Capítulo 1

– Tío, es mejor que sueltes ese cuchillo largo -dijo el policía alto y bronceado. En la comisaría Hollywood le llamaban «Flotsam», por su afición al surf.

Su compañero, más bajo de estatura, también muy moreno, con el pelo todavía más rubio, con mechas incluso más sospechosas, y conocido como «Jetsam» por la misma afición, dijo en voz baja:

– Eso no es un cuchillo, colega. Es una bayoneta, por si no ves bien. «Me gustaría saber por qué no trajiste un taser o una pistola de balas de goma de la sala donde se guarda el equipo.» Eso es lo que van a preguntarnos en la oficina del fiscal y en la FID si tenemos que cargárnoslo. Ya sabes, eso de «¿Por qué no utilizasteis la fuerza menor, agentes?», o «¿Por qué tuvisteis que joder a ese indio cuando podríais haberlo capturado vivo?». Eso es lo que van a decir.

– Pensé que ya lo habías hecho tú, y que las habías puesto en la caja. Tú fuiste al cuarto donde están esas cosas.

– No, fui al váter. Y tú estabas demasiado ocupado comiéndote a Ronnie con los ojos como para saber en qué andaba yo -dijo Jetsam-. Tu cabeza estaba en otra parte. Tienes que mantener tu mente en el trabajo, colega.

Todos los que hacían guardia nocturna en la comisaría Hollywood sabían que Jetsam estaba colado por la agente Verónica Sinclair, «Ronnie», y que se molestaba mucho cuando Flotsam o cualquier otro coqueteaba con ella.

Flotsam susurró, refiriéndose a la sección 5150 del Código de Bienestar e Instituciones que los policías utilizaban para describir un caso de enfermedad mental:

– Puede que este cincuenta y uno cincuenta esté jodido por la PCP, así que tampoco un toser funcionaría. Éste aplastaría esos dardos como King Kong aplastaba aviones, de modo que cálmate. Ni siquiera está mirándonos mal. Puede que sólo esté pensando que es una estatua de ésas, un indio de madera, o algo así.

– O quizás estemos compitiendo con un montón de voces distintas que también oye, y que todavía lo asustan más -observó Jetsam-. Tal vez sólo somos ecos.

No habían conseguido nada gritándole las órdenes de rutina; el indio permanecía inmóvil: un hombre encorvado que rondaba los cuarenta, tan sólo diez años mayor que ellos pero con el rostro demacrado, golpeado por la vida. Así que mientras esperaban que llegasen los refuerzos que habían pedido, comenzaron a hablarle en un tono más suave, apenas audible en aquel callejón oscuro, entre el ruido del tráfico de Melrose Avenue. Hasta allí le había perseguido y acorralado el 6-X-46, a pocas calles de los estudios Paramount, desde donde habían recibido el aviso de un código 2.

El indio había roto el escaparate de una tienda para robar un vestido dorado de talla extra-grande con el bajo en picos y otro rojo y talle de princesa. Se había encajado como había podido el vestido rojo y había ido hasta la puerta principal de la Paramount, donde comenzó a recitar, quizá proféticamente, un galimatías incomprensible y luego se lanzó con el Rock de la cárcel, para acto seguido pedir al estupefacto guardia de seguridad que había llamado al 911 que lo dejara pasar.

– Estas miniluces nuevas no sirven para una mierda -dijo Jetsam, refiriéndose a las pequeñas linternas que el Departamento había comprado y repartido entre los agentes desde que todo el mundo había visto el vídeo de un arresto en el que un agente golpeaba a un sospechoso negro con una gran linterna de aluminio, lo que había causado un gran revuelo en los medios y la Junta Directiva y había acabado con el despido del agente latino.

Tras el suceso habían comprado y entregado a los nuevos agentes unas linternas más pequeñas que no podían causar ningún daño a sospechosos hostiles, a no ser que se las comiesen. Todo iba bien con la Junta y con los críticos de la policía, excepto que las luces, de alta intensidad, propiciaban que en las mangas de los trajes de goma se prendiera fuego, y por poco incineraron a unos cuantos novatos antes de que el Departamento las confiscara y mandara comprar las nuevas, más pequeñas aún, que pesaban menos de trescientos gramos.

– Es una suerte que los policías apliquemos el método de las linternas en lugar de golpear a esta chusma con una pistola, porque si no ahora todos andaríamos con derringers de dos balas.

La linterna de Flotsam pareció iluminar mejor al indio, que permanecía de pie con los ojos en blanco, mirando hacia el cielo cubierto de smog, y de espaldas a la pared llena de pintadas de una tienda vietnamita cuyos dueños eran en realidad iraníes.

Probablemente el indio había elegido el vestido rojo porque hacía juego con sus chanclas. El vestido dorado yacía arrugado en el asfalto, bajo sus pies mugrientos, junto a los pantalones cortos que llevaba cuando cometió el atraco.

Hasta entonces el indio no les había amenazado de ninguna forma. Simplemente se quedaba allí, de pie como una estatua, con la respiración entrecortada y sosteniendo la bayoneta contra el muslo izquierdo, que quedaba totalmente al descubierto porque había cortado la abertura del vestido rojo por encima de su cadera, ya fuera para tener más capacidad de movimiento o para verse más provocativo.

– Tío -le dijo Flotsam, sosteniendo su glock de 9 mm justo delante de la linterna, para que el indio pudiera ver que le estaba apuntando directamente-, me doy cuenta de que estás colocado. Yo diría que has estado metiéndote cristales de metanfetamina, ¿cierto? Y tal vez sólo querías que te hicieran una audición en la Paramount y no tenías ningún vestido bonito que ponerte. También puedo entender eso. Estoy dispuesto a culpar a Oscar de la Renta o a quienquiera que haga esas malditas cosas tan atractivas. Pero ahora vas a tener que soltar ese cuchillo largo, o muy pronto te van a estar dibujando con tiza en este callejón.

