Capítulo 22

– Uno de los policías forenses acaba de llegar -le dijo Flotsam a Jetsam.

Albino Villaseñor, D2 de homicidios, fue el primer detective en llegar desde su casa. Aparcó en la calle y salió del coche con un maletín de plástico y una cámara, con el mismo traje marrón de Men's Warehouse que llevaba desde que Flotsam lo conocía.

Su cabeza calva brillaba bajo la luz que provenía de la luna de Hollywood, y su blanco mostacho parecía salvaje y felino tras haber estado durmiendo con la cara contra la almohada. Saludó con un gesto de la cabeza a los policías surfistas y avanzó hacia la puerta porticada sin signos de tener ninguna prisa particular por añadir un cuerpo más a la multitud de cadáveres que había visto durante su larga carrera.

Se volvió hacia la calle cuando una furgoneta blanca con un logo de televisión en la puerta subió a la acera y aparcó lo más cerca que pudo de la pista de entrada de la casa. Por detrás había una furgoneta de noticias de otra cadena de televisión de Los Ángeles. La emisión de la dirección de Mount Olympus en la emisora de la policía estaba sacando a todos los periodistas de la cama.

Cuando el detective estuvo dentro del vestíbulo, Flotsam le dijo a Jetsam:

– Parece que va a haber una investigación en la oficina de los cuervos -dijo Jetsam.

Cuando llegó la furgoneta del forense los criminalistas ya llevaban puestos sus guantes de látex y sus botas especiales, y estaban en la habitación tratando el asunto como si fuese la investigación de un asesinato múltiple. Incluso Villaseñor había sido telefónicamente informado por el comandante de la patrulla de vigilancia de que el único crimen cometido había sido perpetrado por el muerto. Pero con un policía del LAPD involucrado, iba a hacerse una investigación muy cuidadosa. Las órdenes provenían del jefe del Departamento del Oeste, como medida preventiva por si las cosas se torcían de verdad.

– Aquí vienen los de levantamiento de cadáveres -dijo Flotsam cuando vieron aparecer su furgoneta, que fue dirigida con señales hacia la puerta de entrada por el agente que había recibido la llamada original.

Cuando Bino Villaseñor entró, encontró a Dan Applewhite en la cocina con Bix Rumstead, que estaba sentado mirando a su taza de café, con los ojos rojos y estragados.

El detective, que no conocía al cuervo personalmente, le saludó con la cabeza. Bino Villaseñor, hablando con la cadencia rítmica del barrio este de Los Ángeles donde había crecido, le dijo a Bix:

– En cuanto llegue alguien más de nuestro equipo de homicidios, me gustaría que le llevasen a la comisaría. Yo bajaré tan pronto como pueda.

Bix Rumstead asintió y siguió mirando. El detective lo había visto antes: la tranquila y desesperanzada mirada sobre el abismo.

El detective le dijo a otro policía de la patrulla matinal que estaba en el vestíbulo, junto a la escalera:

– ¿Dónde está la señora de la casa?

– Arriba, en uno de los dormitorios a su izquierda -dijo el poli-. Está con una mujer oficial de la patrulla nocturna.

Bino Villaseñor subió las escaleras hacia la planta de arriba, echó un vistazo a la habitación principal donde se habían encendido las luces, y no entró mientras los criminalistas trabajaban, pero pudo ver que la sangre había empapado la alfombra bajo el cuerpo de Alí. El detective giró hacia la izquierda y caminó hacia la habitación de Nicky, donde encontró a Margot Aziz, todavía en pijama, con sangre seca en su rostro y en el pecho. Permanecía sentada en la cama, aparentemente llorando contra una mano llena de pañuelos. No conocía a la fornida oficial que estaba con ella, pero le indicó con un movimiento de su cabeza que podía irse. Gert von Braun salió de la habitación y bajó las escaleras.

– Soy el detective Villaseñor, señora Aziz -dijo a Margot-. Vamos a ayudarla a desplazarse a la comisaría para que haga una declaración más formal, pero tengo algunas preguntas preliminares que me gustaría hacerle.

– Por supuesto -dijo Margot-. Le diré todo lo que pueda.

