¡Había llegado el día de los mil dólares! Leonard Stilwell despertó antes del alba e hizo algo que casi nunca hacía. Salió a caminar por el Paseo de la Fama antes de que llegasen los turistas, respirando profundamente e incluso parándose a boxear contra su sombra unos minutos. Estuvo dando pequeños saltitos y soltando ganchos hasta que el enano del kiosco de Hollywood Boulevard le dijo:
– Yo no llevaría ese estilo a un ring, colega. Incluso Paris Hilton te machacaría.
– Lo que te gustaría es que lo probase contigo, jodida termita -dijo Leonard.
Pero el beligerante enano no se amilanó: dio un paso adelante y, encarándose con él, gritó: -No te cortes, marica mamón.
Leonard se alejó apresuradamente, antes de que el pequeño gilipollas empezase a morderle la pierna.
Leonard quería ir al Starbucks de Sunset pero no tenía suficiente dinero. Al final se dirigió a Pablo's Taco, donde paraban todos los yonquis, y compró una taza del asqueroso café de Pablo y una dulce y grasienta pasta mexicana. Después fue a su casa a descansar y a esperar. Pero antes se detuvo y robó el Los Angeles Times de la entrada de una casa que estaba a dos manzanas de su apartamento.
La única razón por la que Alí Aziz dormía tan profundamente era porque se había tragado dos cápsulas magenta y turquesa para dormir junto a un chupito doble de Jack Daniels. Tenía un ligero dolor de cabeza cuando despertó, y recordó que Margot nunca tomaba una pastilla si había estado bebiendo alcohol. Se dio una ducha caliente y luego una fría. Después se puso el albornoz, se sentó a tomar una taza de té, y contempló la vista desde su balcón, sobre los anuncios de las inmobiliarias de Beverly Hills.
No podía compararse con la vista que tenía en el Mount Olympus, desde la casa que amaba y que le había robado la puta de su esposa. Algún día, con ayuda de Dios, cuando tuviese a su hijo consigo de nuevo, vivirían en un lugar donde el chico pudiera tener tierra bajo los pies, quizás un perro con el que correr, o incluso un caballo que montar. Había sitios así en algunas partes de San Fernando Valley y en Ventura County, pero desaparecían a toda velocidad con el flujo dé gente que atasca las autopistas. Pese a todo, viviría en un lugar así por el bien de su hijo, y haría el largo trayecto diario a Hollywood para atender sus negocios sin ninguna queja. Haría eso por su hijo. Haría cualquier cosa por su hijo.
A las dos del mediodía, Leonard Stilwell llegó a la Sala Leopardo. Encontró a Alí Aziz en su oficina y se sentó en una silla frente a la mesa de Alí. Sin comentar nada, Alí extrajo un mando de garaje y lo hizo resbalar por la mesa en dirección suya.
– ¿Cuánto me saco si esto no funciona y hemos de suspender el plan entero?
– Va a funcionar -dijo Alí solemnemente.
– ¿Cómo podemos estar seguros?
– Un día de la semana pasada me enteré de que mi mujer no estaría en casa, fui y apreté el botón. La puerta se abre y se cierra.
– Vale, dame el código de la alarma -dijo Leonard, y Alí le pasó un trozo de papel a través de la mesa.
– La consola de la alarma está a la derecha, colgada de la pared. Quiero todas estas cosas de vuelta cuando nos encontremos después. Y mi gran sobre, por supuesto.
– Sí, sí -dijo Leonard-. Tú tendrás las pruebas incriminatorias y yo mis mil pavos, todo a la vez.
– Los vas a tener -dijo Alí.
– Será mejor que los tenga -dijo Leonard-. O algo.
– ¿Qué quieres decir con «O algo»?
– Nada -dijo Leonard-. Debemos confiar el uno en el otro, eso es todo. ¿No crees, Alí? Y después debemos quedarnos tranquilos y en silencio.
A Alí no le gustaron las palabras que acababan de salir de la boca del ladrón, pero prefirió no añadir nada. De momento.
