasmas.
—Los lobos regresarán —dijo Jojen con solemnidad.
—¿Cómo tú lo puedes saber, muchacho?
—Lo he soñado.
—Algunas noches sueño con la madre que hace nueve años enterré —dijo el hombre—, pero cuando despierto, no ha vuelto con nosotros.
—Hay sueños y sueños, mi señor.
—Hodor —dijo Hodor.
Pasaron juntos aquella noche, porque la lluvia no empezó a ceder hasta que hubo anochecido, y el único que mostró deseos de querer salir de la cueva fue Verano. Cuando el fuego se hubo reducido a brasas, Bran le permitió marcharse. Al huargo no le molestaba la humedad como a las personas, y la noche lo estaba llamando. La luz de la luna trazaba pinceladas de plata en el bosque empapado y teñía de blanco las cumbres grises. En la oscuridad, los búhos ululaban y volaban silenciosos entre los pinos, mientras las cabras blanquecinas se movían por las laderas de las montañas. Bran cerró los ojos y se entregó al sueño de lobo, a los olores y sonidos de la medianoche.
A la mañana siguiente, cuando despertaron, el fuego se había extinguido, y el Liddle ya no estaba, pero les había dejado una morcilla y una docena de tortas de avena bien envueltas en un paño blanco y verde. Unas tortas tenían piñones y otras zarzamoras. Bran se comió una de cada, y no habría sabido decir cuál le gustó más. Se dijo que algún día volvería a haber Starks en Invernalia, y entonces enviaría a buscar a los Liddle y les pagaría con creces cada piñón y cada mora.
Aquel día fueron por un sendero un poco más accesible y a mediodía el sol se asomó entre las nubes. Bran iba en la cesta que Hodor cargaba y se sentía casi feliz. Echó una cabezada, adormecido por el vaivén del paso del gigantesco mozo de cuadras y el suave canturreo con que solía acompañar las caminatas. Meera le tocó el brazo para despertarlo.
—Mira —dijo al tiempo que señalaba hacia el cielo con la fisga—, un águila.
Bran alzó la cabeza y la vio, con las alas grises extendidas, inmóvil, flotando en el viento. La siguió con la vista a medida que trazaba círculos, cada vez a más altura, y se preguntó qué se sentiría al sobrevolar el mundo con tanta facilidad.
«Debe de ser aún mejor que trepar. —Trató de llegar hasta el águila, de salirse de aquella porquería de cuerpo tullido y elevarse hacia el cielo para unirse a ella, igual que se había unido con Verano—. Los verdevidentes podían hacerlo. Yo también tendría que ser capaz.» Lo intentó una y otra vez hasta que el águila desapareció en la neblina dorada del atardecer.
—Se ha ido —dijo, decepcionado.
—Ya veremos más —lo consoló Meera—. Viven ahí arriba.
—Claro.
—Hodor —dijo Hodor.
—Hodor —asintió Bran.
—Me parece que a Hodor le gusta cuando dices su nombre. —Jojen dio una patada a una piña.
—En realidad no se llama Hodor —explicó Bran—. No es más que una palabra que dice siempre. Su verdadero nombre es Walder, me lo contó la Vieja Tata. Era su tatarabuela o algo así. —Al pensar en la Vieja Tata se puso triste—. ¿Crees que los hombres del hierro la mataron? —No habían visto su cadáver en Invernalia. Bien pensado, no recordaba haber visto a ninguna mujer muerta—. Ella nunca le hizo daño a nadie, ni siquiera a Theon. No hacía más que contar cuentos. Theon no le haría daño a alguien así, ¿verdad?
—Hay gente que hace daño a los demás sólo porque puede —dijo Jojen.
—Y el culpable de la matanza de Invernalia no fue Theon —señaló Meera—. Había demasiados hombres del hierro muertos. —Se pasó la fisga a la otra mano—. Recuerda los cuentos de la Vieja Tata, Bran. Recuerda cómo los contaba y el sonido de su voz. Mientras los recuerdes, parte de ella vivirá siempre en ti.
—Los recordaré —prometió.
Siguieron el ascenso sin hablar durante un rato por un intrincado sendero de animales que discurría entre dos picachos rocosos. Unos pinos soldado esqueléticos se aferraban a las laderas en torno a ellos. A lo lejos, Bran alcanzaba a distinguir el brillo gélido de un arroyo que se precipitaba por una ladera. No tardó en darse cuenta de que estaba concentrado en el sonido de la respiración de Jojen, y en el crujido de la pinocha bajo los pies de Hodor.
