– ¡Estoy borracho! -admitió Bix Rumstead.
– Simplemente estás algo achispado -dijo Margot, retirando el cojín que había entre ellos en el sofá mientras Rod Stewart cantaba You go to my head.
– Tengo que irme, Margot -dijo él.
– ¿Qué tal un beso de buenas noches para el camino?
Se deslizó con velocidad hacia él y Bix sintió el aliento de ella en su cuello. Le besó con la lengua, y después le besó en la cara y el cuello y pasó las manos por todo su cuerpo mientras él gemía suavemente.
– Vamos a tumbarnos un rato, cariño -dijo ella-. Hasta que te sientas más despierto.
– No puedo… -dijo él, pero ella le contuvo con más besos.
– Eres dulce, Bix -murmuró-. Eres el hombre más dulce que he conocido jamás.
– No puedo, Margot -dijo él sin convicción.
– Nunca has visto mi habitación -dijo ella-. Déjame que te la enseñe.
Se habría sorprendido de la fuerza de ella si hubiera estado lo bastante sobrio para apreciarlo. Lo medio levantó de los pies, puso el brazo de él en torno a su cuello y lo llevó hacia la escalera alfombrada.
– ¡Tengo que ir a alimentar a Annie! -dijo, pero ella tenía un brazo alrededor de su cintura, y aguantando la mayor parte de su peso, le ayudó a subir las escaleras.
– Shhhh, cariño -dijo ella-. Espera a ver mi dormitorio. La podrás alimentar después.
Margot estaba jadeando cuando llegaron a lo alto de la escalera. Al llegar a la habitación lo llevó hacia la cama, y él se quedó de pie tambaleándose mientras ella apartaba la colcha y las sábanas. Entonces le dejó caer de espaldas contra la cama. No era así como imaginaba que iba a pasar. Pensaba que lo iba a emborrachar un poco, pero no que acabaría tan tocado. Después del sexo dormiría tranquilamente. Así es como se suponía que debía pasar, pero ahora tenía miedo de que se quedara inconsciente. Las copas estaban demasiado cargadas. Bueno, así no tendría que bailar para él.
Bix se apoyaba en un codo, era incapaz de enfocar. Veía dos Margots. Ella se quitó rápidamente el top y los pantalones.
– ¡Ves! -dijo alegremente, sólo por si quedaba algo de inconformidad en él-, ¡Sin bragas!
Bix apenas podía responder. Mantenía los ojos cerrados mientras respiraba por la boca.
Desnuda, trabajó metódicamente, sacándole los zapatos y los calcetines, desbrochando el cinturón, bajando la cremallera de los pantalones, tirando de ellos para sacárselos. Le sacó los calzoncillos y parecía apenas despierto cuando le desabotonó la camisa Oxford y se la quitó.
Cuando Bix abrió los ojos, miró hacia la puerta del pasillo abierta detrás de ella, y casi sufrió un ataque de pánico: ¡no podía ni levantarse! ¡No podría irse! Ella trepó encima de él, y moviéndose sobre su cuerpo, susurrando, murmurando palabras melosas, pasaba las manos sobre él y se inclinaba a besarlo cuando trataba de levantarse.
– Cariño, cariño -murmuró-. Te deseo.
Todo lo que él dijo fue:
– Yo soy un ángel.
– Sí, sí -dijo ella-. Eres mi ángel. ¡Lo eres!
Fue más una simulación sexual que algo real, y requirió mucho esfuerzo por parte de ella. Jadeaba de agotamiento cuando él cayó en un sueño profundo. Recogió la ropa de él, la dobló y la puso en su armario. Cuando volvió a la cama, empujó y presionó hasta que lo dejó bajo las sábanas, con su cabeza sobre la almohada, roncando suavemente.
Se puso una bata y corrió escaleras abajo. Retiró el arma de la funda que estaba en la mesa baja, pero dejó la botella vacía de vodka y los dos vasos en la mesa. Se sirvió algo de vodka en su vaso para probar que ambos habían estado bebiendo.