Jetsam, cuya pistola también apuntaba al indio con coleta, susurró a su compañero:

– ¿Por qué sigues hablándole a este zombi de un «cuchillo largo» en lugar de llamarle bayoneta?

– Es un indio -le contestó también en voz baja Flotsam-. Ellos siempre dicen «cuchillo largo» en las películas.

– ¡Eso lo dicen para referirse a nosotros, los hombres blancos! -dijo Jetsam-. ¡Nosotros somos los putos «cuchillos largos»!

– Como sea -dijo Flotsam-. ¿Y dónde están nuestros refuerzos? A esta hora ya podrían haber llegado incluso si vinieran en patinete.

Flotsam intentó sacar el spray de pimienta de su cinturón, y Jetsam dijo:

– Deja eso, colega. El «Jesús líquido» no va a funcionar con un monstruo colocado de metanfetamina. Sólo funciona con policías, lo que tú mismo demostraste cuando me rociaste a mí con esa cosa en lugar de echársela al simio alimentado de anabolizantes con el que yo estaba bailando la danza de los muertos.

– ¿Aún sigues molesto por eso? -dijo Flotsam, recordando cómo Jetsam se había retorcido de dolor después de recibir en plena cara la descarga de aerosol mientras ellos y otros cuatro policías asediaban al gigantesco culturista, que estaba paranoico por haber mezclado drogas recreativas con esteroides-. Mala suerte, tronco. Joder, eres más rencoroso que mi ex mujer.

Frustrado, Jetsam le dijo suavemente al indio:

– Colega, estoy empezando a pensar que estás jugando con nosotros. Así que, o sueltas la bayoneta ahora mismo, o esto va a acabar con el hombre de las medicinas sacudiendo garras de pollo sobre tus putas cenizas.

Siguiéndole la corriente, Jetsam dio un paso adelante y apuntó al rostro del indio -lleno de pústulas y bañado en sudor por efecto del calor de la noche-, que seguía con los ojos en blanco y cuyos rasgos se deformaban extrañamente a la luz de la linterna, y le dijo, también en tono calmado:

– Tío, se te terminan los cartuchos. Esto se ha acabado.

Jetsam guardó su linterna en su bolsillo SAP -ahora, con la tecnología SAP, los bolsillos para teléfonos móviles se han vuelto parte del equipo del Departamento de Policía de Los Ángeles-, sostuvo la pistola con ambas manos, y le dijo al indio:

– Feliz aterrizaje, hermano. Que disfrutes de tu mugrienta siesta.

Con eso bastó. El indio dejó caer la bayoneta y Flotsam dijo:

– ¡Ponte de cara a la pared y entrelaza las manos por detrás de la cabeza!

El indio se dio la vuelta, pero obviamente no entendió la palabra «entrelaza». Cruzó los dedos índice y corazón de ambas manos y se las llevó detrás de la cabeza.

– ¡No, tío! -dijo Flotsam-. ¡No te he dicho que pidas un deseo, por el amor de Dios!

– ¡Déjalo! -dijo Jetsam, bajándole las manos al indio y esposándoselas por detrás de la espalda.

El hombre por fin habló:

– ¿Tenéis algo dulce que me podáis vender? Os daré cinco dólares por un caramelo.

Mientras Jetsam lo conducía hacia el coche, el prisionero dijo:

– Diez. Te daré diez dólares. Te pagaré cuando salga de la cárcel.

Se detuvieron en una tienda para comprarle al indio drogado y falto de azúcar sus caramelos, y luego lo llevaron a la comisaría Hollywood para interrogarlo. Lo sentaron en la sala de interrogatorios con una sola mano esposada a una silla, para que pudiera comérselos. El detective segundo -D2- de la guardia nocturna, un perezoso oficial de dudosa sensibilidad conocido como el «Compasivo Charlie Gilford», estaba molesto por haber sido interrumpido cuando veía American Idol en un pequeño televisor que tenía oculto en su madriguera, un pequeño cubículo del tamaño del lavabo de un avión donde se sentaba durante horas sobre un cojín de goma en forma de rosquilla. Le encantaba ver cómo los miembros del jurado trataban con brutalidad a los indefensos concursantes.

Llevaba una arrugada camisa blanca de manga corta y una corbata estridente que parecía un tablero de damas, pero en azul y amarillo. Todos decían que sus corbatas eran más chillonas que las de Mötley Crüe, e incluso más antiguas. A Charlie le aburrió oír la historia del escaparate roto de Melrose, la serenata al guardia de la puerta de la Paramount, la persecución a pie de los policías surfistas, y la final y sobrecogedora confrontación con el indio. Flotsam describió el conjunto como «raro».

– ¿Raro? Esto no es raro -dijo Gilford, y luego pronunció la frase que se oía en la comisaría por las noches, cada vez que las cosas parecían demasiado surrealistas para ser ciertas-: ¡Tío, esto es el puto Hollywood!

Generalmente no había necesidad de ningún comentario más después de esa frase, pero esta vez Charlie decidió extenderse:

– El año pasado la guardia nocturna trincó a un yonqui que iba totalmente desnudo si exceptuamos un tutú color rosa. Andaba revoleando una espada samurái por Sunset Boulevard cuando lo cogieron. Eso sí que fue raro, tío; esto no es nada.

Cuando vio el acrónimo de «Movimiento Indígena Americano» tatuado en el hombro del prisionero, lo tocó con un lápiz y dijo:

– ¿Qué significa, jefe? ¿Imbéciles en Mocasines?

