Capítulo 17

Aquella noche iban a tener lugar acontecimientos terribles en Hollywood Boulevard, unos acontecimientos tan terroríficos que dejarían a los turistas gritando y a los niños llorando. Y Leonard Stilwell, cargado de billetes verdes y desesperado por conseguir algo de cristal, caminaba directo hacia el desastre.

Las cosas habían estado revueltas durante un tiempo en el Paseo de la Fama, frente al Teatro Chino de Grauman. Siempre había un personaje callejero detenido por algún delito. Los arrestos habían implicado al teleñeco Elmo, a Chewbacca y a Míster Fantástico, por nombrar sólo a unos pocos. Y los cuervos celebraban reuniones donde intentaban juntar a la mayoría de los personajes callejeros autónomos -muchos de los cuales imitaban al mismo icono de la animación, y buena parte de los cuales eran adictos a las drogas- para advertirlos de que las leyes contra la mendicidad agresiva les iban a ser aplicadas a rajatabla.

Y no era que los personajes callejeros se limitasen a estar a malas con la ley, también estaban a malas entre ellos mismos. Por ejemplo, cuando un turista estaba haciéndose fotos con Superman, Spiderman saltaba dentro de la toma e intentaba sisar la mitad de la propina. Esto causaba conflictos entre los personajes, que a veces llegaban a las manos y terminaban formando camarillas. Un día, varios personajes que imitaban a Spiderman podían alinearse con un Willy Wonka, que andaría conchabado con una Catwoman y un Shrek. Y eso podría fastidiar al Pato Donald, o al Hombre Lobo, o a alguno de los muchos Darth Vaders. Las cosas podían ponerse feas cuando equipos formados por un Batman y un Robin decidieran cortar entre sí, especialmente porque las propinas de los turistas dependían en buena medida de la relación entre ambos. ¿Qué era un Robin sin un Batman?

Pero eso fue lo que pasó aquel jueves noche, unas pocas horas después de que Alí Aziz hubiera estado tan ocupado perpetrando el futuro asesinato de su ex mujer. Y poco después de que Leonard Stilwell, con mil dólares en el bolsillo, no pudiese proveerse de mercancía ni en el cibercafé ni en el Pablo's Tacos, porque un pequeño contingente de fuerzas de la unidad de Narcóticos estaba registrando a cada yonqui o camello callejero que veía en las inmediaciones de ambos establecimientos.

Podría ser que todos, incluidos los personajes callejeros, estuvieran particularmente pesimistas debido a la suspensión del tradicional Desfile Navideño de Hollywood, un evento que había creado la Cámara de Comercio de Hollywood en 1928. El desfile popular había contado con superestrellas de la talla de Bob Hope, Gene Autry, James Stewart, Natalie Wood, Arnold Schwarzenegger y Charlton Heston. Pero igual que Hollywood había perdido buena parte de su glamour en los últimos años, también lo había perdido el desfile. Los últimos desfiles incluían a Tom Arnold, Dennis Hopper, y Peter Fonda. Y finalmente había caído tan bajo que incluso tuvieron que proponer a un político local, el alcalde de Los Ángeles, Antonio Villaraigosa. Aquélla fue probablemente la marcha fúnebre del desfile.

Así, en Hollywood Boulevard, en una bochornosa noche de verano, cuando el viento seco te golpea en la cara como un chorro de secador, y la temperatura en el interior de los disfraces de los personajes callejeros es insoportable, todo parece dispuesto para una revuelta. Y para empeorar las cosas había una disputa laboral en marcha, y un sindicato local tenía un grupo con pancartas y piquetes manifestándose frente al Kodak Centre porque éste empleaba a trabajadores no sindicados. Una oficial vestida de paisano de la Sección de Relaciones Laborales del LAPD andaba vigilando, pero ésa era la única presencia policial.