Entonces cruzó el vestíbulo hasta la puerta principal, descorrió el pestillo y se aseguró de que la puerta se abría fácilmente. Corrió de vuelta a la habitación y puso el arma de Bix en la mesilla de noche que había a su lado de la cama, junto con las llaves de su coche y el monedero. Entonces apagó todas las luces excepto una lámpara en la segunda planta en lo alto de la escalera. Quería que Alí estuviera iluminado por la espalda cuando entrase en el dormitorio.
Gil Ponce había vuelto a sus tareas habituales en un tiempo récord: cuatro días después de haber derribado a tiros al yonqui secuestrador. Se decidió que la acción era conforme al reglamento y el psiquiatra del Departamento certificó que estaba bien de la cabeza.
Cuando llevaban seis horas de turno, Cat Song y Gil Ponce se tomaron un código 7 en un restaurante que Cat solía frecuentar en Thai Town. Eso significaba llamar previamente para que la cena se sirviese justo cuando llegaban y poder disfrutar así íntegramente de los treinta minutos.
Cat le dijo a Gil que al plato principal se le había dado ese nombre por ella, y él sonrió cuando trajeron un bagre asado. Cat le habló a Gil sobre la satay y el curry, y con el tenedor empezó a despedazar la tierna carne del pescado y la sirvió con una cuchara. Bebieron té tailandés helado y cuando llegó la cuenta Cat insistió en pagarla, dejando una buena propina para el propietario.
Cuando volvieron al coche, Gil se puso al volante mientras Cat se ajustaba el arma.
– ¿Por qué eres tan amable conmigo? -dijo Gil-. No es mi cumpleaños.
– Siempre soy amable con todo el mundo -dijo ella-. Y tú estás tan cerca de acabar tu período de prueba que pensé que había que celebrarlo. Ya no serás un aspirante al que vayamos fastidiando entre todos.
– Has sido especialmente amable -dijo Gil, conduciendo hacia el oeste por Sunset Boulevard. Eran las once de la mañana.
– No me había dado cuenta -dijo Cat, y al ver su MDC parpadeando, apretó el botón de «mensaje recibido».
Abrió y aceptó el mensaje, después Gil le echó una mirada al mensaje en la pantalla y dijo:
– Aparcamiento ilegal. Eso está cerca de un club nocturno, ¿cómo se llama? ¿Sala Leopardo?
– Es un bar de putas enmascarado de club nocturno -dijo Cat-. Siempre hay alguien quejándose del parking por ahí.
Cuando estaban todavía a unos minutos de distancia, Gil dijo:
– ¿No habrá otra razón por la que me has estado tratando como si fueses mi…?
– Si dices «mami» te pegaré una rociada con el spray -dijo Cat, enseñando el aerosol en su Sam Browne.
– «Hermana mayor» iba a decir. ¿Es por el tiroteo?
– Dímelo tú, Gil -dijo Cat-. No te he visto sonreír desde esa noche en el cementerio de Hollywood.
– Bueno, tener encima a todos esos investigadores del FID daba miedo. No son precisamente amables. El psiquiatra estuvo correcto, pero sólo le dije lo que creí que quería oír.
– ¿A quién le importan esos tíos? -dijo Cat-. Te dije un minuto después de que disparases a ese tío que hiciste bien. Que yo habría hecho lo mismo.
– Lo sé, pero…
– Pero ¿qué? ¿Deberías haber empleado tu visión de rayos X para descubrir que lo que el yonqui llevaba era un pipa de fogueo? ¿Es eso?
– No lo sé. Ahora me siento… diferente.
– Seguro que sí -dijo Cat-. Se supone que es así. Acabaste con una vida sin que fuese culpa tuya. Él hizo la elección, no tú. Yo estaba allí, chaval. Te oí gritándole que pusiera las manos sobre la cabeza y se tumbara contra el suelo. ¡Lo oí!
