Capítulo 5

Flotsam y Jetsam recibieron una llamada a primera hora de la tarde, y al día siguiente comprendieron que debía haber sido transferida a la CRO. Una mujer guatemalteca que vivía en Little Armenia se quejaba de que no podía salir de su callejón a primera hora de la mañana porque todos los coches aparcaban en un taller de reparaciones de chapa y pintura cuyo dueño, según pensaba ella, era armenio. Tenía que ir al centro, al taller donde trabajaba en condiciones de esclavitud que quedaba en el distrito de las fábricas clandestinas; entraba a las 7.30, pero el extremo sur del callejón casi siempre estaba bloqueado. En el extremo norte había edificios de apartamentos a ambos lados, repletos de miembros de pandillas latinas, y todo el mundo tenía miedo de pasar por allí con el coche, o incluso caminando.

– Éste es un asunto de calidad de vida -le dijo Flotsam a la madre de cinco hijos, cuyo inglés era tan bueno como el que más.

– No comprendo -dijo ella.

– Tenemos oficiales que se ocupan de este tipo de cosas -dijo Flotsam. Trabajan en la oficina de los cuervos.

– ¿Cuervos? ¿Como el pájaro?

– Bueno, sí, es el mismo nombre -dijo Jetsam-. Verá, ellos advierten a esas personas, y luego les envían una citación, si hacen cosas como bloquear los callejones del vecindario.

– Puedo entender su situación -dijo Flotsam-. Quiero decir, usted ni siquiera puede utilizar el callejón a causa de estos gamberros. Sus hijos tienen que andar sorteando obstáculos de camino a la escuela, cruzar cintas amarillas.

Ella entendió la alusión a la cinta amarilla. Desde que había llegado a Los Ángeles, la había visto muchas veces extendida para cercar escenas de crímenes.

– ¿Y cómo me comunico con esos cuervos? -preguntó.

– Le diré a alguno que vaya a verla por la tarde, cuando vuelva usted del trabajo -dijo Flotsam-. Entonces puede explicarle el problema.

Cuando se deshicieron del aviso, Jetsam decidió acercarse y echar un vistazo a los alrededores del callejón. El taller estaba cerrado y sólo había una luz de seguridad al frente del edificio, pero las de atrás estaban fundidas o algún vándalo las había roto.

Jetsam aparcó el coche cerca de una valla de alambre que cercaba los coches hasta que fueran reparados. Salió del coche e iluminó los alrededores con su linterna; ante su vista aparecieron bidones de aceite vacíos, cajas de embalaje, un contenedor de basura y llantas y ruedas de coche totalmente destrozadas.

– ¡Estas putas miniluces! -dijo-. Si alguna vez me dibujan con tiza porque no tuve suficiente luz, los verdaderos culpables de mi muerte serán el cuerpo de policía y el jefe. Acuérdate de eso, hermano, y busca venganza.

Jetsam apuntó su linterna hacia la ventana que había a unos dos metros y medio por encima del callejón y comenzó a buscar algo en lo que detenerse.

– Pero ¿qué es lo que buscas? -preguntó Flotsam, sin molestarse en bajar del coche.

– Esa mujer dijo que había muchos coches bloqueando el callejón, y he notado que el taller no parecía lo bastante grande como para hacer tantas reparaciones. -¿Y?

– Que me estaba preguntando dónde está el resto del negocio de este pequeño desguace. Por ejemplo, la puerta de al lado no tiene ningún letrero. Estaba pensando que es posible que el taller utilice esa parte para trabajar en los coches. Si usan cosas como soldadoras y tubos inflamables en un sitio que sólo está separado de algunas viviendas por una pared de yeso, podría haber una ordenanza contra incendios que les obligase a cerrar. ¿Te das cuenta?

– Déjame mirar bien esta mierda -dijo Flotsam, auténticamente desconcertado por el comportamiento de su compañero hasta que encontró la respuesta. Después dijo-: ¡Ya lo entiendo!

– ¿Entiendes qué? -dijo Jetsam, mientras se subía a una caja de madera y luego encima de un barril de aceite para alumbrar la ventana del edificio que había junto al taller.

– ¡Es cosa de Ronnie Sinclair! -dijo Flotsam-. Ahora ella trabaja en Hollywood Sur. Y tú quieres ir allá mañana y tener un cara a cara con el sargento cuervo para mostrarle cuán obsesionado estás con esa mierda de la calidad de vida. Quizás así te tenga en cuenta la próxima vez que haya plazas vacantes. Y entonces, si es que es cierto que los sueños se hacen realidad, incluso podrías llegar a ser el compañero de Ronnie. Y quién sabe, tal vez ella podría no encontrarte tan repulsivo como hasta ahora. ¡Ahora lo entiendo, tío!

Jetsam podría haberse enfurecido muchísimo por la precisión con que Flotsam había adivinado sus motivos, pero estaba demasiado ocupado, sorprendido por el negocio que tenía delante.

– Colega -dijo-, sube aquí y mira lo que hay dentro.

– No me tengas en ascuas -dijo Flotsam sin moverse-. Ilumíname.

– Este lugar contiene un amplio almacén y un área de reparación. Debe de tener como seiscientos metros cuadrados.

