Capítulo 18

Violentas pesadillas habían atormentado a Leonard Stilwell toda la noche. Había estado en una celda con otros tres tipos, incluido un latino tatuado que de algún modo se había enterado de que un prisionero que llegó más tarde, un hombre de treinta y dos años que era agente de seguros, había sido encarcelado por abusar de la hija de dieciocho años de su novia.

El latino había estado ocupándose de sus asuntos hasta ese momento, y no había dicho nada a nadie durante todo el tiempo que Leonard había compartido celda con él. Pero cuando se enteró del abuso sexual, se puso en pie y sin previo aviso, empezó a golpear la cabeza del agente de seguros contra la pared de la celda, causándole una laceración en el cráneo que salpicó de sangre la camiseta de Leonard.

Cuando los carceleros oyeron los gritos, sacaron a ambos hombres de la celda. Y mientras el atacante era arrastrado lejos de allí, Leonard le oyó gritar a los carceleros:

– ¡Yo soy un ladrón! ¡Eso es lo que hago! ¡Él es basura!

Más tarde, Leonard estaba durmiendo en su litera, aunque a menudo se despertaba bañado en sudor. Durante uno de esos períodos de vigilia decidió que era demasiado viejo para esa vida. Se le acababa ya lo de cometer pequeños hurtos y gorronear pasta para el alquiler. Cuando saliese iba a ponerse serio y empezar una nueva vida, y creía saber cómo.

Después de que lo despertasen para ingerir lo que Léonard llamó fritura de animal atropellado y huevos falsos, transmitió sus inquietudes al compañero de celda que le quedaba, un viejo artista de la estafa con rasgos refinados y una mata de pelo blanco, que había birlado todos los ahorros de tres venerables ancianas.

– Tío, ya he tenido suficiente -le dijo Léonard-. Más que suficiente. Esto no es lo que yo planeaba para mi vida. No es lo que tenía en mente.

– El destino es despiadado, hijo -replicó el viejo estafador-. Nadie empieza su vida queriendo ser proctòlogo, pero a todo el mundo le llega la mierda.


El equipo de robos que recibió el informe sobre el arresto de Léonard Stilwell tenía una semana cargada, así que sólo pudieron dedicar unas cuantas horas a hacer seguimiento del caso. Uno de ellos sacó a Léonard de su celda y lo interrogó, aunque con el mismo resultado que Charlie Gilford. La compañera del detective, la agente D2 Lydia Fernández, condujo hasta la dirección de Margot Asís y llamó a su puerta a las diez de la mañana.

Lola pasaba la aspiradora por el comedor y Nicky estaba viendo Barrio Sésamo en la sala de estar, con el volumen lo suficientemente alto como para poder oír por encima del ruido del aspirador. Margot, todavía en camisón y batín tras un sueño de nueve horas conseguido gracias a sus somníferos, respondió a regañadientes. Una mujer no mucho mayor que ella, con aspecto de ejecutiva y que llevaba una chaqueta de verano y una camiseta a juego, le enseñó a Margot su credencial y le pasó una tarjeta personal.

– Buenos día, señora. Soy la detective Fernández y me gustaría hacerle unas preguntas.

Margot salió al porche y dijo:

– La invitaría a entrar pero tendríamos que comunicarnos por escrito. Tengo un chaval de cinco años ahí dentro.

La detective sonrió y dijo:

– Será sólo un momento. ¿Conoce usted a un hombre llamado Leonard Stilwell?

– Creo que no -dijo Margot-. ¿Por?

– Es este hombre -dijo la detective, mostrándole la foto policial de Leonard.

Margot cogió la foto y dijo:

– No recuerdo haber visto nunca a este hombre. ¿Puede decirme de qué va todo esto?

– Posiblemente no es nada -dijo la detective Fernández-. Tenía en su coche una dirección muy parecida a la de usted. Ha sido detenido antes por robo y llevaba herramientas que podrían ser utilizadas para forzar una puerta. Voy a contrastar opiniones con todos los residentes de esta manzana.

– ¿Un ladrón? -dijo Margot-. Qué miedo.

– ¿Vio algo distinto en su casa o en su propiedad ayer?

– En absoluto -dijo Margot-. Mi asistenta estuvo aquí prácticamente todo el día, y un poco después de que se fuese llegué yo con mi hijo. Las puertas estaban cerradas y la alarma puesta cuando entré. ¿Debería estar preocupada por este hombre?

– No hay necesidad de alarmarse -dijo la detective-. Pero tenga presente que siempre hay oportunistas como éste buscando un objetivo fácil.

– Gracias por decírmelo -dijo Margot.

Cuando la detective se estaba volviendo para irse, Margot dijo:

– ¿Podría molestarla sólo un minuto sobre otro asunto?

