Al día siguiente, dos cuervos que patrullaban en Hollywood Sur estaban preocupados por Bix Rumstead, pero ninguno estaba al corriente de la preocupación del otro. Ronnie quería saber si Bix había flaqueado y había bebido durante las horas de servicio la noche anterior, y Nate quería saber qué diablos estaba haciendo Bix Rumstead en Mount Olympus, en la casa de Margot Aziz. Pero ninguno se atrevía a preguntárselo.
Esa mañana, Ronnie y Bix tenían que hacer varios seguimientos: al dueño de un solàrium, al propietario de un salón de aromaterapia, a un acupunturista y a un quiropráctico. Todas las quejas provenían de vecinos de la zona y de pequeños empresarios, y la mayoría eran a causa de los coches mal aparcados y de los ruidos nocturnos. Al dueño del solàrium se le acusó de prostitución, porque había demasiados hombres que entraban y salían durante todo el día. Tanto el solàrium como el salón de aromaterapia habían sido cerrados en el pasado por policías de la unidad Antivicio que se habían hecho pasar por clientes, pero se decía que ahora los dos negocios habían cambiado de dueño.
Mientras Ronnie y Bix se preparaban para salir a la calle, su sargento se había enzarzado en una peculiar discusión con la oficial Rita Kravitz. Debatían sobre si enviar o no un agente al Centro de Celebridades de la Iglesia de la Cienciología para que recogiera un generoso donativo que les habían ofrecido para la colecta de las Olimpíadas Especiales. Rita le dio al sargento un par de malas excusas para justificar por qué ella estaba demasiado ocupada para ocuparse de ese trabajo, y sugirió que enviara a uno de los muchachos.
– Pero podrías toparte con John Travolta o con Tom Cruise allí -dijo el sargento-. ¿Eso no haría que el día te valiera la pena?
La oficial Rita Kravitz se enderezó sus gafas nuevas y ultramodernas y, haciendo un mohín con la boca, dijo:
– También podría pasar que esos robots me hicieran prisionera y me lavaran el cerebro hasta convertirme en una muñequita sonriente con los ojos brillantes. Y si crees que eso no puede suceder, pregúntale a Katie Holmes.
El otro cuervo que pensaba en Bix se estaba tomando un capuchino y una rosquilla de media mañana en su mesa favorita del Farmer's Market, mientras escuchaba a un ex director y a tres ex guionistas que, desde su mesa habitual, despotricaban por la discriminación por edad que había destruido sus carrera y había extendido la mediocridad en el gremio artístico de Hollywood.
– La última reunión que tuve fue con un productor que tenía veintiocho años -dijo un ex guionista.
– Lo único que les interesa es conservar sus trabajos -dijo otro.
– Preferirían tener un fracaso del que pudieran culpar a otro que correr un riesgo por sí mismos que podría ser un éxito -dijo un tercero.
– Cada vez que rechazan un trabajo mío dicen que no es suficientemente «transgresor», sea lo que sea lo que eso signifique; o que no está «dentro de su área de actuación», sea lo que sea lo que eso signifique -dijo el primero.
El ex director dijo:
– En el fondo, tienen pánico de la gente de nuestra edad porque piensan que es posible que sepamos algo sobre cómo hacer películas que ellos no saben. ¡Y tienen razón!
A este último comentario siguió un coro de expresiones de aprobación.
Nate no estaba disfrutando de las lamentaciones del mundo del espectáculo. Solamente podía pensar en Margot Aziz, en lo hermosa que estaba la primera vez que la vio, allí mismo, y en que el día anterior no lo había llamado como había prometido. Se imaginaba que Bix Rumstead podía tener algo que ver. Ensayó mentalmente varias maneras de averiguar la verdad hablando con Bix. Aunque primero tenía que conseguir quedarse a solas con él, lejos de Ronnie Sinclair.
Acabó su capuchino y comenzó sus rondas. Tenía que hacer tres llamadas a tres inquilinos en relación a las quejas por ruidos molestos. Empezaba a pensar que esa mierda de la «calidad de vida» era más tediosa y aburrida de lo que nunca se hubiera imaginado. Pero al menos le quedaba la aventura de la noche anterior, la del sargento Treakle y el gallo, para levantarle el ánimo. Le habría encantado compartir la historia con alguien, pero hasta el momento no se había topado con nadie de la comisaría Hollywood que no la conociera al detalle.
