—¿Todos? —La niña esclava parecía recelar—. ¿Os han entendido mal las orejas indignas de una, Alteza?
Una fresca luz verdosa se filtraba por los cristales coloreados de las gruesas ventanas en forma de rombo, que había en las paredes triangulares descendentes, y una brisa suave entraba por las puertas abiertas de las terrazas, y les llevaba los aromas a frutas y a flores de los jardines que había al otro lado.
—Me has entendido bien —dijo Dany—. Quiero comprarlos todos. Por favor, díselo a los Bondadosos Amos.
Aquel día había elegido una túnica de Qarth. La seda violeta oscuro hacía juego con el color de sus ojos y se los resaltaba. El diseño le dejaba el pecho izquierdo al descubierto. Mientras los Bondadosos Amos de Astapor hablaban entre ellos en voz baja, Dany bebía sorbos de un vino ácido de palo santo en una copa alta de plata. No alcanzaba a entender todo lo que decían, pero en sus voces vibraba la codicia.
Cada uno de los ocho mercaderes contaba con la asistencia de dos o tres esclavos, aunque un tal Grazdan, el más viejo, tenía seis. Para no parecer una mendiga, Dany se había hecho acompañar por sus ayudantes: Irri y Jhiqui, vestidas con pantalones de seda y chalecos pintados, el anciano Barbablanca y el poderoso Belwas, y sus jinetes de sangre. Ser Jorah estaba de pie tras ella, sudando a chorros en su sobrevesta verde con el bordado del oso negro de los Mormont. El olor de su sudor era una réplica vulgar a los perfumes dulzones con que se empapaban los astaporis.
—Todos —gruñó Kraznys mo Nakloz, que aquel día olía a melocotones. La niña repitió la palabra en la lengua común de Poniente—. De miles, son ocho. ¿Se refiere a eso cuando dice todos? También hay seis centurias, que cuando se completen serán parte de un nueve mil. ¿Los quiere también?
—Sí —dijo Dany después de oír la traducción—. Los ocho mil, las seis centurias… y los que todavía se estén entrenando. Los que aún no se hayan ganado el casco con la púa.
Kraznys se volvió hacia sus compañeros. De nuevo hablaron entre ellos. La traductora había dicho sus nombres a Dany, pero no eran fáciles de distinguir. Por lo visto cuatro de ellos se llamaban Grazdan, era de suponer que en homenaje a Grazdan el Grande, que había fundado el Antiguo Ghis en el principio de los tiempos. Todos tenían un aspecto muy semejante: eran achaparrados y gruesos, de piel ambarina, narices anchas y ojos oscuros. Tenían el cabello negro, rojo oscuro o de aquella extraña mezcla tan característica de Astapor.
Lo que marcaba el estatus de cada hombre eran los flecos del ribete del tokar, según había explicado a Dany el capitán Groleo. En aquella fresca estancia verde de la cúspide de la pirámide, dos de los vendedores de esclavos vestían tokars con flecos de plata, cinco con flecos de oro y uno, el Grazdan más viejo, lucía unos flecos de gruesas perlas blancas que entrechocaban con suavidad cada vez que se acomodaba en el asiento o movía un brazo.
—No podemos vender chicos a medio entrenar —decía uno de los Grazdans de flecos de plata a los otros.
—Claro que podemos, si tiene oro con que pagarlos —replicó un hombre más gordo que llevaba flecos de oro.
—No son Inmaculados. No han matado a los bebés. Si luego fracasan en la batalla serán nuestra vergüenza. Y además, aunque mañana mismo castráramos a otros cinco mil chicos, tendrían que pasar diez años antes de que estuvieran preparados para venderlos. ¿Qué vamos a decirle al próximo cliente que venga a comprar Inmaculados?
—Le diremos que tendrá que esperar —insistió el gordo—. El oro en el bolsillo es mejor que el oro en el futuro.
Dany dejó que discutieran mientras bebía el ácido vino de fruta y trataba de mantenerse inexpresiva, como si no entendiera nada.
«Me haré con todos, no me importa el precio», se dijo. En la ciudad había un centenar de mercaderes de esclavos, pero los ocho que tenía ante ella eran los más importantes. Cuando se trataba de vender esclavos de cama, peones para el campo, escribanos, artesanos o tutores, aquellos hombres eran rivales, pero sus antepasados se habían aliado entre ellos para crear y vender a los Inmaculados.
«Con adoquines y sangre se construyó Astapor; y con adoquines y sangre, su gente.»
Al final, fue Kraznys quien anunció la decisión.
