Ronnie no estaba segura de si le gustaba eso de trabajar en la CRO. En realidad no era trabajo de policía, y sin embargo no podía dejar de pensar en cómo se había sentido cuando su madre, su padre y su hermana casada se habían confabulado contra ella cuando les habló sobre su nuevo trabajo durante una cena familiar en casa de sus padres, en Manhattan Beach, donde su padre era el dueño y director de una exitosa empresa de suministros de fontanería.
– Ni siquiera me gusta cómo nos llaman -les dijo Ronnie.
– ¿Cuervos? -dijo su madre-. Es simpático.
– ¿Cómo te sentirías si te llamaran cuervo? -preguntó Ronnie.
– Soy demasiado vieja para saberlo -dijo su madre-, pero aplicado a ti suena simpático.
Ronnie se sentía excepcionalmente cansada aquella tarde, y después de que su madre y su hermana Stephanie prepararan la cena -fletán asado con arroz-, se tumbó en el sofá con su sobrina Sarah, que se sentó sobre su barriga. Había intentado sin mucho éxito disfrutar de un vaso de pinot mientras Sarah parloteaba y saltaba encima de ella sin parar.
Después de cenar, la madre de Ronnie insistió en que se relajara y escuchara sus discos compactos favoritos de Sting y los álbumes de Tony Bennet de su padre, mientras los demás recogían la mesa. Debió sospechar de tanta amabilidad. Luego todos entraron en la sala y se sentaron, su madre y su hermana con una copa de vino, su padre con una cerveza. Y comenzaron a machacarla.
– La Oficina de Relaciones con la Comunidad es tu sitio, Ronnie -comenzó su padre-. Deberías quedarte allí hasta que te hagan sargento. Es un buen trampolín y no hay razón para que lo dejes.
– Ya has cubierto tu cuota de trabajo peligroso, cariño -continuó su madre.
– Haz un año o dos como oficial de relaciones con la comunidad, estudia y consigue que te promuevan -dijo Stephanie-. Ya sé que crees que patrullar por las calles es más divertido, pero tienes que pensar en el futuro.
Su hermana se había asegurado su propio futuro casándose con un obseso de los ordenadores que ganó tres millones de dólares cuando vendió su primera empresa y los invirtió en otro negocio de informática que estaba creciendo de manera imparable.
– ¿Qué es esto? ¿Una intervención policial? -dijo Ronnie-. ¿Cuándo decidisteis que ibais a jugar al policía bueno y al policía malo conmigo?
– Hemos estado hablando sobre ti, es cierto -dijo su madre-. Sabemos que no estás encantada con tu nuevo empleo, pero eres lista. Puedes ir escalando y acabar…
– En algún trabajo de oficina seguro -dijo Ronnie en tono lastimoso-. «Construidles un despacho y se sentarán», ¿no es cierto?
Stephanie, que se parecía a su hermana mayor, dijo:
– En todo caso, nunca entenderé tu fascinación por ser policía. ¿Qué te ha dado en la vida, excepto dos matrimonios fallidos con sendos policías?
– Pero ambos se llamaban Sinclair, así que ni siquiera tuve que cambiar mi permiso de conducir -dijo Ronnie con una sonrisa burlona, molesta como siempre porque Stephanie la Santurrona le echaba en cara sus malas decisiones. Al principio los dos Sinclair habían engañado a Ronnie, pero ella sentía que merecía bastante crédito por haberse deshecho de ambos rápidamente, tan pronto como descubrió que uno de ellos era un bebedor oculto y el otro un donjuán.
– Dale una oportunidad a tu nuevo trabajo -dijo su padre.
– Puede que empiece a gustarte -dijo su hermana-. Eso de hacerte tu propio horario y organizar tu tiempo…
– Y así yo podría dejar de preocuparme por ti -dijo su madre.
A partir de aquella tarde Ronnie decidió entregarse con empeño a la CRO, sobre todo desde que el sargento la puso en el mismo equipo que un oficial jefe con mucha experiencia, Bix Rumstead, hacia quien Ronnie se había sentido inmediatamente atraída.