Después de nueve horas de su turno de diez horas y media, Ronnie y Bix estaban exhaustos. Lo único que habían conseguido hasta entonces era advertir a los propietarios de los salones de la necesidad de controlar a sus trabajadores para asegurarse de que las empleadas no estuvieran haciendo negocios sucios cuando el jefe no estaba cerca. Por supuesto sabían que a la mayoría de las empleadas las contrataban precisamente porque estaban más que deseosas de ofrecer servicios especiales a clientes bien dispuestos.
El último solàrium que tenían que visitar estaba en Sunset Boulevard, cerca de Western Avenue, y se llamaba Bronceado Milagroso. Era más grande que los otros, y parecía atender a una clientela exclusivamente masculina. Las empleadas eran jóvenes exuberantes que iban en pantalones cortos, con camisetas de la empresa y zapatillas deportivas. Cuando los uniformados entraron en la recepción, dos clientes que esperaban en el sofá dejaron sus revistas y se fueron rápidamente.
– Por favor, esperen aquí, oficiales. Voy a avisar a la gerente -dijo la recepcionista.
– Será mejor que miremos bien aquí -dijo Ronnie-. Esos tíos se han marchado más rápido de lo que se rajan mis medias.
Bix asintió. Había hablado muy poco durante todo el día, y sus ojos no estaban tan brillantes ni claros como era habitual. Ronnie había intentado dirigir la conversación hacia la noche anterior, cuando Bix le había pedido que firmara por él antes de salir, pero cada vez que lo hacía él cambiaba de tema.
La gerente era tan alta como Bix. Tenía el pelo rubio ceniza, y le caía sobre el pecho dividido en dos coletas. Estaba hinchada de implantes y tenía las mejillas cargadas de colorete, lo que le daba el aspecto de una de esas estereotipadas granjeras de las películas pornográficas que exhibían en las tiendas para adultos de Hollywood Boulevard. Iba vestida con una falda blanca de vinilo, una blusa de manga larga de algodón color rosa y zapatos blancos de plataforma.
– Soy Madeline, ¿en qué puedo ayudarles? -dijo con una sonrisa llena de dientes que parecían de un blanco imposible en contraste con su lápiz de labios carmesí.
Ronnie estaba demasiado cansada y era un día demasiado caluroso para las sutilezas. Dijo:
– Estamos recibiendo gran cantidad de quejas de sus vecinos, que sospechan que aquí se están desarrollando actividades ilegales, durante el día y las primeras horas de la noche. También hemos oído que sus clientes hacen ruidos molestos por la noche, y que aparcan en lugares prohibidos.
– Ah, eso -dijo Madeline-. Hemos cambiado al gerente. Eso era antes de que llegara yo, hace dos meses. Una de las chicas estaba trabajando por su cuenta y aquí nadie lo sabía. Los policías de Antivicio la arrestaron hace tiempo. En la División de Apoyo a la Investigación están al corriente del caso.
– Hemos recibido quejas más recientemente, hace menos de dos meses -dijo Bix.
– Apuesto a que son de esas personas mayores asiáticas que tienen la sastrería dos puertas más allá, ¿no es así?
– No podemos comentar quiénes son los denunciantes -dijo Ronnie.
– No, por supuesto que no -dijo Madeline-, pero ellos siempre se están quejando de algo. Pueden preguntar a cualquiera de las personas que tiene un negocio por aquí.
– Cuando entramos aquí dos de sus clientes casi nos atropellan para salir por esa puerta -dijo Ronnie.
– Tal vez ellos tengan algún problema con la ley -dijo Madeline.
– ¿Le importa si echamos un vistazo a su negocio? -dijo Ronnie-. Tal vez quiera probar sus servicios alguna vez, sobre todo uno de esos bronceados tan especiales.
Madeline no pareció contenta con la idea, pero dijo:
– Por supuesto. Síganme.
Los policías fueron detrás de Madeline y entraron por un largo pasillo con cinco puertas a cada lado, todas cerradas. Ella les condujo hasta otro pasillo que cruzaba el primero y luego giró a la derecha, hacia un gran salón con azulejos que parecía hecho para las duchas.
– Esto es para el bronceado sin sol -dijo Madeline-. De hecho, una de nuestras empleadas se está preparando para entrar ahora mismo. Esta noche tiene una cita importante, y quiere estar espléndida. -Se volvió hacia Bix y dijo-: Si hace el favor de darse la vuelta, oficial, estoy segura de que a Zelda no le importará mostrarnos cómo funciona.
Bix dio unos pasos hacia el corredor y se colocó de cara a la pared.
– Zelda, cariño, puedes salir -dijo Madeline, tocando en una de las puertas cerradas.
