Capítulo 7

Al día siguiente, todos los policías de la guardia tuvieron que asistir a un curso de capacitación preparado por los Servicios de Ciencias del Comportamiento del LAPD, sobre reconocimiento de comportamientos suicidas. La patrulla de carreteras de California, que era una fuerza de seguridad mucho menor que el LAPD, estaba enfrentándose a una alarmante ola de suicidios. Durante el año anterior se habían suicidado ocho de sus agentes, varones y mujeres, un promedio cinco veces más alto que el promedio nacional de suicidios en fuerzas de seguridad. El suicidio era un asunto del que los policías no querían hablar. Era perturbador y antinatural pensar que había muchos más policías que morían por su propia mano que asesinados por criminales. Y que si permanecían en el empleo el tiempo suficiente, siempre iba a llegar el momento en el que habrían trabajado en equipo, o al menos cerca, de algún policía suicida.

Preferían lidiar con ello del mismo modo como lidiaban con la muerte otros trabajadores en empleos de riesgo, o como los pilotos de combate lidian con la muerte de sus colegas: achacando casi todos los accidentes aéreos a errores humanos de los pilotos que ellos nunca habrían cometido.

Los policías solían decir cosas como «Probablemente tenía demasiadas deudas y no pudo encontrar una salida». O: «Seguramente estaba tomando drogas o alcohol, y la situación le superó». O: «Es probable que tuviese alguna mierda bipolar en su ADN, y por eso se volvió loco. Pero entonces, ¿por qué no se inscribió en la UCLA y mató a unos cuantos estudiantes de derecho antes de que se propaguen?».

La primera pregunta que le hizo un policía al sargento que estaba leyendo el material del curso en la clase de la guardia diurna fue:

– ¿Por qué pasa esto en la patrulla de carreteras? Si lo tienen hecho. Es como trabajar para el RAC con pistolas. No es tan difícil, ¿no? ¿Por qué tendrían que suicidarse?

Otro policía dijo:

– ¿Qué pasaría si tuvieran que actuar bajo un decreto de consentimiento, como nosotros, además de una comisión policial llena de representantes de partido que odian a los policías? Se prenderían fuego como monjes budistas.

Aquellas instrucciones no significaban nada para los policías jóvenes que asistían a clase. ¿Por qué los convocaban a ellos? Fuera lo que fuese que llevaba a esos pobres desgraciados a matarse no tenía nada que ver con sus jóvenes vidas.

El sargento mayor, que conocía los mecanismos de defensa y sabía que el psiquiatra asignado a la comisaría Hollywood era el empleado más solitario y ninguneado de la unidad, dijo:

– Sí, supongo que leer este material es una pérdida de tiempo. Nunca podría ocurrimos a nosotros, que somos tipos duros, ¿no, muchachos?


Esa mañana, antes de que Ronnie y Bix Rumstead pudieran atender las muchas denuncias al servicio de calidad de vida, tuvieron que ayudar a otros dos cuervos con el «Servicio de Ayuda al Sin Techo», es decir, tuvieron que ir a desalojar los campamentos de vagabundos que había en Hollywood Hills. Los otros cuervos designados para la tarea eran Hollywood Nate Weiss y Rita Kravitz, y ninguno de los dos quería estar allí.

Su misión consistía en echar a los vagabundos y citarlos por ocupación de un área de montaña con alto riesgo de incendios. Lo llamaban «arrear al carnero» y para esa tarea hasta Nate se ponía sus botas y su uniforme de batalla, el traje negro preferido de los agentes de la unidad de operaciones especiales.

El campamento estaba detrás de Hollywood Bowl, entre los cerros y cañones desde donde podía verse la cruz iluminada en el promontorio que daba al aparcamiento del Teatro John Anson Ford. Los policías más veteranos de Hollywood solían ir a ese aparcamiento al acabar la guardia nocturna para tomarse un par de cervezas, y en ocasiones alguna que otra «chica de marca» se sumaba a la fiesta. Eso era antes de que el anterior jefe de policía, a quien llamaban Lord Voldimort, acabara con esa costumbre y con la mayor parte de las demás actividades que les brindaban algún tipo de gratificación.