—Dile que los ocho mil tendrá, si trae oro suficiente. Y las seis centurias, si las quiere. Dile que vuelva dentro de un año, entonces le venderemos otros dos mil.
—Dentro de un año estaré en Poniente —dijo Dany tras escuchar la traducción—. Los necesito de inmediato. Los Inmaculados han recibido un entrenamiento excelente, pero aun así muchos caerán en la batalla. Necesitaré a los niños para sustituirlos, para que cojan las espadas que caigan. —Dejó la copa de vino y se inclinó hacia la pequeña esclava—. Di a los Bondadosos Amos que quiero incluso a los más pequeños, a los que aún tienen a sus cachorros. Diles que pagaré lo mismo por el niño al que castraron ayer que por el Inmaculado con púa en el casco.
La niña tradujo. La respuesta siguió siendo no.
—Muy bien. —Dany frunció el ceño, molesta—. Diles que pagaré el doble, pero que los quiero a todos.
—¿El doble? —Al gordo de los flecos de oro únicamente le faltaba babear.
—Esta putilla es idiota —dijo Kraznys mo Nakloz—. Propongo que le pidamos el triple. Está tan desesperada que pagará. Sí, pidámosle diez veces el precio de cada esclavo.
El Grazdan alto de la barbita puntiaguda hablaba la lengua común, aunque no tan bien como la esclava.
—Alteza —gruñó—, Poniente siendo rico, sí, pero vos no siendo reina ahora. Quizá nunca siendo reina. Hasta los Inmaculados pueden perdiendo batallas contra salvajes caballeros de acero de Siete Reinos. Yo os recordando los Bondadosos Amos de Astapor no vendiendo carne a cambio de prometidos. ¿Teniendo vos oro y mercancías suficiente para pagar tantos eunucos como queriendo?
—Conocéis la respuesta mejor que yo, Bondadoso Amo —replicó Dany—. Vuestros hombres han recorrido mis barcos y han contabilizado hasta la última cuenta de ámbar, hasta el último tarro de azafrán. ¿Cuánto tengo?
—Suficiente para comprando uno mil —dijo el Bondadoso Amo con una sonrisa despectiva—. Pero como pagando el doble decís, por tanto, cinco centurias pudiendo comprar.
—Con la bonita corona que lleváis podríais comprar otra centuria —dijo el gordo en Valyrio—. La corona de los tres dragones.
Dany aguardó la traducción.
—Mi corona no está en venta. —Cuando Viserys vendió la corona de su madre, perdió el último vestigio de alegría y sólo le quedó la rabia—. Tampoco venderé a los míos, ni sus posesiones, ni sus caballos. En cambio sí pueden quedarse con los barcos. La gran coca Balerion y las galeras Vhagar y Meraxes. —Ya había advertido a Groleo y a los otros capitanes que tal vez se viera obligada a hacer aquello, aunque habían protestado con energía—. Tres buenos barcos tienen que valer más que unos cuantos eunucos despreciables.
El Grazdan gordo se volvió hacia los demás. Una vez más conferenciaron en voz baja.
—Dos de los miles —dijo el de la barbita puntiaguda al final—. Es demasiado, pero los Bondadosos Amos siendo generosos, y vos muy necesitada.
Dos mil no eran suficientes para lo que pretendía. «Los necesito a todos.» Dany sabía qué tenía que hacer, pero el sabor que le dejaba en la boca era tan amargo que ni el vino ácido se lo quitaba de la boca. Lo había meditado mucho la noche previa, y no había encontrado otra solución.
«Es lo único que puedo hacer.»
—Dádmelos a todos —dijo—, y tendréis un dragón.
Oyó cómo Jhiqui se atragantaba a su lado. Kraznys sonrió a sus compañeros.
—Lo que os había dicho, nos daría cualquier cosa.
Barbablanca la miraba conmocionado, incrédulo. La mano fina y manchada con que sujetaba el cayado le temblaba.
—No. —Hincó una rodilla en el suelo ante ella—. Alteza, os lo suplico, ganad vuestro trono con dragones, no con esclavos. No podéis hacer esto…
—No tengáis la osadía de darme instrucciones. Ser Jorah, llevaos a Barbablanca de mi presencia.
Mormont agarró al anciano por un codo con brusquedad, lo obligó a ponerse en pie y salió con él a la terraza.
—Di a los Bondadosos Amos que lamento esta interrupción —dijo Dany a la esclava—. Diles que estoy esperando su respuesta.