Justo al anochecer, cuando Hollywood adquiere su brillo rosado -y los cientos de turistas frente al Teatro Chino de Grauman sienten la burbujeante sensación de que cualquier cosa puede pasar aquí- sucedió algo grande. Algunos dijeron que fue Robin quien lo inició, otros culparon a Batman. Robin, de hecho, llamó a Batman «payaso marica gordinflón», y Batman llamó a Robin «llorica ratero barriobajero». Nadie sabía a ciencia cierta dónde quedaba exactamente la verdad, pero no había duda de que fue Robin el que primero soltó un puñetazo a su compañero. Fue un gancho al bajo vientre de Batman y el traje plastificado de Batman no le protegió mucho.

Soltó un «¡uaaaag!» y se sentó sobre las pisadas de Steve McQueen, preservadas en cemento en las inmediaciones del teatro.

Entonces un Spiderman, uno de los personajes más importantes que había apoyado a ese Batman, puso la mano sobre la cara de Robin y lo empujó brutalmente contra el suelo cerca de la huella del puro de Groucho Marx.

Acto seguido Superman y su compañera, Wonder Woman, que era en realidad un flacucho travesti con una pierna falsa, llamaron a Spiderman «insecto vomitivo» y procedieron a golpearle de manera bestial mientras los turistas gritaban y los chicos corrían despavoridos.


Leonard Stilwell había aparcado su Honda en el parking más cercano al Kodak Center. Con todos esos billetes en el bolsillo, le importaban un pimiento las excesivas tarifas de aparcamiento. Pretendía quedar con Júnior al día siguiente para entregarle las herramientas y un billete de cincuenta pavos.

Para su sorpresa, había descubierto que por mucho dinero que uno tuviese, a veces había cosas que el dinero no podía comprar. Y, de momento, aquella noche no podía comprar cocaína en ningún sitio. Esperaba que alguno de los colgados del sur que rondaban por la estación de metro pudiera tener algo de cristal para él; si no, podía arriesgarse y preguntarle a alguno de los personajes callejeros, pero sólo como último recurso. Todavía recordaba lo que había pasado en el Kodak Center cuando Pluto guardaba la droga en su gran cabeza.

La oficial de la Sección de Relaciones Laborales había corrido hacia la pelea sosteniendo su placa y chillando: «¡Oficial de policía!»; pero Superman y Wonder Woman no parecían dispuestos a separarse y Spiderman se lamentaba de dolor. Y el problema no acababa más que de empezar.

Batman, tras recuperarse del trallazo en el estómago, sintió de repente un movimiento de tripas urgente. Vio que los piquetes sindicalistas tenían un largo camión aparcado en el bordillo junto con un váter portátil Andy Gump unido a él.

Apretándose la barriga herida corrió como un cangrejo hacia el Andy Gump, abrió la puerta y entró, aliviándose con una erupción que los sorprendidos manifestantes que vigilaban el camión pudieron oír con claridad.

Cuando Batman salió del Andy Gump, uno de los manifestantes, un diminuto negro de cincuenta y dos años que resultó ser el representante sindical local, dijo:

– Eh, macho, nadie dijo que tú podías soltar lastre en nuestro Gump.

– Batman giña donde le da la gana -dijo Batman.

– Batman, hasta donde yo sé, no es más que un culo de rata voladora con una mierda de traje de diez dólares que lleva capa -replicó el pequeño sindicalista.

– Tienes suerte de que no cagase en tu sombrero, feo enano negro -dijo Batman.

El sindicalista, que había sido un buen boxeador, peso pluma, treinta años atrás, dijo:

– Ningún puto vampiro me va a tocar las narices, ¡ni siquiera el Conde Drácula!

En las noticias de las once, el periodista que cubrió la pequeña revuelta mostró a su audiencia una viñeta de Batman, y dijo que lo que había pasado a continuación era idéntico a lo que sucedía en los tebeos: «¡Pum! ¡Paf! ¡Zas!».