Rita Kravitz empezó a quejarse en el momento en que aparcaron su Ford Explorer y comenzaron a subir la empinada ladera de la colina. Se resbaló dos veces y tuvo que aferrarse a un arbusto y a unos hierbajos, clavándose algunas espinas en la mano y rompiéndose una de sus uñas postizas.

– ¡Maldita sea! -murmuró tras la segunda caída-. Ahora probablemente me va a picar un escorpión.

– O tal vez pises una serpiente de cascabel -dijo Nate, que iba trepando detrás de ella-. Dicen que las más pequeñas son las más venenosas.

– Cállate -dijo Rita.

Entonces se resbaló Bix Rumpstead, que fue rebotando ladera abajo hasta que se agarró a unos matorrales y pudo incorporarse de nuevo.

– Estoy demasiado viejo para esto -dijo.

Ronnie, que no lo estaba pasando mejor, dijo:

– Todos estamos viejos para esto. ¿Cómo demonios lo hacen estos vagabundos viejos?

– Deben de tener un helicóptero escondido en alguna parte -dijo Hollywood Nate, secándose el sudor de la frente-. Esto es más difícil que conseguir una mesa para cenar en El Ivy… -y luego añadió-: donde resulta que voy a ir la semana que viene con un amigo mío que es director de cine.

Nate se sintió frustrado al ver que todo el mundo estaba demasiado cansado y malhumorado como para hacerle algo de caso.

Cuando finalmente llegaron al campamento sólo había tres pequeñas tiendas de campaña armadas con tela impermeable azul, que probablemente habían robado de un edificio en construcción. Un vagabundo estaba cocinando una salchicha en una pequeña hoguera hecha en un agujero excavado en la árida tierra.

– Buenos días, agentes -dijo cuando los vio llegar.

Aparentaba unos setenta años, pero podría haber tenido cincuenta. Su vestimenta era la típica, un jersey encima de una camiseta que a su vez cubría otra camiseta, incluso en un día caluroso y encapotado por la contaminación como era aquél. Llevaba además un par de pantalones sueltos de lona gruesa, que al igual que el resto de sus prendas no habían sido lavados con agua y jabón desde hacía varias semanas. O meses.

– A ti te conozco -dijo Bix Rumstead-. Creí que te habíamos dicho que te fueras la última vez que estuve aquí.

– Y me fui -dijo él.

– Pero todavía sigues aquí -dijo Bix.

– Eso fue entonces. Ahora es ahora.

– Se suponía que no volverías.

– Ah -dijo el hombre-. No sabía que querías decir que me fuese para siempre.

– ¿Por qué no te vas al refugio para los sin techo? -dijo Bix.

– Demasiadas normas -dijo el vagabundo-. Un hombre tiene que ser libre. De eso va América.

– Me estoy atragantando -dijo Rita Kravitz. Luego miró dentro de la segunda tienda improvisada, donde roncaba una mujer gorda que dormía dentro de un saco, rodeada de latas de cerveza mexicana vacías. Rita le pateó las plantas de los pies, sucios y desnudos, hasta que ella se sentó y dijo:

– ¿Qué mierda pasa?

Hollywood Nate fue hacia la tercera tienda y oyó más ronquidos, ronquidos potentes como de sierra eléctrica, más algunos silbidos, resoplidos y resuellos.

– ¡Hey, tío! -dijo Nate-. ¡Hora de levantarse!

El ronquido continuó con ritmo ininterrumpido. Nate cogió la tienda y comenzó a sacudirla.

– ¡Terremoto! -gritó-, ¡Corre, salva tu vida!

Aun así no hubo ningún cambio en el ritmo de los ronquidos ni tampoco en el de los silbidos.

Nate cogió la tienda con ambas manos y la sacudió violentamente al tiempo que gritaba:

– ¡Levanta ese culo!

Y funcionó. Una voz profunda bramó desde el interior de la tienda:

– ¡Te mataré, cabrón! ¡Estoy armado! ¡Si salgo estás muerto, hijo de puta! ¿Me oyes? ¡Muerto!