Bino miró alrededor de la habitación, dirigió la vista hacia la montaña de juguetes y libros infantiles y hacia la tele más inmensa que había visto jamás en una habitación de niño, y luego dijo:

– ¿Dónde está su hijo?

– Está pasando la noche con su niñera -dijo-. Ésa es la razón por la que yo… bueno, ésa es la razón por la que Bix y yo… ya sabe.

– ¿Cuánto tiempo llevan saliendo usted y el oficial Rumstead? -preguntó el detective, sentándose en una silla delante de la Play Station, mientras abría su carpeta de notas.

– Unos cinco meses casi. -Estuvo a punto de decir «Día sí, día no», pero se dio cuenta de lo inapropiado que habría sonado, y añadió-: Más o menos.

– ¿Suelen dormir juntos a menudo aquí?

– Ésta es la primera vez que hemos dormido juntos. En otras ocasiones nos hemos visto en hoteles para encuentros breves.

– Dígame qué pasó después de que usted y el oficial Rumstead se fuesen a dormir.

– Oí un ruido.

– ¿Qué clase de ruido?

– El coche de Alí. La ventana estaba abierta y lo oí, pero por supuesto no sabía que era él. Podría haber sido alguien de visita en la casa de al lado. Hay un ruso viviendo ahí que recibe visitas a todas horas.

– ¿Qué hizo usted entonces?

– Tuve miedo de mi marido. Es irracional… era irracional. Me odiaba y quería llevarse a mi hijo lejos de mí como fuera. Le he contado muchas veces a mi abogado, William T. Goodman, las amenazas que mi marido me hacía. Puedo darle su teléfono.

– Más tarde -dijo el detective-. ¿Le contó usted a alguien más lo de las amenazas? ¿Lo comentó con la policía?

– Lo intenté -dijo-. Se lo dije al agente Nate Weiss de la Oficina de Relaciones con la Comunidad, y al sargento Treakle, y a la detective Fernández y, por supuesto, a Bix Rumstead.

Eso sorprendió a Bino Villaseñor.

– ¿Alguno de esos oficiales le comentó la posibilidad de hacer un informe contra su marido por amenazas?

– Nadie parecía pensar que fuesen amenazas lo suficientemente explícitas como para calificarlas como un crimen. Todo el mundo parecía convencido de que un hombre de negocios con éxito como Alí Aziz nunca haría algo irracional. Pero yo sabía que era un hombre enajenado, celoso y peligroso, especialmente para nuestro hijo. Sabía que incluso intentaría quitarme a Nicky. Lo que no sabía era que estaba tan loco como para venir aquí y asesinarme.

– ¿Cómo entró? ¿Tenía todavía llave?

– No, que yo sepa -dijo-. Cambié las cerraduras cuando se volvió agresivo durante nuestro divorcio.

– ¿Y la alarma? ¿No la cambió usted cuando él se trasladó?

– Sí -dijo ella-, pero… perdón, es difícil hablar sobre todo esto.

– Tómese su tiempo -dijo el detective.

– Estoy avergonzada. Muy avergonzada. Pero la verdad es que Bix y yo estábamos bebiendo algo de alcohol. Él bebió bastante más que yo y tuve prácticamente que arrastrarlo escaleras arriba. Y bueno, hicimos el amor. Estábamos ambos agotados. Yo simplemente no podía levantarme para poner la alarma. Me caí medio dormida. No lo sé, igual me sentía segura con un oficial de policía… con Bix en la cama conmigo. Olvidé que la puerta de entrada estaba abierta.

– ¿Por qué estaba abierta? ¿No tiene un cierre automático?

– Sí, pero Bix lo retiró cuando fue al coche a buscar algo.

– ¿A buscar qué?

– Su pistola.

– ¿Fue a buscar su pistola? ¿Por qué?

– Yo quería comprar una pistola para protegerme y necesitaba saber cosas como el funcionamiento de la palanca de seguridad. Le pedí a Bix que me lo enseñase. Verá, estaba convencida de que Alí iba a meterse aquí un día de éstos. Y parece que así fue.

