Capítulo 12

La tarde siguiente el oficial Tony Silva tomó una fotografía excepcional en Laurel Canyon. Un productor de películas pornográficas que iba borracho al volante de un Ferrari cuando volvía de rodar todo el día en un estudio de Ventura Boulevard, en San Fernando Valley, había dado un volantazo que le hizo estrellarse directamente contra un par de árboles de eucalipto. La parte delantera del coche estaba dañada, pero el airbag nunca se activó.

El cuervo regresaba de ocuparse de otra de las constantes quejas contra los paparazzi, que esta vez procedían de un actor de segunda, uno de esos que vivían en casas alquiladas en las colinas, cuando se encontró con el accidente, del que había avisado un vecino de la zona. Sin embargo, Tony Silva no fue el primer policía en llegar. El oficial FX Mulroney ya estaba allí.

La motocicleta del LAPD estaba aparcada a pocos metros del Ferrari, cuyo motor aún estaba encendido, mientras que el conductor, que más tarde daría una tasa muy elevada de alcohol en sangre en la prueba de alcoholemia, lanzaba miradas de pánico por encima de su hombro izquierdo. El productor estaba concentrado en lo que él creía que era la carretera, pero en realidad se trataba de un espacio abierto entre los dos árboles, donde su coche había quedado encajado e inmóvil.

Con décadas de experiencia en asuntos como ése, el motorista FX Mulroney comprendió de inmediato que el hombre aún estaba intentando lidiar con las curvas de la carretera, sin duda todavía veía doble. Y para cuando Tony Silva se bajó del Ford Explorer de la CRO, FX Mulroney ya llevaba allí un buen rato y le faltaba el aire a causa de la «persecución» del Ferrari.

Más tarde, Tony Silva dijo que si hubiese tenido una videocámara su grabación podría haber sido un éxito en Internet, pero lo único que tenía era la cámara del móvil. En las fotos que tomó aparecía FX Mulroney, con su traje completo de motorista, conduciendo junto al Ferrari y gritándole al productor de películas pomo «¡Deténgase! ¡Detenga el maldito coche!», mientras éste aceleraba y miraba hacia atrás, desesperado por huir del inclemente policía que, como en un sueño -o en este caso, una pesadilla-, parecía estar persiguiéndolo… ¡a pie!

– ¡No quiero tener que dispararle! -gritaba FX Mulroney-. ¡Acérquese al arcén y apague el motor!

Luego, como siempre, FX se pasó de rosca y gritó:

– ¡Cuidado con la mujer y con el bebé! ¡Muévase a la derecha! ¡A la derecha!

Por un momento el motor de alto rendimiento alcanzó el máximo de revoluciones y las ruedas giraron abruptamente, lo que provocó que el coche subiera unos treinta centímetros por el tronco del eucalipto más grande, con las llantas humeantes y el motor rugiendo. Pero luego bajó otra vez, y tosió y escupió hasta que finalmente se fundió el motor. FX Mulroney reparó entonces en el oficial Tony Silva, pero no podía hablar. Tuvo que inclinarse hacia delante con las manos sobre las rodillas para coger aire después de tan larga «persecución». Luego se incorporó, se quitó las gafas de aviador y dijo en dirección a la cámara:

– Me alegro de que este cabrón por fin haya parado. Me estaba quedando sin gasolina.

El productor porno levantó la vista y miró al viejo motorista, que se hallaba junto a su coche. Y con los ojos a media asta, abrió la puerta y dijo:

– Lo felicito, oficial. Un par de veces creí haberlo perdido, pero he terminado atrapándolo.


A Ronnie le parecía que Bix había estado raro durante casi todo el día. Estaba inquieto, agitado, nervioso. Llevaban ya varias horas tocando puertas, encargándose de las miles de llamadas de los quejicas crónicos que tan bien conocían en la CRO. Era un trabajo tedioso para el que Bix solía tener el temperamento perfecto. Pero no hoy. No tenía la paciencia de siempre. Sus respuestas, tantas veces practicadas, no parecían tan sinceras. Cuando alguien estaba contándoles sus problemas, sobre la mayoría de los cuales no podían hacer nada, miraba su reloj. Lo cierto es que quienes llamaban eran personas solitarias que querían un poco de atención por parte de las autoridades, pero que lo único que tenían a mano eran los cuervos de Hollywood Sur.

En la última llamada que atendieron juntos, Ronnie y Bix se hallaban en la cocina de un chalé de estuco blanco de ochenta años y techos de teja española, escuchando las quejas de una inmigrante salvadoreña entrada en años cuyos hijos no iban a visitarla desde hacía tres meses. Su inglés era lo suficientemente bueno como para que llegaran a entender que el vecino de al lado le estaba haciendo la vida imposible con sus frecuentes subastas en el garaje, las cuales atraían gentuza que arrojaba basura en su propiedad y orinaba en la entrada de su casa a plena luz del día.

Cuando la mujer hizo una pausa para ir a atender el teléfono, que estaba en su habitación, Bix se sirvió un vaso de agua. En la esquina divisó un ratón atrapado en una trampa de pegamento. El ratón, que había quedado firmemente cogido por la barriga y las patas, miró hacia arriba con una mirada que era a la vez temerosa y triste, como si la criaturilla supiese que no tenía esperanza.

Ronnie oyó que Bix le decía al ratón:

– Lo siento, amigo. Te ayudaría si pudiese, pero ni siquiera puedo ayudarme a mí mismo.

Cuando la mujer salvadoreña regresó a la cocina, cogió la trampa y ahogó al roedor en un cubo de agua que guardaba en el pórtico de atrás. Luego continuó recitándoles las muchas quejas que tenía de sus vecinos.

Tras acabar aquella visita, Bix dijo:

– Volvamos a la oficina y consigamos otro coche. Creo que deberíamos separarnos y ocuparnos de todas las denuncias que podamos durante lo que queda del día. Tenemos mucho trabajo atrasado.

Ronnie estuvo de acuerdo, pero no pudo evitar preguntarse qué había querido decir realmente Bix cuando le había dicho aquello al sentenciado ratón.


En los últimos años, la calle Alvarado, de la División Rampart, se había convertido en algo parecido a una calle comercial de Tijuana. La mayoría de las tiendas y establecimientos comerciales exhibían las mercancías desparramadas sobre el pavimento, y las aceras estaban atestadas de peatones hispanoparlantes durante la mayor parte de la mañana y hasta bien avanzada la tarde. Los espectáculos, los sonidos y olores que allí había provenían del otro lado de la línea imaginaria que marca la frontera sur de Estados Unidos.

Había una farmacia muy particular en ese vecindario, a la que Alí Aziz acudía a menudo desde el n de septiembre, cuando tuvo que dejar de hacer sus, viajes a Tijuana.