Nate retrocedió de un salto y sacó su Glock, pero entonces tropezó con un trozo de arcilla, cayó hacia atrás y derrapó varios metros ladera abajo.

Ronnie sacó su Beretta, y lo mismo hizo Rita Kravitz. Bix Rumstead sacó su 9 mm y su porra, sólo por si acaso la fuerza letal no era una opción. Y todos empezaron a gritar:

– ¡Sal a cuatro patas! -ordenó Rita Kravitz-. ¡Las manos primero!

– ¡A ver tus manos! -ordenó Ronnie-. ¡Las manos!

– ¡Ahora! -ordenó Bix Rumstead-. ¡Sal ahora mismo a cuatro patas!

Mientras Hollywood Nate se ponía de pie con dificultades y avanzaba nuevamente hacia la tienda, iba comprobando que estaba cubierto en caso de que el tipo saliera y comenzara a disparar. La entrada de la tienda estaba abierta y a su misma altura había cuatro armas desplegadas en diagonal.

Un vagabundo arrugado, con una barba blanca y salvaje que le llegaba hasta la mitad de su pecho débil y desnudo, asomó la cabeza sujetando su «arma»: un trozo de palo de escoba. Vio a los cuatro policías apuntándole y mostró una desdentada sonrisa a modo de disculpa mientras decía:

– Es sólo que no me gusta mucho levantarme pronto.


Leonard Silwell estaba empezando a desesperarse. Nada podía salirle bien en un mundo en el que se estaba perdiendo la confianza. Los antiguos objetivos de sus robos se habían vuelto más complicados con tanta alarma sofisticada y tanta reja en las ventanas. Su breve coqueteo con el carterismo lo había aterrorizado después de ver lo que le había sucedido al tipo de las chanclas y el pelo largo. Había intentado hacer el timo del cajero durante tres noches seguidas y no había vuelto a conseguir los resultados obtenidos con la mujer iraní. Incluso un tonto se había dado cuenta inmediatamente y había amenazado con llamar a la policía.

No le quedaba nada de cocaína ni de metanfetamina, ni siquiera un porro que lo calmara antes de que tuviera que lanzarse a las calles a contemplar la posibilidad de llevar una vida humillante como un vulgar ratero de tiendas. Entonces se acordó de los viejos clientes a quienes les vendía cajas de alcohol robadas. Se acordó de Alí Aziz.

Era casi de noche para cuando llegó a la Sala Leopardo, en el Sunset Boulevard. El club aún no estaba abierto, pero él sabía que los empleados debían de estar allí, limpiando y preparándolo todo. Era la hora en que solía acercarse con el coche a la entrada trasera en compañía de Whitey Dawson y recoger el pago acordado con Alí. Leonard golpeó la puerta principal y un ayudante de camarero mexicano que lo reconoció lo dejó entrar. Alí estaba tras la barra en ropa de trabajo, contando la mercancía.

– ¡Alí! -dijo Leonard, chocando los cinco con el dueño del club.

– ¡Leonard! -dijo Alí, sonriendo, y dejó ver un diente de oro que Leonard pensó que seguramente en el país de mierda de Alí debía ser un símbolo de estatus.

– ¿Podemos pasar a tu oficina para hablar? -preguntó Leonard-. ¿Sólo cinco minutos?

– Con mi viejo amigo Leonard, por supuesto -dijo Alí.

Leonard se alegró de haberse puesto su única camisa limpia y los téjanos recién lavados. Sus zapatillas estaban gastadas, pero sintió que no se veía tan pobre y desesperado como realmente lo estaba.

Dentro de la oficina, Alí dijo:

– ¿Tienes algo de alcohol para mí, Leonard?

– Pues no, todavía no. Pero estoy en ello.

Alí se volvió algo hostil. No le ofreció asiento. Si aquel ladrón no había ido allí a venderle alcohol, ¿qué podía querer?

– ¿Entonces? -dijo Alí, sentándose en la esquina de su escritorio.

– Estoy trabajando en un asunto, Alí -empezó Leonard-, pero necesito un adelanto. No mucho, sólo lo suficiente para pagarle a un tipo que tiene que darme el código de una alarma.