– No me gusta que los colegas me palmeen la espalda y me llamen pistolero. No me gusta nada.
– ¡Que les jodan también! -dijo Cat-. Machitos de mierda. Ni uno de ellos ha disparado su arma fuera de las pistas de entrenamiento. Los que sí lo han hecho no van por ahí jodiéndote con el asunto.
– Bueno, no me gustaría que nadie supiera que tú y yo hemos hablado de esto -dijo Gil.
– Eso es un claro ejemplo de machismo latino -dijo Cat.
– No soy realmente latino -dijo él.
– No volvamos otra vez con eso -dijo ella-. Ahora escúchame, compañero, no sé cómo meterte en la cabeza que creo que hiciste exactamente lo que debías y lo que cualquier otro policía habría hecho en esas circunstancias. Y no soporto pensar que mi seguridad está en peligro porque tengo un compañero al que le dan miedo las armas.
– Cat, no quiero que…
– Déjame contarte una historia real -dijo, interrumpiéndolo-. Hace cinco años tuve un compañero durante dos meses. Un buen tipo. Hacíamos guardias. Se casó con una mujer que ya tenía cuatro hijos y que era activista por la paz, no tardó en presentar la baja en el Departamento. Dijo que quería ir a un departamento donde no tuviese que ser violento con nadie. Y el último día que trabajábamos juntos me hizo una pequeña confesión. Debido a las arengas de su esposa no había cargado ni una sola bala en su 9 mm desde antes de que empezásemos a trabajar juntos. Es lo más cerca que he estado nunca de sacar mi porra y reventar a un poli contra el suelo.
– ¿Por qué me cuentas esto, Cat? -preguntó Gil.
– ¿Limpiaste tu 9 mm después de la otra noche?
– Sí.
– ¿La recargaste?
– Claro.
– Entonces me siento segura. Porque esto va sobre mí, no sobre ti. Tengo un niño de dos años en casa que necesita a su mamá. Tengo un buen poli aquí con una 9 mm cargada que me cubre la espalda. Así que me siento segura. Fin de la historia. ¿Alguna pregunta?
Tras un momento de contemplación, Gil Ponce dijo:
– Gracias, Cat.
– ¿Por? -dijo ella.
Gil Ponce se quedó en silencio, luego dijo:
– Por la cena tailandesa, claro. Ha sido genial.
– No hay de qué -dijo Cat Song.
No había un solo parking libre cerca de la Sala Leopardo en tres manzanas a la redonda. Eran las 23.15 de una cálida noche de verano, cuando la luna de Hollywood atraía hordas de gente a la calle para salir de fiesta. Gil aparcó su patrulla blanco y negro en una zona de pago de Sunset Boulevard y luego caminaron hacia el sur en busca del lugar desde donde habían dado el aviso, un edificio alto de apartamentos con su propio espacio para aparcar.
La persona que había presentado la denuncia era una mujer muy bien arreglada, que respondió con acento ruso:
– Soy la señora Vronsky. Soy la que les ha llamado.
– Sí, señora -dijo Gil.
– A esta hora de la noche debería estar en la cama durmiendo -dijo-, pero si voy a dormir me despertaré cuando mis inquilinos vengan a casa y no puedan aparcar. Un hombre acaba de meterse en la número dos y cuando le grité me dijo algo feo. Después de llamarles a ustedes se fue.
– Entonces no hay nadie a quien podamos advertir por el momento -dijo Cat-. Llámenos si sucede de nuevo.
– ¿Conocen al oficial Rumstead? -dijo la señora Vronsky-. Es amigo mío.
– ¿De la Oficina de Relaciones con la Comunidad? -dijo Cat.
– Sí, eso es -dijo la señora Vronsky-. Suele venir por aquí y me ayuda con mis problemas de aparcamiento. Es todo por el club, ¿saben?
– Sí -dijo Cat-, estamos al corriente.