– ¿Y?

– Que estoy viendo seis deportivos utilitarios, todos nuevos o casi nuevos. Un BMW, un Mercedes, un Lexus y… a ver… no alcanzo a ver cuáles son los otros. Está demasiado oscuro.

– Tío, esto es un taller. ¿Acaso esperabas que estos armenios guardaran olivas y queso de cabra aquí dentro?

– Sólo estoy diciendo… -murmuró Jetsam mientras seguía espiando por la ventana. De pronto se giró y dijo-: Colega, no son armenios.

– Muy bien. ¿Y qué son entonces?

– Alcanzo a ver un periódico en una mesa de trabajo que hay justo bajo esta ventana. Creo que está en árabe. Me parece que son árabes.

– Ahora ya sé por qué no tienes la palabra «detective» escrita en tu placa, tío. Noticia de última hora: hay miles y miles de jodidos camellos en L. A. ¿Y qué?

– Y también sé lo que están planeando, colega.

– Déjame adivinar. ¿Son activistas de Al Qaeda?

– Están repintando y vendiendo vehículos deportivos sofisticados. Mañana por la mañana voy a pedir en cuanto me levante que me den el detalle de los robos de vehículos.

– ¿Por qué no te pones en plan CSI total y empiezas a buscar ADN en los objetos? No me importaría quedarme aquí sentado mientras tú rastreas por ahí. A lo mejor encuentras el cuchillo de O. J. Simpson o el arma de Robert Blake.

– ¿Realmente crees que podrían ser de Al Qaeda? -dijo Jetsam.


Mientras Jetsam irritaba a su compañero con sus aires detectivescos, Alí Aziz estaba contando la cantidad de gente que había en la Sala Leopardo y vociferando a los bármanes negros, a su camarera blanca, e incluso a sus lavaplatos mexicanos. No le preocupaba que sus gritos molestaran a los clientes. Todos ellos eran hombres cuya atención estaba concentrada en las dos bailarinas de topless que, únicamente con un tanga encima, se contoneaban alrededor de las barras mientras la música brotaba con fuerza de un equipo de sonido que le había costado a Alí setenta y cinco mil dólares, aunque había conseguido un descuento especial de un cliente que necesitaba dinero antes de empezar a cumplir condena por haber cercado una propiedad robada.

Alí Aziz había dado empleo a todo tipo de bármanes, tanto hombres como mujeres: blancos, asiáticos, mexicanos, ahora a dos hombres blancos a quienes iba a despedir la semana siguiente, e incluso a un hombre de Oriente Medio. Todos eran unos ladrones, pensaba Alí. Los bármanes y las camareras llevaban camisas blancas almidonadas, corbatas de lazo negras y pantalones negros, pero Alí siempre decía que si los bármanes sirvieran las copas completamente desnudos y bajo la vigilancia de un encargado, igualmente encontrarían el modo de robarle.

Por supuesto, Alí también pensaba que le robaba el gobierno de Estados Unidos, así como el estado de California, y también la ciudad de Los Ángeles. Así que se defendía de ellos llevando dos libros de contabilidad para cada uno de los dos clubes que dirigía: uno para la entrada real de dinero, el otro para los auditores de Hacienda.

En años anteriores, cuando podía, Alí le compraba el alcohol al ratero adicto que conocía como Whitey Dawson, y a quien había conocido poco después de llegar a Estados Unidos, hacía treinta años, cuando Alí tenía veintidós. Había oído que Dawson sufrió sobredosis de heroína y había muerto, y estaba dispuesto a tratar con el discípulo de Dawson, Leonard Stilwell. Pero incluso Leonard no tardó en dejar de ir por allí.

Por supuesto, un próspero hombre de negocios como Alí Aziz no se fiaba del finado Whitey Dawson ni de Leonard Stilwell más de lo que se fiaba de sus bármanes, y mucho menos aún de lo que se fiaba de la esposa de la que estaba separado, Margot. El solo hecho de pensar en ella lo llenaba de rabia. Alí se había asegurado siempre de que cualquier alcohol que proviniese de ladrones como Whitey Dawson fuera recogido por un amigo o un conocido de uno de sus ayudantes de camarero mexicanos. O por algún otro que no estuviese directamente conectado con Alí o con sus negocios.

– ¡Tú, Paco! -gritó Alí al mexicano que estaba ocupado limpiando la mesa del banco más largo.

El mexicano, que se llamaba Pedro, no Paco, había comenzado a trabajar para Alí hacía seis meses.

– Voy, jefe.

– ¿Dónde está mi puta llave? ¡La llave no está en mi escritorio!

– Yo no… no…

Pedro no podía recordar cuál era la palabra inglesa para decir «comprendo», y fruncía el ceño. Mantuvo la mirada baja, fija en el anillo de diamantes que Alí llevaba en el meñique y en el enorme reloj de oro que lucía en la muñeca, mientras Alí agitaba un dedo frente a su cara.

– ¡No seas tan estúpido! -dijo Alí-. Llave. Llave -y luego murmuró-: Maldito mexicano, estoy hablando en español. Y yo hablo en inglés, maldito mexicano estúpido.

Finalmente Pedro comprendió.

