Capítulo 6

Una vez al mes se convocaba a todas las unidades de patrulla del LAPD para una reunión con la Junta Consultiva de la Policía Comunitaria (CPAB), que se pronunciaba «cepab». La comisaría Hollywood organizaba su reunión con la CPAB el último martes de cada mes, con la idea de acercar entre sí a los líderes de la comunidad, los capitanes de guardia de los vecindarios, el ministerio fiscal, el Departamento de Transporte, el Departamento de Incendios y otras instancias de la ciudad de Los Ángeles en su debate sobre asuntos relativos a la criminalidad y calidad de vida en las respectivas divisiones policiales. La reunión la dirigía el capitán de la división junto con el presidente de la CPAB, quienquiera que fuese.

Para la Oficina de Relaciones con la Comunidad del distrito de Hollywood los problemas comenzaron casi de inmediato, porque según unos informes extraoficiales que habían llegado al despacho del jefe de policía, Hollywood no se parecía a ningún otro sitio. De hecho, el informe extraoficial se refería a Hollywood como «la capital loca de Estados Unidos». Pero puesto que se trataba de una reunión de toda la comunidad, no se podía discriminar a los residentes de Hollywood ni excluirlos a causa de su comportamiento irracional a menos que se volvieran peligrosos. Varios vecinos, que solían ser siempre los mismos, se presentaban regularmente a las reuniones para conseguir café y rosquillas gratis. Y la mayor parte de las veces se desataba el caos total.

Para que se pudieran celebrar en paz las reuniones de la CPAB de Hollywood había que hacer algún arreglo especial, de modo que se decidió convocar una segunda reunión al día siguiente de la reunión oficial del CPAB. En los encuentros del CPAB se pasaron hojas de firmas de donde luego se escogieron los nombres y direcciones de los residentes más estrafalarios y problemáticos, a los que se les envió una carta para decirles que de allí en adelante sus reuniones iban a celebrarse el último miércoles de cada mes. La reunión del miércoles se llamó oficialmente «la reunión de la comunidad de Hollywood». Pero extraoficialmente, los policías se referían a ella como «el nido del cuco».

Los policías se decían unos a otros: «¿Vas al cepab o al nido del cuco?».

La reunión del nido del cuco no estaba dirigida por el capitán, ni por ningún otro miembro del personal de mando. Algunas veces ni siquiera estaba a cargo el sargento de la CRO, que prefería dejar el asunto en manos de alguno de los oficiales jefes sénior. El cuervo intentaba que asistiesen oradores interesantes, como detectives de Narcóticos, o algún oficial de Bandas callejeras, o uno de Asuntos internos. Para que aceptaran participar, los cuervos les decían que aquélla era una reunión comunitaria bajo cuerda, lo cual les parecía atractivo. Una vez que descubrían la verdad, no regresaban nunca.

A Ronnie Sinclair se le ordenó asistir a su primer encuentro del nido del cuco al día siguiente de que Jetsam se convenciera de que podía haberse topado con una célula de Al Qaeda operativa en Hollywood. Esa mañana Jetsam llamó por teléfono al equipo de robos de coches en cuanto se levantó, pero el personal estaba en los juzgados u ocupado en alguna otra cosa, lejos de la comisaría. Cuando finalmente uno de ellos le devolvió la llamada, el detective, a quien Jetsam no conocía personalmente, no se mostró muy entusiasmado.

Tras escuchar la teoría terrorista de Jetsam, que se basaba en haber visto un periódico árabe en el taller de reparaciones que arreglaba coches caros, el detective le dijo:

– ¿Tú distingues el árabe del persa?

– Bueno, no -tuvo que admitir Jetsam.

– Ese periódico pudo haberlo dejado allí un iraní -sugirió el detective.

– Más razón aún para comprobarlo -dijo Jetsam-. ¿Recuerdas el caso del año pasado en que el LAPD y el FBI trincaron a esos chechenos que habían montado una estafa, que conseguían que la gente informara de coches caros robados y cobraban los seguros? ¿Y que luego metían los coches en contenedores enormes que pasaban a su país de contrabando para ayudar a los terroristas musulmanes? ¿Lo recuerdas? Bien, pues esos coches eran demasiado nuevos y caros como para ser reparados en un chiringo al este de Hollywood.

El detective permaneció en silencio un momento y luego dijo:

– ¿Estás diciéndome que crees que esos tipos son terroristas chechenos?

– No, pero quizás estén copiando la misma estafa, y van a contrabandear con los coches caros a sitios como…

– ¿Bagdad?

– O como…

– ¿Teherán?

– Vete a la mierda -dijo Jetsam.