– ¿Adelanto? -dijo Alí, y comenzó a jugar nerviosamente con uno de los anillos de oro que llevaba en el meñique, uno que tenía un brillante que Leonard dudaba que fuese auténtico.

– Tal vez unos… ¿quinientos?

– ¿Me estás pidiendo prestados quinientos dólares? -dijo Alí, incrédulo.

– Como adelanto de mi parte de cuando te entregue la mercancía.

– Te has vuelto loco -dijo Alí, poniéndose de pie-. Loco, Leonard.

– ¡Espera, Alí! -dijo Leonard-. Doscientos. Creo que podría sacarle el código de la alarma por doscientos.

– Me estás haciendo perder el tiempo -dijo Alí, mirando su enorme reloj de oro.

– Alí -dijo Leonard-, hemos hecho muchos negocios juntos otras veces. Todavía puedo serte útil. Tengo varios planes en marcha.

Alí Aziz echó un vistazo a las fotos que había en la mesa junto a su escritorio. Luego miró a Leonard, y luego otra vez a las fotos. Rodeó su escritorio y se sentó en su sillón de ejecutivo, haciendo señas a Leonard para que se sentara en la silla de los clientes.

A Leonard le temblaban las piernas y le sudaban las palmas de las manos. Necesitaba urgentemente algo de cocaína. Tenía las pecosas mejillas bañadas de sudor, que le bajaba desde las raíces del pelo y se le acumulaba en pequeñas perlas debajo de los ojos, ausentes y azules. Pero estaba lleno de esperanza, así que esperó.

Pasó casi un minuto hasta que Alí volvió a hablar. Cuando lo hizo, dijo:

– Leonard, tú eres un buen ladrón, ¿no?

– Soy el mejor -dijo Leonard Stilwell, intentando parecer seguro de sí-. Lo sabes. Nunca tuvimos problemas cuando Whitey y yo te vendíamos alcohol. Ningún problema en absoluto.

– Ningún problema -dijo Alí-. Eso es cierto. Pero ahora Whitey está muerto.

– Solamente con que tuviera el código de la alarma que ese tipo dijo que me daría…

Alí meneó la cabeza y le hizo un gesto con la mano, y Leonard se calló.

– Me estás dando una gran idea -dijo Alí-. Con eso del código de la alarma. Tú entras y robas edificios de empresas muchas veces. También podrías entrar y robar una casa, ¿no?

– Sí, claro, pero ¿para qué querría hacer eso? En la mayoría de las casas no hay nada. Incluso en las grandes, como en la que tú vives. La gente ya no guarda dinero por ahí. Todo se hace con tarjetas de crédito. ¿Y sabes qué pasa con todas esas joyas elegantes que ves en las grandes ocasiones? Pues que son falsas.

– ¿Cómo sabes dónde vivo?

– Tú me lo dijiste una vez -dijo Leonard-. Allá arriba en la colina. Mount Olympus, ¿no es así?

Alí asintió.

– Sí, pero ya no vivo ahí. La perra de mi esposa está viviendo allí con mi hijo. Estamos en medio de una gran batalla por el divorcio. La casa está vendida, y tenemos que esperar a que nos den la garantía en depósito para cerrarla.

– Lo lamento -dijo Leonard, incapaz de concentrarse del todo. Pensaba en lo rápido que iba a conducir su Honda hasta el Pablo's Tacos o hasta el local del cibercafé para conseguir algo que fumar, y se preguntaba cuánto podría sacarle al árabe.

– Estoy pensando que voy a necesitar que entres en mi casa la semana que viene, el jueves. A las tres en punto de la tarde. Hay algo que tengo que conseguir para ganar el divorcio.

– ¿Qué es?

– Unos papeles bancarios. Muy importantes.

– ¿Y no puedes simplemente pedirlos? ¿O hacer que tu abogado los consiga?

– Imposible -dijo Alí-, La perra de mi esposa no va a deshacerse de esos documentos. Quiere utilizarlos en mi contra.

– ¿Están en una caja fuerte? Yo nunca he abierto una caja fuerte.

( -No, están en el cajón de un escritorio.