Antes de la catástrofe había descubierto que valía la pena hacer un viaje cruzando la frontera internacional para conseguir todas las drogas con receta que sus bailarinas necesitaban: productos dietéticos, tranquilizantes y estimulantes. Pero tras el 11-S se hartó de que lo enviaran a la segunda zona de inspección cada vez que regresaba, y de que lo sometieran a interrogatorios y pesquisas en cuanto respondía a la pregunta acerca de su origen.

La última vez, unos agentes de aduana estadounidenses le confiscaron los medicamentos que había comprado en Tijuana. Enseguida dudaron de la autenticidad de las recetas, hechas in situ por médicos de Tijuana que trabajaban en convivencia con las farmacias de la zona. Después de aquello, Alí habló con sus empleados mexicanos y lo enviaron a la farmacia de la calle Alvarado. El dueño se llamaba Jaime Salgando, y le vendía cualquier cosa sin necesidad de receta, aunque por el triple de lo que le hubiese cobrado una farmacia legal. Para obtener las prescripciones, todo su cuerpo de bailarinas hubiera tenido que visitar a médicos muy caros, y Alí no quería pagarlos, especialmente porque ellos nunca iban a recetar la gran cantidad de drogas que las bailarinas pedían.

Hasta entonces, Jaime Salgando nunca había rechazado a Alí, pero aquel día se pondría a prueba la lealtad del farmacéutico y su propia codicia. Alí sólo llevaba consigo una cápsula que había robado del botiquín de su antigua casa en Mount Olympus. La había robado el día que sacó su ropa y sus objetos personales bajo el humillante escrutinio de un guardia de seguridad que Margot había contratado para controlar que se llevase únicamente lo que habían acordado por medio de sus respectivos abogados.

En un momento en que el guardia no lo miraba, Alí había cogido del frasco de somníferos de Margot una cápsula de color magenta y turquesa de cincuenta miligramos. Eso sucedió poco después de que leyera un artículo en un periódico árabe sobre un rico egipcio que había sido arrestado por intentar envenenar a su hermano mayor alterando su medicación para dormir. Aquel medicamento era el único que Margot usaba para su insomnio ocasional, y se lo había recetado su doctor de Los Ángeles Oeste. Alí sabía que ella nunca había tomado más de una cápsula en cada toma, a lo sumo una o dos veces por semana y casi siempre por las noches, cuando decía estar estresada. El frasco contenía treinta cápsulas, y ella lo reemplazaba más o menos cada cuatro meses.

Estaba muy asustado cuando abrió el armario de los medicamentos y cogió la cápsula para guardarla en su bolsillo. Pero tener aquella cápsula todos esos meses había fortalecido su confianza y mitigado su rabia y su frustración con respeto al sistema de justicia americano y a las mujeres americanas, que sabían cómo manejar a su antojo ese sistema. Tener aquella cápsula lo hacía sentir menos impotente mientras la caótica maquinaria legal lo humillaba. La cápsula le recordaba que tenía el poder de acabar con todo aquello si las cosas se volvían intolerables, si ella le hacía temer por la seguridad de su hijo.

Cuando Alí entró en la farmacia había unos doce latinos. La joven de la caja registradora del frente le dijo algo en español y sonrió. Alí no comprendió, pero sonrió también y señaló al farmacéutico que estaba en el fondo de la tienda.

Se alegró de ver que sólo había dos clientes esperando para pedir sus medicamentos. Se sentó en una silla rodeada de estantes repletos de frascos de vitaminas y hierbas, y esperó. Cuando la segunda mujer pagó sus medicamentos, él se adelantó hacia el mostrador y sonrió a Jaime Salgando, un mexicano de sesenta años, medio calvo, con los párpados caídos, un delgado bigote grisáceo y un aire de total seguridad.

Con un ligero acento español, el farmacéutico le dijo, sonriendo:

– ¡Alí! ¿Dónde has estado escondiéndote?

– Hola, hermano Jaime -contestó Alí con una falsa sonrisa.

Se estrecharon la mano y Jaime dijo:

– ¿Cual es el problema? ¿Necesitas más Viagra para seguirles el tranquillo a todas esas bellas empleadas que se pelean para llevarte a la cama?

– Ojalá -dijo Alí, manteniendo la sonrisa.

– Creo que tengo todo lo que puedes necesitar -dijo Jaime Salgando-. ¿Cómo puedo ayudarte, amigo mío?

Alí le pasó una lista de los medicamentos habituales: píldoras de dieta para Tex y ansiolíticos para Jasmine. Pero como Margot siempre conseguía sus medicinas en una farmacia cercana al consultorio de su doctor particular, el farmacéutico no sabía lo que ella necesitaba, así que Alí pidió un somnífero específico de cincuenta miligramos, supuestamente para Goldie.

Cuando Alí le dio la lista a Jaime, el farmacéutico dijo:

– ¿Goldie ha cambiado de medicación?

Alí se encogió de hombros y respondió:

– No me he fijado. ¿Tienes eso?

– Sí -dijo el farmacéutico-. ¿Y tú cómo lo llevas, Alí? ¿Estás bien de salud?

– Muy bien -dijo Alí.

Mientras el farmacéutico buscaba los medicamentos, Alí dijo:

– ¿Qué tal va el negocio, hermano?

– No tan bien como el tuyo, Alí. Y además mis empleadas no tienen tan buen aspecto como las tuyas.

Jaime había disfrutado de dos citas con Tex, como pago de Alí Aziz por los servicios de farmacia prestados. Alí le dijo:

– Tex te echa de menos. ¿Cuándo vendrás de nuevo a verla, Jaime?

El hombre suspiró y dijo:

– La próxima vez tendré que doblar la dosis de Viagra. Una píldora no es suficiente cuando estoy con esa chica.

Alí forzó una carcajada que sonó más nerviosa de lo que le habría gustado, y dijo:

– Tú me dices cuándo, hermano. Ella está allí disponible para ti.

– A mi edad es agradable saberlo -dijo Jaime.

Cuando Jaime completó el pedido, Alí le pagó y le dijo:

– Jaime, tengo un problema terrible, y voy a necesitar tu ayuda.

– Para eso estoy aquí -dijo Jaime.

– Necesito una cápsula de veneno. De cincuenta miligramos.

– ¿Para qué? -preguntó el farmacéutico, perplejo.

– Tengo que matar a un perro. Tengo que ponerle veneno en la comida.

– ¿Qué perro?

– El vecino ruso que tengo en Mount Olympus es muy rico. Es un gánster muy malvado, y tiene un gran perro de cincuenta kilos. El perro es un asesino. La semana pasada casi mata a mi Nicky. ¡A mi hijo! El ama de llaves se lo llevó dentro de la casa justo a tiempo. Más tarde fui a ver al ruso, pero me mandó al diablo.

– ¿Llamaste a Control de Animales? ¿O a la policía?