– Si quieres comprobarlo tú mismo, tienes mi bendición -dijo el detective-. Pero tú los coges y tú te encargas de ellos. Ahora mismo estoy citado en los juzgados, así que tengo que marcharme pitando.

Después de colgar, Jetsam dijo en el teléfono:

– Le agradecemos su llamada. Váyase a tomar por culo.

Fue la condescendencia e indiferencia del detective lo que llevó a Jetsam y a su reticente compañera a la reunión del nido del cuco que se celebraba el miércoles por la noche. Claro que para Ronnie Sinclair era un aliciente poder observar una reunión dirigida por un cuervo con experiencia. El sargento le dijo que observara a Tony Silva y lo imitara, porque era paciente y ejercía un efecto calmante sobre la mayoría de los que iban regularmente si las cosas se ponían violentas.

– ¿Violentas? -preguntó Ronnie asombrada, pero el sargento se encogió de hombros y se marchó sin añadir nada más. Ella pensó que debía de estar bromeando.

Veinte minutos antes de que comenzara la reunión, Ronnie se sorprendió al ver que Jetsam entraba en la sala y le hacía señas para que saliera.

– ¿Qué sucede? -le dijo ella mientras caminaban en dirección al coche donde Flotsam estaba sentado al volante.

Flotsam la miró desde dentro del coche y dijo:

– No me culpes a mí, Ronnie. La Guardia 5 sólo tiene tres coches en la calle esta noche, y él me tiene varado -dijo señalando a Jetsam-. Si Treakle se entera nos hará castrar.

– Tengo algo para que lo mire un cuervo, Ronnie -dijo Jetsam, dándole un trozo de papel con la dirección del taller de coches, y la dirección y número de teléfono de la mujer guatemalteca que los había llamado por la obstrucción del callejón.

– ¿Qué es todo esto? -dijo ella.

– Es un asunto de calidad de vida -dijo Jetsam-. Y una oportunidad para que tú vayas a este taller y quizá, sólo quizás, acabes encontrando algo gordo.

– Se trata de Osama bin Laden -dijo Flotsam-. Mi colega piensa que anda por ahí abollando BMW y Mercedes.

– Tío, ¿quieres dejar de burlarte de mí sólo dos minutos? -le dijo Jetsam a su compañero-. Me estás pinchando como pinchaste a esos dinosaurios en Malibú esta mañana.

Ronnie, que sabía que Flotsam y Jetsam hacían surf casi todos los días antes de entrar de servicio, dijo:

– ¿Pinchar? ¿Dinosaurios?

– Él piensa que yo no debería hacer surf de defensa personal contra cuatro calamares que hoy nos robaron nuestras mejores olas. Creyeron que era guay, hasta que uno de ellos acabó con mi paquete encima de su cabeza cuando lo pasé en la siguiente ola.

– ¿Qué? -dijo Ronnie.

– Lo único que dije -le dijo Jetsam a Flotsam- fue que si quieres poner a ese jodido nazi del surf en su lugar deberías bajarlo de la tabla de un tiro. No torpedearlo hasta dejarlo casi muerto en medio de la espuma.

– En esta jodida ciudad se hablan demasiados idiomas -dijo Ronnie sarcásticamente-. ¿Me has hecho salir para ponerme al día en materia de surf, o qué? Estoy en una reunión allí dentro.

– Sólo dedícale unos minutos esta noche, o mañana -dijo rápidamente Jetsam-. Llama a esa mujer por el asunto de los árabes del taller. Tienen el chiringo repleto de coches alucinantes. Creo que tienen que ser peces gordos. Podrías hacerles una advertencia por lo del bloqueo del callejón, y quizás apuntar algunos números de matrícula.

– Yo no soy detective -dijo Ronnie-. Llama al registro de coches robados.

– Ya lo hice -dijo Jetsam-. Son casi tan perezosos como el Compasivo Charlie Gilford. El bloqueo del callejón afecta a todos los que viven en el edificio. Necesito que vaya un policía de calidad de vida para poner en marcha este asunto.

– No es de mi competencia -dijo Ronnie.

– Tú eres la única cuervo que conozco bien -dijo Jetsam-, además de Hollywood Nate. Éste es un trabajo para un policía de verdad. No pueden haberte convertido en un peluche tan pronto. Si quieres, podemos reunimos contigo mañana en el taller, a modo de refuerzo, a eso de las cuatro de la tarde, ¿te va bien? Justo antes de que cierren.

– Ve tú mismo a encontrarte con ella -le dijo Flotsam a su compañero-. Yo estoy de servicio a partir de las cinco y cuarto.

– Vamos, tío… -dijo Jetsam en tono de desesperación.

– Este asunto no está entre las prioridades de mi lista -le explicó Jetsam a Ronnie-. Él y yo somos amigos, pero no estamos pegados. No pienso participar.

