Capítulo 9

Los cuervos tenían un problema recurrente que tenía que ver con las quejas del Comité de Clubes Nocturnos acerca de los vendedores de salchichas. La tarde anterior, los cuervos, en colaboración con la patrulla de la guardia nocturna, iniciaron la Operación Hot Dog.

Los oficiales de las patrullas de vigilancia vespertina y nocturna estaban demasiado ocupados y tenían demasiado poco personal como para lidiar con los vendedores, así que las cosas se les habían ido de las manos. En los bulevares de Hollywood y Sunset, donde proliferaban los clubes nocturnos -clubes cuya titularidad declarada cambiaba tanto como los manteles-, los vendedores latinos de salchichas frankfurt disponían sus carritos para captar a los clientes que iban y venían durante la madrugada. La noche de la Operación Hot Dog habían citado a más de cincuenta vendedores por venta callejera ilegal, y sus carritos habían sido confiscados. Ahora el aparcamiento de la comisaría estaba atestado de carros y de salchichas pudriéndose, y todo el mundo se preguntaba si la «redada de la salchicha» no habría sido un poco exagerada.

A Ronnie se la eximió de cualquier responsabilidad en la Operación Hot Dog y se le solicitó, a ella y a Bix Rumstead, que se reunieran con la unidad 6-A-97 al sudeste de Hollywood. El cuervo que generalmente se encargaba de las llamadas de ese vecindario se había tomado unas cortas vacaciones debido a la muerte de un familiar de su esposa. En la División de Hollywood no había muchos vecinos negros, el único que había establecido relación con algunos de ellos era el cuervo que estaba de vacaciones, un oficial negro.

La unidad 6-A-97 había respondido a una queja por unos carritos de la compra: había cinco carritos abandonados alrededor de una casucha de madera alquilada a una pareja de somalíes. Cuando Ronnie y Bix llegaron allí, el más viejo de los dos policías que los estaban esperando, saludó a Bix Rumstead con la cabeza.

– No pretendemos escaquearnos de ésta -dijo-, pero vosotros los cuervos os ocupáis de quejas por ruidos molestos y estas mierdas de «calidad de vida», ¿cierto?

– Y calidad de vida cubre una gran variedad de cosas -dijo Bix cansinamente-. ¿Cuál es el problema?

– La mujer que nos llamó dice que la gente que vive en esa pequeña casa es de Somalia, y que al marido no le gusta la gente negra, que por eso ella no puede hablar con ellos -dijo el policía.

– Pero los somalíes son también negros -dijo Bix.

– Sí, pero al tipo lo que no le gusta son los negros americanos. Por eso ella quiere que nosotros hablemos con él y le digamos que en este país uno no puede salir del aparcamiento del supermercado llevándose los carritos de la compra. De hecho, ella dice que los somalíes incluso le quitaron un carrito a su hijo adolescente cuando intentó llevarlo de vuelta al supermercado. Dice que el tipo simplemente no entiende el tema de los carritos de compra.

– ¿Y vosotros intentasteis hablar con el tipo? -preguntó Ronnie.

– No abre la puerta -dijo el policía-, Pero la mujer jura que está allí dentro. ¿Podéis haceros cargo? Nosotros tenemos verdaderos crímenes de los que ocuparnos.

«Ahí está otra vez», pensó Ronnie. Ellos eran auténticos policías, los cuervos eran otra cosa.

– Está bien -dijo Bix-. ¿Cómo se llama ella?

– Es la señora Farnsworth.

Era evidente que el policía estaba feliz de poder endilgarle aquello a los cuervos, porque los oficiales de patrulla pensaban que los cuervos nunca hacían una jornada de trabajo completa.

La señora Farnsworth era una corpulenta mujer de cabellos grises, alisados a lo Condoleeza Rice. Su chalet, que estaba al otro lado de la calle de los somalíes, tenía un jardín de geranios en el frente y estaba recién pintado. Invitó a los policías a pasar y les preguntó si querían una bebida fresca, pero ellos la rechazaron.

– Me gustaría poder manejar esto yo misma -les dijo-, pero ese hombre somalí es un malvado. Tiene una gran cicatriz en un lado de la cara y nunca sonríe. Su mujer es muy dulce. Converso con ella cuando pasa camino del mercado. Es como veinte años más joven que él, quizá más. Y una vez lo dejó. No la vi durante casi tres semanas pero no sé adonde fue. Luego, hace una semana, regresó.