Pero ya conocía la respuesta. La veía en el brillo de sus ojos y en las sonrisas que tanto intentaban ocultar. En Astapor había miles de eunucos, y muchos más niños esclavos a punto para ser castrados, pero en todo el ancho mundo no había más que tres dragones vivos. Y los ghiscarios anhelaban tener dragones. ¿Cómo podía ser de otra manera? Cinco veces se había enfrentado el Antiguo Ghis a Valyria cuando el mundo aún era joven, y cinco veces había caído derrotado. Porque el Feudo Franco tenía dragones, y el Imperio, no.
El Grazdan más viejo se agitó en el asiento, y sus perlas entrechocaron con suavidad.
—Un dragón que elijamos —dijo con un hilo de voz temblorosa—. El negro es el más grande y sano.
Ella asintió.
—Se llama Drogon.
—Todos vuestros bienes, salvo la corona y las ropas regias, que permitiendo conservar. Los tres barcos. Y Drogon.
—Hecho —dijo ella en la lengua común.
—Hecho —respondió el Grazdan viejo en su ronco valyrio.
Los otros se hicieron eco del anciano de los flecos de perlas.
—Hecho —tradujo la esclava—. Y hecho, y hecho, ocho veces hecho.
—Los Inmaculados aprenderán pronto vuestra salvaje lengua —añadió Kraznys rao Nakloz una vez ultimados todos los acuerdos—. Hasta entonces, necesitaréis un esclavo para hablar con ellos. Llevaos a ésta de regalo, como recuerdo del trato que acabamos de cerrar.
—Así haré —dijo Dany.
La niña esclava tradujo las palabras del hombre para Dany, luego las de Dany para él. Si el hecho de ser entregada como recuerdo provocaba algún sentimiento en ella, se guardó muy bien de dejarlo entrever.
Tampoco dijo nada Arstan Barbablanca cuando Dany salió a la terraza a reunirse con él. El anciano la siguió escaleras abajo en silencio, pero la joven oía el golpeteo del cayado de madera dura contra los adoquines rojos. Comprendía que estuviera furioso. Lo que había hecho era horrible. La Madre de Dragones había vendido a su hijo más fuerte. La idea le provocaba náuseas.
Pero, cuando estuvieron en la Plaza del Orgullo, de pie en los calientes adoquines rojos que separaban la pirámide de los traficantes de los barracones de los eunucos, se volvió hacia el anciano.
—Barbablanca —dijo—. Quiero vuestro consejo, y jamás debéis tener miedo de hablarme con toda libertad… cuando estemos a solas. Pero no cuestionéis nunca mi autoridad delante de desconocidos. ¿Entendido?
—Sí, Alteza —respondió con voz triste.
—No soy ninguna niña. Soy una reina.
—Pero hasta las reinas pueden errar. Los astaporis os han engañado, Alteza. Un dragón vale muchísimo más que cualquier ejército. Aegon lo demostró hace trescientos años, en el Campo de Fuego.
—Sé muy bien qué demostró Aegon. Tengo intención de demostrar yo también unas cuantas cosas. —Dany se apartó de él y se volvió hacia la pequeña esclava, que estaba dócilmente de pie junto a la litera—. ¿Tienes nombre o cada día sacas uno nuevo de un barril?
—Eso es sólo para los Inmaculados —dijo la niña. Sólo entonces se dio cuenta de que la pregunta había sido formulada en alto valyrio—. Oh…
—¿Te llamas Oh?
—No. Perdonad el exabrupto de una, Alteza. El nombre de vuestra esclava es Missandei, pero…
—Missandei ya no es esclava de nadie. Desde este momento, te libero. Ven, sube conmigo a la litera, quiero conversar. —Rakharo las ayudó a subir, y Dany echó las cortinas para protegerse del polvo y el calor—. Si te quedas conmigo, me servirás como cualquiera de mis doncellas —dijo cuando se pusieron en marcha—. Querré que estés a mi lado para hablar por mí, como hablabas por Kraznys. Pero cuando quieras, puedes dejar de estar a mi servicio, si tienes madre o padre con los que quieras volver.
—Una se quedará —dijo la niña—. Una… Yo… no tengo a dónde ir. Una… Yo… os serviré de buena gana.
—Te puedo dar libertad, pero no seguridad —advirtió Dany—. Tengo que cruzar un mundo y librar guerras. Puede que pases hambre. Puede que enfermes. Puede que mueras.
—Valar morghulis —dijo Missandei en alto valyrio.
—Todos los hombres mueren —asintió Dany—, pero recemos para que no sea pronto. —Se recostó entre los cojines y cogió la mano de la niña—. ¿Es cierto que los Inmaculados no tienen miedo de nada?