El indio se quedó sentado masticando su caramelo, con los ojos cerrados en éxtasis.

El detective, malhumorado, chasqueó la lengua contra los dientes y dijo a los agentes:

– Y por cierto, ¿tuvisteis que darle dulces, eh? ¿Acaso este yonqui no tiene ya suficiente subidón?

Y luego al indio:

– La próxima vez que te vengan ganas de irrumpir en el mundo del espectáculo, mírate en el espejo. Con ese careto sólo tienes una opción: cómprate una máscara de hockey y ponte a cantar Music of the night.

– Te daré veinte dólares si me das más caramelos -dijo por último el indio al Compasivo Charlie Gilford-. Y confesaré cualquier crimen que quieras.


Nathan Weiss, conocido entre sus colegas policías como «Hollywood Nate» a causa de su obsesión -ahora cada vez menor- por abrirse camino en el mundo de las películas, había abandonado hacía ocho meses la Guardia 5, la nocturna, poco después de que «el Oráculo» -el oficial más viejo de la unidad- muriera de un ataque al corazón allí mismo, en el Paseo de la Fama de la policía, frente a la comisaría Hollywood. En la Guardia nada era igual desde que habían perdido al Oráculo. El veterano había sido supervisor durante cuarenta y seis años y había muerto, con el pelo ya entrecano, poco antes de su sesenta y nueve cumpleaños. Había sacado a Nathan Hollywood de varios embrollos, generalmente relacionados con mujeres, y lo había salvado más de una vez de tener que sufrir sanciones disciplinarias.

A todo el mundo le parecía adecuado que el Oráculo hubiese muerto en ese paseo donde estaban grabadas en mármol y metal las estrellas que honraban a los oficiales de la División de Hollywood muertos en cumplimiento del deber, tal y como había otras en Hollywood Boulevard para las estrellas de cine. El Oráculo había sido su estrella, un policía anacrónico que pertenecía a otra época del servicio: se había incorporado mucho antes de los motines de Rodney King, o del escándalo de corrupción que estalló en la División de Rampart, mucho antes de que la policía de Los Ángeles aceptara un «decreto de consentimiento» del Departamento de Justicia y fuera invadida por jueces federales, abogados, políticos, auditores, supervisores y críticos de los medios de comunicación. En aquellos días los policías eran aún guiados por líderes activos y no por burócratas reactivos, más temerosos de las supervisiones federales y de los políticos locales que de los criminales de la calle. Al día siguiente de la muerte del Oráculo, Nathan Weiss fue al templo por primera vez en quince años, para rezar un kaddish en honor del viejo sargento.

Ahora todos ellos, policías de la calle y supervisores, habían quedado asfixiados por el papeleo diseñado para probar que se estaba «reformando» una fuerza policial de más de nueve mil quinientos hombres, que al parecer necesitaban ser reformados por culpa de las acciones de media docena de policías, ya condenados por los dos incidentes. Cientos de policías jurados fueron retirados de sus tareas en las calles para hacerse cargo de la avalancha de papeles resultantes de la gran «reforma». El decreto de consentimiento que pendía sobre el Departamento expiraría en dos años, pero ya habían oído eso antes y sabían que podía ser ampliado. Como la guerra en Irak, parecía que no iba a acabar nunca.

El Oráculo había sido reemplazado por un universitario de veintiocho años, licenciado en ciencias políticas, que ascendió como un cohete hasta lo más alto de la lista de promociones y con apenas poco más de seis años de experiencia, sin mencionar que no tuvo que enfrentarse a las desventajas de raza y género. El sargento Jason Treakle era un hombre blanco, y eso no ayudaba en nada a la obsesión de la ciudad de Los Ángeles por la diversidad.

Hollywood Nate decía de los discursos que el sargento Treakle soltaba a los oficiales que eran una «mezcla perfecta de la incoherente sintaxis de George Bush con el mal oído de Al Gore». Durante esas sesiones Nate podía oír el crujido de las mandíbulas dejándose caer sobre los pechos de la tropa, que no conseguía mantenerse despierta ni erguida. Había odiado al sargento novato con todas sus fuerzas desde la primera vez que lo vio, cuando Treakle criticó a Nate delante de todo el equipo por referirse a la oficial Ronnie Sinclair como a «una chica muy guay». Ronnie tomó aquello como un cumplido, pero el sargento Treakle lo encontró peyorativo y sexista.

En otra ocasión, durante una inspección sorpresa, había fruncido el ceño al observar que los zapatos de Nate estaban rayados. Señaló los pies de Nate con un brazo que parecía demasiado corto para su cuerpo, diciendo que sus zapatos le daban una apariencia «desaliñada», y sugirió que intentara pulirlos con saliva. Al sargento Treakle le encantaban los escupitajos: durante sus años en la universidad, había pasado seis meses en el Centro de Entrenamiento para Oficiales de la Reserva. Por la boca que tenía, que parecía más bien una hoja de cuchillo, los policías pronto comenzaron a llamarle «Labios de Pollo».

Hollywood Nate, igual que su ídolo, el Oráculo, había usado siempre los clásicos zapatos negros de suela de goma cuando vestía de uniforme. Le gustaba burlarse de los policías que llevaban esos caros zapatos hasta por encima de los tobillos, tipo botas, para parecer más militares, pero que luego comenzaban a tener los pies sudorosos, les salían hongos y se volvían menos veloces al correr. Nate les preguntaba entonces si sus botas pulidas con saliva les ayudaban a caminar entre la nieve y en medio de las tormentas de hielo que había en Sunset y en Hollywood Boulevard. Y había renunciado a sugerir que los oficiales entrenadores dejaran de hacer que los aprendices les llamasen «señor» o «señora», como hacía la mayoría. Los instructores más rígidos parecían ser aquellos que nunca habían servido en la policía militar, y no dejaban por nada del mundo que sus aprendices usaran esas botas patrioteras antes de completar los dieciocho meses de su período de entrenamiento. Nate les decía a los novatos que se olvidaran de las botas, que sus pies se lo agradecerían. Y Nate nunca olvidaba que el Oráculo jamás había lustrado sus zapatos con saliva.