Ella advirtió que el detective estaba ahora muy interesado. Dejó de tomar notas. La miró a los ojos y dijo:

– Volvamos al momento en que oyó el coche en la entrada. ¿Qué hizo usted?

– Intenté despertar a Bix. Le di golpecitos. Lo llamé por su nombre. No iba a moverse. Estaba roto, roncando. Estaba muy borracho cuando se metió en la cama.

– ¿Entonces?

– Me tumbé en el suelo y miré abajo, estaba segura de haber oído rechinar las bisagras de la puerta principal. Luego corrí de vuelta al dormitorio y sacudí a Bix y lo llamé por su nombre, pero no hubo manera. La pistola de Bix, sus llaves y su monedero estaban en la mesilla de noche. Saqué la pistola de la funda. No tiene usted ni idea de lo aterrorizada que estaba.

– ¿Y entonces? -dijo el detective, y sus ojos oscuros bajo las gruesas cejas blancas se volvieron muy penetrantes.

– ¡Entonces no sabía qué hacer!

– ¿Intentó usted llamar al teléfono de urgencia?

– ¡No había tiempo! ¡Oía sus pisadas en las escaleras! ¡Venía muy rápido! ¡Tenía pánico!

– ¿Entonces?

– ¡Me escabullí detrás de la puerta del armario! ¡Entró en la habitación! ¡Tenía una pistola en la mano! ¡Caminaba hacia la cama con la pistola empuñada! ¡Pensé que iba a dispararle a Bix! ¡Aparecí y me puse entre él y Bix y grité! Grité: «Alí, ¡no dispares! ¡Por favor no dispares! ¡No dispares!». Pero se giró y me apuntó a mí, ¡y yo disparé!

Hundió la cara en los pañuelos y dijo:

– Disculpe -y salió corriendo hacia el baño de Nicky donde él la oyó abrir el agua del lavabo.

Cuando volvió ya no había rastro de sangre seca en su cara ni en su pecho.

– Lo siento -dijo-. Sentía náuseas. Y no me di cuenta de que estaba empapada de sangre hasta que me miré en el espejo. Creo que me arrodillé a su lado. Ni siquiera recuerdo eso. Tendrá que preguntarle a Bix qué pasó después. No creo que me desmayase, pero simplemente no recuerdo qué pasó después de haber disparado.

– ¿Cuántas veces disparó el arma?

– No lo sé.

– ¿Había disparado usted un arma antes?

– Sí, en la armería del Valle. Fui allí pensando en comprar una pistola para protegerme de Alí. Tomé una lección de tiro y decidí que le preguntaría a Bix sobre qué arma debía comprarme. Puedo darle el nombre de la armería. En el piso de abajo tengo mi agenda de teléfonos.

– ¿Informó usted a alguien más sobre las amenazas que su marido hizo contra usted?

– No tengo amigos cercanos en los que confiar. Mi vida entera se centra en cuidar de mi hijo. Veamos, había otros dos policías más además de los que nombré… -y añadió-: Sí, otros dos oficiales de policía.

– ¿Quiénes son?

– Los que vinieron la noche que el sargento Treakle estuvo aquí. Pensé que había oído pasos fuera en el paso entre mi propiedad y la de los vecinos. Estaba segura de que era Alí, pero los oficiales buscaron y no pudieron encontrar nada. Puede obtener sus nombres si le pregunta al sargento Treakle de la comisaría Hollywood.

El detective alzó una ceja, cerró su carpeta de notas y dijo:

– Hablando de la comisaría, creo que nos sería de gran ayuda si nos acompañara para hacerle algunas preguntas más y conseguir una declaración más formal.

– ¿Me está usted acusando de algo? -dijo ella.

– No, es sólo rutina -dijo el detective.

– No puedo ir allí -dijo Margot-. He pasado por un gran trauma. En cuanto su gente salga de mi casa tengo que decirle a mi niñera que traiga a Nicky de vuelta. Tengo un montón de cosas más por hacer, como puede usted imaginar. Estaré aquí, en mi casa, para ayudarle en lo que pueda, pero no voy a ir a la comisaría a no ser que mi abogado esté de acuerdo y venga conmigo. Y eso pasará sólo después de haber dormido un poco. Estoy agotada.