– Sin embargo -añadió- fue el héroe con capa el que fue superado esta vez, y el que terminó besando el asfalto.

Batman se convirtió en el segundo superhéroe que ese día terminó en Urgencias aquejado de contusiones múltiples y abrasión.

La agente de Relaciones Laborales ya había solicitado refuerzos por radio y las unidades de vigilancia nocturna, justo después de haber fichado, iban de camino. Gert von Braun y Dan Applewhite llegaron primero y separaron a Superman y Wonder Woman de Spiderman. Gert agarró a Wonder Woman por el hombro, y se enganchó con su peluca que de pronto cayó en la mano de Gert.

– ¡Mamá! -gritó una chica-. ¡Wonder Woman es calva como papá!

Llegaron dos unidades nocturnas más y en poco tiempo había cientos de turistas sacando fotos como locos y la camioneta de las noticias de televisión causó un atasco en Hollywood Boulevard. Leonard Stilwell decidió que ése no era un buen lugar para él. Apretó el paso entre los turistas que abarrotaban el Paseo de la Fama y se dirigió hacia el parking, pero en ese instante se dio de bruces con la unidad 6-X-46 de la vigilancia nocturna.

– ¡Eh, tío! -dijo Flotsam-. ¡Es él!

Jetsam agarró el brazo de Leonard en el momento en que éste los rebasaba a paso ligero, y le hizo girarse.

– He estado pensando en ti, hermano.

Leonard los reconoció a la primera, aquellos polis bronceados y sin corazón, con el pelo decolorado.

– No tengo nada que ver con ese cristo que se ha formado -dijo Leonard.

– Vamos a ver el papelito de tu coche -dijo Flotsam-. El que tiene la dirección escrita.

– ¿Qué papelito? -dijo Leonard.

– No nos jodas -dijo Jetsam.

– ¡No os jodo! -se lamentó Leonard-. ¡No sé de qué estás hablando, tío!

– El papel con la dirección de Mount Olympus -dijo Flotsam-. ¿Te acuerdas ahora? Y será mejor que nos des la respuesta correcta.

– Ah, ese papel -dijo Leonard.

– Sí, vamos a tu coche y así le echo otro vistazo -dijo Jetsam.

– Ya no lo tengo -dijo Leonard.

– ¿Por qué lo tenías antes? -dijo Jetsam.

– ¿Tener el qué? -dijo Leonard.

– Que te jodan, hermano -dijo Jetsam, y agarró las esposas.

– ¡Espera un minuto! -dijo Leonard-. ¡Déjame pensar un momento!

– Piensa rápido, macho -dijo Flotsam-. Mi compañero está quedándose sin paciencia.

– Escribí una dirección que saqué de un periódico -dijo Leonard-. Era sobre un trabajo. Alguien que necesitaba un pintor para su casa.

– ¿Eres pintor? -dijo Flotsam.

– Sí, pero estoy sin trabajo en este momento.

– He estado pensando en pintar mi dormitorio -dijo Flotsam-. ¿Debería usar esmalte brillante en las paredes de la habitación, o mejor de látex?

A Leonard se le estaba secando la boca. El único látex que conocía era el de los guantes que usaba en sus trabajitos.

– Depende de lo que quieras.

– ¿Qué usa la mayoría de la gente para las paredes de su dormitorio? ¿Esmalte con una base de aceite, o látex rebajado con agua? -dijo Jestam.

– ¿Esmalte?

– Vamos a ver tu coche, colega -dijo Flotsam-. Quizás ese pedazo de papel siga todavía ahí.

Cuando llegaron al aparcamiento Leonard los condujo hacia su coche, que estaba aparcado en la esquina más lejana.

– No tenéis derecho a buscar en mi coche, y lo sabéis -dijo.

– ¿Quién dice que vamos a buscar nada en tu coche? -dijo Jetsam-. Simplemente queremos ver ese papelito otra vez.

