Ese mismo día, después de completar el Servicio de Ayuda al Sin Techo y dejar las colinas de detrás de Hollywood Bowl libres de campamentos hasta nueva orden, Ronnie se dispuso a cumplir su compromiso con los policías surfistas. Llegó con Hollywood Nate a las cuatro en punto y aparcó frente a un taller de reparación de coches en Hollywood Este. El taller perturbaba ostensiblemente la calidad de vida de los varios cientos de hispanos que vivían al otro extremo del callejón que ambos compartían. Bix Rumstead estaba en la comisaría poniéndose al día con el papeleo y con los mensajes de teléfono que dejaban las personas que llamaban asiduamente y que había ido posponiendo. Se estimaba que alrededor del treinta por ciento de la totalidad de las quejas que recibía la CRO provenían de las mismas personas.
Los policías surfistas ya estaban allí, esperando junto a la camioneta de Flotsam, y vestidos con su atuendo habitual de calle: camisa y téjanos.
– Gracias por venir -dijo Flotsam, echando un inquieto vistazo a Nate, cuya expresión parecía decir: «¿Tú vienes de espectador, o qué?».
– Bien, ¿por qué no entráis conmigo y os aseguráis de que lo haga bien? -les dijo Ronnie a los surfistas.
Ronnie y Jetsam entraron juntos, y Flotsam les siguió de cerca, susurrándole a Nate:
– Comienza el juego, tío. Éste se cree que es Holmes, pero yo no soy ningún doctor Watson.
El propietario de El Taller de Stan no era árabe ni iraní, ni provenía de ningún país extranjero. Era un blanco anglosajón de cincuenta años que había nacido en Los Ángeles, se llamaba Stan Hooper, y se sorprendió mucho cuando vio a dos policías uniformados y a otros dos tipos con pinta de policías entrando a su lugar de trabajo.
– Buenos días, señor -dijo Ronnie-. Somos de la Oficina de Relaciones con la Comunidad. Ésta es mi tarjeta.
Mientras Stan Hooper contemplaba la tarjeta, Ronnie continuó:
– Tenemos una queja de los vecinos del otro lado del callejón, que dicen que los coches de su taller a menudo bloquean el callejón por las mañanas, y los inquilinos de esos apartamentos no pueden sacar sus coches cuando tienen que ir a trabajar. De hecho, veo que hay tres coches aparcados allí ahora mismo, y apenas si queda espacio para que se cuele un Volkswagen Escarabajo.
Stan Hooper se limpió la grasa de las manos y dijo:
– Los moveremos ahora mismo, oficial. Lo siento. Este sitio es demasiado pequeño para nosotros, pero es lo único que podemos permitirnos por ahora. Estoy buscando más espacio. Intento dejar el callejón libre, pero a veces los clientes aparcan allí antes de que pueda decirles que no lo hagan.
– El negocio debe de irle bien -dijo Ronnie, mirando hacia la puerta abierta que conducía a la estancia principal, donde estaban trabajando en un Lexus blanco cubierto de cinta adhesiva, listo para ser pintado.
– Demasiado bien, pero no debería quejarme -dijo él, mirando a los surfistas mientras se preguntaba por qué hacían falta cuatro policías para hacerle una advertencia de ese tipo-. No quiero ninguna multa. No permitiré que vuelva a suceder.
– Bonitos trastos tiene allí dentro -dijo Jetsam, y dio un pequeño paseo por el gran espacio abierto donde se estaba realizando el trabajo.
– Él es uno de nuestros agentes -dijo Ronnie-. Le gustan los coches.
Stan Hooper siguió a Jetsam hacia el área de trabajo y le dijo:
– Hay dos de ésos en venta. Mi cliente me ha dicho que puedo venderlos si alguien está interesado. No cobraría comisión si un oficial de la comisaría Hollywood quisiera uno. El Mercedes es realmente bonito, y el precio está bastante bien.
El policía surfista comenzó a apuntar números de matrículas y de modelos y Stan Hooper dijo:
– ¿Sucede algo malo, oficial?
– Recibimos algunas denuncias sobre coches caros a los que se les cambian las placas y son repintados. Es sólo por rutina.
