JON

Férreo Emmett era un explorador larguirucho y desgarbado cuya fuerza, resistencia y habilidad con la espada eran el orgullo de Guardiaoriente. Jon siempre salía de las sesiones de entrenamiento agarrotado y magullado, y al día siguiente se despertaba con el cuerpo cubierto de moratones, que era exactamente lo que quería. Su destreza no mejoraría jamás entrenando con oponentes del nivel de Seda, Caballo o el propio Grenn.

Le gustaba pensar que la mayoría de los días daba tanto como recibía, pero no estaba siendo el caso en aquella ocasión. La noche anterior apenas había podido dormir; tras una hora de dar vueltas inquieto, dejó de intentarlo, se vistió y subió a la cima del Muro para ver salir el sol y seguir debatiéndose con la oferta de Stannis Baratheon. La falta de sueño se estaba cobrando su precio y Emmett lo obligaba a retroceder por el patio sin misericordia tajo tras tajo, y de cuando en cuando le asestaba de propina un golpe con el escudo. Jon tenía el brazo entumecido por el dolor de los impactos y la espada embotada de entrenamientos se le hacía cada vez más pesada.

Estaba a punto de bajar el arma y pedir un alto cuando Emmett hizo una finta baja y lo alcanzó por encima del escudo con un tajo terrible que acertó a Jon en la sien. Se tambaleó aturdido; tanto la cabeza como el yelmo le resonaban por la fuerza del impacto. Por un instante el mundo que se divisaba al otro lado de las hendiduras se convirtió en una mancha difusa.

Y entonces los años se borraron; volvía a estar una vez más en Invernalia y llevaba un jubón de cuero acolchado en lugar de coraza y cota de mallas. La espada que esgrimía era de madera, y el que se enfrentaba a él no era Férreo Emmett, sino Robb.

Se entrenaban juntos todas las mañanas desde que aprendieron a caminar; Nieve y Stark fintaban y esquivaban entre los edificios de Invernalia, gritaban, se reían y, a veces, si nadie los estaba mirando también lloraban. Cuando luchaban no eran niños pequeños, sino caballeros y héroes poderosos.

—¡Soy el príncipe Aemon, el Caballero Dragón! —gritaba Jon.

—¡Pues yo soy Florian el Bufón! —respondía Robb también a gritos.

—¡Soy el Joven Dragón! —proclamaba Robb en otras ocasiones.

—¡Y yo soy Ser Ryam Redwyne! —decía Jon.

Aquella mañana, él había sido el primero.

—¡Soy el señor de Invernalia! —exclamó como había hecho antes en cientos de ocasiones.

Pero aquella vez, aquella vez, la respuesta de Robb fue muy diferente.

—No puedes ser el señor de Invernalia porque eres bastardo. Mi señora madre dice que nunca serás el señor de Invernalia.

«Creía que se me había olvidado.» Notaba el sabor de la sangre en la boca por el golpe que había recibido.

Al final Halder y Caballo lo tuvieron que apartar de encima de Férreo Emmett uno por cada brazo. El explorador se sentó en el suelo aturdido, con el escudo casi hecho astillas, el visor del yelmo torcido y la espada a seis metros de distancia.

—¡Ya basta, Jon! —le estaba gritando Halder—. Está en el suelo, lo has desarmado. ¡Ya basta!

«No. No basta. Nunca bastará.» Jon soltó la espada.

—Lo siento mucho —susurró—. ¿Te he hecho daño, Emmett?

Férreo Emmett se quitó el yelmo abollado.

—¿Qué sueles entender cuando te gritan «me rindo», Lord Nieve? —Pero lo decía con tono amable. Emmett era un hombre agradable y le encantaba la música de las espadas—. Que el Guerrero me proteja —gimió—, ahora sé cómo se sintió Qhorin Mediamano.