– ¿Y entonces dejaréis de acosarme? -dijo Leonard.

Jetsam miró a Flotsam y dijo:

– Dice que le estamos acosando.

– Estoy impresionado. ¡Impresionado! -dijo Flotsam.

Leonard abrió la puerta del coche, entró y alcanzó la guantera.

– Espera un minuto, colega -dijo Flotsam.

– Voy a ver si lo puse en la guantera -dijo Leonard.

– Espera que mi compañero dé la vuelta y podamos ver qué hay ahí dentro -dijo Flotsam-. Así es como hieren a los policías.

– ¿Yo heriros? -dijo Leonard con disgusto-. ¿Vuestros sentimientos o qué?

Jetsam abrió la puerta del copiloto con la mano sobre la culata del revólver.

– Ahora ábrela -dijo Jetsam.

El crepúsculo lanzaba largas sombras y Jetsam utilizó su linterna para iluminar la guantera.

Leonard recordaba dónde había dejado la nota. Agarró la visera y dijo:

– Aquí está.

Pero Leonard no recordaba que había metido la barra de tensión y el pico en la guantera.

– ¿Qué es esto? -dijo Jetsam, iluminando con su linterna las herramientas de cerrajero.

– ¿Qué es qué? -dijo Leonard. Y entonces recordó ¡qué era qué!

– Esos objetos raros en la guantera -dijo Jetsam-. ¿Los usas para rascar la pintura seca de los bordes de las latas de pintura?

Leonard miró la guantera y dijo:

– Han estado aquí desde que compré el coche. No sé para qué sirven. ¿Son ilegales? ¿Como porno infantil o algo así?

– Sal del coche -dijo Jetsam-. Y dame las llaves. No creo que te moleste si busco más objetos raros, ¿verdad?

– ¿De qué serviría? -dijo Leonard-. Lo harás de todos modos.

Mientras Jetsam andaba buscando bajo los asientos delanteros y en el maletero, Flotsam cacheó de arriba abajo a Leonard Stilwell, sintió los billetes en su bolsillo y le preguntó:

– ¿Qué es esto?

– Pues mi dinero -dijo Leonard.

– ¿Cuánto? -dijo Flotsam.

– ¿Tengo que contestar a eso? -dijo Leonard.

– Si sabes cuánto tienes, supondremos que es tu dinero -dijo Flotsam-. Si no sabes cuánto tienes, supondremos que acabas de robarlo de un monedero frente al Kodak Center. Y buscaremos a la víctima. Aunque llevará un tiempo.

– Mil pavos -dijo Leonard-. Diez billetes de cien.

Los policías surfistas se miraron el uno al otro y Jetsam dijo:

– ¿Llevas mil pavos encima? ¿De dónde los sacaste?

– Jugando a póquer -dijo Leonard.

– Y tienes herramientas de cerrajero -dijo Jetsam-, pero resulta que están en tu coche desde que lo compraste.

– Sí, exacto.

– ¿Y no sabes hurgar en una cerradura?

– Tío, ¡apenas sé hurgarme la nariz! -dijo Leonard-. ¡Me estáis acosando! ¡Esto es acoso policial!

– Te diré una cosa, colega -dijo Flotsam-. Si sabes deletrear acoso, te dejaremos ir. Si no, te llevaremos a la comisaría Hollywood para que hables con un detective. ¿Qué te parece?

Leonard dijo:

– A-c-c…

Quince minutos después, Leonard Stilwell estaba sentado con Flotsam en una sala para interrogatorios en la comisaría Hollywood, y Jetsam estaba en la sala de detectives explicando lo que habían encontrado al Compasivo Charlie Gilford, que estaba irritado por haber sido interrumpido cuando estaba viendo Dancing with the stars.

