Capítulo 10

A Ronnie Sinclair le preocupaba que su compañero, Bix Rumstead, estuviese tan afectado por su encuentro con los somalíes. Estaban los dos en Starbucks, en Sunset Boulevard, haciendo el papeleo antes de acabar la guardia. Bix, que nunca era muy locuaz, había estado inusualmente callado durante todo el día. La tercera vez que sacó el tema, dijo:

– A veces pienso que ser policía te convierte en un animal, por muchos motivos. Aún tengo el vello de punta desde que vimos a ese somalí con la cicatriz en la cara. Ese tipo está para el loquero.

– Sin duda -dijo Ronnie-, pero ¿qué podemos hacer nosotros? No hay ninguna prueba de comportamiento violento. A ella le di todas las opciones para que se fuera de allí y las rechazó totalmente. ¿Qué podemos hacer?

– Supongo que nada -dijo Bix-. ¿Pero acaso no se te encendió una lucecita de alerta? Ese tío va a lastimar a esa chica.

– Probablemente ya la haya lastimado -dijo Ronnie-. Y muchísimas veces. Según sus costumbres, es su dueño. Pero sabes que no podemos llevárnosla y sacarla de allí basándonos únicamente en nuestro instinto policial.

– Lo sé -dijo él-, pero no deja de molestarme.

– Tal y como yo lo veo, no es mi problema. Tengo que lidiar con ello, pero no tengo por qué llevármelo a casa. Lo dejo pasar.

– Mi mujer me dijo eso durante años -dijo Bix-. Es una de las razones por las que entré en la CRO. Me decía que me había llevado mucha mierda a casa durante demasiados años.

– Y tenía razón -dijo Ronnie, pensando que seguramente cada tanto iba a toparse con un policía como Bix Rumstead, personas que no tenían el temperamento apropiado para ese trabajo. Gente que no podía «dejarlo pasar».

De pronto Bix pareció un poco avergonzado, como les sucede a los policías cuando se permiten confidencias poco propias de su trabajo, e intentó cambiar de conversación.

– ¿Crees que volverás a casarte?

– Estoy fuera del mercado -dijo Ronnie-. He demostrado ser una pésima compradora. Además estoy concentrada en aprobar el examen para sargento. Pero si alguna vez me vuelvo a casar, no será con otro policía.

Bix sonrió.

– Chica lista -dijo.

Y Ronnie pensó: «Si no estuvieras ya comprado y pagado, amigo, podría hacer una excepción». Estaba sorprendida de lo mucho que le gustaba Bix. Aquellos oscuros y sensibles ojos grises podían hacer temblar las rodillas de una chica.

– ¿Te quedarás en el trabajo hasta el final? -dijo ella.

– Hasta los cincuenta y cinco por lo menos. Tengo un par de hijos adolescentes que tienen que acabar los estudios, y mi hija quiere estudiar medicina. No me retiraré pronto, eso es seguro -respondió él.

Ronnie estuvo a punto de sugerirle que consiguiera algún trabajo de oficina en algún lado, uno que lo alejara de los Ornar Hasan Benawi y de sus lastimosas mujeres, pero pensó que no debía darle consejos profesionales a un veterano como Bix. Además la CRO era lo más próximo a un trabajo de oficina que podían conseguir. ¿Qué otro verdadero trabajo de policía les tocaría hacer siendo cuervos?

– Después del trabajo algunos de nosotros vamos a ir a Sunset a tomar unos tacos y uno o dos tequilas. ¿Quieres venir? -dijo ella.

Bix dudó antes de hablar, pero estaba seguro acerca de Ronnie: podía hacerle confidencias que no podría haberle hecho a un oficial varón.

– Es mejor que no vaya con vosotros. Tengo un problema.

– ¿Un problema?

– No he tomado ni una gota desde hace cosa de un mes, y no tengo muchas ganas de ir a sitios en donde todo el mundo se dedica a beber.

– Lo siento, no lo sabía -dijo Ronnie.

– No es nada grave -dijo Bix-. Estoy luchando con ello desde hace años. Va y viene, pero lo voy manejando.

– Te entiendo -dijo Ronnie-. Mi primer ex era un alcohólico empedernido. Todavía lo es.

– Yo no soy un alcohólico -dijo Bix rápidamente-. Es sólo que no manejo muy bien la bebida. Cuando bebo me cambia la personalidad. Darcy, mi mujer, me lo hizo notar el mes pasado cuando regresé a casa completamente borracho, y estoy agradecido de que lo haya hecho. Me siento mucho mejor ahora. Envejecer de más por esa tontería…

Ronnie no sabía qué más decir y Bix, obviamente, pensó que ya había dicho demasiado. Terminaron sus capuchinos y sus informes en silencio.