– ¡Jefe! -dijo-. No me dio a mí. Dio a Alfonso.

Alí miró a Pedro fijamente un momento, y luego dijo:

– Vuelve a tu trabajo.

Entonces Alí irrumpió en la cocina a gritarle al lavaplatos que estaba sudando sin parar, con los brazos sumergidos en agua jabonosa y con la cabeza envuelta en vapor. Después de recuperar la llave, que estaba en el almacén, y escuchar las disculpas del mexicano, y luego de amenazarlo con despedirlo y retenerle el salario por incompetente, Alí regresó a la barra para volver a comprobar cuánta gente había.

A regañadientes, tuvo que admirar el trabajo que Margot había hecho con la decoración. La sala era de primera clase, y estaba bien diseñada para acoger a tanta gente como permitía el inspector de incendios. Alí se había resistido a aceptar el precio que ella había pagado por el empapelado de las paredes, con sus espirales color burdeos mezcladas con tonos tierra. Y las alfombras color burdeos que había querido habrían costado más que el Rolls Royce plateado que había probado la semana pasada, así que había decidido él mismo y había comprado una alfombra color marrón chocolate a precio de oferta. Ahora que su negocio había mejorado y que los clientes parecían contentos con la reforma, se alegraba de haber hecho caso a Margot. Y tenía que admitir que la muy perra tenía muchos talentos. Pero así y todo deseaba que estuviera muerta.


Leonard Stilwell se hartó y renunció a su empleo en el lavadero de coches. No había sido capaz de dar ni un golpe desde que Whitey Dawson había muerto. La seguridad se había vuelto más dura en todas partes y Leonard Stilwell necesitaba cocaína. Estaba cayendo en una aguda depresión en la pocilga que alquilaba por semanas al este de Hollywood, un apartamento de dos ambientes al que su propietario llamaba «estudio». Había una habitación con una cama plegable que quedaba empotrada en la pared cuando se cerraba, para que se pudiese entrar a la pequeña cocina sin tener que caminar por encima de ella. Y la kitchenette era tan pequeña que ni siquiera un yonqui anoréxico podía colarse dentro sin tener que colocarse de lado. Para complicar todavía más la cosa, en el piso vecino vivían un motorista y su maldita mujer motorista, y a todas horas estaban en la calle arreglando sus motos y acelerando a todo gas, así que Leonard no podía dormir. El tipo nunca llevaba la ropa de color que llevan los moteros, ni tenía esos logos de mierda pegados en su chupa de piel, pero era grande, peludo y feo, y Leonard no se atrevía a decirle nada. En momentos como ése casi hubiera preferido estar otra vez en prisión.

De hecho, estaba tan desesperado que aquella tarde decidió salir para intentar timar a algún gilipollas en el cajero automático del centro comercial. Allí había un mercado en el que había robado en dos ocasiones, cuando Whitey Dawson estaba vivo y todavía no se había vuelto tan loco por culpa de la heroína. Whitey era capaz de desactivar la mayoría de las alarmas con las que se topaba, y era un maestro con las cerraduras. Leonard no era bueno en nada de eso, pero siempre había estado disponible para Whitey. Ahora que estaba atravesando malos momentos, había tenido que volverse hábil a la fuerza.

Había intentado trampear en los cajeros cuatro veces, y todas había fracasado, pero ya había aprendido unas cuantas cosas. Esta vez Leonard se aseguró de tener cinta de película, que no podría ser detectada cuando la pegara contra el lector de tarjetas del cajero automático. Dobló los extremos de la cinta y en las partes dobladas le puso pegamento. Corrigió lo que la última vez había hecho mal: hizo algunas incisiones en la cinta para que el mecanismo no hiciera que la tarjeta saliese escupida de la ranura.

Se acercaba la hora de cierre de la mayoría de las tiendas de Hollywood, así que no perdió tiempo. Se puso una camisa hawaiana limpia, unos téjanos razonablemente limpios y zapatillas deportivas por si tenía que salir corriendo. Condujo su viejo Honda hasta el aparcamiento del centro comercial y dejó el coche lo suficientemente cerca del cajero como para hacer una salida rápida, pero no tan cerca como para que un testigo pudiera verle cuando se subía. Caminó tranquilamente hasta el cajero y simuló que estaba insertando una tarjeta para hacer una transacción. En su lugar, introdujo la falsa tarjeta en la ranura, y presionó con fuerza sobre las zonas con pegamento, por arriba y por abajo del lector. Luego retrocedió y esperó.

Una mujer mayor se aproximó al cajero con un niño cogido de la mano, probablemente su nieto. Para desgracia de Leonard, parecían latinos. Si eran inmigrantes ilegales que no hablaban tan bien inglés como para darle su clave secreta, la cosa no iba a funcionar. Pero pensándolo bien, iban demasiado bien vestidos como para ser ilegales, y eso le dio esperanzas.

La mujer introdujo su tarjeta, pero no pasó nada. Pulsó su número secreto y esperó. Tampoco pasó nada. Miró al chico, que Leonard dedujo que tenía unos diez años, y entonces Leonard se acercó y los oyó hablar en una lengua que no era español.