La curvilínea rubia platino estaba envuelta en una toalla. Una gorra de baño le cubría el cabello completamente, y llegaba unas zapatillas que sólo le tapaban las puntas de los dedos y las plantas de los pies. Abrió mucho los ojos cuando vio allí a Ronnie, de pie junto a la jefa. Se apresuró hacia el salón de bronceado sin sol, se quitó la toalla, dejando ver sus propios implantes, y la colgó en un colgador que había junto a la puerta.
– Zelda tiene loción en las palmas, en las uñas de los pies y en las de las manos -explicó Madeline-. No queremos que el líquido bronceador se cuele por entre las uñas, ni en las palmas, ni en la planta de los pies. Eso se vería totalmente antinatural.
Zelda se colocó frente a una serie de grifos que había en mitad de la pared y apretó un botón. El líquido bronceador la roció dejándola envuelta en una especie de vapor. Presionó una vez más el botón, se dio la vuelta y se roció por la espalda. Cuando terminó, goteaba un líquido viscoso color beige, y comenzó a darse golpecitos para secarse.
– Podríamos ofrecerle un descuento para policías, oficial -le dijo Madeline a Ronnie-, si alguna vez quisiera visitar nuestras instalaciones.
Bix se reunió con ellas cuando Zelda regresó a su vestuario, y continuaron su recorrido por el establecimiento, deteniéndose en una de las habitaciones pequeñas que tenían camas solares.
– Parece claustrofóbico -dijo Bix-. Como meterse en un ataúd y cerrar la tapa.
– Para nada -dijo Madeline-. Damos gafas oscuras pequeñas para cubrir los ojos y sólo se está allí unos ocho minutos, en el nivel de potencia de bronceado que uno elija. Es mucho más placentero que cocerse al sol del caluroso verano.
– Quizá me gustaría más este tipo de bronceado que el del rociador. Se aprovecha mejor el dinero.
Mientras ella y Madeline conversaban sobre diferentes tipos de bronceado, Bix continuó avanzando por el pasillo e intentó sutilmente abrir algunas puertas, pero estaban cerradas con llave. Del otro lado de la tercera puerta oyó a una mujer que gemía. El gemido era fuerte e inconfundible.
Madeline se dio cuenta de que el policía estaba oyendo algo, así que se acercó rápidamente y dijo:
– No podemos molestar a los clientes, oficial. Por favor, sígame y le enseñaré…
– Allí dentro hay alguien gimiendo -dijo Bix-. Una mujer.
– Tal vez se ha quedado dormida y está soñando -dijo Madeline-. De veras, debo…
– ¿Y eso no es peligroso? -dijo Ronnie, intercambiando miradas con Bix-. ¿Que alguien se quede dormido bajo esas lámparas de bronceado?
– Se apagan automáticamente -dijo Madeline, y ahora tenía a Ronnie cogida por el brazo e intentaba hacerla avanzar por el pasillo.
Entonces oyeron a un hombre que, desde esa misma habitación, exclamaba:
– ¡Házmelo, nena!
– ¿Tiene la llave? -dijo Bix.
– Yo… yo… iré a buscarla -dijo Madeline, apresurándose hacia la recepción.
Ronnie le guiñó un ojo a Bix y tocó suavemente a la puerta, diciendo:
– ¡Hey! ¡La policía está aquí! ¡Separaos e iros a habitaciones distintas, deprisa!
Al cabo de unos segundos la puerta se abrió y un hombre regordete que estaba desnudo salió corriendo llevando su ropa en las manos. Vio a los uniformados y dijo:
– ¡Ay, Jesús! -Y dejó caer la ropa, con el pene erecto apuntando directamente hacia Ronnie.
Dentro de la habitación, una empleada de dieciocho años que llevaba perforadas las cejas, la nariz y un labio, y vestía únicamente una camiseta de Bronceado Milagroso, intentaba subirse los pantalones cortos, que tenía atascados en la cadera.
– Sólo intentaba decirle que se había acabado su tiempo de bronceado -se excusó-. ¡De veras!
Mientras Bix pedía una unidad de apoyo por la radio, Ronnie señaló el pene del hombre y le dijo:
– Espero que se haya puesto suficiente líquido bronceador en esa cosa, señor.
Al ver que los policías no iban a creerle, la chica dijo:
– Cuando entré para despertarlo, estaba acostado allí, ¡jugando con su cosa! ¡Yo no tuve nada que ver! ¡De veras!
– ¡Hey! Putita mentirosa… -dijo el hombre, con la erección ya en decadencia.