Aquello ya fue demasiado. Jon se sacudió las manos de sus amigos y volvió a la armería a solas. Todavía le zumbaban los oídos del golpe que le había dado Emmett. Se sentó en el banco y se puso la cabeza entre las manos.

«¿Por qué estoy tan furioso? —se dijo. Pero era una pregunta idiota—. Señor de Invernalia. Podría ser el señor de Invernalia. Podría ser el heredero de mi padre.»

Pero no era el rostro de Lord Eddard el que veía en el aire ante él; era el de Lady Catelyn. Con aquellos ojos color azul oscuro y la boca siempre dura, siempre fría, en cierto modo era parecida a Stannis.

«Hierro —pensó—, pero quebradizo.» Lo estaba mirando como lo había mirado siempre en Invernalia cada vez que era mejor que Robb con la espada, con las cuentas o con casi cualquier cosa. «¿Quién eres? —parecía preguntarle aquella mirada—. Éste no es tu lugar. ¿Qué haces aquí?»

Sus amigos seguían en el patio de entrenamientos, pero Jon no se encontraba en condiciones de salir a enfrentarse a ellos. Abandonó la armería por la puerta trasera y bajó un tramo de peldaños de piedra para adentrarse en las gusaneras, la red de túneles subterráneos que entrelazaban las torres y torreones del castillo. El trayecto hasta la sala de los baños era corto, allí podría lavarse el sudor y relajarse en una bañera de piedra caliente. El calor le quitó en parte el dolor de los músculos y le hizo recordar los burbujeantes estanques de barro de Invernalia que llenaban de vapores el bosque de dioses.

«Invernalia —pensó—. Theon la destruyó, la quemó, pero yo la podría reconstruir.» Sin duda eso era lo que habría querido su padre, y también Robb. Jamás habrían permitido que el castillo quedara en ruinas.

«No puedes ser el señor de Invernalia porque eres bastardo», oyó decir de nuevo a Robb. Y los reyes de piedra le gruñían con sus gargantas de granito. «¿Qué haces aquí? Éste no es tu lugar.»

Cuando Jon cerró los ojos, vio el árbol corazón con aquellas ramas blancas, aquellas hojas rojas y aquel rostro solemne. Lord Eddard decía siempre que el arciano era el corazón de Invernalia… pero para salvar el castillo, Jon tendría que arrancar ese corazón de sus antiquísimas raíces y echarlo de comer al hambriento dios de fuego de la mujer roja.

«No tengo derecho —pensó—. Invernalia pertenece a los antiguos dioses.»

El sonido de unas voces que despertaban ecos en el techo abovedado lo llevó de vuelta al Castillo Negro.

—La verdad, no sé —iba diciendo un hombre con tono dubitativo—. Tal vez, si lo conociera mejor… Lord Stannis no ha hablado muy bien de él, eso os lo aseguro.

—¿Cuándo ha hablado muy bien de nadie Stannis Baratheon? —La voz inflexible de Ser Alliser era inconfundible—. Si permitimos que sea Stannis quien elija al Lord Comandante nos convertiremos en sus vasallos de hecho. Tywin Lannister no lo olvidará y sabemos muy bien que al final él va a ser el vencedor. Ya ha derrotado a Stannis una vez, en el Aguasnegras.

—Lord Tywin está a favor de Slynt —dijo Bowen Marsh con voz de preocupación—. Si quieres te enseño la carta, Othell. Dice que es «su leal amigo y servidor».

Jon Nieve se sentó bruscamente y los tres hombres se detuvieron de golpe al oír el chapoteo del agua.

—Mis señores —saludó con cortesía helada.

—¿Qué haces aquí, bastardo? —preguntó Thorne.

—Bañarme. Pero ya me voy, no quiero estropearos la conspiración.

Jon salió del agua, se secó, se vistió y los dejó a solas con sus tramas.