– Hazlo a las cuatro en punto -dijo Alí-. Aparcas a cincuenta metros pasada la casa, en lo alto de la colina. Allí no hay ninguna casa. Nadie se fijará en ti.
– Y después me encuentro contigo junto al indicador de Mount Olympus.
– Exacto -dijo Alí.
– Te veré entonces -dijo Leonard.
Después de que Leonard se fuese Alí se quedó sentado, inmóvil, y pensando en esa expresión: «O algo». Se preguntó si habría infravalorado al ladrón. ¿Qué pasaría si Leonard amenazaba con decirle a Margot que le habían pagado por entrar en su casa y robar un sobre? Para Margot no significaría nada. Allí no había ningún documento de valor y Margot lo sabía, sólo carpetas de archivo con facturas y cheques que les habían dicho que deberían mantener guardados durante varios años por si se veían involucrados en una auditoría.
Pero dejaría a Margot pensando por qué Alí le pagaría a un ladrón para entrar en su casa. Y ella llamaría a su abogado. Alí no quería que Margot pensase demasiado. La odiaba, pero admiraba su cerebro. Margot era una mujer muy inteligente. Fíjate cómo le había robado la mitad de su fortuna. Si alguna vez Leonard hablaba con Margot pondría a Alí en un gran peligro.
Abrió el cajón de su mesa y retiró el sobre con la cápsula verde de reserva dentro. Puso una hoja de papel sobre la mesa, sacó la cuchara de coca y la navaja del cajón junto a los somníferos magenta y turquesa, y vació uno en la papelera. Entonces hizo otro embudo.
Cuando completó la tarea había dos magenta y turquesa especiales en el pequeño sobre. Dos hermanas mortíferas una al lado de la otra. Llevaría una de ellas consigo esa misma tarde y dejaría la otra guardada. Por si algún día tenía que enfrentarse a ese «O algo» que le había lanzado el ladrón Leonard Stilwell.
A las tres y media de la tarde, momentos después que Ronnie Sinclair hubiese fracasado por tercera vez en su intento de contactar con el móvil de Bix Rumstead en esa abrasadora tarde de verano, Leonard Stilwell dejaba la farmacia donde había comprado guantes de látex. Iba conduciendo Mount Olympus arriba un poco adelantado respecto al horario previsto. Mientras su Honda traqueteaba colina arriba vio a una adolescente latina y una mujer mayor de copiloto en el interior de un flamante Plymouth que descendía por la colina. Se preguntó si era el ama de llaves con su nieta. Condujo más allá de la casa y continuó hasta una curva de la calle donde la pendiente del terreno no había permitido construir casas.
Leonard aparcó el Honda, salió y cerró con llave. Recordó a Whitey Dawson contándole cómo él y cierto adicto al crack montaron un robo en un supermercado, y cómo habían asaltado un cajero automático sin hacer saltar las alarmas. Pero el drogadicto la cagó mientras huían, se activó la alarma silenciosa, y cuando salieron a la calle descubrieron que les habían robado el coche. Ambos fueron trincados a pie cuando los policías atendieron la alarma. Había aprendido un montón de Whitey Dawson, pero nada sobre cómo usar un pico para abrir una cerradura.
A las cuatro de la tarde Leonard eligió un paso para bajar por la cuesta de la calle del hogar de los Aziz. Mientras se aproximaba a la casa Leonard apretó el botón del mando en su bolsillo y lo mantuvo apretado un rato. Cuando estuvo frente al camino de entrada la puerta se abrió. Se agachó y pasó por debajo, y usó el control remoto para cerrarla antes de que hubiera terminado de cerrarse. Cuando estuvo a salvo dentro del garaje se puso los guantes de látex, sacó las herramientas de su bolsillo y se acercó a la puerta.
– ¡Jodido árabe! -dijo cuando vio que no era un pomo a la antigua usanza. Era una manilla de bronce, sin duda con un cierre interior.