Al final había sido un día especial para el equipo de cuervos, que rara vez llegaban a hacer un arresto criminal. Tras interrogar al cliente y a la joven empleada, ambos implicaron claramente a la gerente del salón como propietaria de un local de prostitución y así quedó consignado en el informe preceptivo. Llevarían a Madeline a la comisaría Hollywood para que la interrogase el sargento y le abriesen un expediente por proxenetismo.
Cuando llegó la unidad de transporte resultó ser la de los policías surfistas. Jetsam se había lanzado hacia allí cuando se dio cuenta por la transmisión de quién era el cuervo que necesitaba la unidad de apoyo.
Mientras Jetsam intentaba ligar con Ronnie, Flotsam observó la licencia de conducir de Madeline y dijo:
– ¡Hostia! ¡Madeline es varón! Se llama Martin Lester Dilford.
La gerente estaba sentada en silencio, no había admitido nada, y Jetsam le quitó las esposas diciéndole:
– Bueno, supongo que yo le haré el cacheo, puesto que es un tío.
– No, no lo harás -dijo Madeline-. Ya no soy un hombre. No vais a meterme en una celda de hombres. Y tú no vas a ponerme las manos encima.
– ¿Eres un T? -dijo Flotsam.
– Transexual, si me hace el favor -dijo Madeline-. Todavía no he tenido tiempo de cambiar mi nombre legal.
– ¿Preoperado o posoperado? -preguntó Ronnie.
– Posoperado -dijo Madeline-. Hace como tres meses, y si quiere puedo quitarme la ropa y demostrárselo.
– Entonces supongo que seré yo quien haga el cacheo -dijo Ronnie-. Relájese, Madeline.
La desesperada situación de Leonard Stilwell había empeorado considerablemente. Estaba fracasando en todos sus intentos por ganarse unos dólares, y Alí Aziz aún no le había llamado para hacer el trabajo en Mount Olympus. Incluso había ido con el coche hasta Laurel Canyon una tarde, y había girado correctamente en dirección al barrio de Mount Olympus, cuyo cartel publicitario proclamaba que tenía plantados más cipreses italianos que cualquier otro lugar del mundo. Leonard condujo por esas calles y el sitio le pareció bastante imponente. Había letreros de empresas de seguridad por todas partes, y vio algunas casas que tenían guardias de seguridad parados en la entrada. Aquello no lo animó.
Leonard había quedado limitado a robar tiendas baratas, pero incluso birlar mercancías pequeñas había dejado de ser fácil. Fue en el cibercafé donde Leonard fue arrastrado hacia una humillante conspiración para cometer el delito más patético que podía imaginar.
Había más de cien ordenadores en el cibercafé, y muchos de los chacales y mangantes que conocía -la mayoría de ellos adictos a la metanfetamina- utilizaban los ordenadores para vender cosas robadas y trapichear con cristal u otras drogas. Leonard tenía un reproductor de CD barato, provisto de auriculares, que había robado él mismo, pero casi lo cogen cuando pasó con él por el detector de la salida. Ninguno de los buscadores de basura que había en el aparcamiento del cibercafé le daría siquiera una triste piedra a cambio del reproductor. Uno que era cocainómano llegó a reírse de él. Estaba a punto de renunciar cuando un yonqui que ya había visto antes pero del que no sabía el nombre, le hizo una seña con la cabeza.
El yonqui era un tipo blanco, varios años más joven que Leonard, pero en mucho peor estado. Tenía grandes orejas, los ojos demasiado juntos y las mejillas hundidas, cubiertas de granos supurantes. Le quedaban sólo unos pocos dientes, que enseñó a Leonard con una sonrisa. Ambos reconocieron la desesperación del otro, y eso bastó. No hizo falta que se dijeran los nombres.
– Necesito alguien que conduzca -le dijo el yonqui a Leonard-. Te he visto bajarte de ese Honda. ¿Estás dispuesto a hacer un trabajo?
– Para lo que sea, tío -dijo Leonard.
El yonqui siguió a Leonard en dirección al coche, que estaba aparcado enfrente de una tienda de rosquillas en el mismo centro comercial. Cuando se subieron al coche, el yonqui se levantó la camiseta y enseñó un revólver de calibre pequeño que llevaba en el cinturón.
– ¡Quieto ahí! -dijo Leonard-. No me gustan nada las armas.
– No es de verdad -dijo el yonqui, y se colocó la pistola en la sien y apretó el gatillo, que hizo un clic. Sonrió y dijo-: Es una pistola de ésas para dar la señal de salida. Y no está cargada.