Hollywood Nate Weiss apenas pudo esperar a fichar su salida a las siete y media de la tarde. Había cambiado su uniforme por una costosa camisa de lino blanco y un par de tejanos negros de Nordstrom. Pensó en ponerse elegante, pero decidió que podría parecer un idiota que nunca había tenido una cena íntima en la casa de una chica de infarto y adinerada de Hollywood Hills. Lo que era exactamente el caso.

Mientras conducía hacia Mount Olympus pensó en varios comentarios iniciales que podía hacerle, pero al ensayarlos en voz alta se sintió todavía más tonto que de sólo pensarlos. Estaba a punto de aparcar en la calle de enfrente, cuando decidió que como invitado debía de estar autorizado a entrar por el camino pavimentado que daba acceso a los coches. El terreno era muy espacioso, lo que permitía disfrutar de una excelente panorámica en un sitio donde la tierra escaseaba, y el camino de ladrillos era lo suficientemente amplio como para girar en U sin problemas. La casa en sí era engañosamente grande, con un tejado a la española, paredes blancas de yeso, vigas descubiertas y muchos arcos, un estilo que los agentes inmobiliarios gustan de llamar «Early California». Un gancho para vender, especialmente a quienes no son de California y lo encuentran romántico.

Nate se alegró al ver que no había más automóviles en el aparcamiento de la casa. Le preocupaba que la canguro pudiera haber decidido quedarse con el niño en la casa de Margot. O que quizá Margot hubiera invitado a alguien más a compartir su pasta.

Intentó mantenerse tranquilo, apelando a la minisonrisa ecuánime y afable que había usado con éxito en su último bodrio cinematográfico, y tocó el timbre.

Margot le ofreció su deslumbrante sonrisa cuando abrió la puerta. Ella también llevaba téjanos, de diseño y tiro bajo, y una camiseta amarilla que terminaba quince centímetros antes de que empezaran los téjanos. Él paseó su mirada desde los ojos de ella hasta su vientre bronceado y musculoso. Ella se echó su pelo color miel hacia atrás y se lo recogió con una peineta en forma de caparazón de tortuga.

Extendiendo su mano cálida y seca, tomó la de él y dijo:

– Oficial Weiss. Pareces otro vestido de civil.

– El uniforme hace al hombre, ¿no? -dijo él, intentando evitar que le temblara la voz. Necesitaba un trago para endulzarla.

Ella pareció leerle la mente.

– ¿Qué puedo ofrecerte de beber? -dijo-. Y volviendo a tu pregunta: no, tú no necesitas uniforme. De hecho ahora te ves mucho más joven.

Nate intentó esbozar una sonrisa más amplia y dijo:

– ¿Vino?

– Dime cuál quieres.

– Cualquiera que tengas.

– Pinot grigio, entonces -dijo ella-. No soy una esnob con el vino. Si me das tan sólo un modesto pinot californiano soy feliz como una alondra en el parque. Entra y sírvete mientras termino de cocinar la pasta.

Nate entró y fue directamente hacia la sala de estar y su magnífica vista sobre las calles de Hollywood, que se perdía a lo lejos. Había diferentes capas de luz, bien parpadeantes bien inmóviles, y el humo de los coches se mantenía bajo y oscuro contra el brillo dorado del atardecer. El paisaje lo calmó. La panorámica no era tan buena como la que había visto en algunas casas de las colinas de Hollywood ubicadas más hacia el oeste, pero no estaba mal. No podía imaginar cuántos millones podía costar una casa con semejante vista en aquellos parajes.

La decoración parecía un poco recargada, como muchas de las residencias de la Costa Oeste que había visto en Los Angeles Magazine y en Los Angeles Times. De pronto se le apareció una desagradable imagen del ex marido, el árabe, sentado en uno de esos caros sofás fumando un narguile, pero luego se extinguió. Nada podía arruinarle el momento. Todo aquello olía a dinero para Nate «Hollywood» Weiss.

– ¿Sabes? -dijo-, desde aquí hasta el smog se ve bonito.

Margot soltó una risita y él pensó que sonaba encantadora y cálida. Todo en ella era cálido.

– Varaos hombre, vámonos a la cocina donde podemos servirnos un poco de grapa. Tengo que aprovechar para desmelenarme cuando mi hijo de cinco años está con la canguro -dijo ella.

