Sus exploradores dothrakis le habían contado la situación, pero Dany quería verla en persona. Ser Jorah Mormont cabalgó con ella por un bosque de abedules y por un empinado risco de arenisca.
—Ya estamos suficientemente cerca —le dijo cuando se encontraron en la cima.
Dany tiró de las riendas de la yegua y miró hacia el otro lado de los prados, hacia donde el ejército yunkio se cruzaba en su camino. Barbablanca le había enseñado la manera de calcular el número de sus enemigos.
—Cinco mil —dijo al cabo de un instante.
—Lo mismo diría yo. —Ser Jorah señaló con un dedo—. Aquellos de los flancos son mercenarios. Lanceros y arqueros a caballo, también llevan espadas y hachas para el cuerpo a cuerpo. Los Segundos Hijos están en el ala izquierda, los Cuervos de Tormenta en la derecha. Unos quinientos hombres en cada. ¿Veis los estandartes?
La arpía de Yunkai tenía entre las garras una fusta y un collar de hierro, en vez de un trozo de cadena. Pero los mercenarios ondeaban sus estandartes debajo de los de la ciudad a la que servían: a la derecha cuatro cuervos entre dos rayos cruzados, a la izquierda una espada rota.
—Los propios yunkai'i defienden el centro —advirtió Dany. Desde lejos los oficiales parecían idénticos a los de Astapor: yelmos altos brillantes y capas con discos de cobre cosidos—. ¿Van al frente de soldados esclavos?
—Son esclavos en su mayoría. Pero no están a la altura de los Inmaculados. Yunkai tiene fama por sus esclavos de cama, no por los guerreros.
—¿Qué opináis vos? ¿Podemos derrotar a este ejército?
—Con facilidad —asintió Ser Jorah.
—Pero no sin derramar sangre. —Ya había habido sangre de sobra en los adoquines de Astapor el día en que la ciudad cayó, aunque muy poca era suya o de los suyos—. Podríamos ganar esta batalla, pero a ese precio no podríamos tomar la ciudad.
—Siempre hay un riesgo, khaleesi. Astapor era engreída y vulnerable. Yunkai ya está prevenida.
Dany meditó un momento. El ejército de los esclavistas parecía pequeño comparado con el suyo, pero los mercenarios iban a caballo. Ella había cabalgado suficiente tiempo con los dothrakis para sentir un respeto saludable hacia lo que los guerreros montados podían hacer con los de a pie.
«Los Inmaculados podrían resistir su carga, pero para mis libertos sería una carnicería.»
—A los traficantes de esclavos les gusta hablar —dijo—. Enviadles un mensaje diciendo que los recibiré esta tarde en mi tienda. Invitad también a los capitanes de las compañías de mercenarios. Pero no a la vez. Los Cuervos de Tormenta a mediodía, y los Segundos Hijos dos horas después.
—Como ordenéis —respondió Ser Jorah—. Pero, si no vienen…
—Vendrán. Sentirán curiosidad, querrán ver a los dragones y saber qué voy a decirles; además, los que sean astutos lo considerarán una buena ocasión para calibrar mis fuerzas. —Hizo dar media vuelta a la yegua plateada—. Los esperaré en mi pabellón.
Fueron cielos color pizarra y vientos fríos los que recibieron a Dany cuando volvió con su ejército. La zanja profunda que rodearía el campamento ya estaba cavada a medias, y los bosques estaban poblados de Inmaculados que cortaban ramas de abedules para afilarlas y convertirlas en estacas. Los eunucos no podían dormir en un campamento que no estuviera fortificado o, al menos, eso decía el Gusano Gris. Estaba allí, vigilando los trabajos. Dany se detuvo un momento para hablar con él.
—Yunkai se ha preparado para la batalla.
—Eso es bueno, Alteza. Éstos están sedientos de sangre.
Había ordenado a los Inmaculados que eligieran a sus oficiales, y Gusano Gris resultó ser el más valorado para el rango superior. Dany lo puso bajo la supervisión de Ser Jorah para que lo entrenara en el mando, y el caballero exiliado decía que, hasta el momento, el joven eunuco era duro pero justo, aprendía deprisa, era incansable y prestaba atención a todos los detalles.
—Los Sabios Amos han reunido un ejército para enfrentarse a nosotros.
—En Yunkai un esclavo aprende el camino de los siete suspiros y los dieciséis centros del placer, Alteza. Los Inmaculados aprenden el camino de las tres lanzas. Vuestro Gusano Gris espera demostrároslo.
Una de las primeras cosas que había hecho Dany tras la caída de Astapor había sido abolir la costumbre de dar nuevos nombres de esclavos cada día a los Inmaculados. La mayor parte de los nacidos libres habían retomado los nombres que les dieron al nacer; al menos, los que todavía los recordaban. Otros se habían puesto nombres de héroes o dioses, y en algunos casos de armas, de gemas o hasta de flores, cosa que dio como resultado soldados un tanto peculiares a oídos de Dany. En cambio Gusano Gris había seguido siendo Gusano Gris. Cuando le preguntó por qué, él le respondió: «Es un nombre que trae suerte. El nombre con que uno nació estaba maldito. Era el nombre que tenía cuando lo hicieron esclavo. Pero Gusano Gris es el nombre que uno sacó el día que Daenerys de la Tormenta lo hizo libre».
—Si se llega a la batalla —le dijo Dany—, que Gusano Gris muestre tanta sabiduría como valor. Perdona a todo esclavo que huya o que tire el arma. Cuantos menos mueran, más quedarán luego para unirse a nosotros.
—Uno lo recordará.
—Lo sé. Acude a mi tienda al mediodía. Quiero que estés allí con el resto de mis oficiales cuando trate con los capitanes de los mercenarios.