Antes de salir a las calles, todos los policías de la guardia nocturna tocaban el retrato de Oráculo para que les diera suerte, incluso los agentes nuevos que no lo habían conocido. Estaba colgado en la pared junto a la puerta de la sala donde se pasaba lista. En la fotografía el viejo sargento aparecía de uniforme, con su pelo encanecido cortado al estilo militar pero bien arreglado y sonriendo como siempre: una sonrisa esbozada más con sus vivaces ojos azules que con la boca. La placa de metal en el marco de la foto rezaba sencillamente:


El Oráculo

Nombrado: feb. 1960

Fin del servicio: ag. 2006

Policía semper


Hollywood Nate, como todos los demás, había dado una palmadita al marco de la foto antes de salir de la sala la tarde que conoció a su nuevo sargento. Luego había bajado las escaleras directamente hacia la oficina del comandante y había solicitado que lo reasignaran a la vigilancia diurna, alegando un montón de razones, personales y hasta de salud, todas ellas falsas. A Nate le pareció que, efectivamente, había acabado una era. El Oráculo, el tipo de policía que Nate le decía a todo el mundo que quería ser cuando fuese mayor, había sido reemplazado por un mierdecilla con brazos de enano y sin apenas labios, políticamente correcto, metomentodo y fetichista de los zapatos.

Al principio a Hollywood Nate no le gustaba la Guardia 2, la primera patrulla del día, especialmente porque tenía que levantarse antes de las cinco de la mañana e ir a toda velocidad desde su piso de un ambiente en San Fernando Valley hasta la comisaría de policía Hollywood, ponerse el uniforme y estar listo para la llamada de las 6.30. Aquello no le gustaba nada. Pero sí le gustaban las horas del turno «tres de doce»: en la Guardia 2, los oficiales de patrulla trabajaban tres días a la semana en turnos continuados de doce horas durante los veintiocho días de sus períodos de despliegue, y al final compensaban un día. Eso le daba a Nate cuatro días a la semana para asistir a audiciones abiertas y acosar a los agentes de casting, ahora que había conseguido suficientes pases para obtener un carné de la Screen Actors Guild, que llevaba guardado en la cartera justo detrás de su placa de policía.

Hasta ahora había conseguido un solo papel con parlamento: dos líneas de diálogo en una película para la televisión que estaba coproducida por un prestigioso escritor y director al que había conocido durante un evento de alfombra roja en el Kodak Center, donde Nate era el encargado de controlar a la multitud. Nate se había ganado al director cuando bloqueó el paso a una ecologista antipieles que llevaba una sudada camiseta de tirantes y logró impedir que la chica le encajara una de esas pancartas que ponen «preferiría ir desnuda» a la mujer del director, que lucía una estola de falso visón.

Nate remató el asunto y obtuvo el papel cuando le dijo a la activista, que era muy velluda, que a él no le gustaría para nada verla a ella desnuda, y añadió: «Si llevar pieles es un delito tan grave, ¿por qué no te afeitas esas axilas?».

La película iba sobre esos yuppies que cambian de parejas y a Nate le hicieron una prueba para el papel de un policía que aparecía cuando uno de los maridos golpeaba a su infiel esposa hasta casi matarla. Según el guión, la magullada mujer tenía que mirar al policía, un tipo fornido, de una belleza dura, con el cabello oscuro y ondulado apenas encaneciéndosele en las sienes, y hacerle un guiño con el ojo que le había quedado sano.

A Nate le parecía que el guión no valía mucho, aunque solamente le habían dado una página con las siguientes frases: «Buenos días, señora. ¿Llamó usted a la policía? ¿Qué puedo hacer por usted que no sea inmoral?».

Durante el único día que rodó, los grips, los iluminadores y especialmente la azafata del servicio de comidas, que ofrecía sándwiches y ensaladas muy buenos, le dijeron que era probable que aquella película no llegara nunca a la pequeña pantalla. Entonces Nate supo que su primera impresión había sido acertada: la película era decididamente una bazofia. Hollywood Nate Weiss tenía ya treinta y seis años, y había pasado quince en el Departamento de Policía de Los Ángeles. Necesitaba un descanso. Necesitaba un agente. No le quedaba mucho tiempo de su carrera como actor para perderlo en mierdas.


Al día siguiente a Nate Weiss le asignaron una guardia diurna en solitario conocida como «submarino», nombre que respondía a las denuncias que quedaban registradas por escrito en lugar de las que, por razones de seguridad, requerían una pareja de oficiales. A las ocho y media de la mañana Nate hizo lo que hacía siempre que le tocaba una tarea «submarino»: fue al Farmer's Market de la Tercera con Fairfax para tomarse un café.

No le importaba mucho que el mercado estuviese un par de calles fuera de la División de Hollywood. Era un pecadillo que el Oráculo siempre podría perdonar. A Nate le encantaba aquel lugar tan antiguo: la gran torre del reloj, los puestos llenos de productos agrícolas, las paradas de pescado y carne frescos, las tiendas y comidas étnicas… Pero lo que más le gustaba eran los patios al aire libre donde a esa hora de la mañana la gente se reunía para comer rollitos de canela, bollos recién horneados, tostadas a la francesa y todo tipo de pasteles.