– ¡Nunca en mi vida me he metido en líos! -dijo Stan Hooper-. Puede revisar lo que quiera. Tengo buena reputación entre las compañías de seguros por hacer un trabajo excelente a un precio justo, y además estamos especializados en coches deportivos utilitarios. Podemos hasta enderezar los armazones torcidos si no están demasiado mal. Las compañías de seguros nos recomiendan siempre a los dueños de este tipo de coches.
Llegados a ese punto los otros tres policías supieron que Jetsam estaba intentando salvar la cara cuando dijo:
– No estaba pensando en usted. Pensaba en los dueños de los coches. ¿Los conoce personalmente?
– Conozco a dos de ellos desde hace mucho tiempo. He trabajado en sus coches durante diez o quince años. A los otros dos no los conozco. Uno es un hombre mayor, vive en el distrito de Los Feliz. El otro es una mujer, muy atractiva. Vive en algún sitio de Hollywood Hills. Uno de mis muchachos la acompañó a casa cuando recogió el coche.
– ¿Y alguno de sus empleados es de Oriente Medio? ¿Tal vez árabe?
– ¿Árabe? No. Tres son mexicanos, dos salvadoreños. Uno es de Oklahoma. Y eso es todo.
Jetsam miró tímidamente a los otros policías, y Stan Hooper dijo:
– Una de mis clientes tiene un nombre que quizá parezca árabe, pero es americana. Su coche estaba lleno de revistas y periódicos viejos escritos en una lengua de Oriente Medio. Estaban tirados por el taller la última vez que miré. Yo quisiera que viniera, me pagara y se llevara su coche, pero ella tiene la esperanza de que pueda vendérselo.
Stan Hooper le entregó a Ronnie los presupuestos de las reparaciones, y ella les echó un rápido vistazo, sólo para ayudar a Jetsam a conseguir una salida elegante, pero alcanzó a ver el nombre de Margot Aziz.
– Aziz -repitió-. ¿Podría ser que esta dienta estuviese relacionada con Alí Aziz, que es dueño de un club nocturno en Sunset?
– Pues no sabría decirle -dijo Stan Hooper, encogiéndose de hombros.
Hollywood Nate de pronto se interesó mucho. Miró por encima del hombro de Ronnie y reconoció la dirección que aparecía en la orden de trabajo.
– ¿Cuánto pide la señora por el coche? -preguntó Nate con cierta indiferencia.
– Tiene tres años, pero muy poco kilometraje. Ha sufrido algunos daños, pero nada importante. Alguien le dio un golpe cuando estaba en el aparcamiento del Farmer's Market, según me contó ella. Aceptaría veintiocho.
– Veintiocho mil -dijo Nate-. Es un poco caro, ¿no cree?
– Es posible que pueda bajarlo -dijo Stan Hooper.
– Mantenga despejado el callejón, por favor -dijo Ronnie, y se volvió hacia la puerta.
Cuando los cuatro policías estuvieron fuera, Ronnie dijo:
– ¿Un Mercedes deportivo utilitario? Y acabas de comprarte un Mustang, me parece. ¿Andas en algo raro, Nate?
– Es un bonito coche. Siempre me han gustado estos Mercedes deportivos.
– Nos vemos, chavales -dijo Ronnie-. Tendréis que comprobar matrículas y modelos si queréis seguir con este caso.
Cuando los policías surfistas iban de regreso a la camioneta de Flotsam para dirigirse a la comisaría Hollywood, Flotsam dijo:
– Sé que Ronnie enciende tu libido, tronco, pero esta clase de asuntos no te ayudará a convertirte en un cuervo.
– Al menos yo tenía razón en cuanto a lo del periódico árabe -dijo Jetsam.
Cuando estaban de vuelta en Hollywood Sur, Ronnie encontró a Bix sentado a su mesa frente a su Blackberry, y todavía entretenido con las tediosas llamadas telefónicas. Nate parecía tener prisa por hacer también algunas llamadas, pero no desde el despacho donde estaban trabajando los demás. Salió fuera del despacho y marcó un número desde su móvil, y se sorprendió de lo mucho que le costaba hablar cuando ella respondió.
– Hola… ¿Margot? -dijo.
– Sí. ¿Quién es?
– Soy Nate Weiss. El policía que conociste la semana pasada.
– Ah, sí -dijo ella-. ¿Cómo has conseguido mi número?
– No te lo creerás -dijo Nate-, pero casualmente hoy he estado en el taller de coches de Stan y he visto tu coche, y me he enterado de que está a la venta.
– Sí, así es -dijo ella.