Se obligó a sí mismo a permanecer en calma. Esto no debería importar en absoluto. Viejo pomo, nueva manilla, ¿cuál era la puta diferencia? Encontró el interruptor y encendió la luz del garaje. Era fluorescente y suministraba más iluminación de la necesaria. Se arrodilló frente a la manilla e insertó la barra de tensión, después el pico y repitió las palabras de Júnior.
– La barra de tensión gira el cilindro. El rastrillo levanta el cierre.
Durante unos segundos pensó que era como accionar el mecanismo en la puerta de Júnior. Pero entonces lo perdió. Sacó las herramientas, cogió un lápiz de luz y apuntó al agujero de la llave. Tenía una pinta muy parecida a la cerradura del cuchitril de Júnior. Entonces, ¿por qué no acababa de abrirse?
Lo intentó de nuevo. Esta vez usó toda la terminología, musitándola como un mantra: «Insertar la barra de tensión TR4 para girar el cilindro. Entonces insertar el pico para diamante de doble cara y levantar el cierre». Movía sus dedos huesudos con delicadeza, con gracia, tal y como Júnior había movido sus dedos marrones, gordos como salchichas. No pasó nada.
Contuvo un grito de frustración. ¡Diez billetes de cien sólo por girar un puto cilindro y levantar un puto cierre! Un gorila de Fiyi con el cerebro de una cacatúa podía hacerlo con los ojos cerrados. Eso le dio una idea.
Leonard cerró los ojos e insertó la barra de tensión y el pido. «Las personas ciegas desarrollan un toque especial», se dijo. Sintió el cilindro y el cierre, pero sólo oyó el sonido del metal rascando metal.
Abrió los ojos, y en ese momento un húmedo globo de desesperación escapó de sus labios.
– ¡Jesús! -dijo-. ¿Por qué no puedo darme un jodido descanso?
Entonces tuvo un momento de inspiración. ¡Los guantes! Los putos guantes de látex estaban disminuyendo su tacto y su sensibilidad. El toque.
Se sacó los guantes y agitó los dedos. Aunque había bochorno fuera y el garaje era como un horno, chasqueó los dedos y los flexionó como los tipos duros de las películas. Cogió la barra de tensión y el pico tan ligeramente como pudo. Como dos delicados insectos a los que no quisiera dañar.
Insertó la barra de tensión. Insertó el rastrillo. Sintió el cilindro y sintió el cierre. También sintió cómo su sudor resbalaba por su cara. Lo estaba saboreando. Bajaba por su cuello y por la camisa. Sudor de desastre, una enfermedad de Hollywood.
¡No podía sentir una mierda! Lanzó la barra de tensión y el pico al suelo de asfalto. Si hubieran sido insectos, los muy jodidos habrían muerto.
Leonard Stilwell rugió cuando se puso en pie. Todo había acabado. Iba a culpar de todo al mecanismo nuevo de la puerta. Tal vez el puto árabe le daría algo por haberlo intentado. Quizás un billete de cien, quizás uno de cincuenta. Pero en su corazón Leonard lo tenía más claro. Ese cabeza de toalla le pediría que devolviese el adelanto de doscientos que ya se había fumado.
Se inclinó a coger la barra de tensión y el pico. Su espalda se había vuelto rígida con el trabajo y se sintió inseguro, de modo que tuvo que apoyarse en la manilla para no tambalearse. Y entonces la manilla cedió, y se abrió la puerta. Lola, la sirvienta, se había olvidado de dar la vuelta al cierre en la manilla por el otro lado.
– ¡Mierda santa! -dijo, y entró a toda prisa buscando el papel en su bolsillo mientras sonaba el aviso inicial de la alarma. ¡No lo encontraba! La luz de advertencia aparecería en el ordenador del despacho del proveedor del sistema de seguridad y en pocos segundos se presentarían allí si él no…
¡Lo encontró en el bolsillo de los pantalones! Lo miró, marcó el código de la sirvienta y el pitido de aviso paró.