Nate la siguió hasta una gran cocina de gourmet con dos enormes refrigeradores de acero inoxidable y una cocina a gas con quemadores de tipo profesional, también de acero inoxidable. Había tres fregaderos de acero y se preguntó cuál iría a utilizar ella para colar la pasta. ¡Demasiadas opciones!

Cogió el sacacorchos y la botella de pinot grigio e intentó pelar el capuchón y quitar el corcho como había visto hacer a los sommeliers las veces que había podido llevar a una cita a un restaurante caro. Tuvo algunos problemas con el corcho, pero ella pareció no darse cuenta.

– ¿Llevas mucho tiempo trabajando de policía, Nate? -preguntó ella.

– Sí, casi quince años -dijo él.

– ¿De veras? -dijo Margot-. No pareces lo suficientemente viejo.

– Tengo treinta y seis -dijo él. Y luego agregó-: Tú no pareces lo bastante vieja como para tener un hijo de cinco años.

– Podría tener uno mucho mayor, pero no voy a decirte mi edad -dijo ella.

– Ya la sé -dijo Nate-. Tu permiso de conducir, ¿recuerdas?

– ¡Maldición! -dijo ella-. Lo olvidé.

Nate sirvió vino en las copas y dejó una en el escurridor, junto a Margot.

– ¿Tu hijo se queda con la canguro muy a menudo? -preguntó Nate.

– Sólo en ocasiones muy especiales -dijo Margot y de nuevo apareció esa tímida sonrisa.

Él bebió un buen sorbo, pero luego se dijo a sí mismo que era mejor ir despacio, muy despacio. Empezó a pensar en los trucos de actuación, como simular que aquélla era una película protagonizada por Nate Weiss, así que intentó meterse en el personaje; pero estaba indeciso acerca de a quién debería parecerse. Sencillamente, Nate «Hollywood» Weiss no tenía marco de referencia para una cita como ésa.

– Entonces, ¿de veras estás interesado en el Mercedes? -dijo Margot.

– Por supuesto -dijo Nate nerviosamente-. ¿Por qué otra cosa habría llamado?

Ella dejó de rebanar el mango. Reprimiendo una gran sonrisa, le echó un fugaz vistazo antes de decirle de forma inexpresiva:

– No puedo imaginarlo.

Nate sintió que su rostro ardía. ¡Era como un niño cuando estaba con esa mujer!

– ¿Soy poco convincente, o qué? -dijo finalmente-. Claro, me encanta el Mercedes, pero justo compré un coche nuevo el año pasado. Deberías echarme a patadas de aquí.

Margot llevó la botella de vino a la barra del bar, llenó la copa de Nate, y le dijo con repentina seriedad:

– Me alegré de que llamaras, Nate.

– ¿De veras?

– De veras -dijo ella-. Para decirte la verdad, he estado asustada por algo y estaba pensando en hablar con la policía.

– ¿Asustada? ¿Por qué?

– Vamos a cenar y luego hablamos -dijo Margot.


Gert von Braun formó pareja con Dan Applewhite por primera vez cuando él volvió al trabajo después de sus días libres. Los demás policías se dieron cuenta de que poner a Dan «Día del Juicio Final» con alguien tan explosivo como Gert era una combinación infernal. Los policías surfistas habían hecho apuestas sobre cuánto tiempo soportaría Gert escuchar a Dan hablar sobre la calamidad mundial de los musulmanes que se veía venir o acerca del inminente colapso de los mercados financieros mundiales, antes de estrangularlo. Lo que ellos no sabían era que la aversión que sentían Dan y Gert por el sargento Treakle iba a crear un vínculo que nadie hubiera podido predecir.

Todo comenzó cuando el sargento Treakle informó a Gert de que la descarga accidental de su arma con toda seguridad iba a suscitar una reprimenda oficial, la primera en sus once años de carrera. Ella estaba preparada para eso, por supuesto, pero no para el modo como le fue transmitida la información.

El sargento Treakle, que rara vez se molestaba en aprenderse los nombres de los policías, la llamó a su despacho y le dijo:

– Von Braun, va usted a recibir una reprimenda oficial por su negligencia con el arma reglamentaria.

– Me lo imaginaba -dijo Gert, preparándose para marcharse.

– Y eso no es todo -dijo Treakle; al oír esas palabras ella se detuvo en la puerta-: habrá un severo castigo si una cosa así vuelve a ocurrir.

Las sonrosadas mejillas de Gert palidecieron.

– ¿Acaso usted piensa que puede volver a ocurrir, sargento? -dijo.