– Me gustaría conversar contigo al respecto -dijo Nate-. Puede que esté interesado.
– Estoy pidiendo veintiocho mil.
– ¿Estarías dispuesta a negociar?
Tras unos segundos ella respondió:
– Podría ser.
– ¿Podría pasarme por ahí para hablar contigo del asunto?
– ¿Cuándo?
– Eh… ¿después de que salga del trabajo, esta tarde?
– ¿Y a qué hora sería eso?
– Podría estar en tu casa a las ocho en punto.
– Mi canguro no está disponible esta noche -dijo Margot-. Me temo que estaré ocupada con mi hijo de cinco años. Sería mejor si vinieras mañana por la noche.
– ¿Mañana por la noche, a las ocho?
– Me parece bien -dijo Margot-. Una pregunta, oficial Weiss.
– Llámame Nate. ¿Cuál es la pregunta?
– Ésa es la hora de mi cena, y no soy mala cocinera. ¿Qué te parece si compartes conmigo un plato de pasta casera y una ensalada de pollo y mango?
Cuando Hollywood Nate Weiss colgó su móvil se sentía verdaderamente aturdido.
Después de colgar el auricular, Margot Aziz cogió su móvil y llamó a otro teléfono móvil que le había comprado a una hermosa bailarina de topless asiático-americana.
– Soy yo -dijo Margot, cuando respondió Jasmine-. No puedo seguir esperando la opción número uno. ¿Recuerdas al otro que te mencioné? Vendrá mañana por la noche, y veré qué tal va. Podría funcionar.
– No puedo soportarlo más -dijo la bailarina-. Si no ocurre algo pronto voy a dejar el asunto. Es demasiado estresante.
– Ten paciencia, cariño -dijo Margot-. Hemos trabajado mucho para comerle la cabeza al tipo. Lo tenemos a punto. Sólo necesitamos un poco más de tiempo.
Aquella noche había «una luna de Hollywood», como siempre la llamaba el Oráculo, el viejo sargento de la guardia nocturna. Una luna llena sobre Hollywood significaba que nada iba a ocurrir de la manera habitual. La mayor parte de las cosas que sucedían no eran asuntos que la policía podía discutir en las reuniones de la Junta Consultiva de la Policía Comunitaria.
Dan Applewhite estaba tomándose algunos de los días que había acumulado por horas extra, así que el joven Gil Ponce había sido asignado a la patrulla de Gert von Braun. No llevaban en la calle más de treinta minutos desde la puesta de sol, cuando el 6-X-66 recibió una llamada del sudeste de Hollywood por una alarma antirrobos silenciosa que se había activado en una tienda de muebles. Cuando llegaron allí e hicieron las comprobaciones de rutina de las ventanas de la tienda, la nueva y diminuta linterna de Gert comenzó a parpadear. Ella la golpeó unas cuantas veces y la luz se apagó del todo.
– ¡Maldito pedazo de mierda! -dijo, y la golpeó otra vez mientras la apagaba y encendía varias veces.
Entonces Gil Ponce pudo observar de primera mano el STE de Gert, el síndrome de temperamento explosivo del que los otros policías hablaban en secreto.
– ¡Estos putos funcionarios de partido! -gruñó; y arrojó la linterna contra la pared de ladrillos que había en la parte posterior de la mueblería, provocando una lluvia de trocitos de plástico.
Gil se limitaba a contemplarla sin decir nada, pero ella se volvió para decirle:
– ¡Vamos a parar en una gasolinera y compraremos una maldita linterna que funcione!
A Gil Ponce aquello le sonó como un reto, así que tragó saliva y dijo:
– Sí, señora. De acuerdo.
– ¡No me llames señora, maldita sea! -dijo ella, subiéndose al coche y acomodando su voluminoso cuerpo como pudo entre el volante y el asiento.
– No… Gert -dijo Gil, deslizándose en el asiento del acompañante lo más rápida y silenciosamente que pudo y con la mirada vuelta hacia la calle.
Una hora más tarde, el Compasivo Charlie Gilford fue interrumpido una vez más mientras veía su programa favorito para que fuera a reunirse con el 6-X-66 en la escena de un posible homicidio en el que faltaba el cuerpo y había un bebé muerto. A los comités dedicados al embellecimiento y renovación de Hollywood les gustaba pensar que los barrios como ése estaban tan alejados de las avenidas centrales que no hacía falta siquiera considerarlos un barrio de Hollywood, pero lo eran.