—¿Os sabéis alguna historia? —preguntó de repente a los Reed.
—Pues unas cuantas —dijo Meera entre risas.
—Unas cuantas —reconoció su hermano.
—Hodor —dijo Hodor canturreando.
—Pues podríais contar una —pidió Bran—. Mientras caminamos. A Hodor le gustan las historias de caballeros. Y a mí también.
—En el Cuello no hay caballeros —dijo Jojen.
—Quieres decir por encima del nivel del agua —lo corrigió su hermana—. En cambio las ciénagas están llenas de caballeros muertos.
—Es verdad —dijo Jojen—. Ándalos y hombres del hierro, Freys y otros idiotas, todos ellos guerreros orgullosos que intentaron conquistar Aguasgrises. Ninguno encontró lo que buscaba. Entraron en el Cuello, pero no salieron. Y unos tarde y otros temprano, se metieron en las ciénagas, se hundieron bajo el peso de tanto acero y se ahogaron dentro de sus armaduras.
Al pensar en caballeros ahogados bajo el agua, Bran sintió un escalofrío. Pero no protestó, le gustaban los escalofríos.
—Hubo una vez un caballero en el año de la falsa primavera —dijo Meera—. Lo llamaban el Caballero del Árbol Sonriente. Es posible que fuera un lacustre.
—O tal vez no. —El rostro de Jojen estaba oculto entre sombras verdes—. El príncipe Bran habrá oído esa historia mil veces, estoy seguro.
—No —dijo Bran—. No la conozco. Y aunque me la supiera, no importa. A veces la Vieja Tata nos contaba la misma historia dos veces, pero si era buena no nos importaba. Nos decía siempre que las historias viejas son como los viejos amigos, hay que visitarlas de cuando en cuando.
—Es verdad. —Meera caminaba con el escudo a la espalda, y a veces apartaba una rama del camino con la fisga. Justo cuando Bran pensaba que no iba a contarle la historia, empezó a hablar de nuevo—. Había una vez un muchacho extraño que vivía en el Cuello. Era menudo como todos los lacustres, pero también valiente, astuto y fuerte. Creció cazando, pescando y trepando a los árboles, y aprendió toda la magia de mi pueblo.
—¿Tenía sueños verdes, igual que Jojen? —Bran estaba casi seguro de que no conocía aquella historia.
—No —respondió Meera—, pero era capaz de respirar lodo y correr sobre las hojas, y convertía la tierra en agua y el agua en tierra con tan sólo susurrar una palabra. Sabía hablar con los árboles, tejer palabras y hacer que los castillos aparecieran y desaparecieran.
—Ojalá yo también pudiera —dijo Bran, quejumbroso—. ¿Cuándo llega lo de que conoce al caballero árbol?
—Pronto —contestó Meera con una mueca—, si cierto príncipe tiene la amabilidad de callarse.
—Sólo era una pregunta.
—El chico dominaba la magia de los lacustres —siguió—, pero aún quería más. La gente de nuestro pueblo rara vez se aventura lejos de casa, ¿sabes? Somos pequeños, a algunos nuestras costumbres les parecen excéntricas, y los grandes no siempre nos tratan bien. Pero este chico era más atrevido que la mayoría, y un día, cuando ya se había convertido en hombre, decidió que abandonaría los pantanos para ir a visitar la Isla de los Rostros.
—Nadie visita la Isla de los Rostros —objetó Bran—. Allí es donde viven los hombres verdes.
—Precisamente a los hombres verdes quería conocer. De manera que se vistió con una camisa con escamas de bronce, igual que la mía, cogió un escudo de piel y un tridente, como el mío, y remó Forca Verde abajo en un pequeño bote de piel.
Bran cerró los ojos y trató de imaginarse al hombre en el pequeño bote. En su imaginación, el lacustre tenía la misma apariencia que Jojen, aunque más alto y más fuerte, y estaba vestido igual que Meera.
—Pasó entre Los Gemelos de noche para que los Frey no lo atacaran, y cuando llegó al Tridente salió del río, se puso el bote en la cabeza y echó a andar. Tardó muchos días, pero por fin llegó al Ojo de Dioses, echó el bote al agua y remó hacia la Isla de los Rostros.