Leonard sacó una vieja tarjeta de cajero que llevaba consigo para la estafa, se aseguró de que ellos lo vieran, y dijo:

– Disculpe, ¿no funciona bien la máquina?

– La tarjeta se ha quedado atascada. No sale -dijo el chico.

– Déjeme probar -dijo Leonard-. Esto ya me ha pasado antes.

La mujer miró a Leonard y le brindó su sonrisa más confiada. Tenía el rostro cubierto de pecas y los ojos azules. Le dijo algo al chico en aquella lengua desconocida, y el chico le respondió.

De cerca, mientras él intentaba ganarse su confianza, la mujer no parecía tan vieja. Quizá tenía la misma edad de su madre, que tendría cincuenta y ocho si viviese. De cerca aquella mujer parecía lista. Y precavida.

– ¿De dónde eres? -le preguntó Leonard al chico.

– Mi abuela es persa -dijo el chico-. Yo soy americano.

Debió haberse dado cuenta, tenían pinta de iraníes. Y él nunca había conocido a ninguno de aquellos desgraciados, así que se sintió bastante contento cuando dijo:

– ¿Sabes? Ya sé lo que hay que hacer para recuperar tu tarjeta. Tienes que pulsar tu clave mientras al mismo tiempo yo presiono «cancelar» y «continuar». Entonces la tarjeta tendría que salir.

El chico habló otra vez con la mujer, y ella dio unos pasos atrás con cierta desconfianza, mientras Leonard se adelantaba y colocaba sus dedos sobre las teclas de «cancelar» y «continuar». Ella lo miró y él volvió a sonreír, intentando no tragar saliva. Cuando lo hizo, su nuez de Adán, que era un poco más grande de lo normal, sobresalió: un claro signo de nerviosismo.

– Tenemos que coordinarlo bien -le dijo al chico-. Dile que ahora tiene que introducir su clave de acceso.

Pero fue el chico quien se paró junto a Leonard.

– Puedo hacerlo yo -dijo-. Estoy listo.

– Ahora -dijo Leonard, y observó cómo el chico introducía los cinco dígitos al mismo tiempo que él presionaba las teclas «cancelar» y «continuar».

Entonces Leonard retrocedió, se rascó teatralmente la cabeza haciendo aflorar la caspa sobre su mata de pelo color rojo oxidado y dijo:

– Lo siento. Siempre me había funcionado. No puedo ayudarte.

Leonard se encogió de hombros, miró a la mujer y, levantando las palmas de sus manos, dio media vuelta y caminó hacia el aparcamiento. Se agachó detrás de la primera hilera de coches y los observó. La mujer y el chico conversaron durante un rato y luego entraron en la tienda, entonces Leonard corrió hacia el cajero. Cuidadosamente levantó las puntas dobladas de la cinta, tiró suavemente y cogió la tarjeta. Luego introdujo la clave de acceso, probó a pedir trescientos dólares, el máximo que el banco que había expedido la tarjeta permitía extraer por día y… ¡bingo!

Quince minutos más tarde, Leonard Stilwell aparcaba en la plaza de pago más cercana al Teatro Chino de Grauman, en el Hollywood Boulevard, y ni siquiera estaba molesto por la exorbitante tarifa de aparcamiento, puesto que ahora tenía trescientos pavos en el bolsillo. Estaba buscando a Bugs Bunny, no al Bugs Bunny alto que a menudo aparecía los viernes por la noche, sino al pequeño, que siempre llevaba escondido un montón de cocaína dentro de la cabeza mientras saltaba por ahí con su traje de conejo y una enorme zanahoria de gomaespuma en la boca, diciendo «¿Qué hay de nuevo, viejo?» a cada turista con cámara que estuviera a menos de diez metros de él.

Siempre había muchos «personajes callejeros» en las suaves noches de verano como ésa rondando por las calles. Vio a Superman, a Batman, al cerdito Porky y a uno de los muchos Spiderman en posición de ataque: con una rodilla alzada, más parecido a un ave que a una araña. En noches veraniegas como ésa, cuando las condiciones de smog creaban un cielo bajo y como reducido a escala, la gente sentía que justo allí, en Hollywood Boulevard, podía encontrarse el paraíso. Se volvía un sitio mágico para cualquiera que tuviese sueños y esperanzas.

Leonard Stilwell, que sabía un par de cosas sobre la magia de Hollywood, estaba observando a una turista que llevaba un bolso colgado del hombro, y que estaba absorta tomándole una foto a su marido acompañado de Catwoman, mientras un delgado y ágil muchacho le abría el bolso con mano experta y le quitaba la cartera. El chico se esfumó entre la multitud antes de que ella pudiera siquiera pedirle a Catwoman que posara para una foto más.

Cuando llegó el momento de pagarle por la foto a Catwoman, la turista exclamó:

– ¡Oh, Mel!, ¡Melvin! ¡Mi cartera ha desaparecido! Leonard deseó no tener que recurrir nunca al arriesgado negocio del carterismo, y continuó avanzando entre la muchedumbre mientras oía decir a Catwoman:

– Espero que no creas que me pongo esta ropa para posar gratis, Melvin. A ti nadie te robó tu cartera, ¿o sí?