– Creo que es mejor que salgas de mi coche -dijo Leonard.
– ¡No te me asustes, hombre! -respondió el yonqui-. Sólo tienes que dejarme en una calle. Eso es todo. Conduce hasta que vea lo que estoy buscando y déjame allí. Ni siquiera tienes que recogerme otra vez en la escena del crimen.
– En la escena del… -Leonard puso los ojos en blanco y dijo-: ¿Por qué no llamas un taxi?
– Es posible que tengamos que andar un poco hasta que lo veamos. Y si algo va mal podríamos tener que seguirlo un rato. No puedo tener un taxista como testigo.
– ¿Un testigo de qué? ¿Acaso vas a cargarte a un tipo con una puta pistola de juguete?
– No, hombre. Voy a robarle su camión. Y luego me encontraré contigo en el camión y te daré dos billetes de cien. Ni siquiera estarás allí cuando me lo lleve.
– Déjame ver si te sigo. ¿Estás diciéndome que voy a conseguir una mierda de calderilla por un robo de coche?
– Tío, no voy a robar un camión de seguridad.
– ¿Y qué vas a robar?
– Un camión de helados.
– No queda un puto ser humano cuerdo en todo Hollywood -dijo Leonard, mientras se aferraba con fuerza al volante.
– Mira, este paleto que conduce el camión trae su paga en efectivo cada semana, para dársela a otro paleto que le prestó el dinero para comprarse el camión.
– ¿Y cuánto efectivo trae?
– De eso me ocupo yo.
– Te daré tres billetes de cien.
– Fuera.
– Tres cincuenta, y ni un centavo más.
– Tres cincuenta -dijo Leonard-. ¿Qué arriesgo? ¿Cinco años en la trena por un poco de chatarra?
– Ya es tarde, tío -dijo el yonqui, abriendo la puerta.
– Me va bien -dijo Leonard rápidamente-. Es una mala época.
– Vale -dijo el yonqui con una sonrisita llena de huecos-. Tú no asumes ningún riesgo. Lo he planeado muy bien. Tú simplemente me dejas cerca del tío que vende helados. La pasta está en la caja de metal que guarda bajo el asiento de la camioneta. Asusto al tío para que salga, salto a su camioneta y conduzco tal vez unas seis manzanas hasta un lugar seguro donde vas a esperarme. Salto a tu coche, y me traes de vuelta aquí, al cibercafé.
– Colega, quiero mis trescientos cincuenta sea lo que sea que saques de él.
– De acuerdo -dijo el yonqui.
– Entonces, ¿cuándo lo hacemos?
– Dentro de una hora -dijo el yonqui-. Entretanto, ¿podrías comprarme una barrita de Baby Ruth? Tengo tanta ansiedad que me podría comer un bocadillo de espinas de pescado si lo bañaran en chocolate.
Leonard contempló por un momento el cartel de «Se necesita personal» en la ventana de la cafetería. Quería decirle a esta rata que se consiguiera un puto trabajo. Quería, pero no podía. Con trescientos cincuenta dólares podría conseguirse suficiente cristal para pasar la marea hasta que el puto árabe lo llamase para el robo doméstico.
Miró al yonqui y sacó un billete de dólar del bolsillo.
– Ve allí y cómprate un donut de chocolate. Diles que lo cubran de azúcar. Te dará para un par de horas.
El robo lo iban a perpetrar en una calle residencial de Hollywood Este, uno de los pequeños vecindarios donde un vendedor ambulante podía conseguir algunos dólares. Rogelio Móntez era el conductor de la pequeña furgoneta blanca que iba emitiendo melodías infantiles por un gran altavoz exterior atado al techo, mientras pasaba por las calles. Era un inmigrante del Yucatán y éste era el mejor trabajo que había tenido en su vida.
Rita Kravitz, el cuervo que supervisaba las quejas de calidad de vida en ese vecindario, se había puesto en contacto con la central para que la ayudasen con este vendedor de helados. Rita Kravitz puso a la patrulla al corriente de una denunciante crónica que vivía en la calle, una mujer que tenía nueve nietos en edad escolar y veía pedófilos por todas partes.
– El supuesto sospechoso -les dijo Rita Kravitz- conduce hasta que anochece una furgoneta publicitaria. Tal vez hasta las siete. Multad por algo al tipo y aseguraos de que no conduce su furgoneta con Míster Rábano expuesto. La anciana ya ha acusado de exhibicionismo al cartero, al del parquímetro y a un candidato presidencial. Aunque seguramente está en lo cierto con lo del candidato presidencial.