– Sólo estoy dándole un consejo -dijo el joven sargento, desviando nerviosamente la mirada. La medida del cuello de Gert era más ancha que la de él, y se rumoreaba que había avergonzado a un policía en la División Central cuando éste, un poco ebrio, se atrevió a echar un pulso con ella en una fiesta de Navidad.

Ella se esforzó por mantenerse calmada y dijo:

– Gracias por el consejo.

Pero cuando se disponía a marcharse, el sargento Treakle dijo:

– Parte del problema podría ser su condición física.

Eso la paró en seco. De hecho dio un paso hacia el escritorio y dijo:

– ¿Qué sucede con mi condición física?

– Su peso -dijo él-. Así debe de ser difícil moverse con suficiente rapidez cuando ocurre algo inesperado. Como cuando su teléfono móvil se cae, y usted intenta cogerlo y accidentalmente aprieta el gatillo de su arma. Los oficiales de policía tienen que estar listos para actuar y pensar rápidamente, como si fueran atletas.

Gert fulminó con la mirada al sargento Treakle durante un momento y luego, muy suavemente, dijo:

– He aprobado todos los exámenes físicos desde que comencé este trabajo. Quedé en primer lugar en la prueba de agilidad para mujeres de la academia y competí dos veces en las Olimpíadas de la policía. Ahora tengo una pregunta para usted: ¿ha oído hablar de las leyes de igualdad de oportunidades?

– ¿La de igualdad de oportunidades en el empleo?

– Correcto sargento -dijo ella-. Todo gira en torno a la discriminación en el lugar de trabajo. Y ahora mismo le estoy haciendo un regalo olvidándome de esta conversación. Porque usted me está ofendiendo de manera muy personal.

El sargento Treakle palideció y dijo:

– Hablaremos luego. Tengo que hacer unas llamadas.

Cuando Gert von Braun se reunió con Dan Applewhite en el aparcamiento, el gesto adusto de su cara le indicó que no era el momento adecuado para hablarle de las infecciones bacterianas que afectaban a las divisiones vecinas, ni para decirle que la epidemia era inminente.

Ella condujo en silencio durante cinco minutos y cuando finalmente habló, dijo:

– ¿Has tenido algún problema personal con Treakle?

– Una vez -dijo Dan Applewhite-. Me dijo que cuando hablaba con los ciudadanos adoptaba una expresión agria y que tenía que mejorar mi actitud. Dijo que estaba seguro de que si iba con él a sus clases de estudios sobre la Biblia podría mejorar mi visión de la vida. Que él había renacido y había sido bautizado en un estanque que hay por ahí, con gente que cantaba en la orilla.

– ¿Te dijo eso?

Dan Applewhite asintió.

– Le dije que yo era unitario. Estoy seguro de que no supo lo que era.

– Yo tampoco lo sé -dijo Gert, y luego agregó-: Tuvimos un sargento como él en la comisaría central. A ese tío empezaron a ocurrirle cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

– Especialmente a su coche. Si se olvidaba de cerrado con llave se encontraba una cuerda atada desde su puerta hasta la palanca de luces. O encontraba las esposas de plástico colgando del eje y haciendo ruido mientras conducía. O talco en la rejilla del aire acondicionado. Su uniforme se veía luego como si hubiera quedado atrapado en una ventisca.

– Ésas son cosas de niños -dijo Dan Applewhite.

– Una vez fue secuestrado un camión que llevaba unas bolsas enormes de palomitas de maíz y caramelos a una fiesta de la Cámara de Comercio, lo recuperamos y alguien llenó de palomitas de maíz el coche del sargento. Desde el suelo hasta el techo. Si mirabas a través del parabrisas, lo único que se podía ver dentro eran palomitas.

– Ésas son cosas de niños -repitió Dan Applewhite.

– Luego alguien le dio diez dólares a Skid Row, el vagabundo, para que una noche hiciera un poco de esquí sobre asfalto. El policía que lo hizo tomó prestado un viejo pedazo de chapa de uno de los refugios improvisados donde duermen los vagabundos. Le ató un extremo de la cuerda, y el otro al coche del sargento mientras comía en un restaurante barato. Al vagabundo le había prometido otros diez dólares si aguantaba esquiando durante al menos una manzana. Lo hizo, pero fue bastante grotesco. Saltaban chispas, y el desgraciado gritaba, y casi acaba todo patas arriba. La gente en la calle estaba anonadada y el teléfono del capitán sonaba sin parar al día siguiente. Asuntos Internos investigó a la guardia nocturna durante un mes, pero nunca cogieron al culpable. Lo único que decía el vagabundo era que el hombre que lo había contratado era un policía, y que para él todos los policías se veían iguales cuando estaban de uniforme. Al sargento lo penalizaron con diez días de suspensión por no vigilar su coche.