—¿Llegó a encontrar a los hombres verdes?
—Sí —respondió Meera—, pero ésa es otra historia y no me corresponde a mí contarla. Mi príncipe quería oír cuentos de caballeros.
—Los hombres verdes también están bien.
—Cierto —asintió ella, pero no los volvió a mencionar—. El lacustre se quedó en la isla todo aquel invierno, pero cuando llegó la primavera oyó la llamada del ancho mundo y supo que había llegado el momento de partir. Su bote de piel estaba donde lo había dejado, de modo que se despidió y remó hacia la orilla. Remó, remó y remó, y al final divisó las torres lejanas de un castillo que se alzaba junto al lago. Las torres parecían más altas cuanto más se acercaba a la orilla, hasta que comprendió que debía de ser el castillo más grande del mundo.
—¡Harrenhal! —adivinó Bran al instante—. ¡Era Harrenhal!
—¿Tú crees? —preguntó Meera sonriendo—. Al pie de sus murallas vio tiendas de muchos colores, estandartes que ondeaban al viento y caballeros con sus armaduras a lomos de caballos también protegidos. Le llegó el olor de la carne asada y oyó el sonido de risas y el de las trompetas de los heraldos. Estaba a punto de empezar un gran torneo, y allí se habían reunido campeones de todo el mundo para enfrentarse en la liza. Estaba el rey en persona y su hijo, el príncipe dragón. Los Espadas Blancas se habían reunido para dar la bienvenida a sus filas a un nuevo hermano. Allí estaban el señor de la tormenta y el señor de la rosa. El gran león de la roca había discutido con el rey y no acudió, pero sí lo hicieron muchos de sus vasallos y caballeros. El lacustre no había visto jamás tanta magnificencia, y sabía que tal vez no volvería a verla. Una parte de él no deseaba otra cosa que participar de ella.
Bran conocía perfectamente aquel sentimiento. Cuando era pequeño, su único sueño era convertirse en caballero. Pero aquello había sido antes de que se cayera y perdiera el uso de las piernas.
—La hija del gran castillo era la reina del amor y la belleza cuando comenzó el torneo. Cinco caballeros habían jurado defender su corona: sus cuatro hermanos de Harrenhal y su famoso tío, un caballero blanco de la Guardia Real.
—¿Era una doncella hermosa?
—Sin duda —respondió Meera al tiempo que saltaba una piedra—, pero también las había más bellas. Una de ellas era la esposa del príncipe dragón, que había acudido acompañada de al menos diez doncellas para que atendieran sus necesidades. Todos los caballeros les suplicaban alguna prenda que atar a sus lanzas.
—No será una de esas historias de amor, ¿verdad? —preguntó Bran con desconfianza—. Es que a Hodor no le gustan.
—Hodor —asintió Hodor.
—Le gustan las historias en las que los caballeros luchan contra monstruos…
—A veces los caballeros son los monstruos, Bran. El pequeño lacustre iba por el prado, no hacía más que disfrutar del cálido día primaveral sin ofender a nadie, cuando de repente tres escuderos se acercaron a él. Ninguno de ellos pasaba de los quince años, pero aun así eran más altos que él, los tres. Consideraban que aquel mundo les pertenecía y que él no tenía derecho a estar allí. Le quitaron la lanza y lo derribaron a puñetazos, mientras lo insultaban y lo llamaban comerranas.
—¿Eran los Walders? —Aquello parecía propio del Walder Frey el Pequeño.
—No dijeron sus nombres, pero el lacustre se grabó sus rostros para poder vengarse de ellos. Cada vez que intentaba levantarse lo derribaban de nuevo y mientras estaba en el suelo le daban patadas. Pero, entonces, oyeron un rugido.
»—Estáis atacando a un hombre de mi padre —aulló la loba.
—¿Una loba de cuatro patas o de dos?
—De dos —dijo Meera—. La loba atacó a los escuderos con una espada de torneo y los puso en fuga. El lacustre estaba magullado y ensangrentado, de modo que se lo llevó a su madriguera para limpiarle las heridas y vendárselas con lino. Allí conoció a sus hermanos de manada: el lobo salvaje que era su líder, el lobo silencioso que estaba a su lado y el cachorro, que era el más joven de los cuatro.