Ahora Leonard sudaba aún más. Aquello no sonaba bien. No le gustaba el modo en que Alí lo explicaba: dudaba demasiado, como si se lo estuviera inventando mientras lo decía. Si tan sólo pudiese fumarse un porrito para calmarse, podría pensar mejor.

Finalmente, dijo:

– Otro motivo por el que nunca he hecho muchos allanamientos de casas es porque siempre existe la posibilidad de que entre alguien y te encuentre. Y no me gusta la violencia, Alí.

– Nada de violencia -dijo Alí-. Por eso el jueves es el día indicado. La asistenta termina de hacer la limpieza a las cuatro en punto. Conecta la alarma, cierra las puertas y se marcha. Su nieto la recoge en la acera de enfrente. Entonces tú entras en la casa y coges los papeles.

– No sé, Alí -dijo Leonard-. No es tan fácil. ¿Qué hay de la alarma? ¿Tienes el código?

– Estoy seguro de que la perra de mi esposa cambia todas las cerraduras para que mi llave no sirva. Y también cambia el código habitual de la alarma. Pero no creo que pueda cambiar el código que utiliza la asistenta. Lola es una mexicana muy estúpida, y no puede ver bien de cerca. Esa estúpida vieja ni siquiera puede ver el polvo que hay en la casa. Yo quiero despedirla, pero mi mujer dice que Lola es muy buena con mi Nicky. Bien, el caso es que Lola se olvida muchas veces del código correcto y hace sonar la alarma. Así que mi esposa no va a cambiar el código de Lola, ni hablar. Yo te daré ese código.

– Déjame ver si lo entiendo -dijo Leonard-. Entro por una de las puertas que tienen alarma, ¿sí? Una puerta que se usa para entrar y salir, para que no cunda el pánico en la empresa de alarmas. Y luego introduzco el código de la asistenta, lo que me llevará más o menos un minuto, ¿correcto?

– Absolutamente correcto -dijo Alí con una sonrisa tranquilizadora.

– Pero eso podrías hacerlo tú mismo -dijo Leonard con cautela.

Después de un momento de duda, Alí dijo:

– No, no puedo. En primer lugar, no puedo permitir que alguien me vea haciendo algo así. Mi abogado explotaría como… como…

– Como una bomba en Bagdad.

– Exacto. Además, no sé cómo abrir una puerta cerrada con llave sin provocar un desastre.

– ¿Y eso por qué es importante? Cuando ella descubra que los papeles han desaparecido de todos modos sabrá que alguien entró y se los llevó.

– No, no -dijo Alí. Y después de meditar un momento, continuó-. Ella no debe enterarse de que los papeles son tan valiosos, y no debe saber que han desaparecido. Verás, hay muchos otros documentos allí.

Ahora Leonard estaba seguro de que algo andaba mal y de que Alí estaba evitando hablar de ello. Pero al menos no había violencia de por medio, así que dijo:

– Las ventanas no son una opción. Y estoy seguro de que tienes un detector de movimiento. ¿Hay un garaje junto a la casa?

– Sí, el garaje está pegado a la casa.

– ¿Crees que ella habrá cambiado el código con el que se abre la puerta?

Alí pensó un momento y luego dijo:

– No lo creo. El jardinero tiene un mando para abrirla, y Lola tiene otro.

– ¿Tú tienes uno? Quiero decir, además del que probablemente tengas en el coche.

– Sí, tengo uno viejo.

– Estoy seguro de que la puerta principal tiene un pestillo, y probablemente también las otras puertas, pero ¿qué hay de la puerta que conduce al garaje? ¿Tiene pestillo? ¿De esos que tienes que girar?

– ¿Pestillo? -Alí lo meditó-. Sí.

– Y otra cerradura, ¿cierto? ¿Una que está en el tirador o la manilla de la puerta, que se acciona sola cuando la puerta se cierra, a menos que le des la vuelta a una pequeña pieza que hay por dentro?

– Sí, así es. En el tirador de la puerta. Es una cerradura muy vieja.

– ¿Y el cuadro de la alarma está justo en esa puerta?

– Sí.