Sucedió en Brentwood, en un edificio de tres plantas de apartamentos con un único dueño. Había un hueco de escalera bajo techo en la parte trasera de la propiedad, que varios vagabundos y personas sin techo utilizaban como vivienda temporal. Allí dormían, bebían, orinaban e incluso defecaban, contraviniendo la máxima de no cagar donde uno come. Hacía ya tiempo que habían arrancado y robado todo el sistema de tuberías de metal, que era exterior, y al menos un vagabundo fue apuñalado cuando estaba echando abajo la puerta de un apartamento vacío antes de que las bisagras de bronce fueran reemplazadas por otras de acero, sólo para llevarse el refulgente tesoro. Los niños hispanos no se atrevían a caminar descalzos por aquel lugar, por temor a las jeringuillas desechables.
Uno de los vecinos hondureños del edificio, que había atravesado el hueco de la escalera cuando iba desde el aparcamiento hacia las escaleras de la entrada principal, donde no había vagabundos, divisó lo que parecían ser manchas de sangre en el pasaje peatonal donde estaban ubicados los contenedores de basura. Asomó la cabeza por el hueco de la escalera aguantando la respiración para no sentir el hedor, y vio más sangre. Siguió el rastro hasta la esquina de debajo de la escalera y allí vio coágulos de sangre espesos y viscosos, y algo que tenía el aspecto de las ostras crudas, pero no quiso indagar más. Había salpicaduras secas en una pared y una especie de mancha de Rorschach en el suelo junto a una manta empapada en sangre, ya rígida, además de algunas prendas de ropa que alguien había tirado. El hondureño pensó que la escena era tan horrible que hasta las ratas huirían de allí. Pero se equivocaba. Había ratas.
Y bajo una caja de cartón que había en la otra esquina, encontró un bebé muerto. No era un feto, sino un bebé completamente desarrollado, todavía unido al cordón umbilical. Era un niño, pero no pudo decir nada más de él.
Sabía que no tenía que tocar nada, de modo que corrió a su apartamento para llamar a la policía. Cuando le contó a su mujer lo que había encontrado, ella regresó con él al hueco de la escalera para esperar a que llegaran los oficiales de policía.
A pesar de las protestas de su marido, ella regresó al apartamento y cogió una toalla, porque se negó a dejar el cuerpo tirado sobre el sucio suelo. Levantó al bebé muerto, que ya no estaba rígido -el rigor mortis ya había desaparecido-, lo colocó sobre el tercer escalón, y dobló la toalla por encima de su pequeño cuerpecito.
– Pobrecito -dijo en español, y rezó una plegaria por el bebé y por su madre si es que aún estaba viva, aunque la mujer no creía que la madre pudiera haber sobrevivido. ¡Toda aquella sangre…!
Cuando el 6-X-66 llegó al lugar de la escena, Gert von Braun le dijo a Gil Ponce:
– Es mejor que tú hagas el interrogatorio. Probablemente ellos hablen un inglés tan bueno como el de los congresistas estadounidenses.
«Aquí vamos otra vez», pensó Gil Ponce, y dijo:
– Lo siento, Gert. No hablo español.
Ella lo miró dudosa, y murmuró la conocida expresión:
– Puto Hollywood. Nada es nunca como te lo esperas.
El hondureño dirigió sus comentarios al joven Gil Ponce:
– Pasa cosa muy mala -dijo en un inglés aceptablemente comprensible-. Es sangre por todas partes. Vemos este bebé muerto.
El hombre los condujo hasta el hueco de la escalera y quitó la toalla. Gert iluminó el cuerpo con su nueva linterna y dijo:
– Parece que lleva un buen rato aquí. Me pregunto dónde está la madre.
– Mucha sangre aquí -le dijo a Gil Ponce el hondureño, y señaló la manta empapada en sangre.
Cuando Gert dirigió su linterna hacia la pared, dijo:
– Eso parecen salpicaduras. Esto podría ser algo más que una mujer sin techo que ha dado a luz. Será mejor que tratemos esto como la escena de un homicidio. Llama al detective de la guardia nocturna. Dile que tenemos algo que parece cobertura de pizza sin la masa.
– ¿Nos quedamos aquí? -preguntó el hondureño a Gil Ponce.