Bix Rumstead tenía cuarenta y cinco años y le llevaba trece años de ventaja, tanto en el trabajo como en la vida. Medía metro ochenta y cinco de estatura, estaba en buena forma y era bien parecido, de sonrisa cálida y amable. Tenía una cabeza llena de rizos color peltre y ojos gris humo, y aunque Ronnie nunca había salido con un hombre de su edad, con Bix se habría lanzado a la primera oportunidad. El problema era que estaba casado, y que tenía dos hijos a los que adoraba: una chica de dieciséis años llamada Janie, y un chiquillo de doce, Patrick. Tenía sus fotografías sobre su mesa, y hablaba de ellos a menudo, preocupado por si tendrían suficiente dinero para ir a la universidad cuando llegase el momento. Por ese motivo trabajaba todas las horas extras que podía, y era muy querido entre los vecinos de su zona.
Cuando Ronnie le contó a Cat sobre Bix, ella le dijo:
– Sí, me pusieron en equipo con él algunas veces, hace unos seis años quizá, cuando patrullaba. Un tipo complicado, que no quería llegar nunca a sargento. No era tan divertido como algunos de esos gatillo fácil que ves cuando trabajas en la calle. Por entonces yo siempre era más feliz con los carnívoros que con los herbívoros, pero ya no necesito más compañeros violentos. Probablemente ahora me caería mejor. Además, es muy guapo.
Cuando Ronnie comentó que era una pena que Bix estuviese casado, Cat dijo:
– Es un poco mayor para ti, y además, ¿no aprendiste ya la lección después de haberte casado con dos policías? Yo sí lo hice casándome sólo con uno. Haz como yo y búscate un abogado rico la próxima vez. Vete a bares infestados de abogados. Hay leguleyos por todas partes, son como los vasos de Starbucks.
El primer encuentro que tuvo con Bix Rumstead fue en Doheny Estates, en el área del 6-A-31, a la que los policías llamaban «Los Pájaros». Cerca del mediodía se hallaban patrullando colina arriba, rodeados de casas de siete cifras en calles que tenían nombres como Warbler Way, Robin Drive, Nightingale Drive, Thrush Way o Skylark Drive. Muchas estrellas de cine o de rock tenían casas millonarias en Hollywood Hills, eran sus viviendas ocasionales cuando estaban en Los Ángeles. Muchas tenían grandes jardines expuestos a la vista, otras se hallaban en terrenos más ocultos y protegidos. Los residentes que pertenecían al mundo del espectáculo tenían miedo de los fanáticos, los ladrones y los fotógrafos.
– A veces hacemos simulacros de robo -le explicó Bix Rumstead a Ronnie mientras conducían-. Señalamos los lugares más vulnerables que necesitan protección.
– «Calidad de vida» -dijo Ronnie, repitiendo el mantra de la CRO.
– Exactamente -dijo Bix con una amplia sonrisa-. Las llamadas relacionadas con la «calidad de vida» que recibimos aquí en las colinas son algo diferentes de las llamadas de «calidad de vida» del este de Hollywood, como podrás notar.
Ronnie contempló el lujo que la rodeaba y dijo:
– Su calidad de vida es muy diferente de la mía, eso es seguro.
Se mantuvo en silencio un momento y luego añadió:
– Seguimos teniendo pinta de agentes de policía, y seguimos pensando como policías, pero no estamos haciendo trabajo de policías.
– Cuando era policía hablaba como un policía, entendía como un policía, pensaba como un policía. Pero cuando me convertí en un cuervo dejé de lado los asuntos policiacos -le dijo Bix Rumstead.
– ¿De quién es esa frase? -preguntó Ronnie.
– San Pablo a los Corintios. Creo -y luego agregó-: Es un buen trabajo, Ronnie, ya lo verás. No te resistas.
La llamada a la CRO que había llegado desde Los Pájaros la había hecho el batería de una banda de rock en franca decadencia. En algún momento había sido muy importante y su nombre sonaba junto al de Tommie Lee, pero el grupo se había separado por diferencias internas entre el cantante y el guitarrista, que era el que componía. El batería vivía con una cantante cuya carrera había tomado una deriva similar.
En el ambiente era conocida como una bebedora empedernida que había estado en la cárcel dos veces por su adicción a la cocaína.
Cuando llamaron a la puerta Bix le dijo a Ronnie:
– Busca El precio del poder. Es un icono.
– ¿Quién?
Al rockero le llevó un minuto llegar hasta la puerta, y cuando la abrió parecía pálido y confundido. Sus bucles rojizos le colgaban sobre la cara, tenía barba de una semana y los pocos pelos de su perilla apelmazados con comida seca. Llevaba puesta una camiseta de Metallica y téjanos de diseño gastados, que Ronnie pensó que seguramente eran más caros que el mejor de sus vestidos. Tenía los brazos completamente cubiertos de tatuajes, y parecía sufrir de desnutrición.