– El oficial Rumstead es un hombre amable y le gusta mi piroshki casero -dijo la señora-. Si me quedase un poco les invitaría a ustedes a entrar y les ofrecería té para que lo probasen.
– En otra ocasión -dijo Cat, y le dedicó a Gil una mirada que significaba «anciana solitaria».
– ¡Oh, miren! -dijo la señora Vronsky-. Otro.
Un Corvette blanco de cuatro años que había estado cruzando lentamente la calle en busca de parking se había metido como la cosa más natural del mundo en una de las plazas vacantes frente al edificio. El conductor había apagado las luces pero no salía del coche.
– Comprobemos a éste -dijo Cat, y ambos policías salieron hacia el frente del edificio.
– ¡Vuelvan cuando tenga algo de piroshki -dijo la señora Vronsky, saliendo detrás de ellos.
Gil Ponce se quedó sorprendido de encontrar a una mujer sentada en el coche cuando se aproximó a la ventanilla del conductor. Una preciosa joven de ojos rasgados que parecía resultado de una mezcla racial. Cuando él golpeó en la ventanilla con su linterna dio un saltito, bajó la ventana y dijo:
– ¿Sí, oficial?
Entonces un haz de luz brilló a través de su guantera y vio a Cat en la ventana del acompañante.
– ¿Vive usted aquí, señora? -dijo Gil.
– No, yo no -dijo-. ¿Hay algún problema?
– Está usted aparcando en una propiedad privada, en una plaza de residente -dijo Gil, mientras pensaba que ¡la tía estaba muy buena!
Ella parpadeó, sonrió, y dijo:
– Pero oficial, no estoy aparcando. Simplemente me detuve aquí porque no había sitio en la calle. Estoy esperando a que se vaya algún coche y deje sitio para aparcar frente a la Sala Leopardo. Yo trabajo allí.
– ¿Puedo ver su permiso de conducir?
Jasmine buscó en su bolso, extrajo su monedero, lo abrió y dijo:
– Oh, ¡mierda! Hoy compré ropa interior en Victoria's Secret y pagué con la tarjeta de crédito. La chica me pidió también el permiso de conducir. ¡Me debo haber dejado la licencia y la Visa!
– ¿Y la documentación del coche?
Se la pasó a Gil Ponce, que iluminó su luz sobre ella y dijo:
– Jasmine McVicker.
– Sí -dijo, tamborileando nerviosa en el volante, mientras miraba su reloj. Eran las 23.25.
– ¿Tiene usted algo más que pruebe que es usted Jasmine McVicker? -preguntó Gil.
– Sólo tengo una tarjeta de crédito. Mire, oficial, puede usted cruzar la calle hasta la Sala Leopardo y cualquiera le dirá que yo trabajo allí.
Gil miró a Cat por encima del techo del Corvette y Cat le devolvió la mirada diciéndole: «Tú mismo».
La verdad es que el joven Gil Ponce quería entrar en la Sala Leopardo y ver cómo era un bar de putas.
– Vamos a ver si encontramos un sitio donde aparcar su coche y luego comprobaremos si es usted quien dice ser. Si lo es, la amonestaré por conducir sin licencia, pero no la multaré. ¿Le parece justo?
En ese instante sonó el móvil de Jasmine, que lo cogió de su bolso. La voz de Margot llegó en un susurro:
– Es la hora del espectáculo.
Rápidamente, Jasmine dijo:
– Me retrasaré un poco. Un amable oficial de policía me ha detenido por no tener a mano mi permiso de conducir.
– ¡Maldición! -susurró Margot-. ¡Deshazte de él!
– Iré tan rápido como pueda -dijo Jasmine y colgó.
– ¿Dónde aparco? -le dijo a Gil.
– Arriba en la esquina, en la zona roja -dijo Gil-. Mi compañera puede vigilar su coche para que no la multen mientras usted y yo entramos ahí un minuto.