Entonces volvió al garaje y recogió la barra de tensión y el pico. Se puso los guantes, y, por precaución, usó los faldones de su camisa para limpiar la manilla a la que se había aferrado. Nadie iba a hacer CSI con su culo.
Entró en la cocina y después en el comedor, desde donde vio toda la panorámica de Hollywood. Nunca había estado en una casa así. Asustado como estaba hubo de admirarla por un momento. Era difícil de soportar. ¡Qué extravagancia! Deseó haber pedido más por ese trabajo. Alí siempre andaba lloriqueando sobre cómo su mujer casi lo arruina. ¡Mira esto! ¿Qué eran mil pavos extra para ese jodido roedor de queso de cabra? ¿Para un hombre que había vivido en una casa así?
Leonard Stilwell creyó que ésa era una debilidad que le había mantenido en la ruina toda su vida. Era demasiado generoso y confiaba demasiado en su compañero, y ¿qué había logrado con eso? Se arrancó estos pensamientos y se puso a trabajar. Junto a la cocina encontró el pequeño despacho donde Margot Aziz guardaba sus facturas. Abrió el cajón que Alí le había descrito y encontró los grandes sobres, etiquetados por años. Los revisó hasta dar con la carpeta del año 2004. Se la puso bajo el brazo, volvió a la puerta y pasó el pestillo que la asistenta había olvidado pasar.
Estaba en el garaje, con la bisagra de muelles de la puerta a punto de cerrar la puerta tras él, cuando recordó que Alí le había repetido varias veces que dejase la puerta sin cerrar. Leonard detuvo la puerta a tiempo. Descorrió el pestillo de forma que la asistenta se llevase una bronca por no haberlo corrido, tal y como Alí le había encargado. Por supuesto, Alí nunca sabría por Leonard que, efectivamente, Lola la había fastidiado ella sólita.
Pero cuando se alejaba andando de la casa Leonard se arrepintió de no haber cerrado el pestillo. Los gilipollas ricos nunca le dan a la gente trabajadora un puto descanso. No quería ser el responsable de joder a una vieja trabajadora mexicana y meterla en un jaleo. Pero supuso que el divorcio era tan enconado que la ex mujer de Alí nunca despediría a la asistenta, aunque sólo fuese para fastidiar a Alí.
Por otro lado, la mexicana probablemente tenía una familia que se ocuparía de ella, y seguridad social, y quizás alguna ayuda estatal, y el resto de cosas que el gobierno estadounidense ofrece a los millones de inmigrantes ilegales extranjeros que llegan a este país. El mismo gobierno federal que le había rechazado la última vez que presentó su solicitud para conseguir una ayuda social amparándose en su mala salud y su adicción a la cocaína. Algún trabajador social del condado le apuntaba siempre a un trabajo mierdoso como lavaplatos, y pretendía que él aceptase. En la ciudad de Los Ángeles del año 2007 ser blanco no salía a cuenta.
Después de sentirse a salvo al volante de su Honda, Leonard abrió la gran carpeta para ver si podía descubrir algo interesante en aquello que era tan importante para Alí Aziz. Pero todo lo que encontró fueron recibos, pagarés y listas bancarias de cheques cobrados. La típica basura doméstica que cualquiera guarda en su casa durante unos años.
Mientras conducía colina abajo para encontrarse con Alí Aziz, un montón de cosas pasaban por la mente de Leonard Stilwell. Seguía mirando a la carpeta archivadora. ¿Cómo podía ser tan importante? Y luego estaba la insistencia de Alí en dejar la puerta abierta. ¿Por qué?, ¿para cabrear a su ex mujer todavía más con la asistenta mexicana? Pero si la mujer iba a mudarse, la asistenta se alejaría de su hijo. Aquello no cuadraba, y no cuadraba desde el primer momento.
Cuando llegó a la señal de Mount Olympus vio el Jaguar de Alí en la carretera, encarado colina arriba. Aparcó en el lado opuesto de la carretera, salió con la carpeta y cruzó hacia el coche de Alí.