Una vez fuera se dio cuenta de que no tenía la menor idea de adónde ir. Pasó de largo de los restos de la Torre del Lord Comandante, donde hacía tiempo había salvado al Viejo Oso de un cadáver andante; pasó de largo del lugar donde Ygritte había muerto con aquella sonrisa triste en los labios; pasó de largo de la Torre del Rey donde había aguardado la llegada del Magnar y sus thenitas junto con Seda y Dick Follard el Sordo; pasó de largo de los restos chamuscados de la gran escalera de madera… La puerta interior estaba abierta, de manera que Jon bajó por el túnel y cruzó el Muro. Sentía el frío que lo rodeaba, el peso de todo aquel hielo sobre la cabeza. Pasó de largo del lugar donde Donal Noye y Mag el Poderoso habían luchado y muerto juntos, cruzó la nueva puerta exterior y salió a la fría luz del sol.

Sólo entonces se detuvo para tomar aliento y meditar. Othell Yarwyck no era hombre de convicciones fuertes excepto cuando se trataba de la madera, la piedra y el mortero. El Viejo Oso lo había sabido muy bien.

«Thorne y Marsh lo convencerán, Yarwyck apoyará a Lord Janos, y Lord Janos será el próximo Lord Comandante. ¿Qué me quedará a mí, si no es Invernalia?»

El viento soplaba contra el Muro y le agitaba la capa. Sentía cómo el hielo emanaba frío igual que una hoguera emana calor. Jon se subió la capucha y echó a andar otra vez. La tarde estaba avanzada, el sol empezaba a descender hacia el oeste. A cien metros de distancia se encontraba el campamento donde el rey Stannis había confinado a los prisioneros salvajes en un cerco de zanjas, estacas afiladas y vallas de madera muy altas. A su izquierda estaban los restos de las tres grandes hogueras donde los vencedores habían quemado los cadáveres de los del pueblo libre que habían caído junto al Muro, tanto los de los enormes gigantes como los de los menudos hombres Pies de Cuerno. El campo de batalla era todavía un erial desolado de hierba quemada y brea endurecida, pero el pueblo de Mance había dejado su rastro por todas partes: una piel desgarrada que tal vez fuera parte de una tienda, la maza de un gigante, la rueda de un carro, una lanza rota, un montón de excrementos de mamut… En las lindes del Bosque Encantado, donde se habían alzado las tiendas, Jon se sentó en el tocón de un roble.

«Ygritte quería que fuera un salvaje. Stannis quiere que sea el señor de Invernalia. Y yo, ¿qué quiero ser? —El sol se fue deslizando por el cielo para perderse detrás del Muro allí donde describía una curva entre las colinas del oeste. Jon contempló la inmensa mole de hielo que se iba tiñendo de los rojos y rosas del ocaso—. ¿Qué prefiero, que Lord Janos me ahorque por cambiacapas o renegar de mis votos, casarme con Val y convertirme en el señor de Invernalia?» Planteada así, la decisión parecía sencilla… aunque si Ygritte siguiera con vida había sido más sencilla todavía. A Val no la conocía de nada. Desde luego resultaba atractiva y había sido la hermana de la reina de Mance Rayder, pero aun así…

«Si quisiera su amor podría secuestrarla, tal vez me daría hijos. Tal vez algún día podría tener en brazos a un hijo de mi propia sangre. —Un hijo. Jon Nieve jamás se había atrevido a soñar con un hijo desde que tomó la decisión de pasar la vida en el Muro—. Podría ponerle el nombre de Robb. Val no querrá separarse del hijo de su hermana, podríamos tenerlo como pupilo en Invernalia, y también al hijo de Elí. Así Sam no tendría que mentir. Además, acogeremos a Elí, Sam podrá ir a verla una vez al año, o algo así. El hijo de Mance y el hijo de Craster crecerán como hermanos, igual que Robb y yo.»

Era lo que quería. Lo supo al instante. Lo quería más de lo que había querido nada en toda su vida.

«Siempre lo he querido —pensó con un aguijonazo de culpabilidad—. Que los dioses me perdonen.»