– Yo soy diez años mayor que él. ¿Por qué no me hablas a mí? -dijo Gert von Braun.
– ¿Perdón? -dijo el hombre sin comprender.
– Déjalo. Háblale a él -dijo Gert. Estaba acostumbrada a aquello con gente que venía de culturas dominadas por varones.
– Vete a tu apartamento -dijo Gil-, pero pronto irá un detective a hablar contigo, ¿vale?
– Vale -dijo el hombre.
El Compasivo Charlie llegó mucho antes que el equipo del forense. Habló con Gert y con Gil, examinó las salpicaduras y la gran cantidad de sangre que allí había y se comunicó con la detective de homicidios, que estaba en su casa, para contarle lo que habían encontrado. La detective dijo que llamaría a los detectives que estaban de guardia y que volvería a llamarlo.
En ese momento entró tambaleándose el vagabundo más gordo que los policías habían visto nunca. Era un borracho sin techo que había sido arrestado varias veces en los bulevares, donde mendigaba a los turistas. Era un hombre blanco de mediana edad, quizás algunos años mayor que el detective Charlie Gilford, pero sin duda mucho más corpulento. Llevaba un sombrero de fieltro destrozado, una chaqueta de sport remendada cubierta de caspa y polvo y una corbata grasienta encima de una mugrienta camisa de lanilla; tal vez fuese su manera de conservar una pizca de dignidad.
Cuando se dirigió dando tumbos hacia el hueco de la escalera, y con el cuello de una botella de vino asomándole desde el bolsillo del abrigo, ni siquiera vio a los policías, hasta que Gert von Braun lo iluminó con el rayo de su nueva linterna.
– ¡Jesús! Este tipo debe de pesar trescientos kilos -dijo Charlie Gilford.
– Eh… ah… -dijo el gordo cuando los vio-. Nasnoches, oficiales.
Gil Ponce se colocó sus guantes y lo cacheó, quitándole la botella de vino mientras el hombre lo miraba melancólicamente. Su aliento olía a cloaca, y las venillas de su cara parecían un nido de gusanos color rosa. El hecho de que su rostro todavía tuviese algo de color y no se hubiese vuelto amarillo limón era una prueba de que el hígado aún le funcionaba.
– ¿Cómo se llama? -le preguntó Charlie Gilford.
– Livingston G. Kenmore -dijo el hombre, tambaleándose de lado a lado hasta que Gil Ponce lo cogió para estabilizarlo.
– ¿Qué sabe sobre este asunto? -preguntó Charlie.
– ¿Qué asunto?
– La sangre. El bebé muerto.
– Ah, eso.
Los policías se miraron entre sí y volvieron a mirar al borracho. Finalmente, Charlie Gilford dijo:
– Sí, eso. ¿Qué ha pasado aquí?
– ¿Con la sangre o con el bebé?
– Empecemos por el bebé -dijo Gert.
– Es de Ruthie. Está muerto.
– Ya sabemos que está muerto. ¿Quién es Ruthie?
– Ella solía dormir aquí -dijo el hombre-. Era gorda como una casa, pero aun así se tiraba a los tíos por diez dólares. Últimamente no conseguía muchos clientes. La barriga le llegaba hasta aquí -dio una palmadita a su enorme barriga.
– ¿Dónde está Ruthie ahora? -preguntó Charlie.
– Se fue al refugio de los sin techo hace dos días -dijo el gordo-. Pueden encontrarla allí ahora. Se encontraba mal después de tener al bebé. Pobrecilla, estaba muerto antes de salir, y ella sangró mucho.
– ¿Usted la ayudó a tener el bebé? -preguntó Gert.
– La ayudó su amiga Sadie -dijo él-. Ella también se fue al refugio con Ruthie. Pueden ir allí y preguntarles. Yo intento mantenerme al margen de sus asuntos. Son cosas de mujeres, ya me entienden.
– ¿Está diciéndonos que toda esta sangre es de Ruthie? -dijo Charlie Gilford.
– No, sólo una parte es de Ruthie -dijo el hombre, mirando a Charlie como si fuera estúpido o algo parecido.
– ¿Y el resto es de Sadie? -preguntó Charlie.
– No -dijo el gordo-. El resto es mío.
– ¿Suya? -dijo Gert-. ¿De dónde?