»Aquella tarde iba a haber un banquete en Harrenhal para celebrar el comienzo del torneo, y la loba insistió en que el joven asistiera. Era de noble cuna, tenía tanto derecho como cualquiera a ocupar un lugar en los bancos. No era fácil decir que no a aquella doncella lobo, así que accedió a que el cachorro le buscara un atuendo digno del festín de un rey y acudió al gran castillo.
»Bajo el techo de Harren comió y bebió con los lobos, y también con muchas de sus espadas juramentadas, hombres del túmulo, del alce, del oso y del tritón. El príncipe dragón cantó una canción tan triste que hizo sollozar a la doncella lobo, pero cuando su hermano más joven se rió de ella porque lloraba, le derramó vino por la cabeza. Un hermano negro tomó la palabra para pedir a los caballeros que se unieran a la Guardia de la Noche. El señor de la tormenta derrotó al caballero de los cráneos y besos en un duelo de copas de vino. El lacustre vio a una doncella de ojos violetas y sonrientes que bailó con un espada blanca, un serpiente roja, el señor de los grifos y por último con el lobo silencioso… Pero sólo después de que el lobo salvaje se lo pidiera en nombre de su hermano, demasiado tímido para alejarse del banco.
»En medio de tanta alegría, el menudo lacustre divisó a los tres escuderos que lo habían golpeado. Uno servía a un caballero con una horquilla, otro a uno con un puercoespín y el último a un caballero con dos torreones en el jubón, un blasón que los lacustres conocen bien.
—Los Frey —dijo Bran—. Los Frey del Cruce.
—Los mismos —asintió Meera—. La doncella lobo también los vio y se los señaló a sus hermanos.
»—Te puedo conseguir un caballo y una armadura que te quede bien —le ofreció el cachorro.
»El lacustre le dio las gracias, pero no respondió. Tenía el corazón desgarrado. Los lacustres son más menudos que la mayor parte de los hombres, pero igual de orgullosos que cualquiera. El joven no era caballero, igual que no lo era nadie de su pueblo. Nosotros vamos en bote más a menudo que a caballo y nuestras manos están acostumbradas a empuñar remos, no lanzas. Por mucho que deseara vengarse, temía que sólo conseguiría ponerse en ridículo y avergonzar a su pueblo. El lobo silencioso había ofrecido al menudo lacustre un lugar en su tienda para pasar aquella noche, pero antes de irse a dormir, se arrodilló en la orilla del lago, miró hacia donde debía de estar la Isla de los Rostros y rezó una plegaria a los antiguos dioses del norte y del Cuello…
—¿Tu padre no te contó esta historia? —preguntó Jojen.
—La que nos contaba las historias era la Vieja Tata. Venga, Meera, sigue, no te puedes parar ahora.
—Hodor —dijo Hodor, que debía de pensar lo mismo—. Hodor, Hodor, Hodor, Hodor…
—Bueno —dijo Meera—, si quieres que te cuente el final…
—Sí. Por favor.
—Había cinco días de justas previstos —siguió—. Hubo un gran combate cuerpo a cuerpo de siete bandos, competiciones de tiro con arco y de lanzamiento de hacha, una carrera de caballos y un torneo de bardos…
—Déjate de eso. —Bran se retorcía de impaciencia en la cesta a espaldas de Hodor—. Cuéntame lo de las justas.
—Como ordene mi príncipe. La hija del castillo partía como reina del amor y la belleza, y defendían su título cuatro hermanos y un tío, pero los cuatro hijos de Harrenhal cayeron derrotados el primer día. Sus vencedores tuvieron un breve reinado como campeones, hasta que fueron derrotados a su vez. Al final de aquel primer día, el caballero puercoespín ganó un lugar entre los campeones, igual que les sucedió al caballero horquilla y al de los dos torreones el segundo día. Pero al final de aquel segundo día, cuando las sombras ya se alargaban, un caballero misterioso apareció en las lizas.
Bran asintió, lo entendía muy bien. Los caballeros misteriosos solían aparecer en los torneos con yelmos que les ocultaban el rostro y escudos en los que no aparecía blasón alguno, o bien el blasón era desconocido y extraño. A veces eran campeones famosos disfrazados. El Caballero Dragón ganó un torneo haciéndose pasar por un tal Caballero de las Lágrimas para poder nombrar reina del amor y la belleza a su hermana, quitándole el título a la amante del rey. Y Barristan el Bravo lució en dos ocasiones la armadura de caballero misterioso, la primera cuando sólo tenía diez años.