—Sí, Alteza.
—Ahora me sirves a mí. ¿Es verdad que no sienten dolor?
—El vino del valor acaba con esa sensación. Cuando matan a sus bebes ya llevan años bebiéndolo.
—¿Y son obedientes?
—No conocen otra cosa que la obediencia. Si les ordenáis que no respiren, les resultará más fácil que dejar de obedecer.
Dany asintió.
—¿Qué pasará cuando ya no los necesite?
—¿Perdonad, Alteza?
—Cuando haya ganado la guerra y recuperado el trono que perteneció a mi padre, mis caballeros envainarán las espadas y volverán a sus fortalezas, a sus madres, a sus esposas… a sus vidas. Pero estos eunucos no tienen vidas. ¿Qué haré con ocho mil eunucos cuando ya no queden batallas que librar?
—Los Inmaculados son buenos guardias y excelentes vigilantes, Alteza —dijo Missandei—. Además, no os costará encontrar un comprador para soldados de tanta valía.
—Me han dicho que en Poniente no se compran ni venden hombres.
—Con todos los respetos, Alteza, los Inmaculados no son hombres.
—Si los revendiera, ¿cómo sabría que no los iban a utilizar contra mí? —preguntó Dany—. ¿Obedecerían? ¿Lucharían contra mí, llegarían a hacerme daño?
—Sí, si su amo se lo ordenara. No cuestionan nada, Alteza. Les han extirpado esa posibilidad. Sólo obedecen. —Se detuvo un instante. Cuando volvió a hablar, parecía afligida—. Cuando ya no… los necesitéis… Su Alteza puede ordenarles que se dejen caer sobre sus espadas.
—¿Hasta eso llegarían a hacer?
—Sí. —La voz de Missandei era apenas un hilo—. Alteza.
—Pero preferirías que no se lo ordenara. —Dany le apretó la mano—. ¿Por qué? ¿Qué te une a ellos?
—Una no… yo… Alteza…
—Puedes decírmelo.
—Tres de ellos fueron antes mis hermanos, Alteza —dijo la niña, bajando la vista.
«En ese caso, espero que tus hermanos sean tan listos y tan valientes como tú. —Dany se acomodó entre los cojines y se dejó llevar de vuelta a la Balerion por última vez para poner orden en su mundo—. Y de vuelta a Drogon.» Apretó los labios con gesto torvo.
La noche que siguió fue larga, oscura y barrida por el viento. Dany alimentó a sus dragones como hacía siempre, pero en cambio ella estaba sin apetito. Se pasó un rato llorando a solas en su camarote y después se secó las lágrimas para mantener una discusión más con Groleo.
—El magíster Illyrio no está aquí —le tuvo que decir al final—, y aunque estuviera, tampoco él me haría cambiar de opinión. Necesito a los Inmaculados más de lo que necesito estos barcos, así que no quiero seguir con esta conversación.
La rabia quemó el dolor y el miedo que sentía, al menos durante unas horas. Después, hizo acudir a su camarote a los jinetes de sangre, junto con Ser Jorah. Ellos eran los únicos en los que confiaba de verdad.
Más tarde intentó dormir, necesitaría estar descansada al día siguiente, pero una hora de dar vueltas en los confines mal ventilados de su camarote la convenció de que sería imposible. Al otro lado de la puerta encontró a Aggo, que estaba poniendo una cuerda nueva en el arco a la luz de una lámpara de aceite que se mecía con las olas. Junto a él estaba Rakharo, sentado en la cubierta con las piernas cruzadas, concentrado en afilar su arakh con una amoladera. Dany les dijo a los dos que siguieran con lo que estaban haciendo y subió a la cubierta para disfrutar del aire fresco de la noche. La tripulación la dejó en paz y siguieron dedicados a sus tareas, pero Ser Jorah no tardó en reunirse con ella junto a la baranda.
«Siempre está cerca —pensó Dany—. Conoce demasiado bien mis estados de ánimo.»
—Tendríais que estar durmiendo, khaleesi. Mañana va a ser un día caluroso y muy duro, os lo garantizo. Necesitaréis todas vuestras fuerzas.
—¿Recordáis a Eroeh? —le preguntó.
—¿La chica lhazareena?
—La estaban violando, pero yo los detuve y la tomé bajo mi protección. Pero, cuando murió mi sol y estrellas, Mago la volvió a coger, la usó de nuevo y luego la mató. Aggo dijo que era su destino.
—Lo recuerdo —dijo Ser Jorah.