– No, ese ruso me da miedo. Es un hombre muy peligroso. Todos los vecinos le tienen miedo, a él y a su perro. Nos reunimos todos, y acordamos que deberíamos envenenar a su perro. La próxima vez que el perro salga, lo envenenaremos. El ruso nunca debe saber quién lo hizo.

– No sé, Alí… -dijo Jaime-. No es una buena idea.

– ¿Has leído algo sobre esos sicarios rusos que secuestran y matan gente en la ciudad de Los Ángeles? Está relacionado con ellos. Ese hombre es peligroso. Ahora su casa está en venta, pronto se mudará, si Dios quiere. Todos le tememos, pero ahora mismo nos asusta más su perro. Por favor, ayúdanos.

– Pero eso es un delito.

– Todo es delito en esta maldita ciudad -dijo Alí.

– Sí, pero esto es diferente. Mis drogas son para ayudar, no para matar.

– Fue idea de uno de mis vecinos. Le metemos la cápsula en una albóndiga y listo. No me importa qué clase de veneno sea.

– ¿Y por qué me has dicho que tiene que ser de cincuenta miligramos?

– Mi vecino piensa que se necesitan cincuenta miligramos de esa cosa que le ponen a los pesticidas para matar a un perro tan grande. Y que lo haga rápido, para que no sufra. No queremos ser crueles.

– Creo que tu vecino puede estar refiriéndose a la estricnina -dijo el farmacéutico-. Cuando yo trabajaba en un rancho, en México, solíamos poner esos cebos a los coyotes pero los matábamos con menos de cincuenta miligramos de estricnina. Mucho menos.

– El perro del ruso es dos veces más grande que un coyote, quizá tres -dijo Alí.

– No sé, no estoy seguro… -dijo Jaime Salgando.

Alí estaba preparado para su reacción. Colocó cinco billetes de cien dólares encima del mostrador y dijo:

– Por favor, hermano, hazlo por mí. ¿Te acuerdas de Goldie? ¿La bailarina rubia, como de la altura de Tex? Te organizaré una cita con Tex y Goldie. Las dos a la vez. Nunca lo olvidarás. ¡Vas a necesitar muchísimo Viagra!

Alí sintió que le temblaba la perilla, pero trató de mantener su taimada sonrisa mientras Jaime Salgando meditaba el asunto. Entonces el farmacéutico dijo:

– Tengo que pedirle lo que necesitas a un proveedor que conozco. Te lo llevaré al club el jueves por la tarde, a las ocho en punto.

– Eso está bien, hermano -dijo Alí-. Pero por favor, asegúrate: una cápsula pequeña, que podamos meter en una albóndiga. He visto que ese ruso muchas veces le da con la mano pequeñas albóndigas rusas.

– Le diré a mi amigo lo que se necesita para el cebo -dijo el farmacéutico.

– ¿Cuándo quieres tu triángulo amoroso, hermano?

– El sábado por la tarde -dijo el farmacéutico. Y luego añadió-: Nadie debe enterarse de esto nunca, Alí.

– No -dijo Alí-. Nadie debe saberlo nunca, ¡o ese ruso me matará! Y gracias, hermano, gracias. ¡Has salvado la vida de mi hijo!

– El jueves te llevaré tu pedido -dijo Jaime-. A la Sala Leopardo.

Simulando una despedida despreocupada, Alí dijo:

– ¡Sí, mi hermano! ¡Y Tex llevará puesto su sombrero y sus botas de vaquero para ti el sábado por la noche, te lo prometo!

Cuando Alí se subió al coche rompió la bolsa de papel y se tranquilizó al ver que las pastillas para dormir de Goldie eran idénticas a la cápsula turquesa y magenta que llevaba en el bolsillo. Le había costado casi doscientos dólares asegurarse de que el fabricante de las pastillas de Margot no había cambiado el color ni el tamaño de la cápsula en los últimos meses. Era probable que tuviese que colocar algunas cápsulas de más en el frasco, para que las cosas no sucedieran tan rápido. Quería que ella muriese sólo cuando él estuviera listo, y no antes.

De vuelta desde la calle Alvarado hasta Hollywood, Alí comenzó a inquietarse con respecto a Jaime Salgando. Pero cuanto más cerca estaba de Hollywood, más le parecía que sus miedos eran irracionales. Si su mujer iba a morir al cabo de tres meses, ¿por qué la muerte no iba a ser considerada un suicidio a causa de su romance con ese nuevo novio suyo, quienquiera que fuese? O, si había sospechas de homicidio, ¿por qué no iba a ser el nuevo novio el objeto de la investigación? Quién sabe qué intrigas podrían haber estado tramando él y Margot. La policía podía conjeturar que ella había amenazado con abandonarlo, y que él se estaba vengando. El blanco de la investigación policial iba a ser el cerdo de su novio, no él.

Incluso el escenario que más le asustaba parecía desmoronarse cuando lo miraba con valor y racionalidad: el temor de que a Jaime Salgando pudiera darle un terrible ataque de mala conciencia cristiana e informase a la policía de que, en un día caluroso de verano, él había suministrado a Alí Aziz cincuenta miligramos de veneno, supuestamente para matar a un perro. Pero ése era el miedo más tonto de todos. Si Jaime hacía una cosa así, ¿qué sucedería con su licencia, con su negocio, con su vida entera? Jaime había aceptado dinero de Alí durante años, y le había dispensado drogas para las bailarinas de la Sala Leopardo de manera ilegal. Jaime, el padre y abuelo cariñoso, se había acostado con varias de esas bailarinas a quienes suministraba medicamentos de manera ilegal. ¿Y cómo iba a poder probar que le había dado a Alí cincuenta miligramos de veneno? No, Jaime Salgando había cometido demasiados delitos detrás del mostrador de su farmacia. Era la menor de las preocupaciones de Alí Aziz.

Su mayor preocupación era ganar la custodia legal de Nicky una vez que Margot fuera hallada muerta. Alí sabía que su familia, esa gente insignificante de Bartow, California, iba a pelear por la custodia para tener controlado a su nieto, el heredero de la fortuna de Margot. O más bien, de la mitad de la fortuna de Alí, las riquezas que la muy perra le había robado por medio de todas sus artimañas. Y a decir verdad, él les habría permitido quedarse con cada una de las cosas que ella le había robado, con todo lo que poseía, si renunciaran a entablar una batalla legal por la custodia de Nicky. Lo único que Alí Aziz quería era a su hijo.

Cuando Alí entró en la Sala Leopardo aquella tarde se dirigió a su despacho y cerró la puerta con llave. Se sentó a su mesa, encendió la lamparilla, se secó las manos en la camisa y se bebió un trago de Jack Daniels para serenarse. Le pareció absolutamente asombroso que, a pesar de sus temores, la idea de que pronto tendría la cápsula mortífera le hiciera sentirse tan poderoso. Tendría el poder de la vida y la muerte. Con el inesperado regalo de los medicamentos que iba a brindarles a sus bailarinas, se sentía con derecho a que le hicieran mamadas especiales sin ninguna queja. Decidió llamar a una de las chicas a su despacho. Esta vez no iba a necesitar Viagra. Hoy no.