Nate pidió un café con leche y un panecillo, y se sentó en una pequeña mesa vacía situada lo bastante cerca de la «mesa de los artistas» como para percibir lo que allí ocurría. Había empezado a hacerlo desde que una vez les oyó hablar sobre la producción de guiones para HBO, sobre cómo conseguir financiación para pequeños proyectos independientes, o cómo almorzar con un famoso agente de la CAA de quien uno dijo que era un imbécil, temas que fascinaban a Hollywood Nate Weiss.

Ahora ya era prácticamente capaz de reconocerlos por sus voces sin tener que mirarlos. Estaba el director que, a causa de la discriminación por edad que existía en Hollywood, se quejaba de que ni siquiera podía hacer que lo arrestaran en los estudios. Lo mismo les ocurría a tres ex guionistas que eran habituales de esa mesa, y a un ex productor de televisión. Una docena o más como ellos iban y venían cada día, todos ellos varones, de una edad promedio de más de setenta años, demasiado viejos para el negocio del entretenimiento que les había dado de comer y que ahora vivía obsesionado con la juventud.

Un pintor y escultor famoso en su día, que usaba una boina negra de diseño, tampoco estaba vendiendo bien últimamente. Nate le oyó decir a los otros que cada vez que su mujer le preguntaba qué quería para cenar, su respuesta habitual era: «Deja de molestarme, ¿quieres?». Y luego agregó:

– Pero no os sintáis mal por nosotros. Ya nos estamos acostumbrando a vivir en el coche.

Un viejo actor de televisión que llevaba una chaqueta de safari de Banana Republic, cuyo rostro le era familiar, se puso de pie e informó a los demás de que tenía que irse para hacer una llamada importante a un alto cargo de la Universal para hablar de un guión que el hombre estaba sopesando si aceptaba o no.

Cuando se marchó, el director dijo:

– Pobre desgraciado. Apuesto a que le responde el contestador de ese tipo de la Universal. «Por favor, deje un mensaje.» Con eso va a hablar del proyecto, con una máquina. Probablemente tendrá que llamar ciento treinta y cinco veces para dejarle el guión completo en su buzón de voz.

– He llegado a sospechar que llama al número de información sobre carreteras mientras simula estar hablando con HBO -dijo el pintor, y chasqueó la lengua en un gesto de tristeza.

– Nunca fue bueno, ni siquiera en su momento cumbre -dijo el director-. Aunque era un actor de método. Se les agotaba el dinero haciéndole nuevas tomas. Unos veinte tics por toma, de promedio.

– Si fuera más conocido podría hacerse maquillar como una puta y grabar anuncios sobre artritis, o de Geico, como el resto de esos «alguna vez famosos» -dijo el productor de televisión.

– ¿Y eso de las mujeres? -dijo uno de los guionistas-. Piensa que nos creemos sus ridículas historias de seducción. En lugar de hacerse otro estiramiento de cara, el muy capullo debería graparse los cojones al muslo, para evitar que se le caigan dentro del váter.

– Podría hacerlo sin anestesia -dijo el más viejo de los guionistas-. A su edad, por ahí abajo es zona muerta.

Los excéntricos viejos, que tendían a hablar todos a la vez en conversaciones diferentes, se quedaron callados durante un momento cuando una joven se detuvo a mirar una tienda cercana que vendía cristalería y velas. Llevaba un jersey amarillo de algodón con pespunte color jacinto, unos vaqueros muy ajustados de cuatrocientos dólares, y medía casi metro ochenta subida a sus tacones de gamuza lila de Jimmy Choo. Tenía el labio superior muy carnoso, como en un gesto de puchero, y un impresionante cabello rubio color miel que se agitó por detrás de sus hombros cuando se volvió para mirar una figurita de cristal, y que volvió a acomodársele perfectamente cuando siguió caminando. Su increíble cabello relució cuando el sol entró en el patio cubierto, y se llenó de reflejos dorados.

Los vejetes suspiraron, carraspearon, hicieron de todo menos babear antes de volver a sus conversaciones. Nate miró a la chica, que se alejaba en dirección al aparcamiento. Su impresionante cuerpo mostraba claramente que practicaba pilates, y Nate alcanzó a ver que no llevaba sostén. Ni en Hollywood, ni en Beverly Hills siquiera, había visto Nate Weiss nada tan sensacional como aquella mujer.

Para entonces ya estaba listo para volver al trabajo. Se estaba volviendo deprimente escuchar a los vejetes despotricar sobre la discriminación de edad, quienes en su interior sabían que nunca volverían a trabajar. Se había dado cuenta de que cerca de las nueve y media se levantaban e inventaban excusas, como que tenían que ir a hacer llamadas importantes a algún director, o asistir a alguna reunión con un agente, o seguir trabajando en algún guión que estaban terminando de pulir. Nate se imaginaba que simplemente se iban a sus casas a sentarse y a mirar fijamente los teléfonos que nunca sonaban. Le daba escalofríos pensar que podía estar contemplando a Nathan Weiss tal y como sería dentro de un par de décadas.

Caminó varios metros en dirección al aparcamiento siguiendo al bellezón del cabello de miel; quería ver qué coche conducía. Se la imaginaba como una tía buena de Beverly Hills que conduciría un Aston Martin con una placa presuntuosa, regalo de un marido forrado o de un amante mayor que a su vez iría en un imponente Rolls Phantom. Fue casi una desilusión verla meterse en un sedán BMW rojo en lugar de un coche verdaderamente caro y exótico.