Dany espoleó a la plata hacia el campamento. Dentro del perímetro establecido por los Inmaculados, las tiendas se alzaban en hileras ordenadas, y su pabellón dorado estaba en el centro. Un segundo campamento se extendía cerca del suyo. Era cinco veces más grande, más disperso y caótico, no tenía zanjas, ni tiendas, ni centinelas, ni cerca para los caballos… Los que tenían caballos o mulas dormían junto a los animales por temor a que se los robaran. Las cabras, las ovejas y los perros hambrientos vagaban libres entre las hordas de mujeres, niños y ancianos. Dany había dejado Astapor en manos de un Consejo de antiguos esclavos, dirigidos por un sanador, un sabio y un sacerdote. A todos los consideró sabios y justos. Aun así, decenas de miles prefirieron seguirla a Yunkai en vez de quedarse atrás, en Astapor.
«Les entregué la ciudad, pero tuvieron demasiado miedo para aceptarla.»
El ejército de libertos hacía que el de Dany pareciera pequeño, pero en realidad suponían más carga que ayuda. Apenas uno de cada cien tenía un asno, un camello o un buey; muchos llevaban armas robadas de la armería de algún traficante de esclavos, pero sólo uno de cada diez tenía fuerzas para pelear y ninguno sabía hacerlo. Allí por donde pasaban agotaban todas las provisiones de la tierra, eran como langostas con sandalias. Aun así, Dany no tenía valor para abandonarlos como le pedían con insistencia Ser Jorah y los jinetes de sangre.
«Les dije que eran libres. Ahora no puedo decirles que no son libres de seguirme.» Contempló el humo que se alzaba de las hogueras y contuvo un suspiro. Cierto, tenía la mejor infantería del mundo, pero también tenía la peor.
Arstan Barbablanca estaba de pie a la entrada de su tienda, mientras que Belwas el Fuerte se había sentado con las piernas cruzadas en la hierba y comía un cuenco de higos. Durante la marcha, el deber de velar por ella recaía sobre aquellos dos hombres. Dany había nombrado kos a Jhogo, Aggo y Rakharo, que además seguían siendo sus jinetes de sangre. En aquellos momentos le hacían más falta para ir al frente de los dothrakis que para protegerla. Su khalasar era reducido, unos treinta y tantos guerreros a caballo, la mayor parte de ellos niños con el pelo sin trenzar y ancianos de hombros encorvados. Pero eran todos los hombres montados que tenía y no podía prescindir de ellos. Tal vez los Inmaculados fueran la mejor infantería del mundo, como aseguraba Ser Jorah, pero también necesitaba exploradores y escoltas.
—Habrá guerra con Yunkai —dijo Dany a Barbablanca una vez dentro del pabellón.
Irri y Jhiqui habían cubierto el suelo con alfombras, y Missandei estaba encendiendo una barrita de incienso para endulzar el aire polvoriento. Drogon y Rhaegal dormían sobre unos cojines, enroscados el uno al otro, y Viserion estaba posado en el borde de la bañera vacía.
—Missandei, ¿qué idiomas hablan los yunkai'i, valyrio?
—Sí, Alteza —dijo la niña—. Es un dialecto diferente al de Astapor, pero se parece lo suficiente para entenderlo. Los esclavistas se hacen llamar Sabios Amos.
—¿Sabios? —Dany se sentó con las piernas cruzadas en un cojín; Viserion extendió las alas blancas y doradas y voló a su lado—. Ya veremos lo sabios que son —concluyó al tiempo que rascaba la cabeza escamosa del dragón, entre los cuernos.
Ser Jorah Mormont regresó una hora más tarde. Lo acompañaban tres capitanes de los Cuervos de Tormenta. Lucían plumas negras en los yelmos brillantes, y aseguraban que los tres eran iguales en honor y autoridad. Dany los estudió mientras Irri y Jhiqui servían el vino. Prendahl na Ghezn era un ghiscario achaparrado, con el rostro cuadrado y el pelo oscuro ya encaneciendo; Sallor el Calvo era de Qarth y tenía una cicatriz serpenteante en la pálida mejilla; y Daario Naharis resultaba extravagante hasta para un tyroshi. Llevaba la barba dividida en tres y teñida de azul, el mismo color que sus ojos, y el pelo rizado le caía hasta los hombros. Los bigotes puntiagudos se los teñía de dorado. La ropa que vestía era de toda la gama del amarillo. En el cuello y los puños llevaba una nube de encaje de Myr del color de la mantequilla, el jubón estaba adornado con medallones de latón en forma de amargones y unas filigranas de oro le subían hasta los muslos por las botas de piel. Llevaba unos guantes de suave gamuza amarilla colgados de un cinturón de anillas doradas y tenía las uñas pintadas con laca azul.
Pero el que hablaba por todos los mercenarios era Prendahl na Ghezn.
—Haríais bien en llevaros vuestra escoria a otra parte —dijo—. Tomasteis Astapor a traición, pero Yunkai no caerá tan fácilmente.
—Quinientos de vuestros Cuervos de Tormenta contra diez mil de mis Inmaculados —señaló Dany—. Sólo soy una niña que no comprende el arte de la guerra, pero no me parece que tengáis muchas posibilidades.
—Los Cuervos de Tormenta no se alzan solos —dijo Prendahl.
—Los Cuervos de Tormenta no se alzan, punto. Se limitan a levantar el vuelo al primer indicio de un trueno. Tal vez deberíais estar volando ya. Tengo entendido que los mercenarios no suelen ser muy leales. ¿Qué ventaja os reportará la fidelidad cuando los Segundos Hijos cambien de bando?
—Tal cosa no sucederá —insistió Prendahl, impertérrito—. Y aunque así fuera, no tendría importancia. Los Segundos Hijos no son nada. Luchamos al lado de los fuertes hombres de Yunkai.
—Lucháis al lado de esclavos de cama armados con lanzas. —Al girar la cabeza, las dos campanillas de su trenza tintinearon—. Una vez comience la batalla no habrá cuartel. Pero, si os unís a mí ahora, podréis conservar el oro que os pagaron los yunkai'i y tendréis derecho a una parte del botín del saqueo; además, habrá grandes recompensas cuando tome mi reino. Si lucháis por los Sabios Amos, vuestra recompensa será la muerte. ¿Creéis que Yunkai os abrirá las puertas para que os refugiéis cuando mis Inmaculados os estén masacrando junto a sus murallas?