El turno de diez horas de servicio de Ronnie y Bix Rumstead -sin contar la media hora para comer estipulada en el código 7- iba a terminar a las ocho en punto de esa tarde. Pero cuando Ronnie firmó su salida, Bix aún no había regresado. Ella lo había llamado al móvil dos veces, pero no había podido dar con él. Estaba tan preocupada que estaba a punto de decírselo al sargento antes de marcharse a una reunión con el Comité de Pintadas. Entonces sonó su móvil.

– Soy yo -dijo Bix cuando ella respondió.

– Estaba empezando a preocuparme -dijo ella.

– Lo siento -dijo él-. Me lié.

A Ronnie le pareció detectar algo raro en su modo de hablar, pero esperaba equivocarse.

– ¿Vienes para aquí? -replicó.

– Firma por mí la salida, ¿quieres? Regresaré más tarde para devolver el coche.

Ahora estaba segura.

– ¿Por qué no voy dónde estás tú? -dijo ella-. Podríamos comer algo.

– No, voy a ir por una hamburguesa con un policía que conozco de cuando trabajaba en Hollywood Norte. Sólo firma mi salida. Volveré pronto.

Y ahí acabó la conversación. Si se hubiera tratado de otro, y no de Bix, Ronnie no habría accedido, siendo nueva como era en la Oficina de Relaciones con la Comunidad. Pensó en hablar del tema con alguno de los otros cuervos, pero no lo hizo. Bix le caía tan bien como cualquier otro policía que hubiera conocido en la comisaría Hollywood. Esa tarde, cuando firmó su salida y la de Bix, estaba muy nerviosa y más que preocupada. Sabía que iba a pasar una noche inquieta, pensando en la posibilidad de que Bix tuviera un accidente con el coche del LAPD por conducir «bajo ciertos efectos».


Esa tarde hubo un incidente al sudeste de Hollywood que involucró a más de cincuenta hombres filipinos y mexicanos. Se habían reunido en un almacén que cerraba sus puertas a las seis de la tarde, pero uno de los empleados, en connivencia con los demás hombres que trabajaban en el almacén, había dejado abierta la puerta trasera. Una de las alas de almacenamiento había sido acordonada, y los trabajadores tatuados que llevaban camisetas de la empresa y que tenían pinta de maltratadores, bebían cerveza y tequila mientras se reunían alrededor de un foso de pelea hecho de madera laminada, que habían clavado allí de manera provisional para que hiciera las veces de escenario del grotesco espectáculo que estaba a punto de empezar.

Llegaron varios camiones, y muy pronto el depósito se llenó de jaulas de metal que fueron apiladas contra la pared. Cada una de las doce cajas contenía un gallo de pelea, y las aves chillaban aterrorizadas por la conmoción. Desde un equipo de sonido portátil resonaban canciones mexicanas, y las voces de los bebedores gritaban apuestas en español, tagalo y spanglish antes de preparar a las aves para las sangrientas peleas a muerte, que estaban programadas para las ocho y media.

Todo podría haberse desarrollado como estaba previsto de no ser por un joven operador de montacargas mexicano llamado Raúl, que cometió el error de decirle a su mujer que esa tarde iba a estar ocupado y que llegaría tarde a casa. Carolina, una chica americano-mexicana nacida y criada al este de Los Ángeles, le preguntó:

– ¿Ocupado en qué?

– No puedo decírtelo -dijo él.

– ¿Cómo que no puedes decírmelo?

– Lo he jurado, es un secreto.

– Será mejor que rompas tu juramento, tío -dijo ella-. Quiero saber adónde vas.

Siempre sucedía lo mismo. El operador había deseado mil veces haberse casado con una auténtica mexicana. Aquellas chicas mestizas que parecían cocos, con un blanco lechoso dentro, no eran más que gringas latosas con nombres hispanos.

– Les he hecho una promesa a mis amigos -dijo él.

– Creo que vas a visitar a tu antigua amante -dijo ella-. Esa puta de Rosa, la de las grandes chichis. Bien, pues ya puedes olvidarlo.

El hombre se sentó en una silla de la cocina, bajó la cabeza y se rindió, como hacía siempre, y le dijo la verdad:

– Hemos organizado una pelea de gallos en el almacén.

– ¿Una pelea de gallos? -dijo Carolina-. ¿Quieres decir que los bichos van a matarse los unos a los otros? ¿Esa clase de pelea de gallos?

– Sí -dijo él-. Pero yo sólo voy a apostar veinte dólares. Nada más.

– Tú no vas a apostar un carajo -dijo ella-. Porque no vas a ir a ninguna pelea de gallos. En este estado va contra la ley, por si no lo sabes.

– ¡Van a ir todos mis amigos, Carolina! -rogó él.

– Si sales por esa puerta, llamaré a la policía y les contaré lo de la pelea -dijo ella-. ¡Es algo cruel y asqueroso!

El marido entró en el dormitorio y dio un portazo. Diez minutos más tarde, mientras todavía estaba allí haciendo pucheros, su mujer cogió el teléfono y, sin hacer ruido, llamó a la policía.


Una hora antes de que empezase la pelea de las ocho y media, el asistente del jefe de la guardia de la comisaría Hollywood había organizado a la carrera una redada sorpresa. Se asignaron tres unidades de patrulla de la segunda división y dos de la quinta, acompañadas por los dos equipos de policías de Antivicio, que estuvieron disponibles a pesar del escaso tiempo que tuvieron para reaccionar. Una pareja de empleados de Control de Animales iban a ser enviados junto con los agentes del LAPD treinta minutos después de comenzada la redada, para que confiscaran los gallos de pelea. Todos esperaban empapelar a los organizadores del evento. Según el código vigente los delitos de crueldad con animales estaban penalizados con una multa de veinte mil dólares y/o un año en la prisión del condado.

Los agentes encargados de la Guardia 5 eran Cat Song y Gil Ponce, junto con Dan Applewhite y Gert von Braun. La mayoría de los policías creían que iba a ser una misión interesante. No había habido muchas redadas en peleas de gallos organizadas por allí, en pleno corazón de la ciudad, y ninguno de ellos había visto nunca un ave de pelea.

De camino al aparcamiento del punto de reunión policial, desde donde irían hasta el aparcamiento del almacén, Gert von Braun le hizo una sorprendente confesión a Dan Applewhite.

– Las aves para mí son como serpientes con alas. Sólo pensar en esos gallos me da impresión.

Dan «Día del Juicio Final» estaba perplejo. Creía que Gert von Braun no le tenía miedo a nada. ¡En ese momento dejó de parecerle una enorme e intimidatoria mujer policía siempre enfadada, y le pareció tan sólo una chica dulce y vulnerable!