—Estuve sola mucho tiempo, Jorah. Sólo tenía a mi hermano. Era una niñita pequeña y asustada. Viserys tendría que haberme protegido, pero en vez de eso me hacía daño y me asustaba aún más. No debió hacerlo. No era sólo mi hermano, era mi rey. ¿Para qué hacen los dioses a los reyes y a las reinas, si no es para proteger a los que no pueden protegerse solos?
—Hay reyes que se hacen a ellos mismos. Como Robert.
—No era un verdadero rey —replicó Dany despectiva—. No hizo justicia. Justicia. Para eso son los reyes.
Ser Jorah no tenía respuesta. Se limitó a sonreír y le tocó el pelo, apenas un roce. Fue suficiente.
Aquella noche soñó que era Rhaegar y que cabalgaba hacia el Tridente. Pero no montaba a lomos de un caballo, sino de un dragón. Vio el ejército rebelde del Usurpador al otro lado del río, sus armaduras eran de hielo, pero ella los bañó en fuego de dragón, de manera que se derritieron como el rocío y convirtieron el Tridente en un cauce torrencial. Una parte diminuta de ella sabía que estaba soñando, pero otra se regocijaba.
«Así debería haber sido. Lo otro fue una pesadilla, y me acabo de despertar.»
Se despertó de repente en la oscuridad de su camarote, todavía ebria de triunfo. La Balerion pareció despertar con ella, y oyó el suave crujido de la madera, el agua que lamía el casco, una pisada en la cubierta, sobre ella… Y algo más.
Había alguien en el camarote.
—¿Irri? ¿Jhiqui? ¿Dónde estáis? —Sus doncellas no respondieron. Estaba demasiado oscuro para ver nada, pero alcanzó a oír sus respiraciones—. ¿Jorah? ¿Sois vos?
—Duermen —dijo una voz de mujer—. Todos duermen. —La voz estaba muy cerca de ella—. Hasta los dragones tienen que dormir.
«Está justo a mi lado.»
—¿Quién sois? —Dany escudriñó la oscuridad. Le pareció ver una sombra, el perfil apenas intuido de una forma—. ¿Qué queréis de mí?
—Recordad. Para ir al norte, tenéis que viajar hacia el sur. Para llegar al oeste, debéis ir al este. Para avanzar, debéis retroceder, y para tocar la luz debéis pasar bajo la sombra.
—¿Quaithe? —Dany saltó de la cama y abrió la puerta de golpe. La escasa luz amarilla de la lámpara inundó el camarote, y tanto Irri como Jhiqui se incorporaron, somnolientas.
—¿Khaleesi? —murmuró Jhiqui al tiempo que se frotaba los ojos.
Viserion despertó, abrió las fauces y una bocanada de llamas iluminó hasta los rincones más oscuros. No había ni rastro de la mujer de la máscara de laca roja.
—¿Estáis bien, khaleesi? —preguntó Jhiqui.
—Ha sido un sueño. —Dany sacudió la cabeza—. He tenido una pesadilla, no pasa nada. Volved a dormir. Tenemos que dormir todos.
Pero, por mucho que lo intentó, no pudo conciliar el sueño de nuevo.
«Si miro atrás estaré perdida», se dijo Dany a la mañana siguiente, cuando entró por las puertas de Astapor. Trató de no pensar en lo pequeña e insignificante que era su escolta, de lo contrario perdería todo el valor. Aquel día iba a lomos de su plata, vestía pantalones de pelo de caballo, un chaleco pintado, un cinturón de medallones de bronce en torno a la cintura y dos más cruzados entre los pechos. Irri y Jhiqui le habían trenzado el pelo antes de ponerle una campanita de plata cuyo tintineo hablaba de los Eternos de Qarth, quemados en su Palacio de Polvo.
Las calles de adoquines rojos de Astapor casi estaban llenas aquella mañana. A ambos lados se alineaban esclavos y sirvientes, mientras que los traficantes y sus mujeres se habían puesto sus tokars para salir a mirar desde sus pirámides escalonadas.
«Al fin y al cabo no son tan diferentes de los de Qarth —pensó—. Quieren ver a los dragones para contárselo a los hijos y a los hijos de sus hijos.» Aquello le hizo preguntarse cuántos de ellos llegarían a tener hijos.