– Claro -dijo la detective, y se detuvo.

– No me preocupan los ladrones, pero estoy metida en un divorcio infecto y mi marido me ha hecho ciertas amenazas veladas. Me gustaría contar con un coche patrulla que condujera por la zona de vez en cuando. Por favor, ¿podría recordárselo al sargento Treakle, de la comisaría Hollywood? Estuvo aquí una noche.

– Le sugiero que llame usted misma -dijo la detective-. Cualquier nota que le deje podría ser apilada con el resto de papeles de nuestra unidad.

– Lo haré -dijo Margot.

Se quedó un instante en su porche y observó a la detective mientras accedía a la casa de al lado. Ahora Margot tenía otro nombre que añadir a su lista de oficiales de policía a los que había informado de las preocupantes amenazas de Alí Aziz.

Cuando Margot volvió a entrar en casa le hizo un gesto a Lola para que apagase el aspirador y le dijo:

– Debemos ser más cuidadosos con la seguridad, Lola. Era una agente de policía. Tal vez haya ladrones en la vecindad.

– Seré cuidadosa, señora -dijo la mexicana-. Siempre cierro las puertas y pongo la alarma.

– Sí, Lola, y tendrás que empezar a acordarte de cerrar siempre la puerta del garaje. Nunca se es demasiado cuidadoso en los tiempos que corren.

– Sí, señora -dijo Lola-. Lo siento. Me había olvidado de eso.

– Bueno, precisamente ayer no lo olvidaste -dijo Margot-. Debes hacerlo siempre así.

Lola se quedó perpleja, no se acordaba de que ayer, precisamente, hubiese pasado el pestillo. Pero estaba bien que justo el día que la reprendían lo hubiese hecho bien por una vez.

– Sí, señora -dijo Lola, con una sonrisa de catorce quilates.


Ronnie Sinclair hizo dos llamadas ese día a las casas de los denunciantes crónicos sobre la retirada de basuras, uno de los objetos de los que se quejaban era un sofá enorme al que se le salían los muelles. Cómo había llegado al patio delantero de una casa aún sin alquilar era algo que quedaba a la imaginación de cada cual, y el denunciante dijo que ayer no estaba allí. En ocasiones así era cuando Ronnie pensaba seriamente en volver a ser una policía de verdad.

Pero entonces miraba el lado positivo. Llevaba ropa de calle en lugar de su uniforme, porque tenía que acudir a una comida de trabajo. No tenía llamadas de radio que contestar y había obtenido su paga extra del SLO. Además, disponía de tiempo para estudiar para el examen de sargento. Aun así, tenía un melancólico sentimiento cada vez que veía una patrulla blanco y negro respondiendo a una llamada de alarma con las luces encendidas y la sirena sonando.

Ahora Ronnie estaba segura de que Bix se había caído del tren y que se había dado fuerte contra el suelo. Con su mujer y los niños fuera de la ciudad y una serie de días libres, se imaginaba que estaría de borrachera. Tras enterarse de que Leonard Stilwell estaba en la cárcel, no tenía realmente una excusa para molestar a Bix con más llamadas de teléfono. Todavía le resultaba duro aceptar que fuese simplemente otro Hollywood Nate, un tipo que perseguía sabrosos y acaudalados bollitos de Mount Olympus. Esperaba mucho más de Bix Rumstead.

Entonces empezó a preguntarse por qué estaba tan preocupada. Se preguntó si estaba resentida porque Bix no le había lanzado jamás una indirecta sexual o una mirada sugerente. ¿Era eso lo que hería su orgullo? ¿Que Bix prefiriese una de esas Laurel Canyon lavadas a la piedra, adictas a Crate & Barrel, mujeres que dejaron de encajar en sus andares de fulana al cumplir los cuarenta y que viven con remordimientos a causa de los viejos tatuajes o de las cicatrices del láser? ¿O acaso prefería a una de esas conejitas de trofeo de Hollywood Hills, con toda su angustia mental y sus téjanos ajustados, casadas con tipos de mediana edad que aún vestían como estudiantes, pero sin renunciar a los tonos pastel que estaban de moda? La mayoría de ellas estaban mentalmente exhaustas por intentar pensar para sus bebés nombres más retorcidos aún que los de las estrellas de cine. «¿Es que acaso soy una puta celosa con el orgullo herido?», se preguntó Ronnie Sinclair.


Los detectives no habían encontrado nada en Mount Olympus que relacionase a Leonard Stilwell con un robo o un asalto por valor de mil dólares. Los patrulleros del turno diurno habían llegado con varios informes de arrestos que requerían una investigación extensa, así que a las tres de la tarde los detectives, saturados de trabajo, liberaron a Leonard Stilwell y le devolvieron su dinero y sus herramientas. El oficial administrativo de la comisaría Hollywood miró a Leonard como si estuviera loco cuando éste le preguntó si podría darle un billete de cien para llamar por teléfono porque se había dejado el móvil en el coche.