– Haremos que recojan los carritos de compra -dijo Bix-. ¿Tiene idea de por qué sigue llevándoselos?

– Creo que simplemente está loco -dijo ella-. Una noche intenté pedirle que bajara la música y me gritó. Me llamó «negra». «¿Y qué crees que eres tú?», le dije. No contestó.

– ¿Hay alguna otra cosa que pueda decirnos de él? ¿Algo que le haga pensar que está loco?

– Hablé con su mujer un par de veces cuando hicieron una gran fiesta con algunos amigos somalíes, para Año Nuevo. Me contó que lo único que hacían era masticar una cosa llamada kaat, comer comida picante y apostar sin parar. Todos festejan su cumpleaños en Año Nuevo, por eso la fiesta duró tres días.

– ¿Por qué en Año Nuevo? -preguntó Ronnie.

– Son tan retrógrados que no saben cuándo han nacido. Eligen el año que quieren para los papeles de inmigración, y hacen que la fecha de su cumpleaños caiga en Año Nuevo para que sea fácil de recordar. Eso es lo que ella me contó. Son así de ignorantes. Y él tiene el descaro de llamarme «negra» precisamente a mí.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Ronnie.

– Ornar -dijo la señora Farnsworth-. Me he enterado de que todos se llaman Omar o Mohamed. No sé su apellido.

– ¿Está segura de que ahora está en casa? -preguntó Bix.

– Seguro que está -dijo-. Y ella también. Esa maldita música hace una hora era un estruendo y luego dejó de sonar, pero él no salió de la casa. Lo he estado observando. Simplemente no quiere hablar con la policía, eso es todo.

– Llamaremos y veremos si abre la puerta -dijo Bix-, Y telefonearemos a la tienda para que pasen a recoger los carritos.

– Una cosa puedo decirles -dijo la señora Farnsworth-: su mujer le tiene miedo. Eso puede verse. Me sorprendió que volviera con él, pero quizá no tenía dinero, ni ningún otro sitio adonde ir.

Cruzaron la calle y Ronnie llamó a la puerta de la casucha mientras Bix se paraba a un lado, intentando espiar por la ventana a través de una hendidura que había en lo que parecían ser cortinas de muselina. No hubo respuesta.

Golpeó más fuerte y dijo:

– Policía. Abran la puerta, por favor.

Podían escuchar claramente que dentro había movimiento, y entonces se oyó una voz que, con un acento extraño, dijo:

– ¿Qué es lo que quieren?

– Sólo queremos hablar un minuto con usted -dijo Ronnie.

La puerta se abrió y un hombre alto, de piel muy oscura y con huesos faciales esculpidos como a menudo se ve en el Cuerno de África abrió la puerta. Vestía sólo pantalones negros y unas zapatillas deportivas, y tenía un aspecto inconfundible en virtud de la pálida cicatriz que le atravesaba la mandíbula derecha y que iba desde la raíz del pelo hasta la garganta.

– Hemos recibido quejas por el volumen de la música y por los carritos de supermercado que hay en su jardín. ¿Sabe usted que va contra la ley llevarse los carritos de la compra? Eso es robo.

– Los devolveré -dijo él con una voz profunda que le salía desde muy adentro.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Ronnie.

– Omar -dijo él.

– ¿Y el apellido?

– Omar Hasan Benawi.

– ¿Por qué coge tantos carritos, señor Benawi? -preguntó Bix.

El hombre miró fijamente a los dos policías durante un momento y dijo:

– Si me roban un carro, tengo más.

– ¿Quién quiere robarle los carros? -preguntó Bix.

– Ellos -dijo él, sin explayarse, pero mirando vagamente a la distancia.

– ¿Su mujer está en casa? -preguntó Bix.

– Sí -dijo él.

– Déjenos hablar con ella. Ahora, por favor -dijo Ronnie.

El somalí se dio la vuelta y murmuró algo, y entonces apareció en la puerta una mujer joven y huesuda, que llevaba un pañuelo marrón en la cabeza, un vestido de algodón rosa y sandalias. No era de piel tan oscura como su marido, pero como él, tenía los rasgos afilados y definidos y grandes ojos aterciopelados.

– ¿Habla inglés? -le preguntó Ronnie.