– Ah, sí, gracias por venir -dijo, retrocediendo descalzo, y era obvio que acababa de recordar que había llamado a la policía el día anterior.
Cuando entraron, Ronnie vio a su novia la cantante despatarrada sobre un enorme sillón de mimbre que había en una galería acristalada, un poco más lejos del recibidor. Estaba en una especie de trance, escuchando unos altavoces empotrados que había a cada lado del sillón. Ronnie pensó que la que se oía debía de ser su propia voz, cantando una letra ininteligible. Detrás de ella, en la pared, había un cartel de la película El precio del poder, con Al Pacino.
El músico no los invitó a pasar más allá del recibidor, y Bix Rumstead dijo:
– ¿Qué podemos hacer por usted?
– Tenemos miedo de quedar atrapados en un incendio -dijo el rockero, rascándose las costillas y la espalda, e incluso la entrepierna durante un momento, hasta que recordó que uno de los policías era una mujer-. Es por los paparazzi. Vienen con prismáticos y nos espían desde algún terreno vacío de la colina. Y fuman. Tenemos miedo de que provoquen un incendio con tanto arbusto como hay por aquí. ¿No podéis echarles?
– ¿Hay alguno allí arriba ahora mismo, que usted sepa? -preguntó Bix.
– No lo sé. Los vemos espiándonos. Siempre están espiando.
– Daremos una vuelta por la colina y lo comprobaremos -dijo Bix.
– Pasad por aquí de regreso, y decidnos algo -dijo el rockero.
– Por supuesto, volveremos en un rato.
Cuando se subieron otra vez al coche y se dirigieron colina arriba, Ronnie dijo:
– Él es un chico como para un cartel de «dile no a la droga». Tiene treinta años y aparenta ochenta. Y hablando de carteles, ¿cómo sabías que El precio del poder estaría allí?
– Músico de rock más cocaína más Hollywood es igual a El precio del poder -dijo Bix-. Los adictos a la cocaína adoran esa película, especialmente esa escena de colgados en la que Al Pacino está tan zumbado que se cae de bruces en un montón de coca. Casi siempre puedes encontrar a El precio del poder en algún rincón de sus guaridas.
– La primera vez que fui a Hollywood Hills vi esas casas y pensé que ésa debía de ser la clase de gente que escucha música de esa que nunca se oye en la emisora K-rock. Ahora descubro que aquí hay personas que se descargan canciones del Headbanger's Heaven -dijo Ronnie.
– La pasta no cambia la naturaleza humana -dijo Bix.
No perdieron mucho tiempo buscando a los paparazzi. Bix se dirigió a la zona donde todavía no había casas construidas en la ladera, miró en los alrededores, luego condujo de vuelta hacia la dirección del rockero y aparcó en la acera de enfrente, donde el hombre ya estaba esperándoles a la entrada de la casa.
– ¿Y bien? -preguntó.
– Tenía usted razón -dijo Bix-. Había cuatro. Tenían cámaras con teleobjetivo y trípodes, y había otros tres paseándose por allí mientras hablábamos con aquellos cuatro. Al parecer, es usted un blanco muy popular.
– ¿Qué les dijisteis? -preguntó ansiosamente el rockero.
– Les dije que sé que solamente están haciendo su trabajo, pero que podían sufrir graves consecuencias por acosar a personalidades famosas.
– Entiendo que tienen que ganarse la vida -dijo el músico.
– Les aseguré que usted comprendía la situación. Que las celebridades como usted los necesitan y que ellos lo necesitan a usted. Un acuerdo recíproco, por así decirlo.
– Sí, exactamente -dijo el rockero-. Con tal de que no provoquen un incendio. Eso es lo único que nos preocupa.
– Me prometieron que no fumarán allá arriba de ahora en adelante, a menos que lo hagan dentro de sus furgonetas, apagando los cigarrillos en el cenicero.
– ¿Tenían una furgoneta? -dijo el rockero con una ligera sonrisa.
– Sí, señor -dijo Bix-. Vienen equipados para encargarse de alguien tan importante como usted -y luego agregó-: Y de su señora, claro está.
El músico sonrió ampliamente y dijo:
– Sí, por culpa de los paparazzi ella tiene miedo de meterse en el jacuzzi sin ponerse algo de ropa.