– Lo único que tenemos son herramientas de cerrajero y mil pavos, y un tipo con un historial cuatro-cinco-nueve -dijo Charlie, que nunca estaba dispuesto a hacer ningún tipo de trabajo-. Eso no es mucho para encerrarlo. ¿Qué pasa con la nota con la dirección incorrecta? ¿Podríamos sacar una víctima de ahí?

– Quizá los agentes que se ocupan de los robos puedan hacer algo mañana -dijo Jetsam-. Ésa es la razón por la que lo encerraremos esta noche, ¿vale? Para darles cuarenta y ocho horas. Vamos, este tío está pringado. ¡Lo sé!

– Déjame pillar un café y pensar en el asunto -dijo Charlie.

Desde que el decreto federal de consentimiento entró en vigor seis años atrás el detective del turno nocturno no podía aprobar las encarcelaciones. Ahora sólo podía «aconsejar» que se encarcelara al sospechoso, pero era asunto del comandante de la patrulla de observación llevar a cabo un encierro «prescriptivo». Parecía que al gobierno federal y a su legión de auditores civiles con sueldos excesivos no les gustaban las frases asertivas ni los verbos que sonasen demasiado agresivos. Sus gustos daban lugar a un montón de papeleo, como sucedía con todo lo relacionado con el decreto de consentimiento. Pero al final todo terminaba en el mismo resultado. El sospechoso permanecía en la jaula durante cuarenta y ocho horas mientras los detectives intentaban montar el caso para enviarlo al fiscal del distrito.

Jetsam estaba disgustado. Cuando Charlie se marchó, el policía surfista sacó su bloc de notas, se sentó en una de las mesas y marcó el móvil de Hollywood Nate Weiss justo antes de que éste terminara su turno.

Jetsam explicó lo que estaba pasando y le dijo:

– ¿Tuviste ocasión de preguntar a tu amiga de Mount Olympus sobre el tipo este, Stilwell?

– No, no pude -admitió Nate-. Pero hablé con alguien que la conoce bastante mejor que yo y dijo que le preguntaría.

– Y ese alguien, ¿le preguntó?

– No lo sé -dijo Nate, incómodo.

– Mira, hermano, tienes que ayudarnos -dijo Jetsam-. Este tipo ya me puso la mosca detrás de la oreja la primera vez que lo vi. Es un ladrón. Sé que acaba de terminar un trabajito con el que ha sacado mil dólares, pero de momento, no tenemos ningún informe. Creo que pasó allá arriba, en la casa de Mount Olympus en la que estuviste tú, o en alguna de por ahí.

La línea quedó en silencio un momento y luego Nate dijo:

– Hago una llamada ahora mismo y te llamo.

– Gracias, hermano -dijo Jetsam-. La casa de allá arriba… Uf, da yuyu.


Nate llamó a casa de Margot Aziz, que acababa de acceder al garaje con su hijo Nicky dormido en el asiento trasero. Sacó a Nicky del coche y lo cargó hasta la puerta. Escuchó el primer timbrazo. Intentó abrirla, pero estaba cerrada.

– ¡Mierda! -dijo. La puerta nunca estaba cerrada. Lola lo había olvidado tantas veces que Margot ya no se lo recordaba. Debía de ser la primera vez que Lola la cerraba, y lo había hecho justo ese día, cuando Margot estaba esperando una llamada de Bix Rumstead al que ella llevaba dos días intentando localizar.

Margot buscó las llaves en su bolso mientras cargaba con su hijo de cinco años que estaba dormido y logró abrir la puerta en el preciso momento en que el teléfono dejó de sonar. Marcó su código de alarma para apagar el pitido electrónico y corrió hacia el teléfono de la cocina. Cuando lo descolgó estaba terminando el mensaje de voz.

Lo escuchó, pero era el policía equivocado. Oyó una voz que decía: «Margot, soy Nate Weiss. Por favor, llámame tan pronto como puedas. Se trata de un asunto policial que quizá tiene relación contigo».