—Mujer, rebuznas como un asno y hablas con su misma inteligencia.
—¿Mujer? —Dejó escapar una risita—. ¿Acaso tratáis de insultarme? Os devolvería la bofetada si os tomara por un hombre. —Daenerys clavó los ojos en los suyos—. Soy Daenerys de la Tormenta, de la Casa Targaryen, la que no arde, Madre de Dragones, khaleesi de los jinetes de Drogo y reina de los Siete Reinos de Poniente.
—No sois más que la ramera de un señor de los caballos —dijo Prendahl na Ghezn—. Cuando os derrote, os aparearé con mi corcel.
—Belwas el Fuerte entregará esa fea lengua a la pequeña reina —dijo Belwas desenvainando el arakh—, si ella lo quiere.
—No, Belwas. He otorgado mi salvoconducto a estos hombres. —Sonrió—. Decidme una cosa… ¿los Cuervos de Tormenta son esclavos o libres?
—Somos una hermandad de hombres libres —declaró Sallor.
—Mejor. —Dany se levantó—. Regresad y comunicad a vuestros hermanos lo que he dicho. Puede que algunos prefieran cenar con gloria y oro en vez de con muerte. Dadme la respuesta por la mañana.
Los Cuervos de Tormenta se pusieron en pie a la vez.
—La respuesta es no —dijo Prendahl na Ghezn.
Sus compañeros salieron tras él de la tienda… pero Daario Naharis volvió la vista antes de partir, e inclinó la cabeza en un gesto cortés de despedida.
Dos horas más tarde llegó en solitario el comandante de los Segundos Hijos. Resultó ser un braavosi de presencia imponente, con ojos color verde claro y una poblada barba entre dorada y rojiza que le llegaba casi hasta el cinturón. Su nombre era Mero, pero se hacía llamar Bastardo del Titán.
—Creo que me follé a tu hermana gemela en una casa de placer de Braavos. ¿O eras tú?
—No creo. Sin duda recordaría a un hombre de tal grandiosidad.
—Así es. Ninguna mujer ha olvidado nunca al Bastardo del Titán. —El braavosi tendió la copa a Jhiqui—. ¿Qué tal si te quitas la ropa y vienes a sentarte en mi regazo? Si me gustas, puede que ponga de tu parte a los Segundos Hijos.
—Si pones de mi parte a los Segundos Hijos, tal vez no te haga castrar.
—Muchachita, hubo otra mujer que intentó castrarme con los dientes. —El hombretón se echó a reír—. Ya no tiene dientes, pero mi espada sigue tan larga y gorda como siempre. ¿Quieres que me la saque y te la enseñe?
—No será necesario. Cuando mis eunucos te la corten, la podré examinar a placer. —Dany bebió un sorbo de vino—. Cierto es que no soy más que una niña y que desconozco el arte de la guerra. Por favor, explícame cómo esperas derrotar a diez mil Inmaculados con tus quinientos hombres. En mi inocencia, no me parece que tengas muchas posibilidades.
—Los Segundos Hijos se han enfrentado a ejércitos más grandes y han ganado.
—Los Segundos Hijos se han enfrentado a ejércitos más grandes y han huido. En Qohor, donde resistieron los Tres Mil. ¿Acaso lo niegas?
—Eso fue hace muchos años, antes de que los Segundos Hijos tuvieran como jefe al Bastardo del Titán.
—¿De modo que eres tú quien les inspira valor? —Dany se volvió hacia Ser Jorah—. Cuando empiece la batalla quiero que matéis a éste el primero.
—De buena gana, Alteza —dijo el caballero exiliado, sonriendo.
—Aunque claro —le dijo a Mero—, también puedes huir otra vez. No te detendremos. Coge tu oro yunkio y vete.
—Niña idiota, si hubieras visto alguna vez al Titán de Braavos sabrías que no rehuye una batalla.
—Pues quédate y lucha en mi bando.
—Cierto que valdría la pena luchar por ti —dijo el braavosi—, y me gustaría dejarte besar mi espada, pero no soy libre. He aceptado las monedas de Yunkai y con ello he comprometido mi palabra sagrada.
—Las monedas se pueden devolver. Yo te pagaré lo mismo y mucho más. Tengo por delante otras ciudades para conquistarlas, y todo un reino me espera a medio mundo de aquí. Sírveme con lealtad, y los Segundos Hijos no volverán a necesitar que los contraten.
—Lo mismo y mucho más, y tal vez añadas un beso, ¿eh? —El braavosi se tironeó de la espesa barba roja—. ¿O algo más que un beso? ¿Para un hombre tan magnífico como yo?
—Tal vez.
—Empiezo a pensar que me gustará el sabor de tu lengua.
«A mi oso negro no le gusta que se hable de besos.» Dany notaba la rabia de Ser Jorah.
—Piensa en lo que te he dicho. ¿Tendré tu respuesta por la mañana?
—La tendrás. —El Bastardo del Titán sonrió—. ¿Puedo llevarme una jarra de este excelente vino para beberlo con mis capitanes?
—Puedes llevarte un barril. Viene de las bodegas de los Bondadosos Amos de Astapor, tengo carromatos enteros cargados.
—Entonces dame un carromato. Como muestra de buena voluntad.
—Tu sed es grande.
—Todo en mí es grande. Y tengo muchos hermanos. El Bastardo del Titán no bebe a solas, khaleesi.
—Llévate un carromato, siempre que lo bebáis a mi salud.
—¡Hecho! —exclamó—. ¡Y hecho, y hecho! Tres veces brindaremos por ti, y tendrás la respuesta cuando salga el sol.
Pero, cuando Mero salió, Arstan Barbablanca tomó la palabra.
—Ese hombre tiene una reputación nefasta incluso en Poniente. No os dejéis engañar por su talante, Alteza. Esta noche brindará tres veces a vuestra salud y mañana os violará.