– Bueno, eso ya no es tan infantil -dijo Dan Applewhite-. Es algo mucho más maduro si logras que un cabrón como ése reciba diez días de suspensión.

Menos de media hora más tarde, el sargento Treakle decidió ocuparse personalmente de una llamada asignada a la unidad 6-X-66. Dan Applewhite gruñó cuando giró y vio que el joven supervisor se detenía frente a un edificio de apartamentos en Thai Town, ocupado en su mayoría por inmigrantes asiáticos.

– Labios de Pollo ha venido a controlarnos -le advirtió a Gert, que estaba llamando a la puerta.

Quien había hecho la llamada era una mujer tailandesa que parecía demasiado vieja para tener una hija de doce años, pero que sí la tenía. La niña estaba llorando cuando los policías llegaron y la madre estaba enfurecida. La tía de la niña, que era diez años más joven que la madre, había estado intentando calmar las cosas. Hablaba un inglés bastante bueno y le traducía a la madre.

El problema había comenzado horas antes, cuando llamaron de la clínica local para informar a la madre de que los accesos de vómito de su hija eran producto de su embarazo incipiente. La madre quería que encontraran y arrestaran al culpable.

Por supuesto, los policías separaron a la niña de la madre, Gert llevó a la niña a una pequeña habitación y hablándole suavemente, le dijo:

– Sécate las lágrimas, cariño. Y no tengas miedo.

La niña, que era toda pómulos y tenía unos labios como de bebé de juguete, había vivido en Los Ángeles desde los ocho años y su inglés era muy bueno. Dejó de sollozar el tiempo suficiente como para decirle a Gert:

– ¿Van a llevarme a un reformatorio?

– Nadie va a llevarte a ninguna parte, cielo -dijo Gert-.

Podemos solucionar todo el asunto. Pero primero tenemos que averiguar quién puso ese bebé dentro de ti.

La niña se secó los ojos y dijo:

– ¿Estoy en apuros? -y comenzó a sollozar otra vez.

– Ya, ya -dijo Gert-. No hay necesidad de hacer eso. Con nosotros no tienes ningún problema. Somos tus amigos.

Entonces sintió que había alguien detrás de ella, se dio la vuelta y vio al sargento Treakle allí de pie, observándolas.

Gert intentó en vano contener un suspiro, y luego le dijo al sargento:

– Me pregunto si le importaría dejar a las mujeres hablar en privado.

El sargento Treakle arqueó una ceja, gruñó y regresó a la cocina, donde Dan Applewhite estaba consiguiendo una lista de probables sospechosos para que los detectives hicieran un seguimiento. La niña no tenía hermanos, pero había tíos, primos y vecinos que eran candidatos posibles.

El sargento Treakle miró su reloj un par de veces y cuando Gert dejó a la niña en la habitación y regresó a la cocina, preguntó:

– ¿Quién es el padre?

‹-No lo sé -dijo Gert-. Tendrán que hablar con ella los detectives de delitos sexuales.

– ¿Se ha tomado todo ese tiempo y no lo sabe? -dijo el sargento Treakle.

Con la voz fría como una navaja, Gert dijo:

– La niña dice que no sabe cómo ocurrió.

El sargento Treakle soltó una fuerte carcajada y dijo:

– ¿Que no lo sabe?

Conociendo su postura religiosa, Gert von Braun dijo:

– Dígame, sargento Treakle, si el nombre de la niña fuese María y al bebé que lleva dentro lo fueran a llamar Jesús, ¿usted se burlaría? Después de todo, María tampoco supo qué diablos ocurrió. ¿O sí?

Las mandíbulas del sargento se abrieron y cerraron un par de veces pero no alcanzó a decir nada. Comenzó a decirle algo a Dan Applewhite, pero tampoco pudo terminar la frase. Al final abandonó el apartamento y se apresuró hacia su coche para escribir una nota negativa en su informe policial.

Cuando regresaron al coche y se marcharon, Dan Applewhite echó una buena mirada a Gert von Braun. Él era mucho mayor que ella y sabía que su propio aspecto no era gran cosa. Y además parecía incapaz de conservar una esposa durante mucho tiempo, independientemente de cuánto dinero gastara en ella. Pero estaba empezando a tener sentimientos que no había experimentado desde hacía bastante tiempo. A pesar de su tamaño y de su temible reputación, Gert von Braun estaba comenzando a parecerle muy atractiva.