La punzada del hambre que sentía era aguda como una hoja de vidriagón. Un hambre abrumadora. Lo que necesitaba era comida, una presa, un ciervo pardo que apestara a miedo o un alce grande, orgulloso y desafiante. Necesitaba matar y llenarse la barriga de carne fresca y sangre caliente, oscura. Sólo con pensarlo la boca se le hacía agua.

Al principio no comprendió qué sucedía. Cuando lo entendió se puso en pie de un salto.

¿Fantasma?

Se volvió hacia el bosque y lo vio acercarse con sus pisadas silenciosas en la penumbra verde. El aliento le salía de las fauces abiertas en nubes cálidas y blancas.

¡Fantasma! —gritó, y el huargo echó a correr hacia él.

Estaba más flaco, pero también más grande, y el único ruido que hacía era el de las hojas secas cuando las aplastaba bajo las patas. Al llegar junto a Jon saltó sobre él y juntos se debatieron entre la hierba negra y las sombras alargadas que las estrellas empezaban a proyectar sobre ellos.

—Dioses, ¿dónde has estado? —preguntó Jon cuando Fantasma dejó de tironearle del brazo con los dientes—. Creía que habías muerto para mí, igual que Robb, igual que Ygritte, igual que todos. No volví a sentir tu presencia desde que subí por el Muro, ni siquiera en sueños.

El huargo no respondió, claro, se limitó a lamer el rostro de Jon con una lengua que era como una lija húmeda; sus ojos iluminados por la escasa luz brillaron como dos soles rojos.

«Ojos rojos —comprendió Jon—, pero no como los de Melisandre. —Tenía ojos de arciano—. Ojos rojos, boca roja y pelaje blanco. Sangre y hueso, como un árbol corazón. Pertenece a los antiguos dioses.» Y era el único blanco entre todos los lobos huargos. Eran seis los cachorros que Robb y él habían encontrado entre las nieves del verano tardío, cinco grises, negros y castaños para los cinco Stark, y uno blanco, blanco como la nieve.

Fue entonces cuando supo la respuesta.

Al pie del Muro los hombres de la reina habían encendido la hoguera nocturna. Vio a Melisandre salir del túnel al lado del rey para dirigir las plegarias que, según ella, mantendrían a raya la oscuridad.

—Vamos, Fantasma —dijo Jon al lobo—. Ven conmigo. Tienes hambre, lo sé. Lo noto.

Juntos corrieron hacia la puerta, dieron un rodeo para esquivar la hoguera en la que las llamas cada vez más altas arañaban el vientre oscuro de la noche.

La presencia de los hombres del rey era mucho más notable en los patios del Castillo Negro. Al paso de Jon se detuvieron boquiabiertos. Comprendió que ninguno de ellos había visto hasta entonces un huargo, y Fantasma doblaba en tamaño a los lobos comunes que merodeaban por sus bosques sureños. Mientras se encaminaba hacia la armería, Jon alzó la vista y vio a Val ante la ventana de su torre.

«Lo siento mucho —pensó—, no voy a ser yo quien te secuestre para sacarte de ahí.»

En el patio de entrenamientos se encontró con una docena de hombres del rey con antorchas y lanzas en las manos. Su sargento miró a Fantasma y frunció el ceño, al menos un par de sus hombres bajaron las lanzas hasta que intervino el caballero que estaba al mando.

—Llegas tarde para la cena —le dijo a Jon.

—En ese caso apartaos de mi camino, ser —replicó Jon; y lo obedeció.

Los sonidos le asaltaron antes de llegar al pie de las escaleras: voces alzadas, maldiciones, alguien que daba puñetazos en la mesa… Jon entró en la sala casi sin que nadie se diera cuenta. Sus hermanos ocupaban todos los bancos y las mesas, y había más de pie que sentados, todos gritaban y nadie comía. No había comida.