– ¡Pero tendré que volver y mover mi coche a algún aparcamiento legal antes de volver a entrar! ¡Tengo que ver a una de las otras bailarinas para algo importante y llego tarde!
– Es mejor eso a que le caiga una multa de tráfico, ¿no cree? -dijo Gil. Después añadió-: ¿Es usted realmente bailarina?
Jasmine estaba desesperada. Si no hubiera ido una agente de policía con él le habría dado su dirección y le habría ofrecido una cita nocturna. ¡Cualquier cosa que le diese quince minutos de aparcamiento para llevar a cabo su plan!
– Vale, vale -dijo-. Pero dejemos mi coche aquí dos minutos y crucemos la calle. Por favor, oficial, para ahorrar tiempo.
Gil se encogió de hombros en dirección a Cat, que tras imaginarse la conversación asintió. Cat había subido la moral de su joven cadete al punto que quería meterse en un bar de topless con esta zorrita cachonda y echar un ojo a más carne de escenario. Y quién sabe si algo más. Quizás incluso quería conseguir el teléfono de Jasmine. «Pierden su inocencia rápido, estos aspirantes a machos», pensó Cat Song.
Mientras Jasmine cerraba el coche, bolso en mano, y Gil Ponce hacía una lista mental de preguntas cliché a las que podía recurrir -cómo una chica tan guapa había acabado bailando en la Sala Leopardo, por ejemplo-, Cat Song caminó hacia su coche patrulla aparcado en la zona roja de la esquina. Abrió la puerta y puso en marcha la emisora para escuchar si había algún aviso.
Después de meterse en el club Jasmine no tardó ni treinta segundos en saludar a uno de los ajetreados y sudorosos camareros de la barra para que la identificase delante de Gil Ponce, al que no le podría haber importado menos si se llamaba así efectivamente o de otro modo. Apenas podía oír al camarero por encima de la penetrante melodía erótica que salía del lujoso equipo de sonido de Alí Aziz, de manera que se limitó a asentir a todo lo que el hombre le gritó en medio del barullo del club nocturno. De hecho, Gil Ponce estaba ocupado en otras cosas: miraba de reojo a dos bailarinas que se retorcían alrededor de la barra del escenario bajo luces estroboscópicas, una de las cuales era el asombroso nuevo fichaje de Alí, Loxie Fox, cuyo tanga estaba repleto de billetes de cinco y diez dólares.
Cat Song le despertó de su ensimismamiento cuando apareció de pronto tras él y murmuró a su oído:
– Disculpe, oficial Casanova. Estoy encantada de que recupere usted su alegría, pero creo que le gustaría saber que hay un montón de llamadas de las que tenemos que hacernos cargo. ¿Le importaría volver de nuevo al trabajo o prefiere limitarse a estar aquí sentado tomándose un margarita con una sombrillita?
El oficial Gil Ponce salió corriendo de la Sala Leopardo sin pedir el número de teléfono de Jasmine McVicker. Sin ni siquiera decirle adiós.
Jasmine corrió hacia el baño de bailarinas y cerró la puerta. Abrió su bolso y cogió el colirio que había comprado en una tienda en La Brea que proveía de cosméticos a artistas de cine y de la televisión (los colirios ayudaban a los actores a llorar a voluntad). Se lo vertió en los ojos mientras recordaba las órdenes de Margot: «Haz que se te corra ese rímel». Cuando acabó su mirada era tan borrosa que apenas podía verse la cara en el espejo, pero sabía que tenía un aspecto sensacional. Estaba lista. Era la hora del espectáculo.
La puerta de la oficina de Alí estaba cerrada, y Jasmine supuso que estaba contando la pasta. En noches grandes como ésta hacía numerosos viajes al bar para retirar los billetes grandes, reemplazando los billetes de cien dólares por billetes de cincuenta, veinte y diez y por montones de cinco dólares, que era la propina más baja que los clientes ofrecían en este club nocturno.