Pasó la carpeta a través de la ventana abierta y Alí dijo:
– Bien, Leonard. Has hecho un excelente trabajo. Dame el mando del garaje y el pedazo de papel con el código de la alarma, por favor.
– No fue fácil -dijo Leonard, mientras le pasaba el papel a Alí-. Tiene una puerta con un mecanismo nuevo. Si yo no hubiera sido un experto, jamás habría podido destrabar la cerradura.
Alí le dio a Leonard un rollo de billetes de cien y dijo:
– Ahí lo tienes, Leonard. Gracias por ayudarme.
– Era una cerradura diferente. No como la que dijiste -repitió Leonard.
– ¿La has dejado abierta? -preguntó Alí, repentinamente preocupado.
– Sí, claro -dijo Leonard.
– Muy bien, Leonard -dijo Alí, arrancando el motor-. Ven por la Sala Leopardo algún día. Te invitaré a una copa.
Leonard miró a Alí y dijo:
– He tenido mucho trabajo extra por culpa del nuevo mecanismo, invertí más tiempo y me expuse a mayores peligros. Creo que merezco una compensación.
Alí empujó el cambio de marchas y dijo:
– Tenemos un acuerdo.
– Sí, pero no lo expusiste bien y el trabajo ha sido más duro y estaba más expuesto a riesgos. Creo que me merezco cien pavos más.
– Adiós, Leonard.
Entonces hizo un giro de ciento ochenta grados y condujo de vuelta hacia el bulevar, de regreso a sus negocios.
En ese instante Leonard tuvo una corazonada y decidió seguirla. Se tomó su tiempo en regresar a su Honda, luego esperó hasta que el Jaguar de Alí se desvaneció en el tráfico de Hollywood. Entonces arrancó su coche, dio la vuelta y condujo de nuevo hacia Mount Olympus. Cuando pasó la casa de Aziz, giró en la calle que subía por la colina y aparcó justo detrás de una furgoneta de jardinería. Leonard salió del coche, caminó hasta la esquina y observó la casa de Margot Aziz cincuenta metros abajo.
Sólo tuvo que esperar cinco minutos hasta que apareció el Jaguar de Alí; lo vio avanzar más allá de su antiguo hogar y aparcar casi en el mismo sitio donde Leonard se había detenido antes del asalto. Y Leonard podía ver la carpeta de archivos en la mano de Alí. Quería devolverla a su lugar, tal y como Leonard supuso que haría. Esto no iba de una puta carpeta llena de cheques devueltos y mierda doméstica.
Alí vio por sí mismo que Margot había cambiado la cerradura de acceso al garaje tal y como había hecho con las demás. No había contado con ello, pero dudaba que hubiera supuesto una dificultad añadida para Leonard Stilwell. Alí aún estaba furioso por el intento de ese condenado ladrón de sacarle otros cien dólares. Luego se puso unos guantes de látex que había cogido del lavavajillas de su club nocturno, examinó la manilla, y abrió la puerta.
Usó el código de la sirvienta para silenciar el pitido de la alarma y cerró la puerta a sus espaldas. Comprobó su reloj. Margot era una mujer de costumbres fijas. Iba a pilates cada jueves y se quedaba hasta las 17.30 pasara lo que pasara. Luego iba a recoger a Nicky a casa de la niñera y lo llevaba a algún sitio a alimentarlo con productos basura, una comida que ella jamás comería. Alí también la odiaba por eso. Cuando consiguiera la custodia de su hijo después de que ella muriese haría que el chico siguiese una dieta saludable. Mucho yogur, cordero, arroz y vegetales.