– Ya veo -dijo Bino Villaseñor, estudiándola más de cerca que nunca.


Un sargento de la Guardia 3 les dijo a los de 6-X-66 que serían relevados por una de sus unidades de vigilancia matinal, y que la patrulla de noche podía acabar el turno. Mientras 6-X-66 regresaba a la comisaría, Gert von Braun le dijo a Dan Applewhite:

– Ojalá hubiéramos hecho salir a ese tipo del Jaguar. Igual habríamos encontrado el arma.

– No teníamos ninguna razón para hacerlo -dijo Dan-. Su permiso de conducir tenía la dirección de Mount Olympus, y su seguro también. Lo comprobé todo.

– Casi siempre hago salir a la gente cuando es de noche, para ver si tiene antecedentes. Igual me intimidó porque era un ricachón de Hollywood Hills con montones de tarjetas personales del LAPD en su monedero.

– Gert, no era un borracho. Estaba sobrio.

– Aun así, deberíamos haberle extendido una amonestación.

– Eso hubiera atrasado lo que pasó unos diez minutos después, eso es todo.

– No me siento bien con la forma en que lo llevamos.

– Mira, Gert -dijo Dan-, el tipo tenía la determinación de matar a su mujer y se llevó lo que se merecía. Deja de machacarte.

– No es él en quien pienso. Es ese cuervo, Bix Rumstead. ¿Lo conoces personalmente?

– Lo he visto durante años, pero nunca he trabajado con él -dijo Dan Applewhite.

– Está acabado, seguro -dijo Gert.

– Bix Rumstead hizo su elección igual que Alí Aziz -dijo Dan-. Lo que les pasó a ambos tipos no tiene nada que ver contigo y conmigo.

– Lo sé -dijo Gert-. Pero eso no me hace sentir mejor.

– Mañana tenemos libre -le recordó Dan Applewhite-. Así que, ¿qué tal si hacemos algo en Hollywood? ¿Qué tal si te vienes conmigo a ver una de esas viejas pelis que te decía? Igual ponen una interpretada por Tyron Power. Si no te importa salir con un vejestorio, claro.

– No eres tan viejo -dijo ella.


Faltaba todavía una hora para el alba cuando Bino Villaseñor se sentó en una mesa delante de Bix Rumstead en una de las salas de interrogatorio del cuartel de los detectives de Hollywood. Habían hablado durante cuarenta y cinco minutos ininterrumpidamente, todo había quedado grabado.

Los ojos de Bix Rumstead parecían hundidos en sus cuencas. Todavía tenía la mirada perdida cuando no respondía a una pregunta directa. Era lo que el detective llamaba «la mirada de desaliento». Su boca estaba seca y pegajosa, y cuando hablaba la sequedad formaba burbujas en sus labios.

– Necesitas una bebida fría. Y yo también.

El detective salió de la sala de interrogatorios y tardó unos minutos en volver. Bix puso la cabeza sobre los brazos y cerró los ojos; extrañas imágenes alumbraban su mente.

Cuando la puerta se abrió de nuevo, Bix oyó voces en su interior hablando suavemente.

Bino Villaseñor puso dos sodas frías delante de Bix, que se estaba deshidratando por culpa del alcohol. Bix abrió una y se la bebió entera, después la otra. El detective dio un sorbo a la suya y observó a Bix Rumstead.

– ¿Mejor?

Bix asintió.

– El caso está casi cerrado -dijo el detective-. A menos que tengas algo que añadir.

Bix respiró hondo y dijo:

– No. Para resumir, llevaba un ciego bárbaro y no recuerdo nada después de subir por las escaleras. La oí gritar: «¡No dispares!». De eso estoy muy seguro. Y también estoy seguro de los malditos disparos. Lo vi muerto en el suelo, o a pocos segundos de morir, con la sangre manándole de las heridas del pecho, y una pistola en la mano. Nada lo podría haber salvado. No hablé con Margot después de eso y no alteré la escena. Le dije que se sentara en la habitación de su hijo mientras llegaba la policía. Fui fuera y esperé. Y daría mi brazo derecho, o ambos, si pudiera retrasar el reloj hasta ayer a las seis de la tarde cuando pensé que podría manejarme con un chupito de vodka.