– ¿Qué te parece si paramos en Starbucks, Gert? -dijo impulsivamente. Y luego agregó algo que siempre había parecido interesar a otras compañeras-: Me encantaría comprar un café con leche y unas pastas.

Gert se encogió de hombros.

– No estoy para tomarme una mariconada de café -dijo-, pero no me importaría ir por una hamburguesa.

¡Aquello hizo estremecer las fibras de su corazón! Con una amplia sonrisa, Dan dijo:

– ¡Vale! ¡Marchando una hamburguesa!

– Con cebolla salteada y patatas con queso -agregó Gert.


Esa noche regresó al cajero automático, pero esta vez a uno diferente, que estaba en Hollywood Boulevard. Leonard Stilwell había trabajado con esmero para colocar bien la cinta con el pegamento. No podía quedarse sentado en su habitación esperando a que llegara el miércoles para hacer el trabajo de Alí. Del adelanto que le había dado no le quedaba ni un centavo: parte se lo había fumado y el resto lo había perdido con los malditos Dodgers, después de haber sido tan estúpido como para hacer una apuesta basándose en una publicación deportiva que el noventa por ciento de las veces le había hecho perder.

A pesar de que al principio albergó ciertas dudas y algún temor por la cantidad de policía que había visto en los alrededores del Kodak Center, la zona ofrecía la atracción irresistible de todos esos estúpidos turistas, así que después de estudiar cuidadosamente la situación decidió que había un cajero que no era tan peligroso como los otros porque estaba ubicado en una esquina oscura y le proporcionaba una salida fácil hacia la calle residencial donde iba a aparcar su viejo Honda, que estaba a varias calles de allí. Ahora estaba observando ese cajero automático y a varios asiáticos que iban con cámaras colgadas de sus cuellos, ya casi lastimados por el peso. No le iban a servir para nada a menos que hablaran el suficiente inglés como para poder aceptar su «ayuda».

El turista que finalmente se detuvo ante el cajero era exactamente el que Leonard quería. El hombre tenía por lo menos setenta años, y su mujer debía de tener la misma edad. Llevaba una bolsa de una de las tiendas de souvenirs que estaba en el bulevar, y la mujer otra similar. Vestían pantalones cortos y zapatillas deportivas, y sus gorras tenían prendidas por todas partes insignias del tour de la Universal Studios, de Disneylandia y de Knott's Berry Farm. La camiseta recién comprada de ella llevaba estampado a la espalda «Películas para mí». Sólo con verlos se imaginó llenándose los pulmones de humo celestial.

El hombre introdujo la tarjeta en la ranura, pero no pasó nada. Marcó su número secreto y miró a su mujer. Luego miró alrededor como si estuviera buscando ayuda, justo en el momento en que un hombre más joven, con el pelo del color de una calabaza madura, un montón de pecas y una sonrisa amigable se acercaba al cajero con su propia tarjeta en la mano.

– ¿Ya ha acabado de hacer su transacción, señor? -preguntó Leonard.

– Hay algo que no va bien en la máquina -dijo el turista-. Mi tarjeta se ha quedado dentro, y el maldito cajero no funciona.

– Vaya -dijo Leonard, tan melosamente como pudo-. A mí también me ha ocurrido antes. ¿Le importa si pruebo?

– Sírvase, joven -dijo el turista-. Le aseguro que no quisiera tener que llamar a mi banco y cancelar la tarjeta. No ahora, que acabamos de llegar a Hollywood.

– No se preocupe -dijo Leonard-. Vamos a ver.

Se adelantó, colocó los dedos en las teclas de «borrar» y «cancelar» y dijo:

– Una vez me explicaron el truco, es así: usted introduce su clave secreta al mismo tiempo que mantiene presionado «cancelar» y «continuar». Eso debería hacer que la tarjeta saliera. ¿Quiere intentarlo?

– Claro -dijo el turista-. Vamos a ver… ¿Cuáles son las dos teclas que tengo que mantener presionadas?

– Éstas, pero déjeme que le ayude -dijo Leonard-. Yo presionaré las dos teclas, y usted solamente introduzca su código secreto.

– Yo presionaré las dos teclas -dijo una voz profunda detrás de Leonard.

Se dio la vuelta y vio a un hombre que tendría su misma edad, un tipo alto y musculoso que lo miraba directo a los ojos. La nuez de Adán de Leonard se movió de arriba abajo.