Aplacó sus miedos recordando aquella historia que había visto en las noticias meses atrás, sobre dos mujeres de Los Ángeles que estaban de vacaciones en Rusia y fueron envenenadas con talio, un metal tóxico que se sospechaba había sido utilizado en el asesinato de un antiguo espía, Alexander Litivenko, hasta que se descubrió que se trataba de polonio 210. Recordó también que los funcionarios de salud del condado de Los Ángeles habían descubierto que una popular marca de agua mineral armenia contenía grandes cantidades de arsénico. Y después estaba la alerta local y nacional sobre las latas Premium para mascotas, que parecían estar mezcladas con matarratas y estaban matando a gatos y perros. El veneno estaba por todas partes. Si su mujer moría después de haber abandonado Los Ángeles no habría ninguna razón para que nadie sospechase de Alí Aziz, aun cuando él saliese beneficiado de la muerte de Margot. Nicky recibiría sus pertenencias y él recibiría a Nicky. En esencia, recuperaría todo lo que tenía, tal y como debía ser.
Tras devolver la carpeta a su sitio, Alí subió las escaleras hacia el dormitorio principal y sintió oleadas de nostalgia. Había amado esta casa. Al principio adoraba estar casado con Margot, disfrutaba teniendo a la chica más maravillosa que jamás había visto mientras amasaba más dinero con sus dos clubes, sobre todo con la Sala Leopardo, de lo que nunca había soñado. Había amado a Margot. Había sido embrujado por ella. Era la mujer más perfecta que jamás había pisado su escenario. Tan natural, nada de silicona. Antes de convertirse en una perra calculadora, el sexo con ella no tenía punto de comparación con nada que hubiese experimentado ni antes ni después. Durante aquellos primeros años con Margot y el pequeño, Alí había sido un hombre completo y feliz. Un marido devoto, un padre amante, un jefe considerado, que a veces solicitaba felaciones a sus empleadas.
Alí sintió la nostalgia más dolorosa cuando entró en el dormitorio principal. Antes había una foto de él en la pared junto al vestidor, pero ahora había desaparecido. El inmenso armario estaba todavía más lleno de ropa de lo que había estado cuando él vivía allí. Las facturas que llegaban al despacho de su abogado eran un ultraje, pero después de tantos esfuerzos y de tantos argumentos para convencer al juez Alí había decidido que era más barato abonar las facturas que pagar las horas que el abogado le cargaba.
Echó un vistazo a su antiguo vestidor, preparado para ver la ropa del amante que Jasmine le había dicho que ahora tenía su ex mujer; pero tan sólo estaba medio lleno con las prendas que a ella le sobraban. Supuso que tenía una cincuentena de pares de zapatos, quizá más. Y ésos eran sólo los de vestir. Zapatos planos, sandalias, bambas, también de ésos tenía docenas. De ropa de hombre, en cambio, no había ni rastro.
Entró en el baño y se alegró de comprobar que tampoco había rastros de ningún hombre que viviese en la casa. Después de hablar con Jasmine tuvo miedo de que el novio del que Margot había hecho ostentación en sus conversaciones telefónicas, se hubiera hecho con el control de esta suite dormitorio. No quería que se le metiera en la mente la imagen de ese hombre caminando por la habitación, desnudo, acostado con Margot. ¿Y dónde andaba Nicky mientras pasaban esas cosas?
Alí no podía distraerse más. Tenía que hacer el terrible trabajo que había venido a hacer. Sacó el sobre de su bolsillo y entonces abrió el armario de las medicinas. Pero las pastillas de Margot no estaban. ¡Golpe de pánico! Deberían estar ahí. Siempre estaban ahí, en el estante alto al que Nicky no llegaba. Empezó a abrir cajones. Abrió incluso los armarios más bajos, aunque sabía que ella no guardaría medicamentos ahí.
Alí corrió hacia el dormitorio principal y empezó a abrir los cajones de los dos inmensos armarios de cedro. Después fue a las cajoneras y empezó a abrirlas. Hacía calor en la casa cuyo aire acondicionado estaba programado para encenderse treinta minutos antes de que ella volviese a casa. Estaba transpirando mucho. Se olía a sí mismo. Se dijo que debía calmarse, y sólo mirar en lugares altos donde Nicky no pudiera llegar.
Alí entró en su antiguo vestidor, el que ahora guardaba lo que a ella no le cabía. En el estante más alto vio el pequeño cofre que ella usaba para guardar sus joyas. Lo bajó: el frasco con las cápsulas magenta y turquesa estaba ahí. Estaba tan agitado que tuvo que sentarse.