– El precio de la fama -dijo Bix, moviendo la cabeza comprensivamente.
– Bien, gracias, oficiales -dijo el rockero-. Cualquier cosa que pueda hacer por vosotros, hacédmelo saber. Hicimos un bolo una vez para la patrulla de carreteras.
– Lo tendremos en cuenta, señor -dijo Bix-. Estaríamos encantados de oírlo tocar.
Cuando se dirigían de regreso hacia Sunset Boulevard, Bix le dijo a Ronnie:
– Vemos muchos como éstos. Nunca les digo la verdad. Ya son suficientemente desdichados viviendo sus vidas fracasadas como para hacerles saber que no hay paparazzi. Que ya a nadie le importan una mierda.
Ese día Hollywood Nate debía haber hecho un trabajo similar de la CRO, pero había decidido dar un paseo por su cuenta por Hollywood Hills, hacia un barrio un poco más al este. Impulsivamente se dirigió a Mount Olympus mientras sorbía un vaso de café con leche de Starbucks y recordaba a la joven del cabello color miel. No había podido olvidarla desde el día en que había apuntado su número de matrícula en el Farmer's Market.
Nate aparcó el coche a una calle de la casa. Era evidente que desde allí tenía una buena vista de la ciudad. Se dijo a sí mismo que no iba a quedarse ahí sentado mucho rato, tan sólo el suficiente como para acabarse el café con leche.
Hollywood Nate ni siquiera sabía qué hacía allí. Hasta que recordó la manera como ella se movía. Como una atleta, o quizás una bailarina. Y cómo su pelo parecía bailar por sí solo cuando se giraba de pronto. Tampoco podía olvidar aquello. De hecho se sentía avergonzado por lo que estaba haciendo, pero mientras no lo supiera nadie, qué diablos le importaba. Tan sólo quería verla una vez más, para comprobar si se adecuaba a la imagen que guardaba en su memoria.
Entonces pensó: «¿Pero qué es esto? ¿Acaso soy un chico de instituto?». Arrojó el vaso vacío al suelo del coche, arrancó el motor y estaba a punto de regresar colina abajo cuando se abrió la puerta del garaje y el BMW rojo salió dando marcha atrás. Giró y se dirigió colina abajo, y Nate Weiss lo siguió, a distancia suficiente como para quedar fuera del alcance del espejo retrovisor.
El corazón de Nate comenzó a latir más rápido y él supo que no era por la cafeína. Nunca antes había hecho algo así, y nunca el recuerdo de una mujer hermosa le había afectado de esa forma. Hollywood Nate Weiss nunca había tenido que perseguir a una mujer en toda su vida. Y aquello le hizo pensar: «¡Me he convertido en un maldito acosador!». Nate estaba experimentando algo realmente insólito para él. En su conciencia había aparecido no sólo la vergüenza, sino también una pizca de odio a sí mismo.
– ¡A la mierda con esto! -dijo en voz alta, y cuando estaban a pocas calles de Hollywood Boulevard se dispuso a abandonar aquella tontería. Entonces vio como el coche de ella se saltaba una señal de stop que había en el bulevar sin siquiera intentar aminorar la marcha.
De pronto Nate perdió el control. Algo se apoderó de él. Fue como si estuviese viendo aquello en una pantalla de cine. Sin quererlo del todo, pisó el acelerador y se acercó a ella por detrás, encendiendo las luces y tocando el claxon hasta que ella lo divisó por el retrovisor, se detuvo y aparcó.
Cuando Nate se acercó a un lado de su ventanilla, ella lo miró con unos ojos color ámbar que hacían juego con su cabello de miel, y dijo:
– Ditzy Margot no alcanzó a frenar del todo unos metros más atrás, ¿no es cierto?
Su jersey de algodón, ajustado y muy escotado, tenía una tonalidad frambuesa. Su falda era blanca y le llegaba hasta la mitad de los bronceados muslos. ¡Y qué muslos! Lo supo enseguida: era una atleta o una bailarina.
Las manos de Nate temblaban cuando cogió su licencia de conducir, y su voz sonó temblorosa cuando dijo:
– Sí, señora, se saltó usted la señal de stop sin siquiera hacer el intento de frenar. Su luz de freno no se encendió.
– ¡Maldición! -dijo ella-. Tengo tantas cosas en la cabeza. Lo siento.