Ella asintió, mirando de reojo a su marido, que tenía el ceño fruncido.

– ¿Ha oído lo que le dijimos a su marido?

– Sí -dijo ella-. Lo he oído.

– ¿Entiende usted que no puede poner la música alta por la noche, y que no puede traerse los carritos del mercado a casa?

– Sí -dijo ella, mirando otra vez a su marido.

– ¿Está usted bien? -preguntó Bix Rumstead.

– Sí -dijo ella.

– Me gustaría hablar con usted acerca de los carritos de compra. ¿Puede salir fuera, por favor? -dijo Ronnie.

La joven miró a su marido, que al principio dudó pero finalmente movió la cabeza en señal de aprobación. Su mujer salió al pórtico y siguió a Ronnie hasta el patio delantero, donde Ronnie le dio la vuelta a un carrito que estaba boca abajo.

Luego, con voz calmada, mientras Bix mantenía al marido ocupado pidiéndole el nombre, el número de teléfono y otros datos, Ronnie le dijo a la mujer:

– ¿Le sucede algo malo a su marido? -Ronnie se señaló la cabeza y añadió-: ¿Aquí?

La mujer lanzó una mirada hacia la casa y dijo:

– No.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Ronnie.

– Saña -dijo la joven.

– No tenga miedo de decirme la verdad, Saña -dijo Ronnie-. ¿La ha lastimado él de alguna manera? Si lo ha hecho, podemos llevarla a un refugio donde estará a salvo.

– No, estoy bien -dijo Saña.

– Y su marido -dijo Ronnie-, ¿está bien? ¿De aquí? -y volvió a señalarse la cabeza.

– Él está bien -dijo Saña con la mirada baja.

– ¿Tiene trabajo? -preguntó Ronnie.

– No, ahora no -dijo Saña-. Busca trabajo. Yo también busco trabajo. Limpio casas.

– ¿Cuántos años tiene usted? -preguntó Ronnie.

– Veintiuno -dijo ella-. Creo.

– ¿De verdad quiere quedarse con su marido? -preguntó Ronnie-, ¿Es amable con usted?

– Me quedo -dijo la joven, ahora mirando a Ronnie-, Mi padre me entregó a Ornar. Me quedo.

Bix dejó al somalí en el pórtico y luego se acercó a Ronnie y a Safia.

– No tiene que quedarse con él -dijo en voz baja, i Hablando despacio y articulando cuidadosamente, Ronnie le dijo:

– Ahora está en Estados Unidos, y usted es una mujer libre. ¿Le gustaría recoger sus cosas y venirse con nosotros? Hay personas que pueden ayudarla.

– ¡No, no! -dijo la mujer enfáticamente-. Me quedo.

Ronnie colocó una de sus tarjetas en la mano de la joven, apretándola entre sus dedos, y le dijo:

– Llame si necesita ayuda, ¿de acuerdo?

La mujer ocultó la tarjeta bajo su manga y asintió.

Bix Rumstead regresó a ver a la señora Farnsworth y le dio una de sus tarjetas, donde además apuntó su número de móvil particular, en el reverso.

– Si sospecha que allí está sucediendo algo realmente malo, quiero que me llame. Puede localizarme en este número a cualquier hora.

Y así acabó la cosa. Bix y Ronnie pasaron por el supermercado, que estaba a dos calles, y notificaron al muchacho encargado de recoger los carritos de compra abandonados en el vecindario que en el patio de la casa de Ornar había un botín gordo. Y luego se fueron a atender sus asuntos, con la esperanza de que aquello fuera lo último que supieran de Ornar Hasan Benawi.

Media hora más tarde, mientras iban en el coche hacia Hollywood Sur, Bix Rumstead dijo:

– Tengo un muy mal presentimiento con esa pareja somalí.

– Yo también -dijo Ronnie.


Al atardecer se desató una extraña tormenta de verano en la ciudad de Los Ángeles. Cayó con furia durante veinte minutos, luego paró, y sobre Hollywood Hills apareció un arcoiris gigantesco. Los vecinos dijeron que había sido un momento mágico. Gracias a esa lluvia se produjo una escena increíble que sería recordada en años venideros como parte de la mitología del LAPD. Sucedió momentos después de que la guardia nocturna saliera a las calles, y los policías surfistas estaban allí para verlo.