Fue muy tierno cuando le dijo:

– No te preocupes, Gert. Si algo va mal con esas aves asesinas, yo cuidaré de ti. Un verano, cuando yo era niño y vivía en Chino, California, trabajé en una granja de gallinas seleccionando huevos. Un vaquero de gallinas, eso es lo que soy. Tú quédate detrás de mí y ocúpate de los mexicanos y los filipinos borrachos, yo me encargaré del resto.

– Oh, sí -dijo ella-, ya puedo verte allí con tu aerosol de pimienta y diciéndole a un gallo loco con patas como cuchillas: «¡Vamos, cerebro de pájaro, ven aquí!». Seguro que sí, mi héroe.

Cuando llegaron al punto de reunión los policías apagaron sus sirenas y se bajaron para hablar. Fue entonces cuando se enteraron del horrible giro que habían dado los acontecimientos: el sargento que tenía que dirigir la redada no estaba disponible, de manera que había sido reemplazado por un sargento de patrulla de la guardia nocturna.

– ¡Labios de Pollo Treakle! -gimió Cat Song, cuando oyó la noticia.

– Una elección apropiada, considerando la naturaleza del evento -comentó el joven Gil Ponce.

– Va a encontrar la manera de joderlo todo -dijo Gert von Braun-. Si es que un gallo de pelea puede llegar a estar más jodido de lo que ya está.

– Y que lo digas -corroboró Dan «Día del Juicio Final»-. ¡Treakle al mando! Me dan ganas de tener un repentino ataque de dolor de espalda.

Y para empeorar las cosas, el sargento Treakle alumbró a los policías con el rayo de su nueva minilinterna hasta que divisó a sus agentes de la Guardia 5. Luego se acercó a Dan Applewhite, y dijo:

– Entraré contigo y con Von Braun.

– Sargento, ¿no prefiere ir en su propio coche, por si necesitamos tiendas extras para transportar prisioneros? -dijo Gert.

– No, Von Braun -dijo él secamente-. Quiero que me deje a cincuenta metros del aparcamiento para poder hacer un reconocimiento rápido antes de que dé la orden de ataque desde mi Rover.

El sargento Treakle estaba especialmente nervioso. Se untaba obsesivamente la boca con crema para los labios, pero cuando lo hacía se daba la vuelta, como si estuviese esnifando coca.

– ¿Para qué necesita humedecerse los labios? ¡Si no tiene! -le susurró Dan Applewhite a Gert.

Un policía latino, con barba, una camiseta de trabajo de Ace Hardware y unos vaqueros con las rodillas agujereadas, dijo:

– ¿No sería mejor que el reconocimiento lo hiciera yo, sargento? Su uniforme es un tanto evidente.

– Gracias por el dato -dijo Treakle con frialdad-. Me las arreglaré.

– Está bien -dijo el policía-, pero espero que esta maniobra no se eche a perder. -Miró a los demás policías, que permanecían en silencio, y dijo-: ¡O quedaremos como unas gallinas! ¡Gallinas!

Los demás se rieron a carcajadas, y el sargento Treakle anotó mentalmente que no debía olvidarse de averiguar el nombre de aquel policía tan listillo. Miró su reloj y dijo:

– Applewhite y Von Braun, ¡al ataque!

– ¿Al ataque? -dijo el policía de Antivicio, cuando Treakle se fue-. ¡Dios mío, ese ratón de pelea cree que está en el vuelo 93 de United Airlines!

Otra unidad de la guardia nocturna, que no había sido asignada para la redada, estaba por casualidad cerca de la zona en aquel momento, y había escuchado las comunicaciones por radio. Conducía Jetsam, y Flotsam, que había tenido una mañana agotadora en Malibú y tenía un hombro lesionado, iba de acompañante. Estaba relatándole todo el asunto a su compañero.

– Tío, estaba entrando en una ola buenísima cuando me caí -le dijo.

– ¿Derrapaste por completo dentro del túnel? -preguntó Jetsam.

– Giré en redondo, tío. La nariz quedó vertical y yo horizontal, y la tabla cortó la correa y salió catapultada por los aires. Y estoy hablando de mi submarino. Verás, esta mañana había sacado mi vieja tabla larga, y ¡ahí estaba yo esperando que me cayeran encima tres metros de cristal, como una bala de cañón!

– Mierda, ¿por qué siempre hay buenas olas cada vez que tengo que ir al dentista o algo así? -dijo Jetsam.

– Lo peor es que tragué como dos litros de espuma, y cuando estoy allí tosiendo y escupiendo, ¿qué pasa? Que llega una tía buenísima con un bikini blanco y me dice: «¿Estás bien?». La miro y veo a la tía más increíble que he visto nunca en Malibú. ¿Recuerdas a esa chica que vimos en ese fiestón de medianoche el mes pasado? ¿La que saltaba por encima de la fogata sin nada arriba, con una botella de tequila en cada mano? ¿Te acuerdas?

– ¿Estás diciéndome que la tía que viste estaba tan buena como ésa?

– De lujo, tío. Primera categoría.

– ¿Le pediste el teléfono?

– Tío, apenas podía respirar. Estaba todo jodido, ahogándome. Y luego sentí como que los gofres de IHop se me venían a la garganta.

– ¡Ay, no! -dijo Jetsam-. ¿Vomitaste?

– Lo lancé todo -dijo Flotsam, moviendo la cabeza-. Un asco.

– ¡No me cuentes más! -gritó Jetsam, pero quería seguir escuchando.

– Tío, le vomité todo encima. Gritó, salió corriendo para lavarse aquella porquería, y no volví a verla. Estaba taaaaan deprimido.

– Colega -dijo Jetsam con suavidad -, ésa es una de las historias más tristes que he oído nunca.


Cat Song y Gil Ponce eran el último equipo que estaba saliendo del aparcamiento del punto de reunión cuando llegó la unidad 6-X-46 y les hizo señales con las luces.

Jetsam acercó el coche patrulla al otro, situándolo en la dirección opuesta, y dijo:

– Ya ha empezado el juego, ¿eh?

– Sí, y tenemos que irnos ya -dijo Cat-. Treakle está al mando.

– Ay, mierda -dijo Jetsam-. Lo lamento por vosotros.

Flotsam contempló el viejo blanco y negro que estaba aparcado y dijo:

– ¿A qué supervisor le pertenece ese pedazo de mierda?

– A Labios de Pollo -dijo Cat-. Está en una misión de reconocimiento, echando un vistazo al objetivo. No podemos hablar ahora, tenemos que irnos.

– Nos vemos luego -dijo Jetsam, mientras Cat se alejaba para seguir a la caravana de unidades policiales que se disponían a abalanzarse hacia el aparcamiento del almacén.

Flotsam se masajeó el hombro herido mientras Jetsam cambiaba de la frecuencia de base a la de táctica, justo a tiempo para, oír al sargento Treakle, cuya voz sonaba muy aguda a través de las ondas de radio.