Él leyó en su licencia: «Margot Aziz; fecha de nacimiento: 13/04/77». Era seis años más joven que Nate, y sin embargo él se sentía como si fuera otra vez un chico en edad escolar. Ganando tiempo para recuperarse del todo, dijo:
– ¿Podría ver su tarjeta de residencia, señora?
Ella buscó en la guantera la cartera de piel donde guardaba los papeles del coche, sacó la tarjeta de residencia y la del seguro, se las entregó a Nate y dijo:
– Por favor, no me llame «señora», oficial. Como puede ver acabo de cumplir los treinta, y últimamente me siento una anciana. Llámeme Margot.
Su lápiz de labios era también de color frambuesa, como el jersey, y su perfecta dentadura probablemente era más blanca de lo que mandaba la naturaleza. Nate soltó de pronto:
– No la llamaré señora, si usted no me llama oficial. Me llamo Nate Weiss.
Ella lo tenía a sus pies, y lo sabía. Su sonrisa se hizo más grande y luego dijo:
– ¿Patrullas todo el tiempo por esta zona, Nate?
– En realidad soy eso que mis colegas policías llaman un «cuervo». Trabajo en la Oficina de Relaciones con la Comunidad. No hago patrullas normales.
– No pareces un cuervo -dijo Margot Aziz-. Más bien un águila, diría yo.
Nate no podía recordar la última vez que se había ruborizado, pero sentía la cara ardiendo.
– Sí -dijo-, tengo una nariz un poco ganchuda, ¿verdad?
– No, mi marido sí que tiene nariz de gancho -dijo ella-. La tuya es apenas aguileña. Es muy fuerte, y viril. De hecho, es bastante… hermosa.
Nate ni siquiera notó que le había devuelto su licencia y las tarjetas.
– Bueno pues -dijo-, conduce con cuidado.
Antes de que pudiera girarse para marcharse, ella le dijo:
– ¿A qué se dedica un cuervo, Nate?
– Nos ocupamos de asuntos de calidad de vida, para que los oficiales que patrullan no tengan que hacerlo. Ya sabes, cosas como quejas por ruidos molestos, pintadas, personas que duermen por estas calles, cerca de donde tú vives. Cosas por el estilo -respondió él.
– ¡Gente durmiendo en la calle! -exclamó ella, como si estuviese gritando «¡bingo!»-. Es una coincidencia asombrosa, porque iba a llamar a la comisaría Hollywood por eso mismo. Puedo verles desde mi patio. Hacen mucho ruido allí arriba, y encienden fogatas. Es terrible. Qué suerte que me he topado contigo. Me gustaría que vinieras a mi casa alguna vez, así podría mostrártelos. Tal vez puedas hacer algo al respecto.
– ¡Claro! -dijo Nate-. Por supuesto. ¿Cuándo? ¿Hoy?
– Hoy no, Nate -dijo ella rápidamente-. ¿Puedes darme tu número de teléfono?
– Por supuesto -dijo Nate mientras buscaba una de sus tarjetas de presentación-. Puedo pasarme y hablar contigo… y con tu marido, en cualquier momento, hasta las ocho de la tarde, cuando generalmente me voy a casa.
– Mi marido y yo estamos separados, y en medio de un divorcio -dijo Margot Aziz-. Sólo hablarás conmigo cuando vengas.
Nate Weiss no pudo darle la tarjeta más rápidamente. Se había mandado hacer una tarjeta con el cartel de Hollywood atravesado en todo el frente, al costado del distintivo del LAPD. Y debajo estaba su nombre, su número de placa y el número de teléfono de línea pública que le había asignado el sargento de la CRO.
Dudó unos segundos, y luego apuntó su número de móvil particular en la parte posterior de la tarjeta.
– Tal vez sea mejor que me llames a mi móvil -le dijo a Margot-. A veces no cogemos enseguida las llamadas en nuestra línea pública, pero yo siempre cojo las de mi móvil.
– Muy bien -dijo ella-. Mantengámoslo como algo personal, Nate.
Le enseñó otra vez aquella sonrisa radiante, y luego volvió la cabeza para mirar el tráfico. Su alucinante cabello color miel recibió otro rayo de sol y bailó para Nate Weiss. Luego el coche arrancó.
Unos minutos después, ya de vuelta en su coche, Nate pensó que aquella muñeca de la colina acababa de coquetear para salvarse de una multa que él ni siquiera iba a ponerle, y se sintió como un tonto. ¿Separada de su marido? Seguramente acabaría enseñándole su tarjeta esa misma noche durante la cena y los dos se reirían mucho. ¡De Nate Weiss!