Rápidamente anotó su número de matrícula y cuando volvió a su coche patrulla comprobó sus datos en el Departamento de Vehículos a Motor y supo que vivía en Hollywood Hills, cerca de Laurel Canyon Boulevard, en una urbanización llamada Mount Olympus, donde los agentes inmobiliarios decían que había más cipreses italianos por metro cuadrado que en ningún otro lugar de la Tierra. La dirección lo sorprendió un poco. En Mount Olympus había muchos extranjeros ricos: israelíes, iraníes, árabes, rusos, armenios, y otros de antiguos países de la Unión Soviética, algunos de los cuales habían sido sospechosos o víctimas de delitos muy graves. De algunos se suponía que eran dueños de bancos en Moscú, y no era raro ver jóvenes conduciendo Bentleys, o adolescentes en un BMW o un Porsche.

En el LAPD se decía que los ex soviéticos eran más peligrosos y más crueles de lo que lo habían sido los mañosos sicilianos en su día. Sólo cinco meses atrás, el Tribunal Superior de Los Ángeles había sentenciado a muerte a dos rusos por secuestro y asesinato. Habían asfixiado o estrangulado a cuatro hombres y una mujer, por los que pedían un rescate de un millón doscientos mil dólares.

Mount Olympus era bastante caro, cierto, pero no era la crème de la crème de las zonas residenciales, y Nate pensó que no iba con el estilo de la chica. Sin embargo, estaba dentro del ámbito de la División de Hollywood, y él patrullaba por esas calles a menudo. Le pareció que era improbable que aquella conejita de la colina fuera a necesitar a un policía alguna vez, pero tras haber conseguido por fin su carné de la SAG, Hollywood Nate Weiss empezaba a creer que cualquier cosa era posible.


Ese mismo día, a las seis de la tarde, cuando la guardia nocturna había terminado ya sus informes y estaba patrullando las calles y a Nate Weiss le quedaba una hora para acabar su ronda, sonó el bip electrónico de la radio y una voz les dijo a los agentes de la ronda nocturna:

– A todas las unidades en los alrededores y a 6-X-76, un suicida en la esquina nordeste de Hollywood y Highland. 6-X-76, hágase cargo de un código 3.

Casualmente, el coche patrulla de Hollywood Nate -unidades a las que todos los agentes del LAPD llamaban sus «tiendas» debido a los códigos de identificación que llevaban en el techo y en las puertas delanteras y que formaban esa palabra- estaba acercándose al semáforo oeste de esa intersección. Estaba contemplando el Kodak Center y fantaseando con alfombras rojas y con el estrellato cuando entró la llamada. Vio a un grupo de turistas amontonados que miraban a lo alto de un edificio de doce plantas terminado en una imponente cúpula verde. Incluso varios de los «personajes callejeros» que animaban a los turistas en la entrada del Teatro Chino de Grauman cruzaban la calle sin mirar, o corrían a todo lo largo del Paseo de la Fama para ver qué era lo que producía el alboroto.

Superman estaba allí, por supuesto, y también Hulk, aunque no Spiderman, que estaba preso. El cerdito Porky fue dando tumbos hasta el otro lado de la calle, igual que el dinosaurio Barney y que tres de los Beatles (el cuarto se quedó atrás para cuidar el equipo de karaoke). Todos hacían comentarios y señalaban hacia arriba, a lo alto de aquel edificio antes sede de un banco y ahora desocupado donde se hallaba el hombre. Era un hombre joven que llevaba pantalones cortos, zapatillas deportivas y una camiseta morada con el lema «Just do it» estampado a la altura del pecho, y estaba sentado sobre la barandilla de la azotea, doce plantas por encima de la calle.

La unidad que había respondido a la llamada era la de Verónica Sinclair y Catherine Song, dos jóvenes de poco más de treinta años quienes, por lo que Nate sabía, eran de las mejores policías que había en la guardia. «Cat» era una sensual coreano-americana aficionada al voleibol, cuya gracia felina se adecuaba perfectamente a su nombre. A Nate, que había estado intentando salir con ella durante casi un año infructuosamente, le encantaba el pelo negro azabache de Cat, cortado a lo paje, como las chicas de las películas de los años treinta que Nate tenía en su colección de cine. Cat era divorciada y madre de un niño de dos años.

Ronnie Sinclair trabajaba en la comisaría Hollywood desde hacía menos de un año, pero había sido una rompecorazones desde el momento en que llegó. Era una enérgica morena de pelo muy corto, que le quedaba muy bien, porque sus orejas eran pequeñas y su cabeza bien formada. Tenía ojos azul claro, pómulos prominentes y un pecho que hacía que todos los policías varones quisieran admirar las medallas a la buena puntería que colgaban sobre su camisa. Algo curioso acerca de Ronnie era que había tenido dos matrimonios sin hijos con dos oficiales de policía de apellido Sinclair, que eran primos lejanos, por lo que Flotsam y Jetsam la llamaban «Sinclair al Cuadrado». La mayoría de los oficiales de la guardia nocturna de más de treinta años eran solteros pero se habían divorciado al menos una vez, incluidos los policías surfistas y Hollywood Nate.

Las dos mujeres estaban en la puerta del edificio vacío cuando se les acercó un empleado de la empresa de alarmas y les dijo:

– Todavía no sé cómo entró. Probablemente rompió una ventana trasera. El ascensor todavía funciona.

Ronnie y Cat se apresuraron hacia el ascensor y Nate las siguió. Los tres se quedaron esperando el ascensor, intentando conversar afablemente para aliviar la tensión del momento.

– ¿Por qué no estás cerca de la comisaría a esta hora? -dijo Ronnie, mirando su reloj-. Ya casi es tu hora, y debe de haber alguna joven estrella esperándote.

Nate miró su propio reloj y dijo:

– Todavía me quedan… a ver… cuarenta y siete minutos que brindarle al pueblo de Los Ángeles. ¿Y quién necesita jóvenes estrellas cuando hay tanto talento a mi alrededor?