– ¡A todas las unidades, diríjanse hacia el objetivo! -dijo Treakle, escupiendo dentro de su Rover-. ¡Diríjanse todas al objetivo!

– Se emociona bastante por un montón de pollos, ¿no? -dijo Jetsam.

– Apuesto a que ese tío tiene tetas de mujer -dijo Flotsam-. Vamos por un burrito.


Mientras los policías surfistas estaban sentados dentro de su coche en Sunset Boulevard disfrutando de su comida Tex Mex, un coche de la Oficina de Relaciones con la Comunidad subía colina arriba hacia Mount Olympus y giraba en la entrada de la casa de Margot Aziz. El conductor se bajó del coche, pero no cerró la puerta. Tenía la intención de volver a subirse, pero finalmente no lo hizo. Entonces cerró la puerta sin hacer ruido, caminó hasta la puerta principal de la casa y tocó el timbre. Oyó pasos dentro, en el recibidor de suelo de mármol, y supo que ella estaba mirando por la mirilla enmarcada en bronce.

Cuando se abrió la puerta ella le lanzó los brazos al cuello y lo besó varias veces en la boca, en las mejillas y en el cuello, mientras él intentaba apartarla. Los ojos de ella se veían brillantes y húmedos bajo la luz de la luna, y tenía algunas gotitas pegadas a las pestañas. Él sintió la humedad en sus mejillas, y pudo sentir su sabor cuando ella lo besó, pero se preguntó por qué sus lágrimas no eran saladas.

– Tenía miedo de que no vinieras -dijo ella-. Tenía miedo de que no volvieras nunca. Hoy te dejé cuatro mensajes en el móvil.

– Tienes que dejar de hacer eso, Margot -dijo Bix Rumstead-. Podría ser que mi compañera descolgase alguna vez.

– ¡Pero no te he visto desde hace veintinueve días y veintinueve noches!

Lo atrajo hacia el recibidor y cerró la puerta. Quería olerle el aliento para ver si había bebido, pero él se resistió otra vez cuando ella intentó besarlo de nuevo.

– No puedo quedarme, Margot -dijo-. He venido en un coche de policía. Tengo que devolverlo a la comisaría.

– Pues hazlo y vuelve pronto -dijo ella-. Te prepararé algo de cenar.

– No puedo -dijo él-. Sólo pasé para decirte que tienes que dejar de llamarme. Vas a meterme en problemas.

– ¿Problemas, Bix? -dijo ella-. ¿Problemas? Yo soy la que tiene el problema. Estoy locamente enamorada de ti. No puedo dormir, no puedo pensar. Tú y yo tenemos algo, Bix, y no puedes echarlo por la borda. Ya casi estoy libre de Alí, falta muy poco. Y entonces seré toda tuya. ¡Yo y todo lo que tengo!

– No puedo. Yo también me estoy volviendo loco de tanto pensar en ti. Pienso en ti, en mi familia… No, no te convengo. No somos buenos el uno para el otro.

– Tú eres el mejor hombre que he conocido nunca -dijo ella, y luego se apretó contra su placa y lo estrechó con fuerza con ambos brazos.

– Tengo que irme -dijo él otra vez, pero ya no se apartaba de ella.

– He intentado ser paciente -dijo ella-. Lo único que me ha sostenido es saber que tu familia se ha ido a visitar a tus parientes políticos hace dos días. Mira, he marcado mi calendario, Bix. Tú eres lo único en lo que pienso. Soy egoísta. Te quiero aquí conmigo todas las noches mientras ellos estén fuera. Quiero tener la oportunidad de convencerte de lo bien que estamos juntos.

– Esta noche no puedo pensar bien -dijo él-. Te llamaré mañana. Tengo que llevar el coche de vuelta a la comisaría.

Ella lo soltó y él la miró. Luego la besó, y ella pudo oler que efectivamente había bebido.

– Mañana, cariño -dijo Margot, sonriendo esperanzada-. Estaré esperando tu llamada.

Cuando Bix Rumstead salió dando marcha atrás y giró para bajar la colina, no vio el Mustang que estaba aparcado una calle más arriba. Nate Hollywood había aguardado todo el día la llamada de Margot, que nunca llegó. Él también había bebido un par de copas aquella tarde después de acabar su turno y, siguiendo un impulso, había ido a Mount Olympus con la intención de llamar a la puerta. Quería averiguar qué diablos era lo que pasaba por la cabeza de aquella mujer. Pero cuando se acercaba a la entrada de la casa vio un coche de policía. Pasó frente a la entrada, dio la vuelta, aparcó y esperó.

No tuvo que seguirle de cerca mucho rato para estar seguro de que el conductor era Bix Rumstead. Estuvo tentado de seguirle hasta la comisaría para tener con él un cara a cara amistoso, para «comparar notas» sobre Margot Aziz. Pero decidió que era mejor esperar hasta estar completamente sobrio.


Después de acabarse su burrito, Jetsam condujo en dirección al almacén donde iban a hacer la redada en lugar de volver a su recorrido habitual.

– ¿Dónde vas, tío? -dijo Flotsam.

– A echar un vistazo a la gran movida de los pollos.

– ¿Por qué?

– ¿Alguna vez has visto un gallo de pelea?

– No, ni tengo ningunas ganas.

– Podríamos aprender algo.

Para cuando aparcaron en el almacén, ya estaba todo bajo control. Todos los espectadores filipinos y mexicanos estaban siendo interrogados, y sus datos introducidos en fichas identificatorias. Se averiguaron los antecedentes de todos ellos. No había nadie fuera del edificio excepto Gil Ponce, que estaba junto a una pila de jaulas con los gallos de pelea que aún chillaban furiosamente y picoteaban el acero de las jaulas.

Jetsam acercó el coche adonde estaba el joven policía, y dijo:

– ¿Qué está sucediendo allí dentro, tío?

– Ahora nada -dijo Gil-. Sólo están identificando a todos los detenidos y averiguando antecedentes. Van a empapelar a unos cuantos. Deberíais haber estado aquí cuando llegamos. Uno de los organizadores intentó escapar, pero Gert le hizo una llave que lo dejó KO.

– Sí, seguro -dijo Flotsam.

Entonces una delgada figura apareció de entre la oscuridad, llevando consigo una jaula. Cuando se acercó vieron que se trataba de Cat Song.

– Ese cabrón de Treakle -les dijo a los surfistas-. Nos hace traer las aves aquí fuera en lugar de esperar a que lo haga Control de Animales. Quiere cerrar el almacén e ir a presumir con el jefe de la guardia sobre su gran redada de pollos, y dejarnos aquí cuidando de las aves hasta que lleguen los de Control de Animales. ¡Tengo el uniforme lleno de plumas y cagadas de pollo!

t Colocó la jaula encima de otras dos y las aves armaron más alboroto con la incorporación de las recién llegadas.