– ¡Está bien, está bien! -dijo Ronnie, ablandándose-. Llamaré más tarde a esa mujer, esta noche, y quizá pueda pasarme por el taller de coches mañana por la tarde. Si puedo, te llamo al móvil. ¿Estarás en Malibú surfeando o en tierra firme?

– Estaré en casa -dijo Jetsam-. Y listo para lo que sea.

Cuando Ronnie volvió a la reunión, Flotsam dijo:

– Sabes muy bien que no estarías haciendo nada de esto si Ronnie fuese una estirada en lugar de una ricura total. Supéralo de una vez, tronco. Ella nunca será tu muñequita.

– Tal vez esto sea demasiado para ti, colega -dijo Jetsam-, pero para mí no va de tías buenas. Esto se trata de lo que siempre nos decía el Oráculo: hacer un buen trabajo policial es lo más divertido que puede pasarnos en toda nuestra vida. Sé que está ocurriendo algo en ese taller de reparaciones. Y además, ¿qué tienes que hacer mañana además de arrastrarte por la arena y andar persiguiendo a alguna tía que se pasa la vida fumando porros y bebiendo cubatas?

– Vale, tronco, estás totalmente frenético. Creo que será mejor que nos pasemos por allí de camino al trabajo. Sólo para que te lo saques de encima.

– ¿Estás por la labor?

– Estoy -dijo Flotsam, sin más entusiasmo que el que había mostrado el detective del registro de robos de coches o la propia Ronnie Sinclair.

Cuando ya estaban de vuelta en su zona, Jetsam dijo soñadoramente:

– Tío, ¿no te parece que Ronnie te hace sentir como… como si estuvieras sumergido en aguas tranquilas y llegara de pronto una ola hermosa abriéndose paso limpiamente desde arriba, y luego vas volando por el túnel, oliendo la cera de la tabla de surf, y logras la elevación máxima? ¿Entiendes lo que digo, hermano?

– Ni siquiera rastreando a esa tía por satélite con el sistema de recuperación de coches conseguirías que su lindo cochecito aparque en tu plaza -dijo Flotsam-. Consíguete una cita en MySpace. Ella es demasiado alta para ti.

– Somos más o menos de la misma altura.

– ¿Y si se pone tacones de aguja? ¿Eh? Pareceréis Sonny y Cher.

– Pero ella es como fumar de la buena -dijo Jetsam-. ¡Apuesto a que esa tía y yo podríamos hacer varias cabriolas juntos! ¡Estoy seguro de que me pondría más duro que las galletas de mi abuela!

– Vosotros dos juntos pareceríais Tom Cruise y cualquier tía con la que se case -dijo Flotsam con sequedad.


Con sus maneras suaves y reconfortantes, el oficial Tony Silva logró que la reunión tuviese un buen comienzo. Había dado instrucciones a Ronnie para que mantuviera una «sonrisa tranquila y profesional» pasara lo que pasase. Pero estaba llegando a la parte peligrosa de la reunión, cuando se abría el turno de preguntas.

Uno de los asistentes habituales más viejos, que durante la reunión anterior no había podido llegar al lavabo con la rapidez suficiente, era el responsable de la modificación introducida en las reglas. Al ver el desastre, Tony Silva le había pedido a su asistente, Rita Kravitz, esa oficial cuyas modernas gafas parecían decir «soy más lista que tú», que le ayudara con la limpieza, pero ella le había respondido:

– En lugar de quedarte ahí sentado reventando papel burbuja con aspecto tranquilo y profesional, ¿por qué no vas a buscar una puta fregona?

Se estatuyó entonces la regla número i del nido del cuco: «No debe servirse alcohol en las reuniones de los miércoles».

A Ronnie le habían advertido acerca del «delegado Dom», que era siempre el primero en llegar y el último en marcharse. Tenía unos sesenta y tantos años, un mechón de pelo blanco, y siempre usaba un uniforme de guardia de seguridad que olía mal y tenía manchas de comida.

– La semana pasada Dom faltó por primera vez -le dijo Tony Silva-. Estaba en la cárcel, pero la oficina del ministerio fiscal decidió no procesarlo. Había intentado pulverizar aerosol de pimienta a toda una familia de laosianos: padre, madre, cuatro niños y la abuela. Dijo que ninguno de ellos llevaba pasaporte, y que eso los volvía peligrosos para la seguridad nacional.

Ronnie se enteró de que ese hombre bizco y que llevaba una camiseta que ponía «Suministros eléctricos Regent» en la espalda y «Henry» sobre el bolsillo del frente era a quien apodaban «Henry Tourette». Era un agitador accidental, pues gritaba «¡Puta Bertha!» cada vez que alguien hacía alguna propuesta. Su actitud era preocupante porque provocaba respuestas airadas en otros participantes que también tenían personalidades «exóticas».