Luego pensó en su apellido: Aziz. Un apellido de Oriente Medio. Estaba casada con un árabe, quizás. A un policía judío no le hacía sentirse bien pensar en esa fantástica mujer casada con un árabe rico. Nate Weiss se preguntaba cómo podría haber sucedido.
Después de dejar a Hollywood Nate, Margot Aziz condujo hasta un club nocturno llamado Sala Leopardo que se encontraba en Sunset Boulevard. Era un club de striptease, pero sólo de topless, para que pudiera venderse alcohol. El marido del que estaba separada también era dueño de un club de striptease total, pero en ése no estaba permitido vender bebidas alcohólicas. En ese club, Alí Aziz tenía que ganar dinero de las bebidas refrescantes, que se vendían muy caras y con un consumo mínimo obligatorio, y del precio de las entradas. La mayor parte del tiempo lo pasaba en la Sala Leopardo, pero iba a menudo hasta el otro club a recoger el dinero de la caja que le daba el gerente.
Margot había llamado por teléfono para asegurarse de que Alí no estuviera en la Sala Leopardo a esa hora del día, y al entrar se dirigió hacia el camerino esquivando a los empleados mexicanos que estaban preparándose para abrir el negocio a primera hora de la tarde. No era el típico club de striptease de luces tenues y colores oscuros. Tampoco era como el club nocturno de desnudo total de Alí, que tenía bancos tapizados de piel falsa, columnas de falso granito y cielorraso de falso nogal. Aquél era claustrofóbico, con fotos de desnudos en marcos dorados que Alí creía que provocaban fantasías y erecciones. Margot ya había estado suficientes veces en ese tipo de clubes.
Ella misma había decorado el interior de la Sala Leopardo, a pesar de las quejas de su marido por la cantidad de dinero que gastaba. Había sillas de cuero trenzado alrededor del escenario, paredes de terracota y una guarda de baldosas color arena intercaladas en la alfombra marrón chocolate que Alí había pedido insistentemente y que había comprado barata. Este club daba una sensación más abierta, invitaba a la clientela femenina. Al menos ésa había sido la intención de Margot cuando había decorado el interior.
Abrió la puerta del camerino sin llamar, y una adorable asiático-americana de veinticinco años que estaba sentada frente al espejo, en albornoz, aplicándose delineador de ojos, levantó la vista.
– ¿A qué hora volverá él, Jasmine? -preguntó Margot.
Caminó por detrás de la joven y pasó su largo cabello negro sobre uno de sus pechos implantados, cuyos pezones y areolas estaban pintados de rojo. Luego masajeó los hombros y el cuello de la bailarina, y le besó ligeramente el hombro derecho.
– Sobre las siete, siete y media -dijo Jasmine, y colocó sus delicados dedos sobre los de Margot, mientras le decía-: No tan fuerte. Anoche le exigí demasiado al hombro en esa maldita barra.
Luego Jasmine preguntó:
– ¿Ha habido suerte con tu amigo? ¿Volverá a visitarte pronto?
– No tan pronto como me gustaría -dijo Margot, que dejó de acariciarle el hombro y se sentó cerca de la mesa de maquillaje-. Le dan ataques de remordimiento. Creo que puedo hacer que se le pasen, pero no sabría decirte cuánto tardará.
– ¡Mierda! -dijo Jasmine.
– No te desanimes -dijo Margot-. Hoy tuve un golpe de suerte.
– ¿Sí? ¿Por qué? -dijo Jasmine lánguidamente.
– Un policía me detuvo para ponerme una multa -dijo Margot-. Por supuesto que al final no me la puso. Un policía guapo y cachondo que no llevaba anillo de casado.
– ¿Y qué? Para alguien como tú no es difícil convencer a un policía de que te perdone una multa. Yo misma lo he hecho.
– Sí, pero éste tenía algo… -dijo Margot-. Creo que podría trabajar con él.
– ¿Un sustituto?
– En caso de que se necesite un segundo refuerzo -dijo Margot-. Pero no dejemos de lado a nuestra elección preliminar número uno. Es perfecto.
– ¿El policía de hoy intentó ligar contigo?
– Tengo el número de su móvil. Por si lo necesitamos.
– Dime algo sobre tu marido que me gustaría saber -dijo Jasmine.
– ¿Qué?
– ¿Alguna vez se cansa de que se la mamen, ese puto árabe imbécil?