—Era el pequeño lacustre, seguro.
—Eso no lo sabía nadie —dijo Meera—, pero el caballero misterioso era de corta estatura, y su armadura estaba hecha con piezas de diversa procedencia. El blasón que lucía era un árbol corazón de los antiguos dioses, un arciano blanco con un rostro rojo sonriente.
—A lo mejor venía de la Isla de los Rostros —dijo Bran—. ¿Era verde? —En las historias de la Vieja Tata, los guardianes tenían la piel color verde oscuro, y hojas en vez de pelo. A veces también tenían astas, pero Bran no creía que un caballero misterioso con astas pudiera ponerse yelmo—. Seguro que lo enviaron los antiguos dioses.
—Es posible. El caballero misterioso inclinó su lanza ante el rey y cabalgó hacia el final de las lizas, donde estaban los pabellones de los cinco campeones. Ya sabes a cuáles desafió, a tres.
—El caballero puercoespín, el caballero horquilla y el caballero de los torreones gemelos. —Bran sabía suficientes historias para imaginárselo—. Era el pequeño lacustre, os lo había dicho.
—Fuera quien fuera, los antiguos dioses dieron fuerza a su brazo. El caballero puercoespín fue el primero en caer, luego el caballero horquilla y, por último, el caballero de los dos torreones. Ninguno era muy popular, así que la gente animó con entusiasmo al Caballero del Árbol Sonriente, como pronto se dio en llamar al nuevo campeón. Cuando sus enemigos caídos quisieron pagar rescate por caballos y armaduras, el Caballero del Árbol Sonriente les habló con una voz que retumbaba en el interior de su yelmo:
»—Enseñad honor a vuestros escuderos, es todo el rescate que preciso.
»Cuando los caballeros derrotados castigaron con firmeza a los escuderos, tanto caballos como armaduras les fueron devueltos. Y así fue cómo recibió respuesta la plegaria del menudo lacustre. ¿Quién la respondió? ¿Los hombres verdes, los antiguos dioses o los hijos del bosque? No se sabe.
Tras meditar un instante, Bran decidió que era una buena historia.
—¿Y qué pasó después? ¿El Caballero del Árbol Sonriente ganó el torneo y se casó con una princesa?
—No —dijo Meera—. Esa noche, en el gran castillo, tanto el señor de la tormenta como el caballero de los cráneos y los besos juraron que lo desenmascararían, y el propio rey pidió que lo desafiaran porque el rostro que se ocultaba tras el yelmo no era el de un amigo. Pero, a la mañana siguiente, cuando sonaron las trompetas de los heraldos y el rey ocupó su trono, sólo se presentaron dos campeones. El Caballero del Árbol Sonriente había desaparecido. El rey se enfureció, llegó incluso a enviar a su hijo, el príncipe dragón, en su búsqueda, pero lo único que encontraron fue su escudo colgado de un árbol. Al final quien ganó el torneo fue el príncipe.
—Vaya. —Bran pensó un rato en la historia—. Ha estado bien. Pero tendrían que haber sido los tres caballeros malos los que le dieran la paliza, no sus escuderos. Así el pequeño lacustre los podría haber matado a todos. Lo de los rescates es una tontería. Y el caballero misterioso tendría que haber ganado el torneo derrotando a todos los que lo desafiaran, para nombrar reina del amor y la belleza a la doncella lobo.
—La nombraron —dijo Meera—, pero esa historia es más triste.
—¿Seguro que no la habías oído, Bran? —preguntó Jojen—. ¿Tu señor padre no te la contó nunca?
Bran hizo un gesto de negación. Para entonces el día tocaba a su fin y las sombras alargadas reptaban por las laderas de las montañas para introducir dedos oscuros entre los pinos.
«Si el pequeño lacustre pudo visitar la Isla de los Rostros, tal vez yo también pueda. —En todas las historias se decía que los hombres verdes tenían extraños poderes mágicos. Tal vez pudieran hacer que caminara de nuevo, quizá hasta pudieran convertirlo en caballero—. Convirtieron en caballero al pequeño lacustre, aunque sólo fuera por un día —pensó—. Con un día bastaría.»