Desgraciadamente, no había mucho que los cuervos pudieran hacer al respecto. No en la tierra de la diversidad, donde cualquier comportamiento que no fuese abiertamente delictivo debía ser comprendido y respetado. Donde las personas nunca debían ser consideradas «enfermas», sino solamente «diferentes».

La única arma que los cuervos encontraban medianamente eficaz era el «certificado de cumplimiento de servicio a la comunidad». El sargento de la CRO se enteró de que existía esa posibilidad cuando un joven que había estado asistiendo a reuniones durante tres meses sin pronunciar ni una palabra, se le acercó y le presentó un documento encarpetado, diciéndole que se lo había dado un oficial que iba en motocicleta.

– El oficial me puso una multa por cruzar la calle descuidadamente en Hollywood Boulevard -explicó el joven-. Mi madre pagó la multa, y luego el oficial volvió a pararme una semana después, en el mismo sitio.

– ¿Por cruzar sin mirar? -preguntó el sargento.

– Sí, pero esta vez le conté lo de las voces.

– ¿Qué voces?

– Las que me dicen cuándo debo cruzar la calle.

– ¿Y qué dijo el oficial sobre eso?

– Dijo: «¿Por qué las voces no te dicen nunca que cruces con luz verde?».

– Eso parece una frase del oficial F. X. Mulroney -dijo el sargento-. ¿Te volvió a multar?

– No, me dio este certificado y me dijo que tenía que asistir cada miércoles por la noche a las reuniones comunitarias de Hollywood, durante noventa días, y mantenerme alejado del Hollywood Boulevard. Y que si lo hacía, usted me firmaría el certificado.

De ese modo se inició una tradición. El sargento cuervo firmó el «certificado» y anunció a toda la asamblea que el joven había completado tres meses de servicio comunitario por haber cruzado descuidadamente la calle, y los demás miembros de la reunión se pusieron en pie y lo ovacionaron.

Las cosas habían empezado bien en la primera reunión de Ronnie. Todo el mundo parecía tranquilo, incluso aburrido. Comían cantidades industriales de rosquillas, y más tarde Ronnie se preguntó si la subida de azúcar en la sangre podía haber tenido algo que ver con lo que ocurrió luego. Las cosas comenzaron a torcerse cuando uno de los propietarios, un caballero meticulosamente aseado que llevaba un trasplante de cabello tintado, se puso de pie y dijo:

– Me gustaría que se hiciera algo respecto al homosexual que aparca enfrente de mi casa cuando cierran los bares y comete actos sexuales.

Un travestí que resultaba ser la persona mejor vestida que había en la reunión dijo:

– Si están en la calle, es propiedad pública. ¿Acaso le dan celos?

– Sí -dijo una mujer que tenía perforados el labio, las cejas y la lengua. Los adornos que llevaba en la cara se veían un poco raros porque ella tenía por lo menos setenta y cinco años-. Quédate en tu casa, de ese modo no te enterarás de que en este mundo hay personas que se la maman unos a otros.

– ¡Puta Bertha! -gritó Henry.

Aquello encendió al que llamaban «Rodney el Racista», un cincuentón aprendiz de nazi cuyo cráneo afeitado estaba decorado con una esvástica invertida que él mismo se había hecho con ayuda de un espejo y un rotulador.

Rodney alzó la mano, y cuando Tony Silva lo autorizó, se puso en pie y dijo:

– Son todos estos malditos inmigrantes ilegales los que causan problemas.

Un vecino ya mayor y corpulento, que vivía en Little Armenia y del que se decía que había hecho algo de dinero antes de que el alcohol le friera el cerebro, se paró y dijo:

– ¡Los inmigrantes engrandecen América!

– ¿Y tú qué eres, un inmigrante ilegal? -replicó el nazi de pacotilla.

– Yo vengo a este país legalmente, ¡hijo de bastardo! -le gritó el armenio en un inglés rarísimo.

– Sí, ¡arrastrándote por una cloaca para cruzar la frontera de Tijuana! -le respondió también a gritos un vagabundo.

– ¡Orden, por favor! -dijo Tony Silva desde el frente del salón-. ¡Por favor, amigos! ¡Atengámonos al tema y vayamos por turno!

– ¡Él es un nazi y un comemierda! -gritó el armenio.

– ¡Eso dicho por un maldito mexicano ilegal! -disparó el nazi de pacotilla-. ¡Consíguete una tarjeta de residencia!

– ¡Yo no soy mexicano! -vociferó el armenio, y señaló al oficial Tony Silva-. ¡Él es mexicano! ¡A ver si te atreves a insultar al oficial Silva, cerdo nazi de mierda!