– De mi schwanze -dijo él-. Verán, últimamente tenía muchos problemas para mear, así que hace unas semanas fui a la clínica y me operaron. Un doctor me puso un catéter para limpiarme el pajarito, con uno de esos globos que te meten dentro de la vejiga para mantener todo en su sitio. Pero la otra noche, después de beberme un par de botellas, me volví loco y me lo arranqué. Chorreó sangre por todas partes.
Involuntariamente, Charlie Gilford y Gil Ponce emitieron al unísono sonoros quejidos de dolor al imaginarse la escena. Gil se dobló en dos y Charlie se cogió la entrepierna mientras Gert sonreía mirándolos. Gil ya sabía que ella pensaba que no eran más que una panda de maricas, así que se enderezó, respiró profundo y se dijo a sí mismo que tenía que aguantar.
– ¿Quiere decir que su cosa sangró tanto? -le dijo Gert al borracho.
– No puede imaginárselo -dijo el hombre-. Casi llamo a emergencias. ¿Quiere verlo?
– ¡No! -dijeron al unísono Charlie Gilford y Gil Ponce. Pero Gert von Braun dijo:
– Sí, sáquelo.
Lo hizo. Y mientras Charlie Gilford y Gil Ponce dirigían la vista en otra dirección, Gert iluminó el pene del hombre gordo y dijo:
– ¡Joder, eso es un desastre! Tiene que hacer que un médico se lo cosa. Parece el chorizo de cerdo que solía hacer mi madre.
El detective les dijo a Gert y a Gil:
– ¿Qué os parece si vosotros dos acompañáis al señor Kenmore hasta el refugio y recogéis a Ruthie y a Sadie? Si están usando otros nombres él podría señalarlas. Tratad esto como un posible homicidio. Puede que ellas hayan matado al bebé.
– ¡Oh, no! -dijo el gordo-. Ella iba a darlo en adopción. Creía que tal vez le dieran dos mil dólares por él, si era blanco. Y lo era, por cierto. Lloró cuando vio que estaba muerto. Ella no lastimaría al bebé. Nació muerto, soy testigo. Yo lo coloqué en el rincón y lo cubrí con una caja. No íbamos a tirarlo al basurero, ni nada así. Ellas iban a volver y ocuparse del cuerpo como ciudadanas responsables.
– Tenemos que corroborar todo lo que nos ha dicho, y vamos a necesitar que nos ayude -dijo Charlie Gilford.
Ésa era la señal para Gert, así que se dirigió hacia la calle de enfrente, para recoger su coche y conducirlo hasta el aparcamiento de manera que ellos no tuvieran que caminar demasiado con el gordo borracho.
– Tú encárgate de encontrar a las dos mujeres -le dijo Charlie Gilford a Gil Ponce-, y llévalas a la comisaría. Dejaremos que el equipo de homicidios decida cómo quiere manejar esta situación.
– Y si las mujeres no quieren venir, ¿las arrestamos? -preguntó Gil.
– Por supuesto -dijo Charlie Gilford-. Tenemos un bebé muerto. Hasta que nadie nos diga otra cosa, esto es la escena de un crimen.
– Nadie ha cometido un crimen -dijo el hombre gordo, bamboleándose otra vez y cogiéndose de la esquina de la pared de cemento-. Ruthie habría sido una buena madre.
– Sí, bueno, eso es conmovedor, pero dudo que nuestros cuervos quieran compartir este melodrama la próxima vez que se reúnan con los tipos del Proyecto de Rehabilitación de Hollywood.
Pero mientras Charlie Gilford volvía a llamar a la detective de homicidios para contarle las novedades y Gil Ponce observaba al detective que había llegado a la escena, ansioso de hacerle preguntas sobre sus futuras tareas, nadie vigilaba a Livingstone G. Kenmore. Sencillamente ya no podía mantenerse en pie. Anduvo unos pocos pasos haciendo eses en dirección al oscuro hueco de la escalera, y en el tercer escalón vio algo parecido a un cojín, así que se sentó encima.
– ¡Hostia puta! -gritó Gil Ponce-. ¡Levántese! ¡Levántese! ¡Levántese de una puta vez!
Todo ello sucedió justo cuando la detective, que estaba al otro lado de la línea, le preguntaba a Charlie Gilford:
– ¿El bebé tiene alguna lesión evidente?
– Ah, sí -dijo el Compasivo Charlie Gilford mirando el desastre provocado por el borracho-. Ahora sí.