—Por una vez, el viejo tiene razón —apuntaló Ser Jorah—. Los Segundos Hijos son una vieja compañía y no carecen de valor, pero bajo el liderazgo de Mero se han vuelto casi tan crueles como la Compañía Audaz. Ese hombre es tan peligroso para quien lo contrata como para sus enemigos. Por eso lo hemos encontrado aquí. Las Ciudades Libres ya no le dan trabajo.
—No quiero su reputación, quiero sus quinientos jinetes. ¿Qué hay de los Cuervos de Tormenta, alguna posibilidad?
—No —replicó Ser Jorah sin miramientos—. El tal Prendahl es de sangre ghiscari. Es probable que tuviera parientes en Astapor.
—Lástima. Bueno, tal vez no haya necesidad de luchar. Esperemos a ver qué nos responden los yunkai'i.
Los enviados de Yunkai llegaron cuando ya se estaba poniendo el sol. Eran cincuenta hombres a lomos de magníficos caballos negros y uno montado en un gran camello blanco. Lucían yelmos dos veces más altos que las cabezas para no aplastar las extravagantes trenzas, torres y esculturas del pelo aceitado que cubrían. Vestían faldas y túnicas de lino teñidas de amarillo intenso, y en las capas llevaban discos de cobre cosidos.
El hombre del camello blanco dijo llamarse Grazdan mo Eraz. Era enjuto y envarado, y mostraba una sonrisa tan blanca como lo había sido la de Kraznys hasta que Drogon le abrasó la cara. Llevaba el pelo recogido en forma de cuerno de unicornio que le salía de la frente, y el ribete de su tokar era de encaje dorado de Myr.
—Antigua y gloriosa es Yunkai, la reina de las ciudades —dijo después de que Dany le diera la bienvenida a su tienda—. Nuestras murallas son fuertes; nuestros nobles, orgullosos y fieros; nuestro pueblo, valeroso. Por nuestras venas corre la sangre del antiguo Ghis, cuyo imperio ya era viejo cuando Valyria no era más que un bebé berreante. Habéis sido sabia al sentaros a hablar, khaleesi. Aquí no encontraréis una conquista fácil.
—Bien. A mis Inmaculados les sentará bien pelear un poco. —Miró a Gusano Gris, que asintió.
—Si es sangre lo que queréis —dijo Grazdan encogiéndose de hombros—, que corra la sangre. Me han dicho que habéis liberado a los eunucos. Para un Inmaculado, la libertad significa tanto como un sombrero para una merluza. —Sonrió a Gusano Gris, pero el eunuco parecía tallado en piedra—. A los que sobrevivan los volveremos a esclavizar y los usaremos para reconstruir Astapor a partir de sus ruinas. También os podemos esclavizar a vos, no lo dudéis. En Lys y en Tyrosh hay casas de placer donde muchos hombres pagarían bien por acostarse con la última de los Targaryen.
—Me alegra que sepáis quién soy —dijo Dany con voz suave.
—Me enorgullezco de mis conocimientos sobre el salvaje Poniente y sus sinsentidos. —Grazdan abrió las manos con gesto conciliador—. Pero ¿por qué tenemos que hablarnos de manera tan brusca? Es cierto que actuasteis con salvajismo en Astapor, pero los yunkai'i somos un pueblo que sabe perdonar. No tenéis nada en contra nuestro, Alteza. ¿Por qué malgastar las fuerzas contra nuestras poderosas murallas, cuando vais a necesitar hasta el último hombre si queréis recuperar el trono de vuestro padre en Poniente? Yunkai os desea lo mejor en la empresa. Y, como prueba de ello, os traigo un regalo. —Dio unas palmadas, y dos de sus acompañantes se adelantaron con un pesado cofre de cedro tachonado en bronce y oro. Lo pusieron a los pies de Dany—. Cincuenta mil marcos de oro —dijo Grazdan con voz gentil—. Son para vos, como gesto de amistad por parte de los Sabios Amos de Yunkai. El oro que se entrega de manera voluntaria es mejor que el que se saquea con sangre, ¿no creéis? Así que os digo, Daenerys Targaryen, coged este cofre y seguid vuestro camino.
Dany levantó la tapa del cofre con el pie menudo enfundado en una zapatilla. Tal como había dicho el enviado, estaba lleno de monedas de oro. Cogió un puñado y las dejó correr entre los dedos, brillantes, tintineantes. La mayoría estaban recién acuñadas, con una pirámide escalonada en una cara y la arpía de Ghis en la otra.
—Qué bonitas. ¿Cuántos cofres como éste encontraré cuando tome vuestra ciudad?
—Ninguno, porque no la tomaréis. —El hombre dejó escapar una risita.
—Yo también tengo un regalo para vos. —Cerró el cofre de golpe—. Tres días. La mañana del tercer día, dejad salir de la ciudad a vuestros esclavos. A todos. A cada hombre, mujer y niño se le entregará un arma y tanta comida, ropa, oro y bienes como pueda transportar. Serán ellos quienes los elijan entre las posesiones de sus amos como pago por sus años de servicios. Cuando todos los esclavos hayan salido, abriréis las puertas y permitiréis que mis Inmaculados entren y registren la ciudad para asegurarse de que no queda ninguno. Si lo hacéis así, Yunkai no arderá, no habrá saqueo y no se molestará a ningún ciudadano. Los Sabios Amos tendrán la paz que desean y habrán demostrado que son sabios de verdad. ¿Qué decís?
—Digo que estáis loca.
—¿Vos creéis? —Dany se encogió de hombros—. Dracarys.
Los dragones respondieron. Rhaegal siseó y echó humo, Viserion lanzó una dentellada y Drogon escupió una llamarada rojinegra. La llama rozó la manga del tokar de Grazdan, y la seda se prendió al instante. Los marcos de oro se desparramaron sobre las alfombras cuando el enviado tropezó con el cofre entre gritos y maldiciones, agitando el brazo hasta que Barbablanca le echó encima una jarra de agua para apagar las llamas.