– En realidad mi familia es de Puerto Rico -dijo Tony Silva, ampliando su sonrisa sin ningún resultado.

Una mujer extremadamente delgada, que tenía un ligero aspecto germánico y llevaba en la mano unas tijeras de podar, se volvió y dijo a Ronnie:

– Mi amorcito dice que mis almorranas se parecen a Puerto Rico… ¿O era a Cuba?

Tony Silva intentó aligerar las cosas. Bañado en sudor, se puso de pie y dijo:

– Para citar al filósofo, ex convicto y célebre gánster Rodney King, «¿podemos llevarnos bien?». ¿Podemos sencillamente llevarnos…?

No pudo terminar la frase. El viejo armenio intentó atacar al nazi, pero fue refrenado fácilmente por Bix Rumstead, que había permanecido sentado en silencio en la última fila. Con aquello se dio por terminada oficialmente la reunión del miércoles por la noche, y los policías, que estaban distraídos, nunca vieron a los vagabundos robar las rosquillas sobrantes y metérselas debajo de sus mugrientos andrajos.

Después de cerrar la sala, Ronnie y el oficial Tony Silva estaban de pie en la oscuridad del aparcamiento cuando ella le dijo:

– Tony, esas personas no estaban allí sentadas para soltar eslóganes prefabricados, ni quejas de moda. Ése era verdaderamente un nido de cucos. ¡Algunos de ellos están locos de verdad!

– Más locos que un cencerro -respondió Tony Silva, con su sonrisa tranquila y profesional congelada, siempre en el mismo sitio.

– ¡Puta Bertha! -gritó una voz desde la oscuridad.


Mientras tanto, en Hollywood Boulevard estaba a punto de iniciarse una acción policial inédita, y Leonard Stilwell iba a presenciarla. Se había ubicado directamente frente al Teatro Chino porque aquella cálida tarde había más turistas que de costumbre en los alrededores de la entrada del teatro, contemplando las huellas de las estrellas de cine impresas en el cemento. Si la desesperación lo empujaba a probar su habilidad como carterista, ése parecía el sitio perfecto para hacerlo.

Por supuesto, Leonard tenía la suficiente sabiduría callejera como para haber detectado ya a unos cuantos «anzuelos» esperando a la salida de la estación de metro, muchachos negros que estaban listos para enganchar clientes y llevarlos con algún socio que les vendía crack o cristal. A los anzuelos les gustaban las estaciones de metro porque podían hacer luego una rápida retirada hacia el sur de Los Ángeles, donde vivían. Cuando aparecían policías de a pie o los patrulleros en bicicleta, se esfumaban.

Leonard esperaba ver a aquel chico flacucho que le había birlado la cartera a la turista que estaba tomando fotografías. El chico sabía cómo moverse, y si Leonard lo veía iba a ofrecerle veinte dólares sólo para que le dejara ver cómo trabajaba. Leonard se fumó media docena de cigarrillos mientras observaba y esperaba, y sentía humedecerse las palmas de las manos cada vez que divisaba algún bolso accesible colgado del brazo o del hombro de algún turista desprevenido. Creía que todo el mundo se sabía la jugada del empujón, y que si alguien los empujaba inmediatamente echarían mano de su bolso. Pero eso era lo bueno del chico: ni siquiera había tocado a la mujer. Sencillamente se había mezclado con la corriente, como si fuera un fantasma, y había desaparecido, dejando el bolso abierto y sin la cartera.

Lo que Leonard no había visto era el comienzo de un incidente que no había aparecido en Los Angeles Times, pero que sí había llegado a la portada de uno de los pasquines del metro, en el que un artículo encabezado por un llamativo titular se quejaba de los «policías guerreros». El policía guerrero en cuestión era la oficial Gert von Braun, pero la cosa había comenzado con un perspicaz novato.

Al agente Pi Gil Ponce, que estaba en período de prueba, se le había asignado formar pareja con Cat Song en el 6-X-32 porque Dan Applewhite estaba de baja. Gil estaba encantado de alejarse de su malhumorado instructor, y trabajar en equipo con alguien tan agradable como Cat Song era definitivamente un aliciente.

Cuando Gil tenía ocasión de trabajar con un P3 o incluso con un P2 a quien no conocía personalmente, se dirigía a ellos siempre como «señor» o «señora». Todavía le quedaban algunas semanas para completar la instrucción y no iba a arriesgarse a recibir comentarios negativos de nadie.

Cuando llegó hasta su tienda, después de que pasaran lista, Cat le dijo:

– Yo conduzco, tú anotas, ¿vale?

– Sí, señora -respondió él.