– Vale, Bix -dijo Bino Villaseñor-. Te creo.

Bix miró hacia arriba. Era la primera vez que el detective podía ver algo de vida en sus ojos.

– ¿No la crees? -dijo Bix.

– Creo que tendré que hacerlo -dijo el detective-. La historia encaja como un guante. Un guante de látex. Pero siempre me quedarán preguntas por responder. Esa mujer le dijo por lo menos a media docena de policías de la comisaría central de Hollywood y de Hollywood Sur que su marido la amenazaba. Podría haber hecho también un vídeo en YouTube titulado «Mi marido me quiere ver muerta». Incluso fue a clases de tiro y quería comprar una pistola. Y finalmente, se las arregló para conseguir la mejor corroboración del mundo. Un oficial de policía veterano y casado, con nada que ganar y todo que perder estaba justo ahí, como el testigo perfecto.

Bix miró al detective y le dijo con voz grave:

– ¿Crees que conspiramos para asesinar a su marido?

– No, no creo que tú conspirases contra nadie -dijo el detective-. Tú no serías tan tonto como para meterte tú solo en una habitación donde iba a cometerse un asesinato. Tienes mil recursos para hacerlo mucho mejor. Pero compañero, fuiste lo bastante tonto como para destruir tu carrera. Aunque tengo esta inquietante sensación, la de una mujer que lo organiza todo para llevar a su novio a la cama en la misma y precisa noche que su marido la quiere asesinar.

– No soy su novio -dijo Bix.

– ¿Qué eres entonces?

– Ya no sé lo que soy -dijo Bix Rumstead-. ¿Hemos acabado?

– Has acabado conmigo pero los de Asuntos Internos te esperan fuera para hablar contigo.

Bix le dedicó al detective una amarga sonrisa y dijo:

– ¿Por qué me debería importar hablar con ellos? Tal y como decías, mi carrera está acabada. Mi pensión perdida. Mis hijos verán esta historia asquerosa en las noticias. Sus compañeros de clase les harán preguntas humillantes. Y mi mujer…

Se detuvo ahí, y Bino Villaseñor dijo:

– ¿No vas a hablar con ellos?

Bix cogió su chapa y su tarjeta de identificación, las puso en la mesa y dijo:

– Habla tú con ellos.

Bino observó aquellos ojos de desesperación e instantáneamente pensó en el psiquiatra del cuerpo.

– Vale, Bix, que les jodan a los de Asuntos Internos. Pero hay un par de equipos de noticias esperando a saltar sobre ti. ¿Qué tal si me dejas llamar al psiquiatra por ti? Creo que te vendría bien hablar con alguien, compañero.

– No, tengo que ir a casa y darle de comer a Annie.

Antes de que el detective pudiera decir algo más, Bix Rumstead se levantó y salió por la puerta de la sala, abandonó el cuartel de los detectives, y llegó a su furgoneta que estaba donde los policías surfistas la habían dejado.

No había llegado al aparcamiento cuando uno de los periodistas, un tipo alto con la cabeza llena de pelo rubio, que se había manchado el cuello de su camisa blanca con una tortita, saltó de una furgoneta, micrófono en mano. Corrió detrás de Bix Rumstead con un operador de cámara detrás.

Bix miró alrededor hasta que descubrió dónde habían aparcado los polis surfistas su coche, y ya estaba a medio camino cuando el reportero lo atrapó y le dijo:

– ¡Oficial Rumstead!, ¡oficial Rumstead! ¿Puede usted decirnos durante cuánto tiempo usted y Margot Aziz han sido amantes?

Bix lo ignoró y siguió andando.

El reportero lo alcanzó de nuevo y le preguntó:

– ¿Tienen usted y la señora Aziz algún plan de futuro?

Bix lo ignoró y siguió caminando.

El reportero dijo:

– ¿Ha informado ya a su mujer sobre esto? ¿Ha hablado ya con sus hijos?

Bix lo ignoró y siguió caminando.