– ¿Cuántos pájaros hay? -preguntó Jetsam.

– No lo sé -dijo ella-. Diez, doce. No los he contado. -Luego se volvió hacia Gil Ponce y dijo-: Vamos, niño, no voy a acarrear estas jaulas yo sola.

Cuando ellos regresaron al depósito, Jetsam le lanzó a Flotsam una mirada y vio que estaba a punto de comenzar a quejarse de su hombro otra vez.

Jetsam apagó las luces del coche, se bajó y abrió la puerta trasera que estaba del lado ele Flotsam.

– ¿Qué haces, tío? -quiso saber Flotsam, mientras miraba azorado cómo Jetsam cogía la jaula que estaba encima de la pila y la colocaba dentro del asiento trasero de su tienda.

– Tú has tenido un mal día en Malibú, colega. Estoy intentando animarte.

– Sólo dime qué es lo que piensas hacer -dijo Flotsam con ansiedad.

– Cálmate, colega, no le quites la gracia al asunto -dijo Jetsam, cerrando la puerta y volviendo a ponerse al volante.

– ¿Qué asunto? -quiso saber Flotsam, y pronto lo supo.

Jetsam condujo con las luces apagadas y giró hacia el aparcamiento, donde había un coche patrulla blanco y negro aparcado en la oscuridad.

– ¿Todavía llevas ese slim jim en tu bolsa? -preguntó a su compañero.

– Tío, esto no tiene ninguna gracia -dijo Flotsam.

Jetsam salió del coche y dijo:

– Tío, esto es lo que se llama tener suerte en el trabajo. Mira ese viejo carromato blanco y negro, quieto ahí, esperándonos. No me jodas. ¡Es nuestro destino!

– ¡No te pases, tío! -dijo Flotsam, pero estaba fascinado, mirando cómo Jetsam se colocaba los guantes y deslizaba el slim jim por la ventanilla del coche hasta conseguir abrir la puerta.

– A dormir, pollo -dijo al ave encerrada, y traspasó la jaula al coche del sargento Treakle por la puerta trasera. Pero cuando la abrió, el gallo le picó un dedo.

– ¡Aauu! -dijo-. Este pollo malagradecido me ha mordido. Y eso que empezaba a gustarme, porque se parece mucho a Keith Richards.

– Esto no tiene gracia, es todo lo que puedo decir -dijo Flotsam. Pero de hecho pensaba que era bastante gracioso… si no los cogían.

Jetsam cerró, aseguró la tienda del sargento Treakle y luego se marcharon en busca de un basurero donde poder arrojar la jaula vacía.

– ¿Crees que el novato se asustará y nos delatará cuando ese nazi cabrón sin labios intente averiguar quién soltó al pollo?

– No estoy seguro de que Ponce siga siendo un novato -dijo Jetsam-. Podría ser que a estas horas ya le hayan despedido. De cualquier manera, Cat Song le clavaría uno de esos palillos coreanos de metal en los ojos si intenta conspirar contra nosotros. Está todo bien, colega.


El sargento Treakle estaba más contento que unas pascuas con la redada. Tres hombres que estaban bebiendo en el aparcamiento cuando llegaron las patrullas de la policía fueron citados a declarar. Cinco más fueron arrestados por estar borrachos en la vía pública o por no tener permiso de conducir. A ninguno se le citó por ser espectador de una pelea de gallos, porque cuando la policía llegó la pelea aún no había empezado. Los dos organizadores fueron arrestados, y en la comisaría Hollywood se les abrió un expediente bajo el; cargo de «crueldad hacia los animales».

Después llegaron los de Control de Animales y se hicieron cargo de las aves. Mientras tanto, el sargento Treakle se aseguró de que el almacén quedara cerrado y que la alarma contra robo^ estuviese conectada. Fue muy meticuloso, y estaba orgulloso del trabajo que había hecho. Y como iba con Gert von Braun y Dan Applewhite, ambos tuvieron que quedarse hasta el final. Estaban hambrientos y de mal humor, y tenían los uniformes sucios de acarrear los gallos de pelea fuera del almacén.

Cuando todas las patrullas excepto las dos unidades de la guardia nocturna se hubieron ido, el sargento Treakle dijo:

– Bueno, Von Braun, tengo una propuesta para hacerles a usted y a Applewhite.

– ¿De qué se trata? -dijo Gert, dudosa.

– Les invito a tomar un código 7 conmigo. Yo invito. Ustedes elijan el sitio.

Todavía con el olor de las histéricas aves y el de las cagadas de pollo en la nariz, Gert von Braun dijo con acritud:

– Ah, muy bien. Vamos a KFC, sargento Treakle. Yo pediré unas alitas y un muslo.

Gil Ponce reprimió una risita cuando vio que su supervisor fruncía el ceño.

– Pensándolo mejor, usted y Applewhite pueden irse ya -dijo el sargento Treakle, lanzando a Gert una gélida mirada. Luego se volvió hacia Cat, y le dijo-: Song, usted y Ponce pueden llevarme hasta mi coche.

Gert musitó «Lo siento, Cat» cuando ella y Dan Applewhite iban en dirección a su coche.

– Gracias, compañera -le dijo Dan a Gert-. Treakle me provoca tal acidez de estómago que siento que necesito llevar una botella de antiácido intravenoso en mi cartuchera.

El sargento Treakle se sentó en el asiento trasero de la tienda de Cat y Gil y ellos le llevaron rápidamente hacia el aparcamiento del punto de reunión, sin pronunciar palabra. Cuando salía del coche, el sargento les dijo:

– Quédense aquí hasta que arranque. El sistema eléctrico de ese viejo coche no es muy fiable.

Cat suspiró, movió la cabeza mirando a Gil, aparcó el coche y ambos esperaron. Y resultó que tuvo que agradecérselo, pues de otro modo se lo hubiesen perdido.

La exhausta ave estaba en el suelo bajo el asiento trasero, aparentemente dormida, cuando el sargento Treakle abrió la puerta del conductor y entró, mientras pensaba que el olor de aquellas horribles aves no acababa de desaparecer. El gallo parecía seguir durmiendo cuando el sargento cerró la puerta. No se movió cuando arrancó el motor. Pero cuando el sargento tocó el claxon para indicarle a la unidad 6-X-32 que podía adelantarse y marcharse, ¡el gallo estalló en un ruidoso revuelo de garras, aleteos y chillidos horribles!

Gil Ponce oyó sonidos extraños, cogió la linterna y alumbró el coche del sargento. Luego dijo:

– ¡Cat! ¡Están atacando al sargento Treakle!

– ¿Qué? -dijo Cat, pisando el freno.

Entonces los dos se quedaron boquiabiertos, helados, mientras el gallo furibundo destrozaba la espalda del sargento Treakle con sus agudas garras y le picoteaba la cabeza, batiendo poderosamente las alas sin cesar y chillando como un gato.