Alí fue al tocador y se sentó en la silla que solía utilizar para cepillarse el pelo antes de dormir. Vació el frasco sobre el suelo del vestidor y tomó la cápsula mortuoria del sobre. La puso en el tarro vacío y luego lo rellenó con las otras cápsulas. Abrió el nuevo frasco que había conseguido de Jaime Salgando y añadió seis cápsulas más al de ella, que estaba medio vacío. No notaría esas cápsulas de más, pero a él le darían tiempo suficiente para encontrarse viviendo en otro lugar cuando sucediera lo que había de suceder.
Puso el frasco de nuevo en el cofre de las joyas y lo situó en el estante alto donde lo había encontrado. Echó un vistazo al dormitorio principal por última vez. Sabía que no lo volvería a ver nunca más y eso hizo que brotasen lágrimas de sus ojos. Todo habría sido perfecto si ella no se hubiese vuelto una zorra americana de corazón gélido que le había robado el dinero y roto el corazón.
Cuando llegó a la puerta de acceso al garaje corrió el pestillo tal y como creía que estaba antes de que Leonard lo hubiera abierto para él. Se quitó los guantes, abrió la puerta del garaje, la cerró y salió rápidamente al exterior. Caminó colina arriba encantado de que no hubiera tráfico ni jardineros en las propiedades colindantes.
Cuando llegó a su coche hizo un cuidadoso giro y regresó al bulevar.
El jardinero había movido la camioneta detrás de la que Leonard Stilwell había aparcado, y una mujer en la casa contigua lo vio cuando entró en su coche, mirando su reloj.
Leonard le sonrió y dijo:
– ¿Sabe usted dónde vive Madonna? Parece que tengo la dirección equivocada.
La mujer le miró con suspicacia.
– No, no lo sé -dijo-. No creo que haya nadie con ese nombre en esta manzana.
– Ah, bueno, lo intentaré calle abajo -dijo Leonard con un ademán.
Mientras conducía colina abajo no podía sacárselo de la cabeza. Alí no lo había contratado para sacar algo de la casa. Había sido contratado para que Alí pudiera entrar en esa casa. Y no tenía nada que ver con la carpeta de archivos que Alí había devuelto al interior. Había estado dentro trece minutos. ¿Qué buscaba? No podía haber estado robando algo que ella fuese a echar en falta, en ese caso Aziz le habría pedido que lo dejase todo con la apariencia de que había entrado un ladrón, y eso es lo que Alí no quería.
Leonard se aproximó al bordillo en el primer desagüe de cloaca que vio, salió del coche, y tiró los guantes por el agujero. «Ahora vamos a ver cómo intentan hacer CSI con mi culo», pensó.
Cuando regresó al coche cogió la barra de tensión y el pico de su bolsillo y los puso en la caja de los guantes. Estaba a dos manzanas del cibercafé donde pensaba obtener una buena cantidad de cristal con los billetes que le quedaban cuando, de pronto, le vino la respuesta al enigma de Alí Aziz. Ya lo tenía, sólo podía ser una cosa. ¡Ese jodido árabe desviado había metido un micrófono en casa de su ex mujer!
Leonard estaba seguro de que si volvía más tarde, avanzada ya la noche, encontraría a alguien aparcado en la calle que no debería estar ahí, alguien contratado por Alí para espiar lo que fuera que pasase en el dormitorio de su mujer. Leonard supuso que ése era el tipo de mierda que los chalados ricos montaban durante sus divorcios. Gente que realmente no apreciaba lo que era importante en la vida.
«Así que todo ha sido una mentira», pensó Leonard. Alí Aziz lo había contratado engañándole con un propósito falso y le había mentido acerca de prácticamente todo. Bueno, él había sabido que algo iba mal desde el principio y debería haber supuesto antes que Alí era un completo farsante y un mentiroso. Así es como siempre va todo hoy en día. No quedaba una sola persona honesta en toda la puta ciudad.