Cuando llegaron a la furgoneta de Bix, el reportero le preguntó ese lugar común que Bix Rumstead había escuchado en boca de cientos de plumillas cuando entrevistaban a personas involucradas en casos espantosos. -¿Cómo se encuentra ahora? La pregunta le llamó la atención. Se volvió y repitió: -¿Cómo se encuentra usted ahora? Y le soltó un derechazo a la mandíbula que pilló al reportero de pleno y lo lanzó contra el operador de cámara, enviándolos a los dos contra el asfalto del aparcamiento.

Mientras Bix se alejaba conduciendo, el reportero se levantó y gritó:

– Tío, ¡ahora sí que tienes problemas!


La mañana estaba muy avanzada cuando Bix llegó a casa. La muerte de Alí Aziz había ocurrido demasiado tarde como para aparecer en los periódicos de la mañana, pero estaba seguro de que ya habría salido en las noticias matinales. Tenía miedo de que su hermano lo estuviera esperando.

Cuando abrió la puerta, Annie salió corriendo de la habitación y saltó hacia él con una energía que ya no creía que pudiera tener a su edad. Estallaba en gemidos de felicidad, lamiéndolo y saltando como un cachorro. Se arrodilló y la sostuvo entre los brazos y dijo:

– Oh, Annie, ayer por la noche no te di de comer. Lo siento. ¡Lo siento mucho!

Entonces Bix se sentó en el suelo, puso su cara en el pelo de Annie, la abrazó y lloró.

Cuando pudo levantarse, Bix ignoró el parpadeo en su contestador. Fue a la cocina y preparó un inmenso desayuno para Annie. Le dio dos huevos duros, varios filetes de pechuga de pollo hervida, y su comida especial. Luego mezcló algo de queso sin grasa en el cuenco y lo dejó todo en el suelo de la cocina.

Mientras la cara de Annie se hundía en la comida, salió por la puerta trasera y llenó su cuenco de agua hasta los topes. Pero mientras lo hacía oyó un ruido en la entrada para perros, que se abrió enseguida y Annie asomó su cabeza para asegurarse de que no le iba a dejar de nuevo.

– Oh, Annie -dijo-. Estoy aquí.

Entonces Bix volvió dentro y Annie regresó feliz a su desayuno mientras él entraba a la habitación de su hijo. Bix miró el trofeo de béisbol, y las fotos de Patrick jugando con Annie cuando era un cachorro, y una de Patrick cuando se graduó en el instituto. Entonces entró en la habitación de su hija y cogió una foto donde salían Janie y su esposa Darcey, sentadas una junto a la otra en el escabel del piano. No podía recordar qué estaban tocando cuando tomaron la foto pero le sorprendió ver que Janie había heredado los labios de su madre. ¿Cómo no se había dado cuenta de eso antes?

Entró en su dormitorio, el que compartía con Darcey. A ella nunca le había gustado su foto de cuando estaba embarazada de Janie, pero él amaba esa foto por la serenidad de ella. Estaba encantado de que los rasgos de su hija fuesen los de Darcey y no los de él.

Bix abrió la puerta del armario y alargó la mano en dirección al estante más alto, detrás de un par de botas de montaña que llevaba cuando se iban de acampada. Abrió la cremallera de una funda y sacó su pistola personal, un calibre de dos pulgadas, revólver de acero. Cuando volvió a la cocina vio que Annie había limpiado el cuenco, así que abrió la nevera y puso el resto de pollo junto con algo más de comida para perros y queso.

Se acercó al teléfono de la pared y marcó el número de emergencias del LAPD, dio su nombre y su dirección. Pidió que le enviasen una unidad de patrulla en código 2. Entonces abrió la puerta delantera con cuidado, procurando que Annie no le viese yéndose de nuevo. Caminó hasta el jardín delantero y sacó el revólver de su bolsillo.

Cuando Annie escuchó el tiro dejó de comer. Corrió al salón y miró por la ventana. Entonces salió disparada por la puerta para perros hacia el jardín trasero y corrió hasta el jardín delantero. Se subió a la valla sobre sus patas delanteras hasta que lo pudo ver yaciendo en la hierba.

Entonces Annie empezó a aullar. Aún aullaba cuando llegó la primera patrulla blanquinegra.

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