Cuando Leonard vio a Hulk, tuvo esperanzas. Sabía que Hulk era amigo de Bugs Bunny porque una vez los había visto irse juntos en el mismo coche. Pero Hulk estaba muy ocupado en ese momento, con nada menos que seis turistas asiáticos que hacían cola para sacarse fotos con él. Lo mismo ocurría con el Señor Increíble, Elmo, e incluso con el Conde Drácula, cuya mirada sanguinolenta y maligna era demasiado horrorosa para sacarse fotos con niños pequeños.

Entonces Leonard lo vio. Bugs Bunny estaba haciendo una sesión doble con el Hombre Lobo; entre ambos aprisionaban como en un sándwich a una mujer obesa de unos cincuenta y tantos años que llevaba una gorra de béisbol con lentejuelas en la que podía leerse «I love Hollywood», y que acariciaba con ambas manos las cabezas de los dos personajes.

Una vez que Bugs hubo cogido la propina que le dio la mujer, Leonard se acercó a él y susurró a una de sus largas orejas:

– Necesito algo de coca.

– ¿Cuánto tienes? -dijo Bugs.

– Puedo gastarme doscientos pavos. ¿Te parece bien?

– Como si fuera oro, tío. Tengo algo de coca, y algo de anfetas que están bien si quieres meterte cristal. Espera un minuto y sígueme al Kodak Center. Tengo que ocuparme de Pluto, y luego vienes tú.

Cuando, por la tarde, Leonard recordó aquel momento, pensó que probablemente lo que le salvó fue su sexto sentido de ladrón. Todos esos años observando, esperando, estudiando a la gente, preguntándose cosas como «¿Ese paleto me está mirando como me miraría alguien de la calle Dieciocho, o como me miraría un policía de paisano?». O «¿Por qué esa prostituta negra anda por esta esquina esta noche, si nunca la había visto antes por aquí, ni a ella ni a ninguna otra puta?»; o: «¿Esa mierdecilla de yonqui del Pablo's Tacos le habrá dicho a la policía que voy a asaltar la tienda de su jefe esta noche con el código de la alarma que me ha dado?», «¿será policía esta puta engañosa, o qué?»A Leonard no le gustaba la pinta del turista gordo que llevaba una camiseta blanca nueva con el cartel de Hollywood dibujado en el frente y en la espalda. Tampoco le gustaba su gorra de béisbol de los Dodgers de Los Ángeles. La llevaba demasiado bien como para ser un extranjero. Aquel tipo fondón parecía esforzarse mucho en parecer un turista, y no estaba lo suficientemente gordo como para que Leonard pudiera decir que era un policía.

Leonard se quedó un trecho por detrás de él, y cuando estaba a unos treinta metros de distancia divisó a Bugs Bunny y al perro de Micky Mouse, Pluto, con sus enormes cabezas bajo el brazo, de pie a la salida del lavabo. Vio cómo se echaba a perder la venta. Vio al tipo gordo quitándose la gorra de los Dodgers. Y supo que aquélla era, sin duda, una señal.

El gordo corrió directo hacia ellos, y otros tres policías de paisano que salieron de otros escondrijos se les echaron encima. Bugs Bunny intentó arrojar la metadona que llevaba en la cabeza dando vuelta. Pluto cogió la piedra de cocaína que había comprado y la arrojó hacia atrás.

El gordo sacó una pistola que llevaba debajo de su camiseta y gritó:

– ¡Policía! ¡Soltad las cabezas y alzad las garras!


Hasta entonces, Ronnie Sinclair y Bix Rumstead habían pasado diez horas sin ninguna novedad. En aras de su misión de calidad de vida, habían participado en algunas redadas a los clubes nocturnos de Sunset y Hollywood Boulevard, que generaban muchas quejas de los otros negocios y vecinos de la zona. Los clientes de los clubes aparcaban allá donde encontraban lugar, haciendo caso omiso del color de los bordes de las aceras, o de si alguna parte de sus coches bloqueaba la entrada de las casas aledañas. Además, los clientes habituales, sobre todo aquellos que frecuentaban los clubes de topless donde se vendía alcohol, vomitaban y orinaban sobre las aceras y en los jardines, y arrojaban basura en cualquier sitio que tuvieran a mano.

Los que preferían bailarinas de desnudo completo salían más sobrios, porque las ordenanzas prohibían servir alcohol en esos clubes, pero los clientes más emprendedores parecían encontrar el modo de «poner sabor» a sus cócteles y bebidas refrescantes con alcohol que llevaban oculto en algún recipiente. Algunos llegaban al extremo de hacer continuos viajes al lavabo, donde sacaban botellas de alcohol de debajo de sus ropas y se llenaban la boca para luego regresar a sus mesas y escupir en sus vasos a medio llenar. Los más atrevidos sencillamente las volcaban dentro de sus vasos por debajo de la mesa. Otros, incluso, se olvidaban del alcohol e ingerían o esnifaban drogas, lo que ya les iba suficientemente bien.