—¡Jurasteis que tenía vuestro salvoconducto! —aulló el enviado.
—¿Todos los yunkai'i lloriquean tanto por un simple tokar chamuscado? Os compraré uno nuevo… si liberáis a los esclavos antes de tres días. De lo contrario, Drogon os dará un beso más cálido. —Arrugó la nariz—. Os lo habéis hecho encima. Coged ese oro y marchaos, que mi mensaje llegue a oídos de los Sabios Amos.
—Pagaréis cara tanta arrogancia, ramera —dijo Grazdan mo Eraz señalándola con un dedo tembloroso—. Esos lagartitos no os protegerán, os lo aseguro. Llenaremos de flechas el aire si se acercan a menos de una legua de Yunkai. ¿Creéis que es tan difícil matar a un dragón?
—Más que matar a un esclavista. Tres días, Grazdan. Decídselo. Al anochecer del tercer día estaré en Yunkai, tanto si me abrís las puertas como si no.
Ya había oscurecido cuando los yunkai'i salieron del campamento. La noche prometía ser oscura, sin luna y sin estrellas, pero con un viento gélido que soplaba del oeste.
«Luna nueva, excelente», pensó Dany. Las hogueras ardían por doquier como diminutas estrellas rojas dispersas entre la colina y el prado.
—Ser Jorah —dijo—, convocad a mis jinetes de sangre.
Dany se sentó entre cojines para aguardarlos, rodeada por sus dragones.
—Una hora después de medianoche será buen momento —dijo cuando estuvieron todos reunidos.
—Sí, khaleesi —respondió Rakharo—. ¿Buen momento para qué?
—Para atacar.
—Dijisteis a los mercenarios… —dijo Ser Jorah Mormont con el ceño fruncido.
—Que quería que me respondieran por la mañana. No dije nada de lo que pasaría esta noche. Los Cuervos de Tormenta estarán discutiendo mi ofrecimiento. Los Segundos Hijos se habrán emborrachado con el vino que regalé a Mero. Y los yunkai'i creen que cuentan con tres días. Los venceremos bajo el manto de oscuridad.
—Habrán dispuesto exploradores para que nos vigilen.
—No verán más que cientos de fuegos de campamento —señaló Dany—. Si es que ven algo.
—Khaleesi —intervino Jhogo—, yo me puedo encargar de esos exploradores. No son jinetes, son esclavistas a caballo.
—Cierto —asintió—. En mi opinión, deberíamos atacar desde tres puntos. Gusano Gris, tus Inmaculados cargarán desde la derecha y la izquierda, mientras que mis kos irán al frente de los jinetes en formación de cuña para atacar por el centro. Unos soldados esclavos no tendrán nada que hacer contra dothrakis a caballo. —Sonrió—. Aunque claro, sólo soy una niña que no comprende el arte de la guerra. ¿Qué opinan mis señores?
—Que sois la hermana de Rhaegar Targaryen —dijo Ser Jorah con una sonrisa triste.
—Sí —asintió Arstan Barbablanca—, y también sois una reina.
Tardaron una hora en ultimar todos los detalles.
«Ahora llega el momento más peligroso», pensó Dany mientras sus capitanes se ponían en marcha para cumplir las órdenes. Lo único que podía hacer era rezar para que la oscuridad de la noche ocultara los preparativos a sus enemigos.
Cerca de la medianoche, Dany sufrió un sobresalto cuando Ser Jorah entró casi empujando a un lado a Belwas el Fuerte.
—Los Inmaculados han capturado a uno de los mercenarios, que trataba de colarse en el campamento.
—¿Un espía? —La mera idea resultaba aterradora. Si habían atrapado a uno, otros podían habérseles escapado.
—Dice que viene a traer regalos. Es el idiota de amarillo con el pelo azul.
«Daario Naharis.»
—Ah, ése. Escucharé lo que tenga que decirme.
Cuando el caballero exiliado lo hizo entrar, Dany no pudo por menos que preguntarse si habrían existido jamás dos hombres tan diferentes. El tyroshi era rubio y de piel clara, y Ser Jorah, moreno y atezado; el tyroshi era liviano mientras que el caballero era recio; uno de largo pelo rizado, que al otro le empezaba a ralear, pero el primero tenía la piel suave mientras que Mormont era velludo. Y su caballero vestía con sencillez, al tiempo que el otro haría que un pavo real pareciera deslustrado, aunque aquella noche se había puesto una gruesa capa negra sobre el atuendo amarillo. Llevaba al hombro un pesado saco de lona.
—¡Khaleesi! —exclamó—. Os traigo regalos y buenas nuevas. Los Cuervos de Tormenta son vuestros. —Cuando sonrió, un diente de oro le brilló en la boca—. ¡Igual que Daario Naharis!
Dany estaba indecisa. Si aquel tyroshi había ido a espiarlos, aquella declaración podía no ser más que un intento desesperado para salvarse.
—¿Qué dicen de esto Prendahl na Ghezn y Sallor?
—Poca cosa. —Daario volcó el saco y las cabezas de Sallor el Calvo y Prendahl na Ghezn rodaron por las alfombras—. Son mis obsequios para la reina dragón.
Viserion olisqueó la sangre que rezumaba del cuello de Prendahl y lanzó una llamarada que dio de pleno en la cara del muerto, y ennegreció y chamuscó las mejillas cadavéricas. Drogon y Rhaegal se agitaron ante el olor de la carne asada.
—¿Habéis sido vos? —preguntó Dany, asqueada.
—En persona.
Si la presencia de los dragones ponía nervioso a Daario Naharis, lo disimulaba muy bien. Les prestaba tanta atención como si fueran tres gatitos que jugaran con un ratón.
—¿Por qué?