«¿Qué está pasando aquí?» Lord Janos chillaba algo acerca de cambiacapas y traición, Férreo Emmett estaba de pie sobre una mesa con la espada desenvainada, Hobb Tresdedos insultaba a un explorador de la Torre Sombría… Un hombre de Guardiaoriente aporreaba la mesa con el puño sin cesar para exigir silencio, pero lo único que conseguía era añadir más ruido a la cacofonía que retumbaba contra el techo abovedado.

Pyp fue el primero en ver a Jon. Cuando divisó a Fantasma sonrió, se llevó dos dedos a la boca y silbó como sólo podía silbar un muchacho criado entre cómicos. El sonido agudo sajó el clamor como una espada. Cuando Jon avanzó hacia la mesa fueron más los hermanos que lo vieron y cayeron en el silencio. El ruido fue reduciéndose a meros murmullos y luego ni eso, hasta que el único sonido que se oyó fue el roce de las botas de Jon sobre el suelo de piedra y el crepitar de los troncos en la chimenea.

Fue Ser Alliser Thorne el que rompió el silencio.

—Vaya, por lo visto el cambiacapas se ha decidido a honrarnos con su presencia.

Lord Janos tenía el rostro congestionado y le temblaban las manos.

—¡Es la fiera! —jadeó—. ¡Mirad! ¡Es la fiera que mató al Mediamano! Hay un warg entre nosotros, hermanos. ¡Es un warg! Este… este monstruo no puede ser nuestro líder. ¡Este monstruo no puede vivir!

Fantasma enseñó los dientes, pero Jon le puso una mano en la cabeza.

—Mi señor —pidió—, ¿os importaría contarme qué está pasando aquí?

Fue el maestre Aemon quien le respondió desde el otro extremo de la sala.

—Han propuesto tu nombre para el cargo de Lord Comandante, Jon.

—¿Quién? —dijo al tiempo que miraba a sus amigos. La sola idea era tan absurda que no pudo contener una sonrisa.

Sin duda era una de las bromas de Pyp. Pero el muchacho se encogió de hombros y Grenn sacudió la cabeza. Fue Edd Tollett el Penas quien se levantó.

—He sido yo. Ya sé, ya sé, es una canallada hacerle esto a un amigo, pero con tal de que no me toque a mí…

—Esto es… —Lord Janos estaba echando chispas—. Esto es una afrenta. Lo que tendríamos que hacer es ahorcar a este crío. ¡Sí! ¡Voto por que lo ahorquemos por warg y por cambiacapas, al lado de su amigo Mance Rayder! ¿Lord Comandante? ¡No lo pienso tolerar!

—¿Qué es eso de que tú no vas a tolerar qué? —preguntó Cotter Pyke levantándose—. Puede que a tus capas doradas los tuvieras bien entrenados para que te lamieran el culo, pero la capa que llevas ahora es negra.

—Cualquier hermano puede presentar un candidato para que lo consideremos, basta con que haya pronunciado los votos —aportó Ser Denys Mallister—. Tollett está en su derecho, mi señor.

Una docena de hombres empezaron a hablar a la vez, trataban de acallarse unos a otros, y pronto la sala volvió a ser un caos de gritos. En esta ocasión fue Ser Alliser Thorne quien se subió a la mesa de un salto y alzó las manos para pedir silencio.

—¡Hermanos! —exclamó—. ¡Así no vamos a conseguir nada! Propongo que votemos. Ese monarca que ha ocupado la Torre del Rey ha apostado a sus hombres ante todas las puertas para que no podamos comer ni salir de aquí hasta que no hayamos elegido al nuevo Lord Comandante. ¡Pues hagámoslo! Votaremos, y volveremos a votar, y si hace falta nos pasaremos así la noche hasta que terminemos… pero antes de depositar las fichas creo que el capitán de los constructores quería decirnos algo.

Othell Yarwyck se levantó despacio, con el ceño fruncido. El corpulento constructor se frotó la mandíbula prominente.