El Equipo de Impacto de Bandas, llamado EIB, había acordado con el jefe de la guardia que usarían dos de los coches de la guardia nocturna y dos de la vespertina en un ataque sorpresa a la banda de la calle Dieciocho. Entre los detectives de Hollywood, el EIB tenía el porcentaje más alto de delitos en archivo y disfrutaba deteniendo a los miembros de las pandillas callejeras, pero tenían la moral baja desde que el juez de distrito que supervisaba el decreto federal de consentimiento resolvió que los seiscientos oficiales del LAPD que estaban asignados a las unidades de Bandas y de Narcóticos debían poner a disposición de la justicia sus declaraciones de bienes como parte de la cruzada anticorrupción. Sin embargo, puesto que esa información podía ser requerida judicialmente, la información bancaria de un policía, su número de seguridad social y muchos otros datos podían acabar en manos de los abogados de los gánsteres callejeros. Los policías amenazaban con abandonar sus tareas antes de permitir que eso sucediera, y su asociación, la Liga Protectora de la Policía de Los Ángeles, estaba librando una batalla para defenderlos. Era otra de las muchas escaramuzas burocráticas de los años sombríos y opresivos del decreto federal de consentimiento.

El EIB había sido informado de que los miembros de la pandilla de la calle Dieciocho iban a ir hacia el sudeste de Los Ángeles en sus coches trucados para ayudar a otra banda de hispanos a aplicar justicia callejera a unos gánsteres negros, sospechosos de matar a un latino. Más de la mitad de los homicidios cometidos en Los Ángeles el año anterior estaban relacionados con bandas callejeras. El informante les había indicado que los muchachos de la calle Dieciocho estarían esperando junto a una verja de metal que estaba al lado de un bloque de pisos en el sudeste de Hollywood, donde vivían la mayoría de ellos. Cuando llegó la policía, había once muchachos encaramados a la verja, o recostados en la parte que había sido arrancada de los postes y enrollada en una maraña de cable de acero. A una señal acordada previamente, que se transmitió por la frecuencia de la policía, las unidades de patrulla se abalanzaron hacia el lugar guiadas por dos equipos de policías de Hollywood especialistas en bandas callejeras.

Ninguno de los muchachotes pareció especialmente perturbado, y nadie corrió. Los que estaban fumando siguieron fumando. Ninguno intentó deshacerse del crack ni del cristal. Siguieron charlando entre ellos como si los policías estuviesen montando un espectáculo para ellos. No se los puso de bruces contra el suelo, porque la lluvia había formado charcos profundos debajo y alrededor de la verja, así que las órdenes habituales se modificaron un poco:

– ¡Daos la vuelta contra la verja!

– ¡Manos detrás de la cabeza!

– ¡No os mováis ni habléis!

Luego los policías empezaron a cachear a los chavales, y los colocaron a un lado para identificarlos. Cogieron a varios miembros de la banda y se los llevaron a los coches para hablar con ellos en privado, pero el balance general de la situación fue frustrante. Llegaron a la conclusión de que había habido algún chivatazo, y que la banda estaba esperándolos. Los policías estaban enfadados y avergonzados.

Durante los primeros veinte minutos del episodio, cuando algunos de ellos ya se habían repuesto, un pandillero vestido a lo rapero, con una camiseta holgada y unos pantalones caquis, y con la cara tatuada como era frecuente, con telarañas y lágrimas, se volvió hacia sus compañeros y sonrió burlonamente, exhibiendo con orgullo dos dientes de oro. Como muchos otros, tenía un pañuelo rojo y blanco enroscado en la cabeza, que llevaba afeitada.

– Hey, tú, esto no está bien -le dijo a uno de los policías hispanos, que ya lo había arrestado antes.

– ¿Qué es lo que no está bien? -dijo el policía.

– Sólo estamos pasando el rato, tío. No hemos infringido ninguna ley.

– Nunca te acusaría de quebrantar la ley, hermano.

Los pandilleros se sonreían unos a otros, y los policías estuvieron seguros de que de alguna manera habían previsto la redada.

Flotsam, que no estaba nada sorprendido, le dijo a Jetsam:

– Tío, ¿alguna vez has oído que un policía pueda guardar un secreto?

– Lo mismo podría habérselo contado a Access Hollywood -coincido Jetsam-. ¿Quieres que se sepa? Pues cuéntaselo a un policía.