Gert von Braun dijo:
– Vale, pero deberías llamar a Dateline para esta clase de cosas. Ellos son los que tienen las cámaras ocultas y un montón de tiempo para trincar a estos tipos.
Gert von Braun y Dan Applewhite habían sido integrados en el mismo equipo de nuevo porque Dan lo había pedido ahora que Gil Ponce acababa de terminar el período de prueba. Gert le dijo al sargento que no le importaba en absoluto trabajar con Dan, y el asombrado sargento les confesó más tarde a sus amigos supervisores que era cierto que en este mundo hay gente para todo.
Fueron directos al barrio, encontraron al vendedor y lo hicieron parar con la excusa de que sólo le funcionaba un piloto de freno. En lugar de multarle, cogieron sus datos del permiso de conducir.
Hablaba muy poco inglés y parecía contrariado por lo de la luz de freno, y agradecido por no tener que ir a declarar. Parecía tan asustado y pobre que Dan Appelwhite insistió en pagar por las barras de helado que el tipo quería darles. Luego los polis se quedaron aparcados en el bordillo mientras le veían marcharse con sus alegres melodías, que atraían a niños latinos desde sus casas, con monedas y billetes de dólar en sus puños, todos parloteando felizmente en spanglish.
Gert y Dan permanecieron sentados, lamiendo sus helados y hablando. Cada vez se sentían más cómodos el uno con el otro, y había empezado a establecerse entre ellos el auténtico vínculo de los compañeros de patrulla. Por supuesto, nunca habían oído hablar de Leonard Stilwell, y nada sabían de cómo su vida iba a cruzarse con las vidas de los cuervos. Era bastante placentero comer helado en un día de verano, tan cálido y seco, cuando los rayos crepusculares del sol lanzan un aura mágica sobre la tierra donde todo es posible, sin un solo jirón de nubarrones sobre el cielo de Sunset Boulevard.
Leonard Stilwell sabía que estaba cometiendo un pésimo error cuando llevaba al yonqui hacia las calles residenciales de Hollywood Este, donde se suponía que trabajaba el conductor del camión de los helados. En primer lugar, el yonqui seguía jugando con la pistola de fogueo, manoseándola, poniéndosela bajo la camiseta, en el cinturón, y jugando a desenfundar rápido.
Cuando pasaban por Ron Hubbard Avenue, una pequeña calle en las inmediaciones de Sunset Boulevard que conducía hacia el edificio de Dianetics, Leonard dijo:
– Sé que necesitas fumar mucho, pero ¿podrías, digamos, intentar calmarte? Me estás poniendo nervioso.
El yonqui volvió a poner la pistola sobre sus pantalones y dijo:
– Sobreponte, tío, y métete en el juego. Pásame a buscar una manzana al sur de Santa Mónica, dos manzanas al este del cementerio de Hollywood. Como coño se llame esa calle.
– Joder, colega -dijo Leonard-, es la tercera vez que me lo dices. ¡Tu memoria a corto plazo se ha evaporado!
– Vale, vale, sólo te lo recordaba… Quiero mantenerte al tanto y asegurarme de que tu mente está metida en el ajo.
– ¿Mi mente? -dijo Leonard-. ¿Te preocupas por mi mente?
Estaban a una manzana de la furgoneta de helados cuando el yonqui la vio.
– ¡Ahí está, tío! ¡Mete la directa!
– La veo -dijo Leonard, conduciendo lentamente y sin perder de vista al yonqui, que parecía dispuesto a asaltar la furgoneta en plena marcha y joder la operación.
Cuando estaba a seis casas de la furgoneta, Leonard giró en la esquina y se detuvo.
El yonqui dijo:
– Recuerda, tienes que recogerme en…
Incapaz de escuchar otra vez la dirección, Leonard le interrumpió:
– Colega, mantén esto en tu jodido banco de memoria. Si la poli te pesca, tendrás que largarte en un vehículo que se mueve más o menos a la velocidad de un cáncer de próstata. Pero si vives y me traes menos de trescientos cincuenta pavos voy a sacarte a hostias hasta el último pedazo de eso que llamas dientes.
– ¡Cálmate, Phil! -dijo el yonqui-. Voy a conseguirlo. Ahora márcate un giro en U y pírate.
Leonard arrancó y giró ciento ochenta grados sin perder de vista al yonqui por el espejo retrovisor. El yonqui inmediatamente empezó a andar, encorvado, hacia la furgoneta de helados. Lo último que Leonard vio fue a aquel espantapájaros apretando el paso, completamente concentrado en su asalto.