¿Un asunto policial? Cogió la tarjeta que guardaba en su mesa del pequeño despacho junto a la cocina, pero la dejó de nuevo. Más bien un asunto de coñito. Después de aquella noche juntos no le había llamado como había prometido, y ahora él había decidido presionarla. Probablemente iba a decirle que quería ese trabajo de protector de su casa.

«Tuviste tu oportunidad, calzonazos», pensó. Lástima que no fuese un bebedor como Bix Rumstead. Le gustaba la pinta de Nate y sus modales le parecían muy seductores.


Hollywood Nate tomó una decisión. Iba a hacer un ejercicio de sinceridad con Bix Rumstead. Estaba seguro de que Bix debía tener algo entre manos con Margot Aziz, y sabía que Bix tenía esposa y dos niños. Eso no estaba bien. Nate no quería incomodar al tipo, pero ese Stilwell había ido demasiado lejos. Le iba a contar a Bix lo de su noche con Margot, y así podrían descubrir, él o Bix, si últimamente había pasado algo peculiar en los alrededores de la casa. Cualquier cosa que pudiera explicar por qué un ladrón de poca monta con una dirección anotada que quedaba muy cerca de la de Margot, tenía herramientas de cerrajero y mil dólares en su bolsillo. Nate sabía por experiencia que Margot era una mujer lista. Si el negocio de Stilwell tenía algún sentido, ella sería capaz de descubrirlo.

Por supuesto, Nate estaba al corriente del asesinato del somalí perpetrado la noche anterior y de que Bix había tenido una jornada dura, de modo que hoy no trabajaba. Llamó a casa de Bix y al móvil, pero en ambos casos le atendió el buzón de voz.

– Bix, soy Nate Weiss. Tengo que hablar contigo sobre Margot Aziz tan pronto como sea posible. Puede que sea muy importante. Llámame.

Echó un vistazo en el despacho y descubrió que Ronnie acababa de fichar. Fue al vestuario de mujeres, pegó la cara a la puerta y la llamó.

Se sintió aliviado cuando ella dijo:

– Sí, estoy aquí.

Pocos minutos después Ronnie salió vestida de calle y Nate dijo:

– ¿Sabes cómo puedo dar con Bix?

Ella sacudió la cabeza.

– Lo he intentado cuatro veces -dijo-, sin suerte. Creo que ese extraño asesinato le ha afectado. La verdad es que estoy algo preocupada.

– ¿Su mujer no sabe dónde está? -preguntó Nate.

– Su mujer y los críos están fuera del estado visitando a los padres de ella. No volverán hasta pasado el fin de semana.

– ¿Así que no podré hablar con él hasta mañana?

– Quizá no -dijo-. Ha llamado al sargento para tomarse mañana el día libre. Tiene un montón de papeleo atrasado en la contabilidad doméstica y dijo que necesitaba un par de días para unos asuntos familiares.

– ¿Crees que ha salido de la ciudad?

– No lo sé, Nate -dijo Ronnie-. Bix es un tío misterioso. Y tú también lo eres últimamente.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Tú y Bix. ¿Cuál es el secreto que compartís? ¿O es un asunto de tíos?

Nate se quedó en silencio unos segundos y dijo:

– Se trata de esa mujer que vive allá arriba, en Mount Olympus. Igual le han robado hoy. Es una historia larga, pero Flotsam y Jetsam tienen un sospechoso, y ya sabes lo obsesivos que son. Quieren que alguien hable con ella ahora mismo, pero no está en casa. Acabo de llamarla.

– ¿Y qué tiene que ver Bix con esto?

– Ambos la conocemos y creo que Bix probablemente tenga su número de móvil. Es una larga historia.

– Así que es un asunto de tíos -dijo Ronnie, profundamente desilusionada. Bix Rumstead, el último de los polis monógamos, ¿era un mujeriego además de un alcohólico?

– Buena suerte -dijo Ronnie-. Me voy a casa.