La unidad de narcóticos recorría estos clubes y citaba o arrestaba a la gente por todo tipo de delitos: desde prostitución a violación del reglamento de bebidas alcohólicas, pero Ronnie y Bix atendían las necesidades de los vecinos. En el corto período que llevaba trabajando como cuervo, Ronnie ya se había aprendido de memoria la lista de nombres de los quejicas crónicos. Una de ellas era la señora Vronsky, que era dueña de un edificio de apartamentos de veintinueve pisos que quedaba cerca de la Sala Leopardo, un club de esos que utilizaba la palabra «clase» en todos sus anuncios publicitarios.

– Oficial Rumstead, gracias por venir tan pronto -dijo la mujer, con un acento ligeramente inglés, cuando lo vio de pie frente a su edificio. Tenía más de ochenta años, era baja de estatura pero de aspecto robusto, y llevaba el pelo recogido en una especie de cofia y unos pantalones sueltos a juego con su chaqueta, que Ronnie pensó que debía de ser demasiado cara para su presupuesto.

– Por supuesto, señora Vronsky -dijo Bix-. Me gustaría que conociera a una de nuestras nuevas oficiales de relaciones comunitarias. Ella es la oficial Sinclair.

– Mucho gusto en conocerla, querida -dijo la señora Vronsky, y luego se volvió hacia Bix-. Le he pedido mil veces a ese hombre, el señor Aziz, que les diga a sus empleados que no estacionen sus coches en nuestras plazas de aparcamiento, pero cuando ven un sitio vacío, lo ocupan sin más miramientos. Y luego mis inquilinos vienen a casa a medianoche, después de acabar sus turnos de trabajo, ¿y qué sucede?

– Que usted tiene que llamar a la comisaría Hollywood para hacer que los multen o que se los lleve la grúa -dijo Bix, comprensivamente-. Lo entiendo, señora Vronsky.

– He tenido paciencia, oficial Rumstead -dijo ella, y sus pálidos ojos se humedecieron-. Pero el hombre sencillamente ignora mis reclamaciones.

– Tendremos que seguir multando y remolcando, ¿no es así? -dijo Bix, dándole a la mujer unas suaves palmaditas en el hombro-; pero por ahora vamos a ir allá y vamos a hablar con él.

– Gracias, oficial Rumstead -dijo ella-. La próxima vez que lo vea le tendré preparado algo de mi piroshki casero. Justo como a usted le gusta.

– Oh, gracias, señora Vronsky -dijo Bix-. También incluiremos a la agente Sinclair.

Mientras se dirigía hacia la puerta principal de la Sala Leopardo, Ronnie dijo:

– La forma en que te miraba esa viejecita parecía decir: «Si tan sólo tuviera cuarenta años menos…». Ahora mismo, tal y como está, te devoraría a muerte si le dieras media oportunidad.

Bix sonrió y dijo:

– Es tan fácil como brindarles paciencia. El año pasado ella donó mil dólares al Memorial de la Policía de Los Ángeles, junto con una nota de agradecimiento para «ese agradable oficial Rumstead de la comisaría Hollywood». El jefe me felicitó. Espera a que conozcas a la señora Ortega. Es de Puerto Rico, y siempre me hace sentar y me da un poco de pescado asado acompañado de arroz. Y ella nunca se olvida de chupar los ojos de la cabeza del pescado.

– ¡Qué asco! -dijo Ronnie, y luego siguió a Bix a través del oscuro portal hacia el interior del club. La Sala Leopardo le pareció más elegante de lo que se la había imaginado.

Un fornido guardia de seguridad latino saludó con la cabeza a ambos policías y se hizo a un lado para dejarles pasar. Había tres bármanes sirviendo bebidas con ambas manos, y un ayudante de camarero acarreaba bandejas de vasos sucios a través de las puertas que daban a la cocina. El sitio estaba oscuro, pero lo suficientemente iluminado como para que los policías de paisano y el segurata pudieran vigilar lo que los diferentes clientes hacían en sus mesas. Los asientos parecían confortables y las mesas estaban limpias, gracias a los ayudantes que, con sus camisas blancas y sus pajaritas, trabajaban sin descanso.

Ronnie se sorprendió de lo bonitas que eran las camareras, y las dos bailarinas que estaban en el escenario le parecieron despampanantes. Una de ellas parecía mitad asiática, mitad blanca, con su brillante cabello cayéndole casi hasta la altura del tanga mientras giraba bajo las luces estroboscópicas.

Una camarera con grandes senos se les acercó, sonrió y dijo:

– ¿Mesa para dos, oficiales?

– Debo advertírtelo, no me gusta que pongáis esos juguetes tropicales en mis mai tais -dijo Bix, sonriéndole también-. ¿Está el jefe?

– Está en su oficina. Un minuto, le diré que estáis aquí.

La chica se fue y al cabo de un momento regresó y dijo:

– Podéis pasar.

Ronnie observó que las camareras miraban mucho a Bix cuando pasaron junto a ellas en el estrecho corredor que conducía a la oficina, pero él no pareció darse cuenta. Para entonces Ronnie había decidido que Bix era el elusivo «policía masculino monógamo», una criatura que ella creía extinta, si es que alguna vez había existido.