– Vale -dijo Leonard-. Esto es lo que haremos. La mayoría de las personas no se molestan en echar el pestillo de la puerta de acceso que comunica el garaje con la casa. Se quedan tranquilos porque hay dos puertas de por medio entre ellos y la calle. Y además, todo el tiempo traen y llevan cosas del coche a la casa y de la casa al coche. ¿Crees que tu asistenta echa el pestillo de esa puerta cuando conecta la alarma y se va?

– Para nada -dijo Alí-. Cuando vivía allí siempre entraba al garaje con el coche y usaba mi llave únicamente para abrir la cerradura normal, la del tirador. Pero cuando mi mujer estaba en casa, ni siquiera eso. La dejaba abierta.

Leonard pensó que si iba a mentir, tenía que mentir a lo grande. Tenía que conseguir ese trabajo, de manera que respondió:

– Puedo abrir una cerradura normal de modo que tu esposa no se dé cuenta de que lo he hecho. Voy a necesitar el mando que abre la puerta del garaje y una descripción precisa de los papeles que estoy buscando y del lugar donde encontrarlos. Y voy a necesitar el código de la alarma de tu asistenta.

– ¿Y estás totalmente seguro de que nadie sabrá que has entrado en la casa?

– Sí, a menos que tu mujer esté paranoica y llame a la empresa de alarmas para ver si su asistenta ha vuelto, por alguna razón. ¿Pero por qué iba a hacerlo?

– No, la perra de mi esposa no hará eso -dijo Alí.

– Si el mando del garaje no funciona, o si está echado el pestillo en esa puerta, me largo de allí -dijo Leonard.

– Por mí está bien -dijo Alí.

– Entonces, ¿dónde encuentro los papeles del banco, y qué aspecto tienen?

– Busca una carpeta marrón. Una grande que pone «2004» en la portada. La encontrarás cuando abras el último cajón del escritorio blanco. Está en el despacho, junto a la cocina. Allí también hay otros sobres marrones, pero no toques ésos. Deja los demás papeles. ¿Entendido?

– Creo que sí -dijo Leonard-. ¿Y cuánto recibo yo por este trabajo?

– Te doy los doscientos dólares que dices que necesitas.

– ¡Y una mierda! -dijo Leonard-. Eso era un adelanto. Esto es allanamiento de morada y es peligroso, requiere un talento especial.

– Está bien, está bien -dijo Alí-. Te daré cuatrocientos dólares cuando me entregues los documentos del banco.

Era la apuesta más alta que había hecho en mucho tiempo, pero decidió lanzarse. Leonard le dijo a Alí:

– Doscientos ahora. Y mil más cuando te entregue los papeles.

– Estás loco, Leonard -dijo Alí-. Ni hablar, t Leonard estaba totalmente dispuesto a echarse atrás, pero en cambio dobló la apuesta. Se puso de pie y dijo:

– Me largo de aquí. Buena suerte, Alí.

– Está bien, está bien -dijo Alí-. Acepto.

Leonard se pasó una mano rápidamente por la cara para secarse las gotas de sudor, y dijo:

– ¿Y qué pasa si los papeles no están allí? Aun así corro el riesgo de ir a prisión. Si eso sucede, igualmente querré los mil pavos.

– ¿Pero cómo sabré que efectivamente has ido allí para buscarlos?

– Dime algo que haya en la casa que tu mujer no vaya a echar en falta. Algo pequeño.

– Una servilleta -dijo Alí-. Ella tiene unas servilletas de cóctel muy especiales. Mira dentro del canasto que hay sobre la mesa de la cocina. Cada servilleta tiene sus iniciales bordadas en oro. Tráeme una si no encuentras los papeles del banco. Si veo la servilleta, te pago.

– ¿Me darás los mil de cualquier manera? ¿Sin discusiones?

– Sí, no discutiré.

Leonard se puso en pie y le tendió la mano. Alí la miró como si no quisiera tocarla, pero lo hizo.

– Trato hecho -dijo.

– Llámame al móvil cuando estés listo. Me pasaré por aquí a la misma hora que hoy. Tenme preparados el mando del garaje y el código de la alarma. Ahora voy a necesitar los doscientos.