—Porque sois muy hermosa. —Tenía unas manos largas y fuertes, y en los duros ojos azules y la nariz ganchuda había algo que sugería la ferocidad de una espléndida ave de presa—. Prendahl hablaba mucho y decía muy poco. —El atuendo que lucía era rico, pero estaba muy usado. Tenía manchas de sal en las botas, el esmalte de las uñas descascarado y los encajes manchados de sudor, y Dany vio que el borde de la capa se le empezaba a deshilachar—. Y Sallor se metía los dedos en la nariz como si tuviera mocos de oro.
Estaba de pie, con las manos cruzadas por las muñecas y las palmas sobre los pomos de las armas: un arakh dothraki en la cadera izquierda, y un estilete myriense en la derecha. Las empuñaduras eran dos mujeres de oro, desnudas y lascivas.
—¿Sabéis utilizar esas bellas armas? —preguntó Dany.
—Si los muertos pudieran hablar, Prendahl y Sallor os lo dirían. No doy un día por vivido si no he amado a una mujer, matado a un enemigo y tomado una buena comida… y los días que he vivido son tan incontables como las estrellas del cielo. Convierto una matanza en algo hermoso, y más de un malabarista, más de un danzarín del fuego, ha llorado y suplicado a los dioses ser la mitad de rápido que yo y tener tan sólo una cuarta parte de mi gracia. Podría deciros los nombres de todos los hombres a los que he matado, pero antes de que me diera tiempo a terminar, vuestros dragones serían grandes como castillos, las murallas de Yunkai se habrían convertido en polvo amarillento y el invierno habría llegado, habría pasado y habría llegado de nuevo.
Dany se echó a reír. Le gustaba la fanfarronería de aquel tal Daario Naharis.
—Desenvainad la espada y prestadme juramento.
En un abrir y cerrar de ojos el arakh de Daario estuvo desenvainado. Su reverencia fue tan extravagante como todo en él, un amplio arco que le llevó la cara a la altura de los pies.
—Mi espada es vuestra. Mi vida es vuestra. Mi amor es vuestro. Mi sangre, mi cuerpo, mis canciones… todo está en vuestras manos. Viviré y moriré a vuestras órdenes, hermosa reina.
—Entonces —dijo Dany—, vivid y luchad por mí esta noche.
—No creo que sea buena idea, mi reina. —Ser Jorah clavó una mirada gélida en Daario—. Dejemos a éste aquí, bien vigilado, hasta que termine la batalla con nuestra victoria.
Dany lo pensó un momento, pero hizo un gesto de negación.
—Si pone de nuestra parte a los Cuervos de Tormenta, la sorpresa estará garantizada.
—Y si os traiciona, la habremos perdido.
Dany volvió a bajar la vista hacia el mercenario. Él le dedicó una sonrisa tan radiante que la hizo sonrojar y volver la cara.
—No me traicionará.
—¿Cómo lo sabéis?
—Me parece que eso es una prueba de su sinceridad —dijo señalando los pedazos de carne calcinada que los dragones estaban consumiendo pedacito a sangriento pedacito—. Daario Naharis, tened preparados a los Cuervos de Tormenta, listos para atacar la retaguardia yunkia cuando comience la batalla. ¿Podréis regresar sin problemas?
—Si me detienen, diré que he salido a patrullar y que no he visto nada.
El tyroshi se puso en pie, hizo una reverencia y salió. Ser Jorah Mormont se quedó en la tienda.
—Alteza —dijo con tono demasiado brusco—, habéis cometido un error. No sabemos nada de ese hombre…
—Sabemos que lucha bien.
—Querréis decir que sabemos que habla bien.
—Nos aporta a los Cuervos de Tormenta.
«Y tiene los ojos azules.»
—Quinientos mercenarios de dudosa lealtad.
—En momentos como éstos todas las lealtades son dudosas —le recordó Dany.
«Y yo voy a sufrir dos traiciones más, una por oro y otra por amor.»
—Daenerys, os triplico la edad —insistió Ser Jorah—. He visto lo falsos que son los hombres. Hay pocos dignos de confianza, y Daario Naharis no está entre ellos. Hasta el color de su barba es falso.
Aquello la enfureció.
—Mientras que vuestra barba es honesta y sincera, ¿verdad? ¿Eso es lo que estáis insinuando? ¿Que sois el único hombre en el que debería confiar?
—No he dicho semejante cosa. —Se puso rígido.
—Lo decís todos los días. Pyat Pree es un mentiroso, Xaro es un intrigante, Belwas un fanfarrón, Arstan un asesino… ¿creéis que sigo siendo una chiquilla virgen que no oye las palabras que hay tras las palabras?
—Alteza…
—Jamás he tenido un amigo mejor que vos —le cortó bruscamente Dany, encendida—, habéis sido para mí mejor hermano de lo que lo fue Viserys en toda su vida. Sois el primero de la Guardia de la Reina, el comandante de mi ejército, mi consejero más valorado, mi mano derecha… Os tengo en gran estima, os respeto y os aprecio… pero no os deseo, Jorah Mormont, y me estoy hartando de que intentéis apartar de mí al resto de los hombres para que tenga que depender de vos y sólo de vos. No lo conseguiréis y tampoco conseguiréis que así os quiera más.
Al principio Mormont se había puesto rojo, pero cuando Dany terminó volvía a estar pálido.
—Si mi reina lo ordena… —dijo cortante, frío.
—Vuestra reina lo ordena —dijo Dany. Echaba suficiente fuego por los dos—. Y ahora marchaos a encargaros de los Inmaculados, ser. Tenéis una batalla por delante.
Cuando hubo salido, Dany se dejó caer entre los cojines junto a los dragones. No había tenido intención de ser tan brusca con Ser Jorah, pero sus constantes sospechas habían terminado por despertar al dragón.
«Me perdonará —se dijo—. Soy su señora.» Dany empezaba a preguntarse si no se habría equivocado con respecto a Daario. De repente se sentía muy sola. Mirri Maz Duur le había prometido que jamás daría a luz un niño con vida. «La Casa Targaryen terminará conmigo.» Aquello la entristecía.