Alí Aziz estaba sentado a su escritorio, cubierto de carpetas con papeles, facturas y fotos de posibles bailarinas, la mayoría de las cuales aparecían en topless. Estaba al teléfono, gritándole a alguien en árabe. Cuando levantó la vista para mirarlos, forzó una sonrisa amable y les hizo señas para que se sentaran en las dos sillas que había para los clientes.

Ronnie pensó que la oficina era muy agradable, nada parecida a como la había imaginado. Los revestimientos de las paredes eran sutiles, la mayoría de colores pálidos que hacían juego con los tonos tierra del alfombrado y las cortinas que ocultaban una única ventana pequeña que daba al corredor. Lo único que desentonaba, por ostentoso, era el propio Alí Aziz, que llevaba una americana de seda color crema con las iniciales grabadas en el bolsillo, una camisa negra y pantalones negros a juego, un Rolex de oro, y anillos en los dedos meñique de ambas manos. Tenía alrededor de cuarenta años, se estaba quedando calvo, era moreno, y no era probable que lo invitaran al Jonathan Club que estaba en el centro de la ciudad, pensó Ronnie. Pero quedaría muy bien en el Comité de Clubes Nocturnos de la Policía Comunitaria.

Cuando Alí Aziz colgó el teléfono se puso de pie y se estiró sobre el escritorio para estrecharle la mano a ambos policías. Era varios centímetros más bajo que Bix y, con toda la cordialidad de la que fue capaz, miró hacia arriba y dijo:

– Bienvenidos, oficiales. Espero que no haya ningún problema, ¿o sí? Somos amigos de la comisaría Hollywood. Conozco bien a su capitán, y todos los años hago donativos de todo corazón para la Fiesta de las Vacaciones de los Niños y para la colecta de la Ayuda al Policía.

– Se trata de la misma queja, señor Aziz -dijo Bix.

– ¿El aparcamiento? -dijo con acento árabe, y sonó a «abarcamiento».

– Sí, el aparcamiento.

– ¡Putos mexicanos! -dijo Alí Aziz, y entonces miró a Ronnie y dijo-: Disculpe. Lo siento, oficial. Estoy tan cabreado con mis mexicanos… Debería despedirlos. Ellos son los que aparcan de manera ilegal. Siento haber sido tan malhablado.

Ronnie se encogió de hombros y Bix dijo:

– No quisiéramos que tuviera que despedir a nadie. Sólo queremos que sus empleados se mantengan alejados de las plazas de aparcamiento que pertenecen al edificio de apartamentos de la acera de enfrente. Aunque estén vacíos: la gente trabaja hasta tarde por la noche y vuelve a casa para encontrarse con los coches de sus empleados ocupando sus plazas.

– Sí, sí -dijo Alí-. La vieja señora rusa tiene razón. Me llama a cada rato. Aquí vienen policías todo el tiempo. No me importa. Quiero que mis clientes vean que aquí hay policías, saben que éste es un sitio respetable. Pero lamento haceros perder el tiempo. Voy a solucionar este problema. Voy a enviarle flores a la vieja señora rusa. ¿Necesitan dinero para algo? Voy a darles algo de dinero para el… ¿cómo lo llaman?… ¿Programa de Amigos? -pronunció nuevamente la «p» como una «b».

– No necesitamos dinero -dijo Bix, poniéndose en pie-. Si lo desea, puede hacer un donativo girando un cheque a la Liga de Actividad Policial.

– Lo haré mañana mismo, si Dios quiere -dijo Alí, y se puso de pie para estrecharles la mano.

Ronnie estaba contemplando las fotos enmarcadas que había en un estante, encima de una gran pantalla de televisión. Dos de ellas eran tomas de estudio de un niño muy guapo, una de cuando tenía alrededor de dos años y otra en la que parecía tener cinco. En ambas fotos el niño llevaba traje, camisa blanca y corbata. En la tercera foto, también de estudio, el niño posaba junto a su madre. Él, con americana y corbata, y ella, con un vestido negro clásico de escote en V y como única joya un collar de perlas colgado del cuello. La mujer era de una belleza deslumbrante, con el cabello de color… ¿qué color? Castaño dorado, quizás. Un cabello abundante y sedoso que cualquier mujer moriría por tener.

Ronnie tocó el marco cuidadosamente y dijo:

– Su familia es muy guapa.

– Mi niño -dijo Alí, sonriendo de verdad por primera vez-. Mi corazón, mi vida, mi pequeño Nicky.

– Su mujer debería salir en las películas -dijo Ronnie-, ¿no te parece, Bix?

– Ajá -dijo Bix, mirando apenas la foto.

Entonces la sonrisa de Alí se agrió, y dijo:

– Estamos en plena batalla de divorcio.

– Oh, lo siento -dijo Ronnie.

– No se preocupe -dijo Alí-. Voy a conseguir quitarle a mi hijo. Tengo el mejor abogado de divorcios de Los Ángeles.

Se despidieron, y cuando ya habían abandonado el club, Bix dijo:

– Bien, ¿y qué te parece Alí Aziz?

– No quisiera tener que trabajar para él -dijo ella.

– Ni se inmuta cuando habla con policías -dijo Bix.

– ¡Por favor! No se le mueve ni un pelo.