Nate encontró a Flotsam y Jetsam en la sala de detectives.

– Bien -les dijo-, ambos sabéis que conozco a la mujer que vive en esa dirección de Mount Olympus, pero no la conozco tanto como creéis. Intenté dar con ella y le dejé un mensaje en el contestador. ¿Por qué no encerráis al capullo y dejáis a los detectives resolverlo todo mañana cuando la dama esté en casa?

– Eso es exactamente lo que queremos, hermano -dijo Jetsam-, pero Charlie Gilmore no nos quiere dar su aprobación para encerrarlo sin un testigo ocular, una cinta de vídeo y una confesión firmada con sangre.

En ese momento el Compasivo Charlie salió de la sala de interrogatorios donde había estado hablando con Leonard Stilwell. Llevaba en la mano un informe del 5.10 que dio esperanzas a los policías surfistas. No se metería en tanto papeleo si fuese a soltarlo.

– Vale, presentaré un 5.10 y aconsejaré un encierro por 4-5-9 -dijo Charlie-. Confiscad las herramientas de cerrajero y los mil pavos, y que el equipo de robos se ocupe de eso mañana.

– ¡Fantástico! -dijo Jetsam.

– Dijo que había ganado los mil apostando a los Giants contra nuestros Dodgers con un extraño que se encontró en la sala de billares -dijo el Compasivo Charlie con disgusto-. Cualquier habitante de esta ciudad que se meta en semejante apuesta desleal merece ir a la cárcel.


Margot Aziz había intentado dar con Bix Rumstead de nuevo. Estaba perfectamente al tanto de que su mujer y sus hijos volverían a casa dentro de cuatro días. Ése era todo el tiempo que tenía, todo el tiempo que iba a tener con ese hombre, estaba segura de eso. Si no funcionaba con Bix tendría que organizar un plan completamente nuevo. Pero ¿estaría Jasmine dispuesta a aceptarlo? Su avaricia estaba siendo vencida por el miedo y ya hablaba de abandonar el plan, incluso después de que Margot hubiese dedicado tanto tiempo y tantos esfuerzos a Bix Rumstead en los últimos meses. Nunca, ni una sola vez, había querido Bix pasar la noche entera en su cama. Nunca había tenido la oportunidad de poner el plan en marcha. Le daba dolor de cabeza pensarlo. La tensión empezaba a ser inaguantable.

La gente pensaba que ella podría vivir el resto de su vida con un patrimonio de siete millones de dólares. Su abogado estimaba que ésa sería más o menos su parte tras el reparto de bienes, que incluían también una cartera de acciones con tendencia al alza. Pero de esa cantidad había que descontar los exorbitantes emolumentos de su abogado.

El letrado le había dicho que con inversiones apropiadas, ella y Nicky podrían vivir «confortablemente». Y ella se había reído en su cara.

Margot le había recordado que cientos de hogares en Hollywood Hills estaban hoy en día a la venta por más dinero de lo que obtendría ella con esa vida «confortable», algunos de ellos incluso valían el doble. ¿Cómo iba Nicky a crecer con el estilo de vida actual si tenía que gastarse al menos cuatro o cinco millones en una casa decente? ¿Sabía el letrado cuáles eran los costes de mantenimiento de una casa? ¿Tenía idea de cuánto cobraba una niñera de confianza? ¿Y qué pasaba con los costes de un buen colegio? Nicky entraría en preescolar en septiembre, y las tasas anuales serían más elevadas que el valor de la casa que sus padres compraron en Bartow cuando se casaron. Margot le dijo que sabía muy bien lo que era luchar por el dinero día a día, pero no quería que Nicky tuviera que pasar nunca por esa situación.