Aggo iba ante ella con su gran arco dothraki. Belwas el Fuerte caminaba a la derecha de su yegua, y la pequeña Missandei, a su izquierda. Ser Jorah Mormont iba detrás, vestido con armadura, y miraba con el ceño fruncido a cualquiera que se atreviera a acercarse. Rakharo y Jhogo protegían la litera. Dany había ordenado que quitasen el toldo superior, de manera que los tres dragones pudieran ir encadenados a la plataforma. Irri y Jhiqui caminaban junto a ellos para tratar de calmarlos. Pero la cola de Viserion daba latigazos a diestro y siniestro, y de sus fosas nasales brotaba un humo furioso. Rhaegal también presentía que algo iba mal. Tres veces trató de emprender el vuelo, sólo para verse retenido por la pesada cadena que Jhiqui llevaba en la mano. Drogon se hizo una bola y apretó las alas y la cola contra el cuerpo. Sólo sus ojos delataban que no estaba dormido.
El resto de los suyos iba detrás: Groleo y los otros capitanes junto con sus tripulaciones, y los ochenta y tres dothrakis que le quedaban de los cien mil que en el pasado habían cabalgado en el khalasar de Drogo. Había situado a los más viejos y débiles en el centro de la columna, junto a las mujeres con bebés, las embarazadas, las niñas y los niños que aún eran demasiado jóvenes para trenzarse el pelo. El resto, sus guerreros, cabalgaban en los flancos y azuzaban a los escuálidos caballos, los ciento y pocos que habían sobrevivido tanto al desierto rojo como al mar de sal negra.
«Tendría que haber ordenado que me bordaran un estandarte», pensó mientras guiaba a su andrajoso grupo a lo largo de los meandros del río de Astapor. Cerró los ojos un instante para imaginar cómo sería: seda negra ondeando al viento, y en ella el dragón de tres cabezas de los Targaryen, expulsando llamas doradas. «Un estandarte como habría podido llevar el propio Rhaegar.» Las orillas del río tenían un aspecto de extraña tranquilidad. El Gusano, como llamaban los astaporis a la corriente, era ancho, lento y estaba lleno de curvas y salpicado de diminutas islas de madera. En una de ellas vio a unos niños que jugaban, correteando entre elegantes estatuas de mármol. En otra isla, dos amantes se besaban a la sombra de altos árboles verdes, sin más pudor que los dothrakis en una boda. No llevaban ropa, así que no pudo saber si eran libres o esclavos.
La Plaza del Orgullo, con su gran arpía de bronce, era demasiado pequeña para albergar a todos los Inmaculados que había comprado. En lugar de eso los habían reunido en la Plaza del Castigo, enfrentados a las puertas principales de Astapor, para que pudieran salir directamente de la ciudad en cuando fueran entregados a Dany. Allí no había estatuas de bronce, sólo una gran plataforma de madera donde se torturaba, se azotaba y se ahorcaba a los esclavos rebeldes.
—Los Bondadosos Amos los ponen de manera que sean lo primero que ve un esclavo nuevo nada más entrar en la ciudad —le dijo Missandei cuando llegaron a la plaza.
A primera vista, Dany pensó por un momento que tenían la piel a rayas, como los caballos rayados de Jogos Nhai. Luego, cuando su plata estuvo más cerca, vio el rojo de la carne viva bajo las tiras negras que se movían.
«Moscas. Moscas y gusanos.» A los esclavos rebeldes los habían pelado como si fueran manzanas, quitándoles una larga tira espiral. Un hombre tenía un brazo negro, cubierto de moscas de los dedos al codo, todo rojo y blanco bajo ellas. Dany tiró de las riendas junto a él.
—¿Qué hizo éste? —le preguntó a Missandei.
—Alzó la mano contra su dueño.
El estómago se le retorció mientras hacía que su plata se diera la vuelta y trotara hacia el centro de la plaza, hacia el ejército por el que tan alto precio había pagado. Hileras, hileras, hileras de ellos, sus medio hombres de corazón de adoquín; ocho mil seiscientos, con sus yelmos de bronce y púas, Inmaculados con el entrenamiento completo, y detrás de ellos alrededor de cinco mil, sin casco, aunque armados con lanzas y espadas cortas. Los que había al final no eran más que niños, pero estaban tan erguidos e inmóviles como los demás.
Kraznys mo Nakloz y sus compañeros estaban presentes para recibirla. Tras ellos había otros astaporis de noble cuna, todos bebían vino en copas altas de plata mientras a su alrededor circulaban esclavos con bandejas de aceitunas, higos y cerezas. El Grazdan más viejo estaba sentado en una silla de manos que transportaban cuatro esclavos corpulentos de piel como el bronce. Media docena de lanceros a caballo patrullaban en la periferia de la plaza para contener a las multitudes que habían acudido a observar. El sol arrancaba destellos cegadores de los discos de cobre pulido que llevaban cosidos a las capas, pero aun así Dany se dio cuenta de que los caballos parecían muy nerviosos.