– ¿Qué edad tienes? -preguntó ella cuando estaban ya dentro del coche.

– Veintitrés -dijo él-. Casi.

– Yo tengo treinta y tres -dijo ella-. Casi. Pero si me llamas señora empezaré a sentirme una matrona, y tendré que matarte y echarle la culpa a la histeria hormonal. Me llamo Cat.

– Vale, Cat -dijo Gil.

– Si nos hiciera falta, ¿tú podrías traducir del español, Gil? -preguntó ella mientras escribía el nombre del muchacho en el registro.

– No, lo siento. Mi apellido es hispano pero…

– No tienes que disculparte -dijo Cat, alzando una mano estilizada y con las uñas muy cuidadas, pintadas a juego con el color de su lápiz labial-. A mí siempre me llaman para que traduzca del coreano, y lo único que sé decir es kimchi, porque me crié comiendo casi exclusivamente esa comida.

Luego, por la tarde, cuando Gil Ponce ya comenzaba a fantasear acerca de lo que estaría dispuesto a dar para cambiar a Dan Applewhite por Cat Song, les avisaron de que debían reunirse con el equipo de a pie en Hollywood y Highland.

No era gran cosa. Los de a pie habían cogido a un borracho, y necesitaban un equipo que lo llevara a prisión. Era un vagabundo que estaba mendigando en el Kodak Center, y aparentemente le había ido muy bien.

– Está hecho polvo -le dijo la policía veterana a Gil, que no estaba seguro de si debía ponerse los guantes o no. Sabía que algunos de los policías más viejos se burlaban cuando los jóvenes sacaban los guantes de látex, pero en la instrucción le habían dado algunas clases sobre la transmisión de las bacterias, junto con unas fotos desagradables de policías que tenían lesiones horribles en las manos, los brazos e incluso las piernas.

Hollywood Boulevard estaba bastante iluminado, tanto por el alumbrado público y los focos delanteros de los coches como por las numerosas luces de neón que brillaban en la avenida, pero aun así, Gil alumbró al vagabundo con su pequeña linterna. Vio que tenía la nariz sucia de mocos y que sus pantalones de algodón estaban empapados en orina. Así que se colocó los guantes, y se alegró de ver que Cat hacía lo mismo. Justo antes de que pudiera examinarlo, el borracho, que se tambaleaba, empezó a gemir, se inclinó hacia delante y vomitó.

Los cuatro policías que estaban con él retrocedieron unos cuantos pasos y Gil dijo:

– ¡Está vomitando encima de sus zapatos! ¡Qué asco!

Era esa parte del trabajo policial -el olor de un cuerpo colgado cubierto de heces, o de un borracho que apestaba a orina y a vómito- lo que le hacía temer que nunca llegaría a acostumbrarse. Podía aguantar la sangre y casi cualquier tipo de herida horrible, pero no los olores. Y justo cuando estaba a punto de llevar al borracho hacia su tienda, se salvó. Miró hacia la multitud de turistas que estaban a media calle del Paseo de la Fama y divisó a un joven de cabello oscuro y largo hasta los hombros, que llevaba una camiseta roja, téjanos holgados y chanclas y que caminaba rápidamente con un bolso de piel marrón bajo el brazo.

– ¡Hey! -dijo Gil-. ¡Mira! ¡Un ratero!

Súbitamente salió corriendo en dirección sur, y cuando el tipo -que cada tanto se giraba para mirar tras de sí- se volvió y vio a un joven y fornido policía corriendo en su dirección, se dio la vuelta y cruzó a toda velocidad el Hollywood Boulevard, evitando por muy poco que lo hiciera papilla un autobús público. Cuatro personajes callejeros que iban totalmente disfrazados comenzaron a animar a Gil cuando tuvo que detenerse a causa del tráfico acelerado del carril oeste.

La mujer mayor, que evidentemente era la víctima, estaba dé pie junto a los personajes, chillando:

– ¡Mi bolso! ¡Se ha llevado mi bolso!

– ¡Mueve el culo! -le gritó Conan el Bárbaro a Gil-. ¡Él corre en chanclas, enseñando la raja del culo, por Dios Santo!

– ¡Yo pago tu sueldo! -le gritó Superman-. ¡Ponte en forma!

– ¡Cruza la calle en zigzag, maldito maricón! -le gritó el Llanero Solitario, quien iba sin su ayudante, que estaba en la cárcel.

Hasta el Zorro se sumó, y con acento español, dijo:

– ¡Ándale, hombre! ¡No seas tan señorita!

Y Gil Ponce, inconscientemente espoleado por las provocaciones de los superhéroes, hizo exactamente lo que le pedían.