Jasmine sabía que Alí organizaba una recogida con guardas de seguridad al final de la noche, cuando la pila de dinero en su escondite era demasiado grande. Lo había visto muchas veces. También sabía que hacía más dinero en la Sala Leopardo que la agencia tributaria del Departamento del Tesoro. Margot y Dios todopoderoso también lo sabían. Y si Margot pensaba que se estaba llevando la mitad de la fortuna de Alí, se estaba engañando a sí misma. Jasmine le había informado que creía que había una caja de seguridad pero no sabía dónde. Margot le dijo que siguiese indagando.
Jasmine tocó a la puerta con fuerza y gritó:
– ¡Alí!
– ¿Quién está ahí? -gritó él.
– ¡Jasmine! ¡Abre!
Ella sabía que Alí la estaba observando a través de la mirilla, sólo entonces abrió la puerta, sorprendido por su aspecto.
– ¿Qué te ha pasado? -dijo Alí, mientras cerraba la puerta y echaba el pestillo-. Pensaba que tenías un tirón inguinal. -Alí iba vestido de fin de semana, con una de sus camisas blancas de vestir y un traje gris carbón de Valentino con las solapas negras.
A través de una densa bruma pudo ver que en la mesa había pilas de dinero. Corrió a la silla del cliente y se sentó mientras Alí se quedaba de pie entre ella y la mesa, guardando su dinero con gestos reflejos.
– ¡Acabo de dejar a Margot! -dijo, retirando el rímel de su cara y mirándolo con unos ojos húmedos.
– ¿Qué sucede? -dijo él.
– ¡Me dijiste que la espiase! -dijo Jasmine, intentando sollozar.
– ¡Sí, sí! -dijo-. ¿Qué está pasando?
– ¡Está tomando cocaína, Alí! Tiene rayas por toda la mesa del tocador. ¡Debe de haberse gastado tres mil, cuatro mil dólares en coca! Yo tomé una raya, para ver si podía averiguar qué está pasando en esa casa.
– ¿Qué? ¡Dime! -dijo él.
– Me querían para un trío -dijo Jasmine-. Ella y él, pero les dije que no. Le dije que yo no hago guarradas. Él está más hecho mierda incluso que ella. ¡Me dio miedo ese tío!
– ¡Nicky! -dijo él horrorizado-. ¿Dónde está Nicky?
– Estaba allí -dijo ella.
– ¿¿Qué??
¡Se echó atrás en la silla y se golpeó la cabeza contra el respaldo de cuero.
– Intenté llevármela aparte y hablar con ella, como dos personas sensatas. Él no hacía más que entrar y salir de la casa con su bañador Speedo. Saltaba a la piscina y luego entraba en casa y se hacía otra raya. Después se bañaba de nuevo y nadaba un poco más. Estaba ahí esperando a que ella se bañase también, pero yo le decía que era demasiado arriesgado tal y como estaba. Le dije que debía quedarse en su habitación e irse a dormir.
Alí pareció olvidarse del dinero. Caminó alrededor de la mesa y se sentó en su silla giratoria. Apartó las pilas de dinero, apoyó los codos, y se sostuvo la cara entre las manos. En menos de un minuto su rostro estaba lleno de lágrimas.
Jasmine se preocupó, quizá su actuación había sido demasiado devastadora. Estaba intentando provocar una ira descontrolada, no esos lamentos de señorita.
– Nicky no estaba exactamente allí cuando se metían las rayas. Estaba en su habitación.
Alí se secó los ojos con las palmas de sus manos y dijo:
– Nicky tiene mucha energía. Nadie va a poder mantener a Nicky en su habitación.
Decidida a usar a Nicky como carta final, Jasmine dijo:
– El tipo se llama Lucas. Es un tipo fuerte y joven, de la edad de Margot. Se conocieron en un club nocturno. Tiene bastante controlada a Margot y la casa, y le pasa mucha coca.
– ¿Por qué está mi hijo en la casa esta noche? -dijo Alí-. Por favor dime, Jasmine.