—Tenéis que ser mis hijos —le dijo a los dragones—. Mis tres hijos fieros. Arstan dice que los dragones viven más que las personas, así que seguiréis existiendo cuando yo haya muerto.
Drogon curvó el cuello para mordisquearle la mano. Tenía unos dientes muy afilados, pero cuando jugueteaba así jamás le arañaba la piel. Dany se echó a reír y lo sacudió adelante y atrás hasta que rugió y sacudió la cola como un látigo.
«La tiene más larga que ayer —advirtió—, y mañana será más larga todavía. Están creciendo muy deprisa, cuando sean adultos dispondré de alas.» A lomos de un dragón podría llevar a sus hombres a la batalla, como había hecho en Astapor, pero por el momento eran aún demasiado pequeños para cargar con su peso.
El campamento se quedó en silencio cuando pasó la medianoche. Dany permaneció en el pabellón con sus doncellas, mientras Arstan Barbablanca y Belwas el Fuerte montaban guardia. «Lo peor es la espera.» Estar sentada en la tienda, cruzada de brazos mientras la batalla tenía lugar sin ella, hacía que Dany volviera a sentirse como una niña.
Las horas se arrastraron a paso de tortuga. Dany estaba demasiado inquieta para dormir, ni siquiera la ayudó que Jhiqui le aliviara la tensión de los hombros. Missandei se ofreció a cantarle una nana del Pueblo Pacífico, pero Dany sacudió la cabeza.
—Haced venir a Arstan —ordenó.
El anciano llegó y la encontró arropada en su piel de hrakkar, cuyo olor rancio aún le recordaba a Drogo.
—No puedo conciliar el sueño mientras hay hombres que mueren por mí, Barbablanca —dijo—. Cuéntame más cosas de mi hermano Rhaegar. Me gustó la historia que me relataste en el barco, sobre cómo decidió hacerse guerrero.
—Su Alteza es muy amable.
—Viserys decía que nuestro hermano ganó muchos torneos.
—No me corresponde a mí negar las palabras de Su Alteza… —dijo Arstan inclinando la cabeza canosa con respeto.
—Pero… —lo interrumpió Dany—. Te ordeno que me cuentes la verdad.
—La destreza del príncipe Rhaegar era incuestionable, pero rara vez tomaba parte en las justas. No le gustó nunca la canción de las espadas tanto como a Robert o a Jaime Lannister. Era algo que tenía que hacer, una tarea que el mundo le imponía. Lo hacía bien, porque lo hacía bien todo. Estaba en su naturaleza. Pero no disfrutaba con ello. Se solía decir que le gustaba el arpa mucho más que la lanza.
—Pero algún torneo ganaría, ¿verdad? —dijo Dany, decepcionada.
—Cuando era joven, Su Alteza cabalgó de forma excepcional en un torneo en Bastión de Tormentas; derrotó a Lord Steffon Baratheon, a Lord Jason Mallister, a la Víbora Roja de Dorne y a un caballero misterioso que luego resultó ser el infame Simon Toyne, jefe de los forajidos del Bosque Real. Aquel día rompió doce lanzas contra Ser Arthur Dayne.
—Entonces, sería el campeón.
—No, Alteza. Tal honor correspondió a otro caballero de la Guardia Real, que desmontó al príncipe Rhaegar en la última justa.
—Bueno, ¿qué torneos ganó mi hermano? —Dany no quería oír cómo habían desmontado a Rhaegar.
El anciano titubeó.
—Ganó el torneo más importante de todos, Alteza.
—¿Cuál? —insistió Dany.
—El que organizó Lord Whent en Harrenhal, junto al Ojo de Dioses, el año de la falsa primavera. Fue un acontecimiento. Además de las justas, hubo un combate cuerpo a cuerpo a la antigua usanza, en la que lucharon siete equipos de caballeros, y también competiciones de tiro con arco y de lanzamiento de hachas, una carrera de caballos, un torneo de bardos, un espectáculo de cómicos, así como muchos festines y diversiones. Lord Whent era tan rico como generoso. Los espléndidos premios que anunció atrajeron a cientos de participantes. Hasta vuestro señor padre fue a Harrenhal, y eso que no había salido en muchos años de la Fortaleza Roja. Los más grandes señores y los campeones más fuertes de los Siete Reinos cabalgaron en aquel torneo, y el príncipe de Rocadragón los venció a todos.
—¡Pero ése fue el torneo en el que coronó reina del amor y la belleza a Lyanna Stark! —exclamó Dany—. La princesa Elia estaba presente, era su esposa, pero mi hermano entregó la corona a la Stark y luego se la arrebató a su desposado. ¿Cómo pudo hacer semejante cosa? ¿Es que la dorniana lo trataba muy mal?
—No me corresponde a mí decir qué había en el corazón de vuestro hermano, Alteza. La princesa Elia era una dama buena y gentil, aunque siempre estaba delicada de salud.
—Un día Viserys me dijo que había sido culpa mía —dijo Dany arrebujándose todavía más en la piel de león—, porque nací demasiado tarde. —Lo había negado de todo corazón, aún lo recordaba bien, hasta había llegado a decirle a Viserys que la culpa había sido suya por no nacer chica. El precio de tamaña insolencia fue una paliza terrible—. Me dijo que, si hubiera nacido cuando debía, Rhaegar se habría casado conmigo y no con Elia, y las cosas habrían sido diferentes. Si Rhaegar hubiera sido feliz con su esposa no habría buscado a la Stark.
—Es posible, Alteza. —Barbablanca hizo una pausa—. Pero no estoy seguro de que en la naturaleza de Rhaegar cupiera ser feliz.
—Lo describís como un amargado —protestó Dany.
—No, amargado no es la palabra. Tal vez… melancólico. Una nube de melancolía perseguía al príncipe Rhaegar, como una sensación de… —El anciano titubeó de nuevo.
—Hablad —lo apremió ella—. ¿Una sensación de qué?
—Tal vez de predestinación. Una predestinación funesta. Nació con dolor, mi reina, y todos los días de su vida pendió una sombra sobre él.