Nicky. Ahí es donde ella y su abogado tenían sus mayores desacuerdos. Él le dijo que cuando se reunió con Alí Aziz, éste tenía miedo de atrasarse un solo día en los pagos de manutención del niño. Ella le dijo que eso era una broma, que conocía a Alí tan bien como se conocía a sí misma. No tenía ninguna duda: intentaría vender en secreto todos sus negocios y entonces se llevaría a su hijo lejos de ella, lejos de América para siempre.

El abogado había insistido en que Alí Aziz, un ciudadano naturalizado, nunca haría semejante cosa. Regresar a un país de Oriente Medio tras haber disfrutado del lujoso estilo de vida de Hollywood era algo que estaba más allá de la imaginación del letrado.

Margot le había recordado al abogado que Osama bin Laden también había sido rico y había acabado viviendo en una gruta. Y dudaba que Osama tuviera que gastar tantos pavos en cocaína para conseguir una felación. Y entonces le pidió al abogado que confirmase una suposición. Si se diera el hipotético caso de que Alí pasara a mejor vida durante o tras el proceso de divorcio, ¿iría a parar toda su fortuna a Nicky?

El abogado había contestado que, por lo que él sabía, el nuevo testamento de Alí nombraba a su abogado administrador de sus bienes, pero sí, su fortuna iría a parar a manos de Nicky. Y entonces ella pensó en el abogado de Alí. Parecía un hombre razonable, en la medida que pueden serlo los abogados. Había enrojecido cuando ella lo había mirado durante un largo rato. Podía trabajar con él por el interés de su hijo. Habría aproximadamente catorce millones para ella y Nicky. Podía tirar bien con eso. Ella todavía era joven, aún tenía buen aspecto. Había montones de hombres solventes ahí fuera.

E incluso si no encontraba al hombre adecuado, Nicky se quedaría con la herencia al cabo de trece años. Margot no era capaz de imaginar qué pinta tendría con sus siete millones, bien invertidos por el abogado de Alí, en esa época. Ella tendría cuarenta y tres años y su culo se caería como una bolsa de la colada, necesitaría a alguien que se ocupase de ella.

Margot echó un vistazo a la habitación de Nicky y vio que estaba profundamente dormido. Se fue a su dormitorio y se desvistió, tomó una ducha caliente y encendió el televisor de la habitación. Fue cambiando de canales hasta que se rindió y dejó encendido un canal por cable. Entonces puso la alarma antirrobo, había decidido acostarse pronto.

Margot fue al vestidor y bajó el joyero donde guardaba sus pastillas para dormir desde que había cazado a Nicky subido al lavabo y removiendo el armario de medicinas en busca de caramelitos para la tos. Cogió un vaso de agua del lavabo, se sentó frente a su tocador y se cepilló el pelo unos minutos. Entonces sacó el tapón del frasco.

Margot pensó en Alí: no le gustaba que ella tomase sus cápsulas para dormir, tenía miedo de que los medicamentos volvieran a acercarla a la cocaína, cuya adicción había superado años atrás. Giró el frasco para sacudirlo y hacer caer una cápsula sobre su mano. Y en ese preciso instante, cuando pensaba en Alí, Rod Stewart empezó a cantar We'll be together again, y sintió un temblor subiendo por su cuello y sus hombros.

Margot pensó que nunca volverían a estar juntos. No en este mundo, ni tampoco en el otro, si es que existía. Su plan sobre lo que debía hacer con Alí Aziz hizo que le temblasen las manos. Se le cayó el frasco sobre la mesa del tocador y todas las cápsulas magenta y turquesa quedaron esparcidas por el suelo.

Margot guardó las cápsulas de nuevo en el frasco. Quedaba una en la mesa del tocador, se la llevó a la boca y la tragó. Luego tomó otra pese al consejo de su doctor, quien decía que con una era suficiente. Esta noche necesitaba dormir sin interrupciones.

Antes de acostarse llamó al móvil privado de Bix Rumstead una vez más y dejó un mensaje diciendo:

– Bix, ¡te suplico que me llames!

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