—Quiero retirarme de la elección. Si me hubierais querido, ya habéis tenido diez ocasiones para elegirme y no lo habéis hecho. O por lo menos, no lo habéis hecho tantos como era necesario. Iba a decir que los que estaban depositando mi ficha deberían elegir a Lord Janos…

—Lord Slynt es el mejor candidato… —asintió Ser Alliser.

—No había terminado, Alliser —se quejó Yarwyck—. Lord Slynt era comandante de la Guardia de la Ciudad en Desembarco del Rey, eso lo sabemos todos, y también que era el señor de Harrenhal…

—¡Pero si en su vida ha puesto los pies en Harrenhal! —gritó Cotter Pyke.

—Es verdad —replicó Yarwyck—. En fin, el caso es que ahora que estoy aquí hablando no recuerdo qué me hizo pensar que Slynt sería la mejor opción. Eso sería como darle una bofetada al rey Stannis y no veo de qué nos iba a servir. Puede que Nieve sea más apropiado. Lleva más tiempo en el Muro, es el sobrino de Ben Stark y sirvió como escudero al Viejo Oso. —Yarwyck se encogió de hombros—. Elegid a quien queráis mientras no sea a mí.

Se sentó. Jon vio que el rostro de Janos Slynt había pasado del rojo al púrpura; en cambio Alliser Thorne se había puesto pálido. El hombre de Guardiaoriente volvía a dar puñetazos en la mesa, pero esta vez lo que pedía a gritos era la olla. Algunos de sus amigos se unieron a la petición.

—¡La olla! —rugieron como un solo hombre—. ¡La olla, la olla, la olla!

La olla estaba en un rincón junto a la chimenea: era un caldero grande, barrigón, con dos asas enormes y una tapa muy pesada. El maestre Aemon dio una orden a Sam y a Clydas, que fueron a buscarla, la cogieron por las asas y la pusieron sobre la mesa. Unos cuantos hermanos habían empezado ya a formar una cola junto a los cubos de las diferentes fichas cuando Clydas levantó la tapa y estuvo a punto de dejársela caer sobre los pies. Un enorme cuervo salió repentinamente de la olla con un graznido brusco en medio de un remolino de plumas. Revoloteó hacia arriba, tal vez en busca de una viga en la que posarse o una ventana por la que escapar, pero en la bóveda no había ni una cosa ni la otra. El cuervo estaba atrapado. Graznó de nuevo y voló en torno a la estancia una vez, dos veces, tres veces… Fue entonces cuando Jon oyó el grito de Samwell Tarly.

—¡A ese pájaro lo conozco! ¡Es el cuervo de Lord Mormont!

El cuervo se posó sobre la mesa más cercana a Jon.

Nieve —graznó. Era un pájaro viejo, sucio y roñoso—. Nieve —dijo de nuevo—. Nieve, nieve, nieve.

Caminó hasta el extremo de la mesa, extendió de nuevo las alas y voló para posarse en el hombro de Jon.

Lord Janos Slynt se dejó caer sentado, pero la carcajada burlona de Ser Alliser retumbó por toda la estancia.

—Ser Cerdi nos toma a todos por idiotas, hermanos —dijo—. Ha sido él quien le ha enseñado el truquito al pajarraco. Todos los cuervos que tenemos dicen ahora lo mismo, «nieve», subid a las pajareras si no me creéis. En cambio el de Mormont sabía muchas más palabras.

El cuervo inclinó la cabeza a un lado y miró a Jon.

—¿Maíz? —dijo, esperanzado. Al no obtener ni maíz ni respuesta, lanzó otro graznido—. ¿Olla? ¿Olla? ¿Olla?

Lo que ocurrió a continuación fue un torrente de puntas de flecha, una inundación de puntas de flecha, suficientes puntas de flecha para enterrar las pocas piedras, conchas y escasas monedas de cobre que cayeron en la olla.