Pero por más fuerte que gritara el gallo peleón, no alcanzaba a gritar ni la mitad de fuerte de lo que lo hacía el sargento Jason Treakle, que cayó de bruces al suelo al salir disparado del coche. Cat Song corrió hacia el coche y atizó con la porra a la furiosa ave, obligándola a entrar otra vez, hasta que pudo cerrar nuevamente la puerta.

– ¡Dios mío! -dijo Gil Ponce-. Sargento Treakle, ¿está herido?

Pero el sargento no podía hablar. Emitía sonidos aterradores, como si lo estuvieran estrangulando, e intentaba respirar con desesperación.

– ¡Llama a una ambulancia! -le dijo Cat a Gil Ponce-. ¡Y haz que el camión de Control de Animales vuelva aquí! ¡Y luego tráeme una bolsa!

– ¿Una bolsa? -dijo Gil Ponce-. ¿De dónde voy a sacar una bolsa?

– ¡Olvida la bolsa! ¡Sólo haz las llamadas!

– ¡Está bien! -dijo Gil, y corrió hacia el coche.

Cuando regresó, Gil se encontró a Cat sosteniendo a su supervisor para mantenerlo erguido, ayudándole con cuidado a que se apoyara contra la puerta de su tienda. Aulló cuando su espalda malherida tocó el metal, y Cat le dijo que ignorara el dolor e intentara respirar normalmente.

– ¿Se recuperará? -preguntó Gil Ponce.

– Creo que sí -dijo Cat-. Pero ha sufrido un shock, y está bastante magullado. Y además está completamente bañado en mierda de pollo.

Para cuando llegaron los auxiliares sanitarios y se ocuparon de las heridas de la cabeza, el cuello y la espalda de Treakle, ya había aparecido el equipo de Control de Animales. Cat les abrió la puerta del coche del sargento y dio un salto hacia atrás. Pero ellos lograron capturar el ave, que ahora se mostraba dócil, la enjaularon y la colocaron en la parte trasera de su furgoneta. El teniente se había tomado un día libre, de manera que hubo que llamar al jefe interino de la unidad de vigilancia. Resultó ser el sargento patrullero más viejo de la comisaría Hollywood, quien estaba al tanto de los métodos y de la reputación del joven sargento Treakle.

Cat estaba lo suficientemente cerca como para alcanzar a oír al viejo sargento diciéndole al sargento Treakle:

– Tal vez deberíamos mantener en silencio esta pillería vergonzosa. Es exactamente el tipo de historias que le encantaría poner en los titulares locales a ese pendejo del Los Angeles Times que cubre los asuntos del LAPD. Los del Departamento quedaríamos como estúpidos, y usted también.

– ¿Yo, quedar como un estúpido? -dijo el sargento Treakle-. ¡Yo no he hecho nada para merecer esto! ¡Quiero que Asuntos Internos interrogue a todos los policías que estuvieron aquí y que les haga pasar a todos la prueba del polígrafo!

Aquello tocó la fibra sensible del supervisor más viejo, que ya había andado por ahí el tiempo suficiente como para saber lo poco fiable que era el polígrafo, sobre todo con los egos hipertrofiados de quienes constituían el servicio policial. Sabía que la prueba de un sociópata mostraba básicamente líneas planas, pero que la de un policía parecía el sombrero de una bruja si llegaban a preguntarle algo como si se había masturbado alguna vez durante la última década.

– Ya sé que usted no se merece esto -dijo el viejo sargento, apaciguándole-. Nadie se merece una cosa así. Pero todo el que lea el Times se reirá de nosotros. De usted. Si iniciamos una investigación, se filtrará en un abrir y cerrar de ojos. Ahora mismo nadie lo sabe excepto Song, Ponce y el personal sanitario. Yo hablaré con ellos.

Luego se volvió hacia Cat, que simulaba estar escribiendo en su hoja de registro.

– ¡Pero yo sé perfectamente quién ha sido! -dijo el sargento Treakle.

– ¿Y quién ha sido, pues?

– Ese hispano listillo de barba. Estoy seguro de que fue él.

– Mire, Treakle -dijo el viejo sargento-, ¿acaso quiere que su familia y sus amigos lean un titular que ponga…?

– ¡Está bien, ya lo entiendo! -dijo Treakle, a quien le pareció insoportable contemplar las distintas posibilidades para los titulares-. Pero yo sé que ha sido ese hispano barbudo.

– Tal vez debería solicitar al capitán que lo transfiera a alguna otra unidad -dijo el viejo sargento-. Un nuevo comienzo, en algún otro sitio. ¿Eso le parecería bien?

– Estoy impaciente -concordó el sargento Treakle. Entonces, por primera vez se le oyó decir una obscenidad. Se sentó, reflexionó durante un momento y dijo-: ¡Puto Hollywood!

El sargento Treakle se negó a que le llevasen al Cedars Sinai para que lo vieran otros médicos cuando Cat Song dijo que probablemente necesitarían equipos sanitarios especiales para poder limpiarlo. Y él mismo llevó su coche de vuelta a la comisaría, todo cubierto de plumas y cagadas de pollo.

El sargento veterano habló con Cat y con el joven Gil Ponce acerca de la necesidad de mantener en silencio aquel incidente, por el bien de la comisaría Hollywood, y ellos le indicaron que comprendían la gravedad de una situación como ésa, en la que una travesura podía causar heridas y aterrorizar a un supervisor, quien probablemente sería transferido a otra unidad tan pronto como fuese posible. Le aseguraron al sargento que no dirían una palabra a nadie.

Antes de que hubiese pasado una hora, Cat Song había llamado a Ronnie Sinclair a su casa, le había enviado un mensaje de texto a Gert von Braun, y se las había arreglado para contactar con Nate Hollywood en su móvil, a sabiendas de lo mucho que detestaba al sargento Treakle. Todos le agradecieron efusivamente que hubiese compartido con ellos la información, y prometieron que no dirían una palabra a nadie.

Como era uno de los agentes que había rechazado una invitación para participar en el estudio de la Biblia con el sargento Treakle, Gil Ponce le susurró todos los detalles a Dan «Día del Juicio Final» cuando estaban en el vestuario al término de su guardia, y luego le planteó una cuestión teológica. El joven policía se preguntaba si era posible que, en el instante en que quedó envuelto en la oscuridad de unas enormes alas, y mientras oía chillidos sobrenaturales, el sargento Treakle pudiera haber olido azufre y creyera que había sido capturado por el Anticristo en persona.

– Es reconfortante pensarlo -le respondió el policía más viejo. Y luego añadió-: El Oráculo siempre decía que hacer un buen trabajo policial era lo más divertido que podía sucedemos. Bueno, pues hay un par de policías anónimos ahí fuera que esta noche han hecho un gran trabajo policial. Espero que se hayan acordado del Oráculo.

Загрузка...