– Por lo que he podido saber, eso sucede desde que ese tipo entró en escena. Dice que no debería gastar dinero en una niñera. Que el chaval ha de quedarse en casa como los otros chavales.
– ¿Quedarse en casa? -dijo Alí, con un tono de voz lóbrego que nunca había adoptado en su presencia-, ¿Quedarse en casa para ver a su mami así? ¿Sexo, cocaína y qué más?
– No sé si debería contarte más, Alí -dijo.
– Dime, Jasmine -dijo-. Te pido que me lo digas todo. Debo saberlo.
– Margot me dijo que habían estado haciendo tríos con otras chicas regularmente, con montones de coca para animarse. Y a veces hacen mucho más que eso. Lucas trae chicas y chicos del club y se meten cocaína, y todos se vuelven medio locos y se lían los unos con los otros. Hacen cualquier cosa que se les ocurra.
– Y mi Nicky -dijo Alí-. ¿Dónde está Nicky cuando pasan todas estas cosas?
– Por lo que sé, siempre está en la casa. Creo que está en su habitación cuando se pone en marcha lo serio. No creo que Margot le deje estar en la habitación cuando el asunto se pone serio. A no ser que entre por sorpresa. No puedo decirlo con seguridad, Alí. Lo siento. He intentado descubrir tanto como he podido.
– ¿Cuánta gente hay esta noche en la casa, Jasmine? ¿Sólo Margot y ese hombre?
– No había nadie más cuando me he ido -dijo ella-. Pero Lucas hablaba de llamar a no sé qué amigo del club. Es un puto animal y está enfermo.
– Eres una buena amiga -dijo Alí-. Gracias.
– ¿Vas a llamar a tu abogado? -dijo Jasmine-. No quiero que me arrastren a ningún juicio. Te estoy contando lo que pasa, pero no voy a declarar para ningún abogado. Tengo miedo de ese hombre, de ese Lucas. Y todavía tengo trabajo en esta ciudad.
– ¿De qué me serviría llamar a mi abogado? -dijo Alí-. Margot dirá que mientes si hablamos con él. Aparenta ser y hablar como la madre perfecta cuando se sienta con el abogado o el juez. Todo el mundo la mira y le sonríe. Hermosa madre.
– No veo qué ventaja tendría llamar a la poli tampoco -dijo Jasmine-, No podrían entrar allá y buscar al chico, a no ser que tengan una orden de registro o algún tipo de información de primera mano. Y yo no voy a hablar con la poli, Alí. Me puedes despedir si quieres, pero no voy a hablar con polis ni abogados. He hecho lo que me pediste y ahora yo abandono el asunto. No quiero saber nada más de tu ex mujer ni de su amigo enfermo. Estoy realmente asustada.
– Sí -dijo Alí-. Te pagaré tu bonificación. Eres una buena chica.
Le estaba hundiendo de nuevo. Había visto la rabia ascender y caer y ascender de nuevo. Ahora estaba en reflujo. Le había ofrecido demasiada información. Estaba derrumbado. Parecía a punto de romper a llorar y no parar. Ya lo veía arruinándose. Todo el dinero que ella y Margot compartirían. Era el momento de jugar la última carta, el as de espadas.
– Hay algo más, Alí… no, no importa.
– ¿Qué? -dijo Alí, hundido-. Dímelo, Jasmine. Por favor.
– No sé si debería. No tengo pruebas ni nada, y no hay nada que puedas hacer al respecto tampoco.
Él levantó los ojos de la mesa hacia ella, sus ojos negros penetraban los de ella.
– Dímelo.
– Bueno, hubo un momento puntual en el que oí a Nicky llamar a su mamá. Lucas estaba fuera en la piscina y yo estaba en el dormitorio con Margot diciéndole que debía recuperarse, que su hijo la llamaba.
– ¿Sí, sí? -dijo él, queriendo escuchar y no escuchar al mismo tiempo.