Cat Song vio cómo casi lo atropella un Ford Taurus cuyo conductor iba distraído contemplando el curioso espectáculo que tenía lugar frente al Teatro Chino, y que de golpe tuvo que pisar el freno para no arrollar al joven policía.

Cat se metió en su tienda de un salto e intentó detener el tráfico con la sirena y las luces, dio la vuelta a la esquina y condujo en dirección oeste por el carril este, donde logró parar los coches justo enfrente del Kodak Center. Estaba transmitiendo por radio la descripción del sospechoso y la ubicación de la persecución cuando una furgoneta llena de turistas la hizo frenar. Estalló en insultos, y les advirtió de lo que ocurría haciendo sonar su sirena. La furgoneta derrapó de lado y chirrió hasta detenerse, bloqueando completamente el tráfico.

Gil Ponce estaba sorprendido de la rapidez del ratero. Por supuesto no llevaba el pesado equipo que Gil portaba en su cinturón, pero corría en chanclas. Y aunque Gil estaba más en forma que nunca, no podía alcanzar al muchacho, que se abría paso a través de las hordas de transeúntes que circulaban por el bulevar. Alcanzaba a ver su cabeza moviéndose y sacudiendo el largo cabello, de lo contrario ni siquiera habría sabido dónde diablos estaba el tipo.

Entonces vio sobresalir otras cabezas como a una calle de donde estaba él abriéndose paso entre la multitud, y supo que venían más policías. Despuntaban cabezas de pelo corto que perseguían a la de pelo largo, como en un estrafalario juego de mesa en medio de Hollywood Boulevard, mientras Gil Ponce saltaba cada tanto para poder ver por encima de la muchedumbre, con la esperanza de que las cabezas que se movían en dirección este alcanzaran a la que iba hacia el oeste y la engulleran como en el PacMan. Pero de pronto, el galgo en chanclas desapareció.

El ladrón decidió dar la vuelta a la esquina y dirigirse hacia el sur por Orange Drive, pero su elección resultó ser completamente desacertada. Porque tras haber seguido la persecución a pie por radio, se habían desplegado varios policías que intentaban adivinar hacia dónde corría el ladrón, y uno había adivinado que atravesaría el aparcamiento.

Cat Song transmitía parte de la información sobre la persecución, todavía atrapada en su tienda en medio del tráfico, hirviendo de frustración e insultando a todo el mundo, incluidos los turistas. Pero cuanto más sonaba la sirena y titilaba la luz de su coche, más se confundían los motoristas de fuera de la ciudad, y el atasco se volvía cada vez más impenetrable. El resto de la información sobre la persecución provenía de cinco policías que habían aparcado al oeste del Teatro Chino y que transmitían mientras corrían entre la multitud.

La única agente que tenía todo perfectamente bajo control era Gert von Braun. En el aparcamiento había luces por todas partes, pero quedaban rincones oscuros donde podía esconderse una persona espabilada que llevara un uniforme azul marino. Estaba detrás de una pared de cemento cuando el tipo llegó al aparcamiento jadeando y resoplando al tiempo que miraba sin parar a sus espaldas, con el bolso en la mano.

Nunca dejó de correr, de modo que no vio a la oficial Von Braun alzar su porra PR-24 en posición de samurái saludando al sol hasta que ella salió de entre las sombras y dio un giro de trescientos sesenta grados para golpearlo, con una agilidad asombrosa para una mujer de talla 44. Sujetaba la porra con las dos manos al estilo de Barry Bonds cuando la agitó en dirección a la gradería. La porra golpeó al carterista en el pecho, y fue como si se estrellara contra el costado de un autobús. La chancla del pie derecho voló hacia delante junto con su ojo izquierdo, que se salió de su cavidad y rodó, chasqueó sobre el pavimento, rebotó contra un saliente y acabó posándose junto al neumático de un coche mal aparcado.

El primero en llegar al sitio donde se produjo el arresto fue Gil Ponce. El carterista estaba de bruces contra el suelo, con las manos esposadas por detrás de la espalda, y emitía unos sonidos agudos y rasposos cuando boqueaba en busca del aire que parecía faltarle. La cavidad de su ojo ausente refulgía bajo la luz de neón del bulevar.

Gert von Braun le entregó el bolso a Gil Ponce, que todavía tenía los guantes de látex que se había enfundado cuando le pidieron que se hiciera cargo del borracho pestilente. Gil se colgó la correa del bolso sobre el brazo, y estaba guardando de nuevo su porra en la funda cuando llegaron los policías surfistas y aparcaron junto a la acera.

Los surfistas se bajaron del coche y Flotsam miró a Gil, diciéndole:

– Necesitas a alguien que te asesore con los complementos, tío. Ese bolso no hace juego con tus zapatos, ni con tus guantes.