Gert y Dan «Día del Juicio Final» estaban acabando sus barritas de helado cuando Dan dijo:
– Vale, hemos observado la actividad normal del vendedor y no hay nada anormal. Vamos a archivar esto y sigamos con el resto de nuestras vidas.
– Sí, está limpio -dijo Gert-, pero si lo piensas bien sería un buen trabajo para un pedófilo. Vendiendo cucuruchos, helados y polos todo el día, podría soltar algo así como «Hola chavalilla, ¿te gustaría lamer el polo más gordo?». Ya sabes lo que quiero decir.
– Le pillas el punto -dijo Dan, mientras Gert arrancaba el coche.
– Tío, hay ahí un tipo que está realmente necesitado de un helado -dijo Gert.
El yonqui estaba en pleno sprint cuando lo vieron. Corría directo al vendedor que estaba dando dos barritas de helado a una niña de unos diez años que llevaba a una amiga más pequeña de la mano. El motor de la furgoneta estaba en marcha y It's a small world sonaba a todo volumen.
El yonqui golpeó al conductor en el hombro, arrojándolo al suelo. Los niños gritaron, soltaron los helados y empezaron a correr. El yonqui sacó su pistola de fogueo, apuntó a la cara del mexicano y dijo:
– ¡Quédate ahí o muere!
Entonces el yonqui saltó a la furgoneta y arrancó a toda velocidad.
– ¡Cojones! -dijo Gert von Braun. Bajó del bordillo a la carrera, encendió las luces del techo y Dan Applewhite transmitió por radio:
– 6-X-66 va en persecución de un vehículo 2-11.
La localización y descripción del vehículo perseguido quedó confusa por el aullido de la sirena, pero después de despejar la frecuencia para el coche policial, se escuchó en la emisora:
– 6-X-66, ¡repetid localización! ¿Habéis hablado de una furgoneta de helados?
Aquello fue suficiente para alertar a los periodistas televisivos que espiaban las llamadas policiales. En pocos minutos había un escuadrón lanzándose hacia Hollywood Este. Nadie quería perderse esta persecución. ¿Un carrito de helados?
Leonard Stilwell había permanecido sentado con el motor apagado, y tal como iba su suerte empezó a pensar que igual no arrancaría. Al cabo de un rato lo encendió. Entonces empezó a preocuparse de no sobrecalentar el viejo Honda y lo apagó de nuevo.
Oyó la sirena cuando la unidad policial estaba a dos manzanas. Venía a toda velocidad por el carril del cementerio de Hollywood. Se imaginó que era una ambulancia. «Sí -pensó-, probablemente es una ambulancia.» Pero treinta segundos más tarde, se dijo, «¡A la mierda!», encendió el coche y abandonó la acera. Daba igual de quién fuese esa sirena, Leonard Stilwell acababa de darse de baja del negocio.
El yonqui estaba forzando el motor de la furgoneta de helados hasta donde era posible, pero eso no era mucho. La furgoneta avanzaba a trompicones mientras encaraba la avenida Van Ness en dirección al norte, mientras que por la misma calle pero en dirección sur escapaba Leonard en su Honda.
El yonqui viró violentamente de morro contra él, y gritó por la ventana:
– ¡Cabrón! ¡Gallina cabrón! ¡No me dejes!
El perseguido y los perseguidores, con el 6-X-66 en buena posición, giraron en dirección opuesta justo al pasar a Leonard y entonces éste giró al oeste por Melrose, dirigiéndose a cualquier sitio que estuviese bien alejado del cibercafé donde sin duda habría polis buscándolo tan pronto como el yonqui fuera atrapado y lo soltase todo. Pero el yonqui no sabía su nombre y sin duda no había anotado su número de licencia de conducir, y en cualquier caso, el muy perdedor tenía el cerebro tan frito que probablemente ni siquiera recordaría el tipo de coche de Leonard. Tan pronto como Leonard estuvo a salvo en su apartamento, intentó llamar a Alí Aziz. Necesitaba ese trabajo. Necesitaba dinero ya.
La persecución estaba llegando a su fin. Tras haber girado hacia el norte por la parte este de Paramount Studios, la furgoneta pasó el cementerio de Hollywood y dobló al oeste en Santa Monica Boulevard. Ahí causó una colisión de tráfico cuando un Toyota deportivo, que trataba de esquivar la furgoneta, viró con violencia y dio de lleno contra la parte trasera de un autobús. El yonqui casi causó una segunda colisión cuando se lanzó a la izquierda por Gower Street, y la furgoneta estuvo a punto de volcar después de impactar contra un stop en el lado oeste del cementerio de Hollywood.