– Éste es mi hijo -dijo el turista-. El cajero no va bien, Wendell. Este señor está ayudándonos.

– Es muy amable de su parte -dijo Wendell, pero no dejó de mirar fijamente a los ojos azules y acuosos de Leonard ni un instante.

– Vamos, introduzca su clave -dijo Leonard, pero no se atrevió a mirar el teclado. De hecho, exageró el gesto de mirar hacia otra parte.

– Nada -dijo el turista-. No se ha movido ni una maldita cosa.

– Bueno, supongo que tendrá que cancelarla -dijo Leonard-. Pero había que intentarlo. Lamento no haber podido ayudarle.

Cuando se estaba yendo, oyó que la mujer decía:

– ¿Ves, Wendell? Hay mucha gente buena y muy amable en Hollywood.

Leonard sintió ganas de llorar cuando ya había caminado varias calles en dirección a su coche. Necesitaba crack con tanta urgencia que no podía pensar en nada más. Ni siquiera tenía hambre, aunque llevaba dos días sin probar una comida como Dios manda. Además había un coche de policía aparcado detrás del suyo con las luces encendidas, ¡y dos policías que estaban poniéndole una jodida multa!

– ¿Es éste su coche? -le preguntó Flotsam cuando Leonard se acercó con las llaves en la mano.

– Sí, ¿sucede algo malo? -dijo Leonard.

– ¿Algo malo? -dijo Jetsam-. ¿Por qué no mira dónde ha aparcado?

Leonard caminó hacia el frente del coche y vio que había aparcado en medio de la estrecha entrada de pavimento de una vieja casa de dos plantas que estaba encajada entre dos edificios nuevos. No había visto la entrada cuando aparcó, ni siquiera después de haber estado dando vueltas durante veinte minutos buscando un sitio donde estacionar en el que no fueran a ponerle una maldita multa como ésa.

– ¡Vamos, hombre! -dijo Leonard-. Ahora estoy sin trabajo. Pero incluso si tuviese algo de dinero no iba a dejarles mi coche a esos imbéciles espaldas mojadas del aparcamiento. Seguro que lo estrellarían en marcha atrás directamente contra la riñonera del primer turista idiota que acortara camino por el aparcamiento, ¿y luego qué?

– Demasiado tarde -dijo Flotsam-. Ya hemos extendido la multa. De todos modos es una suerte que haya llegado. El tipo que vive en esa casa quería que nos lleváramos su coche.

– No hay piedad -dijo Leonard-. No queda ni una gota de piedad ni de compasión en toda esta puta ciudad.

Jetsam tenía su linterna apuntando bastante cerca de la cara de Leonard, y pudo ver que se retorcía y sudaba. Levantó la luz para mirarle las pupilas, y dijo:

– ¿Tiene alguna identificación?

– ¿Para qué? -dijo Leonard-. No he hecho nada.

– Usted conduce este coche -dijo Jetsam-. Tendrá su licencia de conducir, ¿no?

Leonard metió la mano en el bolsillo para coger su cartera.

– No queda ni una pizca de piedad ni de compasión con los seres humanos -dijo Leonard mientras cogía la multa que le daba Flotsam y entregaba a Jetsam su permiso de conducir.

Jetsam miró la licencia, retrocedió hasta su tienda, entró y se sentó.

– Aaahh, mierda -dijo Leonard-. ¿Qué está haciendo? ¿Comprobando mis datos?

– Es sólo rutina -dijo Flotsam, dándole una palmadita en la espalda.

– Eso es lo que dicen siempre -se quejó Leonard-. ¿Alguna vez le dais una segunda oportunidad a alguien, eh? ¿Alguna vez?

– ¿Por qué motivo le han arrestado? -preguntó Flotsam.

– Lo averiguaréis en unos minutos -dijo Jetsam-. Un par de robos menores, eso será todo. Ya aprendí mi lección. Ahora sólo me mato a trabajar. Estoy justo entre dos empleos.

Cuando Jetsam volvió, le dijo a su compañero:

– Aquí el señor Stilwell tiene dos delitos anteriores por allanamiento y robo, y uno por hurto.

– Los robos fueron reducidos a hurto -dijo Leonard-. Me declaré culpable y sólo me condenaron a una temporada en la cárcel del condado. El delito de hurto fue por robar en una tienda cuando tuve que coger unos víveres para un vecino muy mayor que estaba enfermo. ¡Dios mío! ¿Acaso un tipo no puede tener una segunda oportunidad?