«Tienen miedo de los dragones. Y con razón.»
Kraznys ordenó a un esclavo que la ayudara a desmontar. Él tenía las manos ocupadas: con una se sujetaba el tokar y en la otra tenía una fusta muy ornamentada.
—Aquí están. —Miró a Missandei—. Dile que son suyos… si puede pagarlos.
—Puede —dijo la niña.
Ser Jorah gritó una orden, y fueron llevando hacia el frente todas las mercancías para el intercambio. Seis balas de pieles de tigre, trescientas piezas de la mejor seda. Tarros de azafrán, tarros de mirra, tarros de pimienta, de curry y de cardamomo, una máscara de ónice, doce monos de jade, barriles de tinta roja, negra y verde, una caja de raras amatistas negras, una caja de perlas, un barril de aceitunas deshuesadas y rellenas de gusanos, una docena de barriles de pescado en salmuera, un enorme gong de bronce con su correspondiente mazo, diecisiete ojos de marfil, y un gran baúl lleno de libros escritos en idiomas que Dany no sabía leer. Y más, y más, y más. Su gente lo fue amontonando todo delante de los traficantes.
Mientras se realizaba el pago, Kraznys mo Nakloz obsequió a Dany con unos cuantos consejos sobre cómo manejar sus tropas.
—Todavía están sin curtir —le dijo a través de Missandei—. Dile a la puta de Poniente que lo mejor que puede hacer es que prueben sangre cuanto antes. En su camino encontrará muchas ciudades pequeñas, frutas maduras para el saqueo. Todo el botín que obtenga será sólo suyo. Los Inmaculados no tienen el menor interés en el oro ni en las gemas. Y si se decide a tomar prisioneros, sólo tiene que enviárnoslos a Astapor con unos pocos guardias. Le compraremos los que estén sanos y le pagaremos bien. ¿Y quién sabe? Tal vez dentro de diez años algunos de los chicos que nos mande se conviertan a su vez en Inmaculados. Así prosperaremos todos.
Por fin no quedaron más mercancías que añadir a la pila. Los dothrakis volvieron a montar en sus caballos.
—Esto es todo lo que hemos podido traer —dijo Dany—. El resto os espera en los barcos, una gran cantidad de ámbar, de vino y de arroz silvestre. También están los propios barcos. De modo que lo único que queda es…
—El dragón —terminó el Grazdan de la barba puntiaguda, el que hablaba la lengua común con tanto acento.
—Ahí aguarda.
Ser Jorah y Belwas se acercaron con ella a la litera, donde Drogon y sus hermanos disfrutaban del calor del sol. Jhiqui soltó un extremo de la cadena y se lo tendió. Cuando Dany tiró de ella, el dragón negro alzó la cabeza, siseó, y desplegó aquellas alas de noche y escarlata. Al sentir su sombra sobre él, Kraznys mo Nakloz sonrió.
Dany entregó al traficante el extremo de la cadena de Drogon. A cambio, él le dio la fusta. El mango era de huesodragón, con tallas muy elaboradas e incrustaciones de oro. De él colgaban nueve tiras de cuero largas y finas, cada una rematada en una garra dorada. El pomo de oro era una cabeza de mujer con puntiagudos dientes de marfil.
—Los dedos de la arpía —dijo Kraznys.
Dany hizo girar la fusta en su mano.
«Un objeto tan ligero, y qué gran peso carga.»
—¿Ya está hecho, pues? ¿Ya me pertenecen?
—Ya está hecho —asintió él, al tiempo que daba un tirón brusco de la cadena para sacar a Drogon de la litera.
Dany montó a lomos de su plata. Sentía que el corazón le galopaba en el pecho. Tenía un miedo desesperado. «¿Mi hermano habría hecho esto?» Se preguntó si el príncipe Rhaegar estaría igual de nervioso cuando vio el ejército del Usurpador formado al otro lado del Tridente, con todos sus estandartes al viento.
Se puso de pie en los estribos y alzó los dedos de la arpía por encima de la cabeza para que todos los Inmaculados los vieran.
—¡Está hecho! —gritó a pleno pulmón—. ¡Sois míos! —Espoleó a la plata con los talones y galopó a lo largo de la primera hilera, siempre con los dedos en alto—. ¡Ahora pertenecéis a la estirpe del dragón! ¡Os he comprado y os he pagado! ¡Está hecho! ¡Está hecho!