Los policías surfistas estaban esperando a que la unidad de bandas les diese la aprobación para despejar la zona, cuando llegó un policía en una motocicleta. No se trataba de un poli cualquiera sino del oficial Francis Xavier Mulroney, un gigantesco y rudo veterano de la vieja escuela, que todavía usaba gafas de aviador y guantes de piel negra. Llevaba treinta y siete años en el LAPD, y treinta en la motocicleta. Generalmente estaba asignado a la jurisdicción de Hollywood, donde su mote, «FX», parecía muy apropiado. Se bajó de la moto y caminó con sus botas por encima de los charcos, salpicando a todos los policías que no se apartaron de si¡ camino.

Con su casco, esas botas tan peculiares, su barriga y las gafas, a Jetsam le pareció idéntico al tipo que hacía del general Patton en aquella vieja película sobre la Segunda Guerra Mundial. De hecho, hasta hablaba como él, con voz como de ultratumba.

– ¿De qué mierda va esta asamblea? -le dijo a uno de los dos policías hispanos, al que tenía más cerca.

El policía se encogió de hombros y dijo:

– Parece que de casi nada.

– ¿Por qué estos vatos no están con la puta cara contra el agua, en vez de estar parados por ahí riéndose como niñas tontas? ¿Qué pasa, no ponéis a estos cabezas de pañuelo contra el suelo cuando está mojado? -dijo el policía motorista.

El policía de la unidad de bandas sonrió amablemente y dijo:

– Recibido, FX. Ya quisiera yo poder seguir haciendo las cosas como en los viejos tiempos.

Aludiendo a la manifestación que se había celebrado el 1 de mayo en el Parque McArthur, y que había recibido muchas críticas a nivel nacional cuando el LAPD reprimió a manifestantes y periodistas, FX Mulroney hizo un gesto de desdén y dijo:

– Ya estamos de nuevo como en el i de mayo. Otra vez con eso de «oh, por Dios, no vayamos a maltratar a la gente». ¡Vaya mierda! ¡La hermana María Ignacia nos hacía una puesta a punto en la puta escuela primaria que era mucho peor!

– Recibido -dijo pacientemente el policía de bandas.

– Por eso cuando me retire el año que viene voy a montarme con la moto en el montacargas del Parker Center, subiré hasta el sexto piso y la dejaré frente a la puerta del despacho del jefe. Con un letrero dirigido a los pesos pesados del LAPD, a la comisión de policía y al alcalde. Un letrero que diga: «Ponte esta preciosidad entre las piernas porque no tienes nada más ahí». Eso es lo que voy a hacer.

Evidentemente nadie dudaba de su palabra. Entonces uno de los policías de la guardia vespertina se volvió hacia su coche para dejar su pistola de balas de goma, y el viejo motorista resopló y dijo:

– Balas de goma. Cuando entré en el cuerpo, las balas de goma las usaban los niños pequeños para arrojárselas a los payasos de papel recortado. En eso han convertido al LAPD, ¡en una pandilla de payasos!

– Recibido también -dijo con un suspiro el policía de bandas-. Te oímos bien, FX. Fuerte y claro.

Ahora que FX Mulroney había entrado en escena, los demás policías estaban aún más ansiosos por marcharse de allí. Pero los chavales encaramados y recostados contra la verja miraban con mal gesto al viejo motorista. De hecho, unos pocos llegaron incluso a reírse de él. Y entonces ocurrió el desastre.

El chaval de los dientes de oro hizo un comentario a sus compañeros en un susurro que parecía de teatro, es decir, lo suficientemente alto como para que FX lo escuchase:

– Es tan viejo que debería ponerle ruedecitas a su moto.

Todos los miembros de la banda de la calle Dieciocho se rieron a carcajadas.

El policía motorista dio tres enormes zancadas con aquellas relucientes botas negras suyas y se acercó al policía de la guardia que estaba de pie junto al maletero abierto de su coche, donde se disponía a guardar su pistola de balas de goma.

– Préstame esto un momento -dijo FX, y cogió el arma paralizadora del cinturón del policía.

– ¡Hey! -dijo el policía-. ¿Qué crees que estás haciendo?

– Nosotros solamente podíamos llevar estos enormes taser de mierda en las alforjas de la moto. Éste es el nuevo modelo, ¿no?