Gert von Braun también había estado a punto de tener un accidente en Santa Mónica con Gower, y fue detenida por un par de viejos motoristas que no se aclaraban de dónde demonios venía la sirena y se habían detenido en un punto que bloqueaba la intersección. Cuando Gert, enrojecida y furiosa, se encaró con ellos y se puso a gritarles los agentes vieron la furgoneta abandonada.
Un hombre que paseaba un perro, les hizo señas y gritó:
– ¡El tipo ha trepado por la valla y se ha ido corriendo por el cementerio!
Los mausoleos y tumbas del terreno del cementerio contenían los restos mortales de Rodolfo Valentino, Douglas Fairbanks, Cecile B. DeMille y otros muchos inmortales de Hollywood. Un par de guardias de seguridad abrieron la puerta para Gert von Braun y Dan Applewhite. Había tres coches más de la policía de Hollywood zumbando hacia el cementerio.
El yonqui corría frenéticamente a través del parque, y sin una razón concreta se dirigió hacia el obelisco que se recortaba contra el cielo azul y negro con las letras de Hollywood al fondo, al norte del Mount Lee. Esperó mientras los polis y los guardias de seguridad buscaban por el cementerio, con las linternas y los focos de los coches patrulla. Fue allí, en el obelisco, donde el yonqui cometió su último error del día, después de ser descubierto por el agente Gil Ponce, que trabajaba en equipo con Cat Song.
El yonqui le dijo más tarde al médico, de camino a urgencias, que tenía en la mano la pistola de fogueo sólo porque quería que la policía se la quedase si no era capaz de escaparse. De ese modo podría probar que no había utilizado un arma real en el secuestro. El yonqui dijo que al ver un montón de uniformados moviéndose en su dirección, y a un joven policía gritando órdenes, se puso nervioso, le daba miedo que el novato creyese que su pistola de fogueo era de verdad. Dijo que había intentado dejarla en el suelo usando sólo tres dedos, como en las pelis de cowboys.
Pero el LAPD no había entrenado a Gil Ponce con pelis de cowboys, y estaba demasiado oscuro para ver si el sospechoso desenfundaba o no con tres dedos. Cuando el yonqui sacó la pistola de su cintura vio brillar unas bolas anaranjadas y fue empujado hacia atrás, contra el obelisco, por dos de las tres ráfagas disparadas por Gil Ponce.
Cat corría deprisa, apuntando con su pistola de 9 mm sujeta por ambas manos, cuando Gil comenzó a disparar. El yonqui cayó al suelo, los demás policías corrieron hacia el obelisco, y Cat pidió una ambulancia por radio.
– ¡Sacó una pistola, Cat! -dijo Gil Ponce-. ¡Tenía que dispararle!
– Sé que debías hacerlo -dijo ella, pasando un brazo alrededor de los hombros del joven-. Yo habría hecho lo mismo. Hiciste bien.
Cuando el yonqui llegó a Urgencias el diagnóstico era reservado, pero su estado no se consideraba crítico. Sin embargo, murió tres horas después de la intervención, a causa de una embolia pulmonar. Los cirujanos comentaron que una de las balas había marcado el punto en la «i» del tatuaje que llevaba en su huesudo pecho y que decía: «Mamá lo intentó».
Pese a la declaración del yonqui, que los médicos repitieron en una entrevista para la televisión, se creyó que, atrapado y rodeado, el ladrón buscaba que lo abatiesen. De hecho, el periodista de televisión que cubrió el incidente desde el inicio de la persecución, salió en las noticias de las once describiendo los acontecimientos del cementerio de Hollywood. Tras recitar la larga lista de estrellas de cine que estaban enterradas allí, contó a su audiencia que la policía había mantenido en silencio el nombre del fallecido hasta que su familiar más cercano fue localizado.
A una pregunta de la mesa, dijo:
– Este periodista cree que, digan lo que digan los asistentes sanitarios de la ambulancia, lo que aquí tenemos es otro trágico caso de suicidio inducido por un policía. Creer que, una vez acorralado, el sospechoso estaba intentando cumplir con las órdenes policiales al sacar la pistola de su cintura, es inverosímil. Si quería rendirse nunca habría hecho algo tan estúpido.
Leonard Stilwell, que estaba estirado en la cama cuando vio las noticias, sabía por su larga experiencia que en Hollywood las cosas son tal cual parecen. Y musitó hacia la pantalla de televisión:
– Colega, todo el cerebro de ese idiota cabría en una cuchara de coca.