Cuando Nate, cuya fama de mujeriego era legendaria en la comisaría, le lanzó su insinuante mirada a lo Groucho, Ronnie dijo:

– Olvídalo, Nate. Invítame a salir alguna vez cuando seas una estrella y puedas presentarme a George Clooney.

Aquello hizo que Hollywood Nate echase rápidamente mano a su cartera: sacó orgullosamente su carné de la SAG, que estaba justo debajo de su placa identificadora, y lo sostuvo en alto para que Ronnie y Cat pudieran verlo.

Ronnie le echó un vistazo y dijo:

– Hasta O. J. tiene uno de ésos.

– Lo siento, Nate -dijo Cat-, pero mi madre quiere que salga y me case con un rico abogado de Buddahead la próxima vez, no con un actor tan mono y de ojos redondos como tú.

– Algún día las dos vais a querer que os firme un autógrafo en una enorme foto de mi cara -dijo Nate, complacido de que Cat pensara que era «mono», y más complacido aún por el hecho de que le hubiese llamado «actor›^-. Y entonces seré yo quien juegue a hacerse el difícil.

Mientras subían en el ascensor no volvieron a hablar, e incluso fueron poniéndose más tensos a pesar de que, por la zona donde estaba el suicida, en pleno corazón del área turística de Hollywood, era probable que se tratase de un montaje de algún adicto a la publicidad. Los tres policías intentaban no tomarse la cosa demasiado en serio, hasta que llegaron al mirador que rodeaba la cúpula y vieron al hombre. Estaba sin camisa, con los vaqueros gastados, sentado a horcajadas sobre la barandilla con los brazos estirados, apretando un pie contra el otro y con la cabeza inclinada ligeramente, como en pose de crucifixión. Mientras tanto en la calle, turistas, prostitutas, yonquis, carteristas, personajes callejeros y algunos otros chiflados de Hollywood le gritaban que no fuera tan cobardón y que saltara de una vez.

– ¡Mierda! -dijo Cat, hablando en nombre de los tres.

Caminaron muy despacio hacia él, y éste se dio la vuelta sobre la barandilla para mirarlos, tambaleándose peligrosamente. Los mirones de abajo gritaron, algunos de susto, otros para animarle. El pelo, rubio rojizo y largo hasta los hombros, le volaba sobre la cara, y detrás de sus gafas con marco de alambre podían verse sus ojos, de un azul más pálido que los de Ronnie. De hecho, Ronnie pensó que se parecía mucho a su primo Bob, que era el batería de una banda de rock. Quizá por ese motivo decidió que ella tomaría el mando, y los otros la dejaron hacer.

Ronnie le sonrió y dijo:

– Hey, ¿qué te parece si bajas aquí y conversamos?

– Quédate dónde estás -contestó él.

Ella alzó las manos con las palmas hacia delante, y dijo:

– Está bien, está bien. Me parece bien. Pero ¿qué tal si bajas ahora?

– Vas a matarme, ¿no? -dijo él.

– Claro que no -dijo Ronnie-. Sólo quiero hablar contigo. ¿Cómo te llamas? A mí me llaman Ronnie.

Él no respondió, así que ella dijo:

– ¿Tú tienes algún apodo?

– Diles que se vayan -contestó él, señalando a Nate y a Cat-. Yo sé que quieren matarme.

Ronnie se volvió, pero los otros ya habían retrocedido hasta la puerta en cuanto oyeron al chico.

– ¡Ten cuidado, Ronnie! -dijo Cat.

Entonces Ronnie le dijo al chico:

– ¿Lo ves? Ya se han ido.

– ¡Quítate el cinturón donde tienes la pistola! -dijo él-. O saltaré.

– ¡Está bien! -dijo Ronnie, desabrochándose su Sam Browne y colocándolo a sus pies, lo bastante cerca como para poder alcanzarlo.

– Apártate de la pistola -dijo él-. Sé que quieres matarme.

– ¿Por qué iba a matarte -contestó Ronnie, dando un paso hacia él- si tú mismo estás dispuesto a matarte? Ya ves, eso no tendría ningún sentido, ¿no te parece? No, no quiero matarte, quiero ayudarte. Sé que puedo hacerlo si bajas de esa barandilla y hablas conmigo.

– ¿Tienes un cigarrillo? -dijo él, y por un momento se zarandeó con el viento. Ronnie inspiró profundamente, y luego soltó el aire con lentitud.

– No fumo -dijo-, pero puedo pedirle a mi compañera que te consiga uno. Se llama Cat. Es muy agradable; estoy seguro de que te gustaría mucho.

– Déjalo -dijo él-. No necesito un cigarrillo. No necesito nada.

– Necesitas un amigo -dijo Ronnie-. Y me gustaría ser ese amigo. Tengo un primo que se parece mucho a ti. ¿Cómo te llamas?

– Me llamo Randolph Ronson y no estoy loco -dijo-. Sé lo que hago.

– Yo no creo que estés loco, Randolph -dijo Ronnie, y entonces sintió el sudor cayéndole por las sienes, y las manos pegajosas-. Me parece que sólo te sientes triste y necesitas a alguien con quien hablar. Por eso estoy aquí, para hablar contigo.

– ¿Tú sabes lo que es que te llamen loco? ¿O esquizofrénico? -preguntó el chico.

– Ya lo creo, Randolph -dijo ella, acercándose un poco más hasta que él le gritó que se detuviese.

– ¡Lo siento! Me quedaré aquí si así te sientes mejor. Háblame de tu familia. ¿Con quién vives?

– Soy una carga para ellos -dijo él-. Una carga económica. Una carga emocional. No van a lamentar que me haya ido.