– ¿Qué haces? -repitió el policía.

Entonces el viejo motorista le enseñó al joven policía lo que estaba haciendo.

– Hermano -le dijo al chaval del diente de oro, y a todos los otros muchachotes alimentados gracias a los cupones de beneficencia, pero que sin embargo llevaban Adidas de doscientos dólares-, nunca guardes un artefacto eléctrico cerca de la bañera. Y nunca jamás te pares sobre un charco de lluvia y luego te reclines sobre una verja de metal. Podría caerte un rayo.

Acto seguido disparó un dardo que estaba unido al arma por un cable de cobre, dándole justo a la maraña de acero de la verja.

Cuando el anzuelo se enganchó en el acero mojado, resonó una descarga de cincuenta mil voltios y se produjo un destello azul, como en el laboratorio del doctor Frankenstein. Los policías contemplaron azorados cómo los chavales comenzaban a temblar marcando el baile del taser.

Dos se cayeron de la verja y tres de los que estaban recostados cayeron de espaldas en los charcos de lluvia. Los demás dieron un brinco después de experimentar el shock, en buena parte imaginario, y todos empezaron a gritar y a insultar.

– ¡El cabrón me ha electrocutado!

– ¡Voy a demandarte!

– ¡Todos vosotros sois testigos!

– ¡El culo me quema!

FX Mulroney se unió al coro, gritando a viva voz:

– ¡Pero si sólo estaba haciendo una prueba! ¡Mala suerte!

– ¡Pinche policía! -aulló el dientes de oro-. ¡Quería electrocutarnos! ¡Vosotros lo visteis!

– ¡Mi abogado! -gritó un chaval-. ¡Llamaré a mi abogado!

Flotsam y Jetsam contemplaron cómo el oficial Francis X. Mulroney extendía sus brazos, miraba hacia el cielo oscurecido y gritaba:

– ¡Dios sabe que soy inocente! ¡Hasta a Bill Clinton se le escapó una descarga prematura!

– ¡Voy a demandarte, cabrón! -gritó el dientes de oro.

Entonces FX Mulroney inclinó la cabeza y murmuró:

– Ah, el horror. ¡El horror!

– FX siempre se pasa un poco. Es algo… en fin… dramático -le susurró Flotsam a Jetsam.

– En Hollywood todo el mundo es actor.

Tanto dramatismo hizo que Flotsam y Jetsam empezaran a caminar tranquilamente hacia su tienda. Arrancaron y se marcharon sin que nadie lo notara.

La mayor parte de los uniformados de azul estaba haciendo lo mismo, pero un policía cogió a Diente de Oro, lo apartó y le dijo:

– Hermano, creo que es mejor que te olvides de este… accidente.

– ¿Accidente? ¡Y una mierda! -dijo el muchacho.

– ¿Te imaginas lo que sucederá si esto llega a saberse? Ese motorista chiflado puede retirarse cuando quiera. No puedes hacerle daño. Pero todo el mundo se va a reír como loco. De ti, tío. De todos tus colegas. Los del MS-13 se reirán. Los de White Fence se reirán. El Eme se reirá. Y se reirán todos los Crips y los Bloods del sudeste de Los Ángeles que le han hecho daño a tu gente, ellos los que más. ¡Vas a oír risas hasta cuando estés durmiendo!

Diente de Oro se lo pensó mejor y consultó con sus muchachos durante un par de minutos. Cuando regresó, dijo:, -Está bien, pero no queremos que nadie se entere de esto, ¿vale? Todos tus policías tienen que mantener la boca cerrada.

– Si hay algo que los policías saben hacer es guardar un secreto -respondió el policía.


Cuando estaban ya a dos calles del sitio, Flotsam dijo:

– Tío, ¿te das cuenta de que hemos sido testigos de un hecho fundamental en la historia de Hollywood? ¡Ese veterano acaba de bajar a una tropa entera de un solo disparo!

– No hemos visto nada, colega -dijo Jetsam-. Ya nos habíamos ido cuando se estaba escribiendo la historia. -Y después de una pausa, añadió-: Cuando esté listo para retirarse, ¿crees realmente que ese viejo motorista chiflado llevará la moto hasta el despacho del jefe y la dejará allí con un letrero?

– ¿Qué motorista? -respondió Flotsam.

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