Viserys sólo le había hablado en una ocasión del nacimiento de Rhaegar. Tal vez lo entristecía hablar de eso.
—Lo que lo perseguía era la sombra del Refugio Estival, ¿verdad?
—Sí. Y pese a ello, era el lugar que más amaba el príncipe. Iba allí de cuando en cuando, con su arpa como toda compañía. Ni siquiera lo acompañaban los Caballeros de la Guardia Real. Le gustaba dormir en las ruinas de la sala principal, bajo la luna y las estrellas, y al regresar siempre traía una canción. Cuando uno le oía tocar el arpa de cuerdas de plata y cantar sobre ocasos, lágrimas y la muerte de reyes, tenía la sensación de que cantaba sobre sí mismo y sobre sus seres queridos.
—Y el Usurpador, ¿qué? ¿También cantaba canciones tristes?
—¿Robert? —Arstan soltó una risita—. A Robert le gustaban las canciones que lo hacían reír, cuanto más indecentes mejor. Sólo cantaba cuando estaba borracho, y eran canciones como «Un barril de cerveza», «Cincuenta toneles» o «El oso y la doncella». Robert era muy…
Los dragones alzaron las cabezas y rugieron al unísono.
—¡Son caballos!
Dany se puso en pie de un salto y se aferró a la piel de león. Oyó fuera la voz de Belwas el Fuerte que gritaba algo y más voces con el sonido de muchos caballos.
—Irri, ve a ver quién…
La cortina de la tienda se abrió y entró Ser Jorah Mormont. Estaba cubierto de polvo y salpicaduras de sangre, pero no había resultado herido. El caballero exiliado hincó una rodilla en tierra delante de Dany.
—Alteza, os traigo la victoria. Los Cuervos de Tormenta cambiaron de capa, los esclavos se dispersaron y los Segundos Hijos estaban demasiado borrachos para luchar, tal como vos dijisteis. Doscientos muertos, en su mayoría yunkai'i. Los esclavos tiraron las lanzas y huyeron y los mercenarios se rindieron. Hemos tomado varios miles de prisioneros.
—¿Y nuestras pérdidas?
—Una docena o menos.
Sólo entonces se permitió Dany una sonrisa.
—Levantaos, mi valiente oso. ¿Ha caído prisionero Grazdan? ¿O el Bastardo del Titán?
—Grazdan ha ido a Yunkai a transmitir vuestras condiciones. —Ser Jorah se puso en pie—. Mero huyó en cuanto se dio cuenta de que los Cuervos de Tormenta habían cambiado de capa. He enviado a varios hombres en su búsqueda, no se nos escapará.
—Muy bien —dijo Dany—. Perdonad a cualquiera que me jure fidelidad, ya sea mercenario o esclavo. Si se nos unen suficientes Segundos Hijos, conservad intacta la compañía.
Al día siguiente recorrieron las tres últimas leguas que los separaban de Yunkai. La ciudad era de adoquines amarillos, en vez de rojos; por lo demás, parecía una copia de Astapor, con los mismos muros a punto de desmoronarse, las mismas pirámides escalonadas y una arpía enorme sobre las puertas. La muralla y las torres estaban plagadas de hombres con hondas y ballestas. Ser Jorah y Gusano Gris desplegaron a sus hombres, Irri y Jhiqui levantaron la tienda, y Dany se sentó dentro a esperar.
La mañana del tercer día se abrieron las puertas de la ciudad, y empezó a salir una larga hilera de esclavos. Dany montó a lomos de la plata para recibirlos. Mientras pasaban, la pequeña Missandei les iba diciendo que debían su libertad a Daenerys de la Tormenta, la que no arde, Reina de los Siete Reinos de Poniente y Madre de Dragones.
—Mhysa! —le gritó un hombre de piel oscura.
Llevaba a una niña en brazos, una chiquitina que empezó a gritar la misma palabra con su vocecita aguda.
—Mhysa! Mhysa!
—¿Qué están gritando? —preguntó Dany a Missandei.
—Hablan en ghiscari, la antigua lengua pura. Lo que dicen significa «madre».
Dany sintió mariposas en el pecho. «Jamás daré a luz un hijo vivo», recordó. Le temblaba la mano cuando la alzó. Puede que sonriera. Debió de sonreír, porque el hombre sonrió a su vez.
—Mhysa! —volvió a gritar.
—Mhysa! —exclamaban otros, uniéndose al grito—. Mhysa!
Todos sonreían, estiraban los brazos para tocarla, se arrodillaban ante ella. «Maela» la llamaban algunos, y otros gritaban «Aelalla», «Qathei» o «Tato», pero en todos los idiomas significaba lo mismo.
«Madre. Me están llamando Madre.»
El cántico se elevó, creció y se extendió. Llegó a ser tan alto que asustó a su caballo, la yegua retrocedió, sacudió la cabeza y agitó la cola gris plateada. Llegó a ser tan alto que pareció que estremecía las murallas amarillas de Yunkai. Los esclavos seguían saliendo por las puertas y se iban uniendo al coro. Corrían todos hacia ella, se empujaban, tropezaban, querían tocarle la mano, acariciar las crines de la yegua, besarle los pies… Sus pobres jinetes de sangre no podían mantenerlos a todos a distancia y hasta Belwas el Fuerte gruñía impotente.
Ser Jorah le suplicó que se retirase, pero Dany recordó un sueño que había tenido en la Casa de los Eternos.
—No me harán daño —le dijo—. Son mis hijos, Jorah.
Se echó a reír, clavó los talones en los flancos del caballo y cabalgó hacia ellos, las campanillas de su pelo tintineaban con el sonido dulce de la victoria. Primero al trote, luego más deprisa, luego a galope tendido, con la trenza al viento tras ella. Los esclavos liberados le abrían paso.
—¡Madre! —le gritaban cien gargantas, mil gargantas, diez mil—. ¡Madre! —entonaban al tiempo que le intentaban acariciar las piernas al pasar—. ¡Madre! ¡Madre! ¡Madre!