– Estaba pasada de coca. Yo no podía comunicarme bien con ella. Entonces oí a Lucas llegar de la piscina. Lo oí subir por la escalera. Lo oí caminar pasillo abajo hacia la habitación de Nicky. Me asomé y lo vi, sólo llevaba puesto el bañador. Abrió la puerta de Nicky, entró y cerró.
– ¡Oh, Dios! -dijo Alí. Y entonces empezó a murmurar en árabe. Jasmine supuso que era un rezo musulmán. Tras unos segundos se detuvo.
– No estoy diciendo que nada terrible pasase allí dentro, Alí -dijo Jasmine-, pero estuvo dentro un rato. Igual diez minutos. Igual un poco más. Cuando salió Nicky ya no gritaba.
– ¿Y entonces qué hiciste tú? -preguntó Alí.
No había duda. Esto era rabia pura. La estaba asustando.
– Alí, ¡hice lo que pude! Cuando ese hombre entró en el baño de Margot corrí por el pasillo hasta la habitación de Nicky y abrí la puerta y miré dentro.
– ¿Está bien? -dijo Alí-. Por favor, Jasmine. ¿Mi Nicky está bien?
– La habitación estaba a oscuras y él estaba debajo de las sábanas, llorando. Dije su nombre pero no salió de debajo de las sábanas. Me conoce, pero no quería salir. Entonces tuve que dejarlo porque Lucas había salido del baño y le preguntaba a Margot dónde estaba yo. Corrí de vuelta al dormitorio y les di las buenas noches a los dos y vine aquí tan rápido como pude.
Los puños de Alí estaban cerrados tan fuertemente que sus nudillos eran blancos como el hueso. Empezó a levantarse de la silla, y si hubiera dirigido la vista hacia ella, habría echado a correr aterrorizada, en busca de una salida.
– Gracias, Jasmine.
– ¿Vas hacia allí, Alí? -dijo-. Tengo miedo. Puede ser peligroso para ti. Y para Nicky.
Jasmine se puso en pie y dijo:
– ¿Llevarás a tu gorila contigo? Igual lo necesitas.
– Gracias -dijo Alí, caminando hacia la puerta-. Pero debo ir en son de paz. Sólo quiero ver a mi hijo. Si tratan de hacerme daño llamaré a la policía.
– ¡Espera! -gritó ella, obligándole a detenerse-. No puedes ir así. Llévate el arma.
– Yo no amenazo a nadie. Me llevaré a mi hijo. Nadie me va a detener.
– ¡Pero Ali! -dijo Jasmine desesperada-. ¡No puedes ir desarmado! Ese hombre es grande, malvado y joven. No te dejará llevarte a Nicky. Te hará daño de veras. Igual también se lo hace a Nicky antes de que puedas llamar a la policía. ¿Entonces qué harás? Llévate el arma para protegeros. ¡Sólo por si la necesitas en caso de emergencia!
Ali permaneció inmóvil, volvió a su mesa y abrió el cajón más bajo; retiró un revólver semiautomàtico del calibre 32 y lo puso en el interior del cinturón que sujetaba sus pantalones. Y entonces Ali Aziz hizo la cosa más increíble que Jasmine le había visto nunca hacer. Salió por la puerta, dejándola en la oficina con la mesa llena de dinero. Jasmine fue hacia la puerta y le habló según avanzaba por el pasillo:
– Tenía la sensación que pasaría esto si te lo contaba todo, Ali. Así que cuando salí de casa de Margot dejé abierto el pestillo del pomo. Los dos estaban demasiado borrachos para conectar la alarma contra los ladrones. Puedes entrar sin más, Ali. Pero, por el amor de Dios, ¡ve con cuidado! -Gracias, Jasmine. Eres una buena chica. Cuando se aseguró de que Ali se había ido, Jasmine volvió a la oficina y arrambló con todo el dinero que había encima de la mesa, y se lo metió en el bolso.