Alí sacó su cartera con cierta reticencia y le entregó a Leonard Stilwell cuatro billetes de cincuenta dólares.

– Una cosa más -dijo Alí-. Cuando acabes el trabajo te reunirás conmigo donde está el letrero de Mount Olympus. Yo estaré allí en mi coche. Un Jaguar negro.

– Es raro -dijo Leonard-. ¿Por qué no te los traigo aquí?

Alí volvió a dudar.

– Porque quizá mire los papeles y no encuentre cierto documento que necesito. Tal vez te pida que vuelvas allí o que lo busques en otro sitio.

– ¡Ni hablar! -dijo Leonard-. Entro una vez, y eso es todo. ¿Qué estás tramando?

– Vale -dijo Alí rápidamente-. Si no está el documento correcto, no te pediré más.

– ¿Hemos terminado entonces?

– Deja esa puerta sin echar el cerrojo. Es muy importante. Sin cerrojo.

Ahora Leonard estaba totalmente confundido. Aquello ya estaba torciéndose antes de comenzar.

– ¿Sin cerrojo? Pero dijiste que no querías que tu mujer supiera que alguien había entrado en su casa. Si se baja del coche y descubre que la puerta está abierta, ¿qué pensará?

– Pensará que la estúpida vieja mexicana se ha olvidado otra vez de cerrar con llave. No hay problema.

– Eso no está bien, Alí -dijo Leonard, frunciendo el ceño-. Aquí hay algo que no está bien.

– Quiero que ella despida a la estúpida asistenta mexicana -explicó Alí-. La perra de mi esposa cree que Lola es buena con mi hijo. Yo no lo creo. Si encuentra otra vez la puerta abierta quizá decida despedir a Lola. Eso será bueno para mi Nicky.

– Mira, ¿por qué no hacemos juntos el trabajo? -dijo Leonard-. En realidad lo único que tengo que hacer es forzar esa cerradura y dejarte entrar. Así podrás fisgonear por allí todo lo que quieras. Podrías mirar en el cajón de su ropa interior y oler sus bragas si quieres. Y yo podría dejarte allí e irme a hacer mis cosas. ¿No te parece que suena lógico?

– No, Leonard. No voy a entrar en esa casa, de ninguna manera. No hasta que mi divorcio haya acabado. No debo correr riesgos inútiles. Si alguien me ve entrando en la casa, ¿qué crees que pasará con mi demanda de divorcio? Haz el trabajo como te he dicho, yo te pago y no hay problema. ¿Vale?

– Vale, pero ¿todavía quieres que nos encontremos en tu vecindario en vez de aquí?

– Junto al letrero de Mount Olympus, Leonard.

Leonard tocó los cuatro billetes de cincuenta en su bolsillo y pensó que si pudiera meterse un poco de coca lo vería todo mucho más claro. Quizás así podría descubrir qué era lo que aquel puto árabe estaba tramando realmente.

– Estaré allí cuando me llames -le dijo, y cogió una hoja de una libreta que había en el escritorio para anotar el número de su móvil-. Por cierto, ¿cuál es la dirección?

Cuando Alí le dictó la calle y el número de la casa en Mount Olympus, Leonard lo apuntó en una segunda hoja de la libreta.

– No, Leonard -dijo Alí, viéndolo-. Has apuntado mal el número. Los últimos dos números no son correctos.

Leonard le enseñó a Alí su sonrisa de sabelotodo y le dijo:

– Es un pequeño truco que aprendí de Whitey Dawson. Siempre resto dos a los últimos números de la dirección del trabajo que voy a hacer. De ese modo no tengo que memorizar nada. La gente siempre se olvida las cosas cuando tiene que memorizar algo. Si me para la policía y encuentran la dirección, no les va a valer para una mierda.

– Muy astuto, Leonard -dijo Alí-. Creo que eres un tío listo.

– Hay que hacer los deberes -dijo Leonard Stilwell, pensando en la piedra que iba a fumarse esa noche, y en que todavía tenía mucho tiempo para encontrarse con su vecino de Fiji y enterarse de cómo diablos forzar una cerradura.

Загрузка...