Cuando terminó el recuento, Jon se vio rodeado. Unos le daban palmadas en la espalda mientras otros hincaban la rodilla en tierra ante él como si fuera un señor de verdad. Seda, Owen el Bestia, Halder, Sapo, Bota de Sobra, Gigante, Mully, Ulmer del Bosque Real, Donnel Hill el Suave y otro medio centenar de hermanos formaron un corro en torno a él. Dywen entrechocó los dientes de madera.

—Los dioses se apiaden de nosotros, nuestro Lord Comandante todavía lleva pañales.

—Espero que esto no signifique que no te puedo dar una paliza de muerte la próxima vez que entrenemos, mi señor. —Férreo Emmett sonrió.

Hobb Tresdedos quería saber si seguiría compartiendo la mesa con todos los hombres o si querría que le sirvieran las comidas en sus habitaciones. Hasta Bowen Marsh se acercó para decirle que le gustaría seguir siendo Lord Mayordomo si así lo deseaba Lord Nieve.

—Lord Nieve —dijo Cotter Pyke—, como la cagues te arranco el hígado y me lo como crudo con cebollas.

Ser Denys Mallister fue más cortés.

—Lo que me pidió el joven Samwell fue muy duro —le confesó el anciano caballero—. Cuando salió elegido Lord Qorgyle me dije: «No importa, lleva en el Muro más tiempo que tú, ya llegará tu momento». Cuando se votó a Lord Mormont pensé: «Es fuerte y decidido, pero también anciano, puede que aún llegue tu momento». Pero tú eres casi un niño, Lord Nieve, y ahora tengo que volver a la Torre Sombría con la certeza de que mi momento no llegará jamás. —Esbozó una sonrisa cansada—. No hagas que lamente lo que he hecho. Tu tío era un gran hombre, igual que tu padre y el padre de tu padre. Espero que estés a su altura.

—Eso —dijo Cotter Pyke—. Puedes empezar por decirles a los hombres del rey que hemos terminado y que queremos cenar de una puta vez.

Cenar —graznó el cuervo—. Cenar, cenar.

Cuando se los informó de la elección, los hombres del rey se retiraron de la puerta y Hobb Tresdedos salió hacia la cocina con media docena de ayudantes para ir a buscar la comida. Jon no esperó a que volvieran. Salió al exterior y caminó sin saber si estaba soñando, con el cuervo en el hombro y Fantasma pisándole los talones. Pyp, Grenn y Sam iban tras él sin parar de charlar, pero casi no oyó ni una palabra hasta que Grenn se acercó para hablarle en susurros.

—Ha sido cosa de Sam.

—¡Ha sido cosa de Sam! —ratificó Pyp. El muchacho había cogido un odre de vino antes de salir, bebió un largo trago—. Sam, Sam, Sam el mago —entonó—, Sam el genio, Sam, Sam, el maravilloso Sam. ¡Ha sido cosa de Sam! Pero ¿cuándo te las arreglaste para meter el cuervo en la olla, Sam? Y por los siete infiernos, ¿cómo podías estar seguro de que iba a volar hacia Jon? Imagínate que va y se posa en el cabezón de Janos Slynt, menuda cagada.

—Yo no he tenido nada que ver con lo del pájaro —insistió Sam—. Por poco me meo encima cuando salió volando de la olla.

Jon se echó a reír, algo sorprendido de volver a oír una carcajada propia.

—Sois una panda de locos, por si no os habíais enterado.

—¿Nosotros? —dijo Pyp—. ¿Que nosotros estamos locos? Oye, que yo sepa aquí sólo hay uno que acabe de convertirse en el Lord Comandante número novecientos noventa y ocho de la Guardia de la Noche. Será mejor que bebas un poco de vino, Lord Jon. Vas a necesitar mucho, mucho vino.

De manera que Jon Nieve cogió el odre que le ofrecía y bebió un trago. Pero sólo uno. El Muro estaba en sus manos, la noche era oscura y tenía que enfrentarse a un rey.

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