Tras seis largos minutos de conversación, Ronnie Sinclair estaba bastante segura de que el joven iba a entregarse. Averiguó que tenía diecinueve años y llevaba en tratamiento por enfermedad mental casi toda su vida. Creía que ya lo tenía, que podía convencerlo de que se bajara de la barandilla. Ya lo llamaba Randy para cuando llegaron los refuerzos: una ambulancia de rescate y los bomberos, cuyo vehículo sólo sirvió para bloquear el tráfico. Pero todavía no había llegado ningún negociador de la División Metropolitana.

El primer supervisor que apareció en la escena fue el sargento Jason Treakle, que venía de una misión dirigida a hacerle la pelota al teniente de la guardia nocturna: comprarle dos hamburguesas y una ración de patatas fritas. El sargento había tenido una iluminación en el momento que oyó la llamada. De hecho, la idea le hizo exclamar «¡Uuaau!» en voz alta, aunque iba solo en el coche. Luego miró la bolsa con las hamburguesas que tenía junto a él, puso en marcha la sirena y aceleró hacia el lugar donde estaba el suicida.

El joven sargento acababa de leer una noticia sobre otro intento de suicidio en el que el suicida había sido disuadido por un negociador que le había comprado un sándwich, que comieron juntos mientras conversaban largamente acerca de las personas reales e imaginarias que atormentaban a aquel hombre. El negociador, una mujer, había conseguido que su foto apareciera en Los Angeles Times y que le hicieran varias entrevistas en la televisión.

Cuando el supervisor de la guardia subió hasta la torre con la bolsa de hamburguesas y pasó por delante de Cat Song y de Hollywood Nate, ignorándolos, Cat le dijo:

– ¡Sargento Treakle, espere! Ronnie está hablando con el tipo. Espere, por favor.

– No vaya, sargento -le dijo Hollywood Nate. -No me diga cómo debo hacer mi trabajo, Weiss -respondió el sargento.

Nate Weiss, que tenía varios años más de vida y de experiencia laboral que su ex supervisor, dijo:

– Sargento, nadie debe irrumpir nunca en un proceso de negociación. Puede que esto sea Hollywood, pero no es una película, y allá abajo no hay airbag.

– Gracias por su sabio consejo -dijo Treakle, y le lanzó una mirada gélida-. Lo tendré en cuenta si alguna vez se convierte usted en mi jefe.

Ronnie se volvió y al verlo caminando con paso decidido por la azotea dijo:

– ¡Sargento! ¡Regrese, por favor! Déjeme ocuparme de… El gemido angustioso de Randolph Ronson la hizo girarse. El chico contemplaba al sargento uniformado, su sonrisa condescendiente, y el abultado paquete de papel en el que estaba metiendo la mano.

Los pálidos ojos del chico se habían vuelto enormes detrás de sus gafas. Entonces miró a Ronnie y le dijo:

– ¡Va a matarme!

Y sin más, desapareció.

Los chillidos de la multitud, la repentina ráfaga de viento, los gritos de Cat y de Nate, todo ello impidió que Ronnie escuchara su propio alarido mientras se abalanzaba hacia la barandilla y se asomaba, boquiabierta. Vio rebotar al chico contra el pavimento. Acto seguido varios uniformados trataron de impedir el paso a los mirones más morbosos del bulevar.

Pocos minutos después había otra decena de trajes azules a la entrada del edificio, que observaban a Ronnie Sinclair mientras maldecía a gritos, con los ojos húmedos, al sargento Treakle. El hombre se había puesto pálido y no sabía cómo responder a su subordinada.

Ronnie no recordaba lo que le había dicho, pero Cat luego le dijo:

– Le dijiste de todo, un verdadero arsenal, fue maravilloso. Y no hay nada que Treakle pueda hacer al respecto, porque sabe que se equivocó. Ahora ese chico está muerto.

Cuando salieron a la calle se asombraron de ver que las gafas con marco de alambre de Randolph Ronson aún estaban fijas a su rostro, y que sólo una lente se había roto. No estaba despedazado, como habían visto a otros, pero había un enorme charco de sangre a su alrededor.

Cat pasó su brazo por encima de los hombros de Ronnie, le dio un apretón y le dijo:

– Dame las llaves de nuestra tienda. Déjame que te lleve a la comisaría.

Ronnie le dio las llaves del coche sin poner ninguna objeción.


El Compasivo Charlie Gilford, que nunca se perdía un incidente noticiable, especialmente si había sangre de por medio, llegó a tiempo para ver cómo recogían el cuerpo e hizo sus habituales comentarios in situ.

El desgarbado y veterano detective chasqueó la lengua contra los dientes y le dijo al encargado de levantamiento de cadáveres que conducía la camioneta del forense:

– Así que uno de nuestros sargentos patrulla pensó que podía evitar que este monigote hiciera un triple hacia atrás dándole algo de comer, ¿no? ¡Tío, esto es el puto Hollywood! Todo el mundo sabe que puedes andar un par de calles hasta Musso y Frank's y cenar confortablemente rodeado de estrellas de cine. Y Wolfgang Puck tiene un contacto en el Kodak Center con el que consigue las comidas más pijas de la ciudad. Pero ¿qué hace el chupaculos de nuestro sargento para animar a un chiflado deprimido? ¡Le lleva al tío un puto Big Mac! No me extraña que el capullo saltara.


Aquella noche, el Compasivo Charlie Gilford vio a Ronnie Sinclair en la sala de informes masajeándose las sienes mientras esperaba el interrogatorio de la División de Investigaciones. Sabía que el caso iba a ser tratado como un tiroteo más en el que había participado un oficial.

El detective dijo alegremente:

– He oído que le lanzaste auténticas bombas a Labios de Pollo Treakle. Hollywood Nate me dijo que no había oído tantos «hijo de puta» ni en un espectáculo de Chris Rock. ¡Bien hecho, niña!

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