Por el rabillo del ojo, vio que Grazdan el viejo había girado bruscamente la cabeza. «Me está oyendo hablar valyrio.» Los otros traficantes no prestaban atención. Se habían reunido en torno a Kraznys y al dragón, y le gritaban consejos todos a la vez. Aunque los astaporis empujaban y tironeaban, no conseguían arrancar a Drogon de la litera. El humo gris brotaba de sus fauces abiertas, y el largo cuello se curvaba y estiraba mientras lanzaba dentelladas al rostro del esclavista.
«Es hora de cruzar el Tridente», pensó Dany. Dio la vuelta y regresó a lomos de su plata. Sus jinetes de sangre cerraron filas en torno a ella.
—Tenéis problemas —observó.
—No quiere venir —dijo Kraznys.
—Hay un motivo. Los dragones no son esclavos.
Y, con todas sus fuerzas, le cruzó la cara con la fusta al traficante. Kraznys gritó y se tambaleó, la sangre le corrió roja por las mejillas y le empapó la barba perfumada. Un golpe de los dedos de la arpía le había destrozado los rasgos, pero Dany no se entretuvo a contemplar la ruina de aquel rostro.
—Drogon —cantó en voz alta con dulzura, todos los temores ya olvidados—. Dracarys.
El dragón negro extendió las alas y remontó el vuelo.
Un remolino de llamas oscuras alcanzó a Kraznys en pleno rostro. Los ojos se le fundieron y le corrieron por las mejillas, el aceite del pelo y la barba se incendió con tanta violencia que, durante un instante, el traficante tuvo una corona de fuego dos veces más alta que su cabeza. El repentino hedor a carne quemada se impuso hasta al perfume, y su aullido pareció ahogar todos los demás sonidos.
La Plaza del Castigo estalló en sangre y caos. Los Bondadosos Amos gritaban, tropezaban, se empujaban unos a otros y se enredaban con los flecos de sus tokars. Drogon voló casi perezoso hacia Kraznys, batiendo las alas negras. Mientras hacía que el traficante de esclavos probara el fuego de nuevo, Irri y Jhiqui desencadenaron a Viserion y a Rhaegal, y pronto hubo tres dragones en el aire. Cuando Dany se volvió para mirar, un tercio de los orgullosos guerreros de Astapor, con sus cuernos de demonios, luchaban por no caerse de sus aterradas monturas, mientras otro tercio huía en un relámpago brillante de cobre. Uno consiguió mantenerse en la silla el tiempo suficiente para desenvainar una espada, pero el látigo de Jhogo se enroscó en torno a su cuello y cortó un grito antes de que naciera. Otro perdió una mano ante el arakh de Rakharo y cayó rodando y escupiendo sangre. Aggo estaba a lomos del caballo, tranquilo, no hacía más que poner una flecha tras otra en la cuerda de su arco antes de dispararlas contra los tokars. De oro, de plata o sencillos, no le importaban los flecos. El poderoso Belwas también había desenfundado el arakh y lo hacía girar en el aire mientras atacaba.
—¡Lanzas! —oyó Dany gritar a un astapori. Era Grazdan, el viejo Grazdan, con su tokar cargado de perlas—. ¡Inmaculados! ¡Defendednos, detenedlos, defended a vuestros amos! ¡Espadas! ¡Lanzas!
Cuando Rakharo le atravesó la boca con una flecha, los esclavos que transportaban su silla de mano echaron a correr y lo tiraron al suelo sin ceremonias. El anciano se arrastró hasta la primera hilera de eunucos, su sangre dejaba charcos en los adoquines. Los Inmaculados ni siquiera bajaron la vista para ver cómo moría. Se mantuvieron firmes hilera tras hilera tras hilera.
Y no se movieron.
«Los dioses han escuchado mis oraciones.»
—¡Inmaculados! —Dany galopó ante ellos con la trenza plata y oro volando a su espalda y la campanilla tintineando con cada paso de la yegua—. Matad a los Bondadosos Amos, matad a los soldados, matad a todo hombre que vista un tokar o tenga una fusta, pero no hagáis daño a ningún niño menor de doce años y liberad de las cadenas a todo esclavo que encontréis. —Alzó los dedos de la arpía por encima de la cabeza… y tiró al suelo la fusta—. ¡Libertad! —gritó—. ¡Dracarys! ¡Dracarys!
—¡Dracarys! —gritaron ellos, y Dany no había oído jamás sonido más dulce—. ¡Dracarys! ¡Dracarys!
Y por doquier los traficantes de esclavos corrieron, y sollozaron, y suplicaron, y murieron, y el aire polvoriento se pobló de fuego y lanzas.