Mientras se subían al coche para dar por terminada la guardia, ella dijo:

– No nos dará problemas durante mucho tiempo. Ese tío está tan cargado de oro que probablemente algún día se ahogará en su propia piscina, si se adentra en los bajos fondos.


Y así habría acabado su tranquila guardia si de camino hacia la comisaría no hubiesen pasado por Sunset Boulevard. El tráfico no estaba tan mal aquella tarde, pero Sunset estaba atascado en Vine Street a causa de una baliza que había colocado un motorista, que confundía a la gente. Un coche patrulla que iba a toda velocidad hacia el norte de Vine Street llegó zumbando al semáforo de la esquina. Bix encendió la luz de la sirena y condujo en sentido contrario por el carril de dirección este, giró en Vine y allí estaba el gran choque.

– Tiene que haber ocurrido hace un momento -dijo Ronnie, mientras dos policías de la Guardia 3 corrían desde su tienda hacia un viejo Chevy Caprice aplastado que había dado más de una vuelta después de haber sido embestido de lado por un camión de remolque de dos toneladas. El camión, que conducía un muchacho con el teléfono móvil pegado a la oreja, se había saltado el semáforo en rojo cuando iba por el carril sur. El chico tenía el rostro herido y lleno de sangre, y estaba reclinado contra una puerta que, debido a la fuerza del impacto, había quedado doblada en dos como una cartera.

Bix se lanzó corriendo hacia el viejo coche, y Ronnie le siguió. Uno de los jóvenes policías de la Guardia 3 les gritó:

– ¡Dos ambulancias vienen en camino! ¡Aquí hay una mujer y un niño! ¡Están sangrando mucho y no podemos sacarlos!

El otro policía, un hombre más grande, daba patadas a la puerta trasera del Caprice, que estaba atascada. Dentro vieron la cabeza de una niña que tenía un corte que iba desde la coronilla hasta la frente. De las profundas heridas que se habían abierto en el hueso manaba mucha sangre, y le chorreaba por la cara.

– ¡Dios! -exclamó Ronnie-. ¡Dios mío!

Y también ella comenzó a patear la puerta, en tanto que el policía fornido se detuvo y sacó su porra. Intentó utilizarla como una barra para abrir la puerta a la fuerza pero al rato gritó a su compañero:

– ¡Tráeme una llave de neumático! ¡Cualquier cosa que sirva para hacer fuerza!

A través del cristal roto, Bix pudo ver que la mujer asiática que estaba detrás del volante estaba muerta. La columna de dirección le había aplastado el pecho y permanecía allí, sin vida, con los ojos abiertos vueltos hacia lo que quedaba del techo y más allá, hacia el cielo negro.

Para entonces las sirenas de las ambulancias se oían más cerca, y Bix oyó varias voces gritar y luego vio algo que se movía. Alumbró con su linterna hacia dentro y se dio cuenta de que había otro niño en el asiento trasero del coche.

– ¡Aquí dentro hay otro niño! -gritó, justo cuando el policía fornido conseguía al fin forzar la puerta, y Ronnie vio claramente que el cráneo destrozado de la pequeña estaba unido a su cuello sólo por unos cuantos trozos desgarrados de tejido rojo y viscoso.

– ¡Dios del cielo! -repitió, y corrió tras el coche hacia Bix y el otro niño que él había hallado, con la esperanza de que éste estuviese vivo.

Bix estaba de rodillas, con su minilinterna sobre el asfalto, arrastrándose bajo el coche para intentar levantar el amasijo de hierros que tenían atrapado al niño. Ronnie alcanzaba a oírle gemir mientras hacía fuerza con la espalda, y cuando dirigió hacia allí su linterna, iluminó el rostro de una niña de cuatro años, que resultó ser la segunda hija de unos jóvenes inmigrantes camboyanos que vivían en Hollywood desde hacía casi cinco años.

El cuerpo de la niña estaba de lado y sangraba, pero su cara y su cabeza no mostraban ninguna marca. Era de una delicada belleza, muy pálida. Ronnie se arrastró bajo el coche para ayudar a Bix a intentar levantar el retorcido metal.

Fue entonces cuando ocurrió, y Ronnie supo que recordaría aquello durante lo que le quedaba de carrera. Quizá durante el resto de sus días. La pequeña abrió los ojos y miró directamente el rostro tensado por el esfuerzo de Bix Rumstead, quien finalmente había levantado el gran amasijo de metal a una altura suficiente como para que Ronnie liberara a la niña.

Justo antes de que Ronnie la cogiera, la niña le dijo a Bix:

– ¿Tú eres mi ángel?

Intentando controlar su forzada respiración, Bix consiguió decir:

– Sí, cariño. Soy tu ángel.


Cuando regresaron a la comisaría, Bix se cambió el uniforme mucho más rápido que Ronnie. Cuando ella salió del vestuario de mujeres lo vio corriendo a toda velocidad, cruzando el aparcamiento en dirección a su coche, y estuvo casi segura de que sabía adónde iba.

Cuando Ronnie llegó al trabajo la mañana siguiente, supo que la niña había sobrevivido al trayecto en ambulancia y que había llegado al Centro Médico Presbiteriano de Hollywood, pero había muerto en la sala de emergencias poco antes de que su ángel llegara corriendo a su lado.

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