Para entonces, los dos policías podían imaginarse ya que Leonard era un adicto al crack, o quizás a la heroína, y Flotsam le dijo:

– Señor Stilwell, ¿no le molestará que echemos un vistazo a su coche, verdad? Sólo por rutina, claro.

– Adelante -dijo Leonard-. Si digo que no, vais a encontrar una excusa para hacerlo de todos modos.

– ¿Está diciéndonos que no? -dijo Jetsam.

– Estoy diciendo que hagáis la mierda que tengáis que hacer para que pueda irme a casa. Me rindo. No queda una pizca de piedad ni de compasión ni de caridad en toda la puta ciudad. Aquí tenéis.

Sacó las llaves de su bolsillo y se las lanzó a Jetsam, que abrió la puerta y revisó rápidamente el coche, buscando drogas en la guantera, debajo de los asientos, de las alfombrillas y en otros sitios igualmente obvios. Lo único que encontró fue una nota detrás de la visera que tenía apuntada una dirección. Reconoció la calle de la urbanización Mount Olympus, cerca de la cual había ocurrido un homicidio múltiple en el que estaba involucrada la mafia rusa. Apuntó la dirección en su libreta y cuando acabó le hizo una seña a Flotsam y dijo:

– Está bien, señor Stilwell, gracias por su cooperación.

Leonard sacudió la cabeza con un gesto de disgusto, y mientras entraba en su coche murmuró algo acerca de la falta de piedad y compasión que existía en la puta ciudad en la que vivía.

– Vayamos un momento a Mount Olympus -dijo Jetsam cuando estaban ya de vuelta en su tienda.

– ¿Para qué?

– Ese tipo tenía una dirección guardada detrás de la visera. ¿Qué iba a estar haciendo en Mount Olympus un pringao como ése? A menos que estuviese merodeando por alguna casa, eso podría ser.

– Ya empezamos otra vez -dijo Flotsam-. Tronco, estás decidido a ponerte en plan detective sabueso cuando estás conmigo. Quizás el tipo quiere convertirse en jardinero o algo así. ¿Se te había ocurrido eso?

– No tiene el color adecuado. Vamos, colega, sólo nos llevará unos minutos.

Sin darle más vueltas, Flotsam se dirigió hacia Hollywood Hills, encontró la calle serpenteante que buscaban, y la siguió hasta arriba.

Jetsam comprobó la dirección.

– El número no existe.

– Vale -dijo Flotsam-. ¿Estás satisfecho ya?

Y se giró justo cuando Jetsam divisaba un coche conocido que estaba en una entrada unas cuantas casas más allá, donde debía haber estado el número de la calle que buscaban.

– ¡Ése es el coche de Hollywood Nate! -dijo.

– ¿Ese Mustang?

– Sí.

– Tío, hay muchos Mustang en esta ciudad.

Jetsam cogió la linterna y alumbró el coche.

– ¿Cuántos puede haber que tengan una placa que ponga SAG4NW?

– ¿Qué?

– Screen Actors Guild, Nate Weiss. ¿Cuántos?

– ¿Y qué?

– Tal vez deberíamos parar y ver si el que vive aquí conoce a Leonard Stilwell.

– Mira, tronco -dijo Flotsam-, ya arrastramos una vez a Hollywood Nate en una de tus ridículas persecuciones. No vamos a interrumpir lo que sea que esté haciendo allí dentro con otra de tus «pistas». Y conociéndole, sea lo que sea lo que esté haciendo seguro que tiene que ver con una chichi. Así que no se va a poner muy contento de vernos, vaya que no.

– Colega, podría tratarse de algo que él debería saber.

– ¡La puta dirección está equivocada! -dijo Flotsam-. Puedes contárselo a Nate mañana. Ese ladrón al que acabamos de trincar no va a andar matando a los vecinos de esta calle esta noche. ¿Estás de acuerdo?

– Supongo que tengo que estarlo -dijo Jetsam.

– Mañana puedes llamar a algún detective que aparezca en las páginas amarillas si se te ocurre alguna otra idea.

– ¿Crees que alguna vez podrás dejar de machacarme con eso, tío? -dijo Jetsam-. Está bien, cometí un error con lo del taller de coches. ¿Puedes dejarlo ya?

– Vale, lo dejaré. Alguien tiene que probar que sí existe «una pizca de piedad y compasión en toda la puta ciudad». Así que ¿estarnos en paz, tío? -preguntó Flotsam.

– Todo bien, colega -dijo Jetsam-. Siempre y cuando no vuelvas a mencionarlo.

– Ni una palabra más -dijo Flotsam-. Y lo digo en serio, Sherlock.

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