Gil se quitó rápidamente los guantes y se los guardó en el bolsillo, y Jetsam quitó la tapa y arrojó la cañita de un vaso de Gatorade que estaba bebiendo, y dijo:

– Hey, colega, hidrátate antes de que te desmayes.

Gil bebió un sorbo de Gatorade y se lo devolvió a Jetsam mientras Flotsam y Gert von Braun levantaban al carterista, cogiéndolo cada uno de un brazo.

– ¡Mi ojo! -dijo él-. ¡He perdido mi maldito ojo!

Flotsam iluminó el rostro del ladrón con la linterna, y le dijo:

– Sí que lo has perdido, tronco. Ahora sólo tienes un agujero en la cara. Rellénalo de papel de váter antes de llegar a la cárcel, porque si no esos empacadores de carne le van a dar nuevo significado a eso de «follar con los ojos».

– ¿Tú sabes lo que me costó ese ojo? -chilló el ladrón, que ahora tenía los téjanos y los calzones tan abajo que dejaban su pene al descubierto.

Cogiendo la llave de las esposas, Gert von Braun se las quitó y dijo:

– Te falta una presilla del cinturón. De hecho, has perdido el cinturón. Hazme el favor, guarda esa cosa mientras buscamos tu ojo.

Gil Ponce alumbró a su alrededor, en el pavimento, y dijo:

– Allí está. Debajo del neumático de aquel coche. No tiene buena pinta.

– Recógelo, por favor -le dijo el carterista a Jetsam, que estaba sentado sobre el guardabarros de su tienda contemplando el ojo de vidrio y sorbiendo su Gatorade.

– No pienso recoger el ojo de nadie -dijo Jetsam-. Puedes coger tú mismo tu ojo, colega.

– Ponte otra vez los guantes, chico -le dijo Flotsam a Gil Ponce-. Y recógelo. Todo hombre tiene derecho a su propio ojo.

– ¿Por qué tuve que trasladarme a esta unidad de lunáticos? -preguntó retóricamente Gert von Braun. Dio unas zancadas hasta donde estaba Jetsam, mojó el ojo sucio dentro de la bebida del surfista y lo sacudió para secarlo.

– ¡Mi Gatorade! -exclamó Jetsam, atónito frente a lo que estaba ocurriendo-. ¡Acaba de mojar un ojo en mi Gatorade!

– Mariquita -le dijo Gert von Braun por lo bajo, mientras le entregaba el ojo al carterista y le decía-: Tú ponte esto, tío.

A unos treinta metros había dos civiles contemplando la escena. Uno era Leonard Stilwell, que acababa de decidir que eso de robar carteras no era para él. El otro era un hombre joven que parecía ser un transeúnte cualquiera, pero que era en realidad un periodista freelance que escribía artículos para pasquines underground. El periodista estaba pensando que podía enviar aquella historia a los jefes de redacción de Los Angeles Times, que siempre lo estaban machacando con el tema de los «policías guerreros» del LAPD. Ya había decidido cuál iba a ser el titular: «Los ojos lo tienen claro con los policías guerreros».

– Te veré en la comisaría -le dijo Gert von Braun a Gil Ponce.

– Creo que puede que haya un auténtico hombre en la guardia nocturna después de todo -dijo Flotsam, mientras contemplaba a Gert subirse a su tienda-. Al menos no nos han escupido.

Cuando Cat Song finalmente pudo conseguir salir del atasco en Hollywood Boulevard, estacionó en doble fila enfrente del aparcamiento y se dirigió al trote hacia el grupo de policías. Alcanzó a ver que el carterista se limpiaba algo del frente de su camiseta, y luego, con ambas manos, se hacía algo en la cara.

Pero su mente estaba concentrada en el joven novato al que casi habían matado, y estaba muy alterada cuando cogió a Gil Ponce en un aparte y le dijo tranquilamente:

– Ese turista gilipollas que iba en el Ford casi te hace papilla. Fuiste muy afortunado. Tonto y afortunado.

– No calculé bien la velocidad -dijo Gil Ponce.

– Escúchame, hombre de hierro -dijo ella-, puedes jugar a la ruleta rusa, salir con Phil Spector o hacer cualquier otra cosa autodestructiva que quieras en tu tiempo libre, pero no mientras estés conmigo. En mi tienda no hay lugar para un niño kamikaze.

– Lo siento, Cat -dijo Gil-. Pero lo tenemos. ¡Cogimos al tío!

Jetsam se acercó a Cat Song y señaló a Gert von Braun, que se alejaba en el coche.

– ¡Ella mojó un ojo en mi Gatorade! -le dijo-. ¡Y luego lo sacudió!

– ¿Qué? -dijo Cat Song.

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