El oficial administrativo pidió un taxi para Leonard, el cual, conducido por un pakistaní, le llevó al aparcamiento de Hollywood Boulevard junto al Teatro Chino de Grauman. Tras una dura discusión con el encargado del parking, Leonard logró fijar la tarifa de aparcamiento en 85 dólares por haber dejado el Honda aparcado 26 horas, y dejó los 15 dólares restantes al taxista. Ya sólo le quedaban nueve billetes de cien.

Tratando de mantener toda su rabia y frustración bajo control llamó a la oficina de Alí pero le respondió su buzón de voz. Dejó un mensaje:

– Alí, soy Leonard. Necesito verte a las seis en punto. Estate ahí, tío.

Entonces Leonard se dirigió a IHOP y se llenó el estómago de pan, jamón, huevos fritos y chocolate, devorando todo tan rápido que la camarera lo miraba embobada. Después condujo hasta su apartamento, envolvió la barra tensora y el pico con un billete de cincuenta dólares, y lo pasó por debajo de la puerta de Júnior. Fue a su habitación, se desplomó en la cama y se quedó dormido.


Cuando Alí llegó a su oficina revisó el buzón de voz y lo escuchó tres veces. Nada bueno iba a salir de ahí. Podía intuir un claro desafío en la voz de Leonard. El «estate ahí» era particularmente inquietante. Estaba relacionado con el dinero.

Alí abrió el cajón de en medio de su mesa. Sólo por precaución. Esperaría hasta ver a Leonard para tomar cualquier determinación. Leonard era idiota y él no lo era. Podría aplacar al ladrón y probablemente razonar con él, pero quería tener otra opción.

Alí había contemplado la posibilidad de dar el frasco de somníferos a la primera de sus chicas que le hiciese una buena mamada, pero ahora podía darle un uso mejor. Alí cogió dos cápsulas magenta y turquesa del frasco y vació el contenido en la papelera. Pretendía rellenarlos con azúcar en polvo de la cocina. Colocó las mortíferas cápsulas en el tarro como si fueran balas en un revólver para jugar a la ruleta rusa. Puedes sacar una cápsula del frasco y sobrevivir. O quizá no. Antes de que llegase Leonard Stilwell, Alí decidió que dejaría el frasco sobre la mesa a plena vista.


Bix Rumstead tenía un violento dolor de cabeza, no era de extrañar, teniendo en cuenta la gran cantidad de alcohol que había consumido en las últimas treinta y seis horas. Se había dormido vestido, compartiendo el sofá de su salón con Annie, el perro que había rescatado hacía tanto tiempo. Annie le miró directamente a la cara, se quejó y se movió en cuanto él abrió los ojos.

– Hola, Annie -dijo, e hizo una mueca de dolor.

Se puso en pie, estiró los músculos de su espalda, y se dirigió a la cocina después de recoger el plato de Annie.

– ¿Quieres desayunar, cariño? -dijo, y Annie se sentó, mirándolo con la especial devoción que sienten los perros que han sido rescatados.

Se lanzó tres aspirinas a la boca y las tragó mientras mezclaba el mejunje de Annie compuesto de pollo hervido y huevos cocidos. Tuvo un instante de pánico cuando vio que no recordaba si la había alimentado la noche anterior, pero entonces vio la lata vacía de comida en el fregadero.

Mientras Annie comía felizmente se aseguró de que la puerta para perros que daba acceso al patio trasero estuviera abierta, y luego rellenó el cuenco del porche trasero con agua fresca. Entonces se preparó para sí mismo un cuenco de cereales y un vaso de zumo de naranja. Se bebió el zumo de naranja, pero no pudo con los cereales.

Bix juntó las dos botellas vacías de vodka y una docena de latas de cerveza y las puso en la bolsa de basura. Las recogerían el lunes por la mañana antes de que él fuese a buscar a su mujer y a los niños al aeropuerto. Tenía miedo de no poder ocultarle la borrachera a Darcey. Ella lo conocía demasiado bien y él le había prometido a ella demasiadas cosas. Recordó el último juramento que le había hecho:

– Aunque no creo que sea alcohólico, si alguna vez vuelvo a emborracharme iré a Alcohólicos Anónimos y pediré ayuda, lo juro.

Y ella había dicho:

– Te quiero mucho, pero me llevaré a los niños y te dejaré si no lo haces.

Se llevó la cuchara de cereales a la boca y se le escapó un sollozo. Dejó la cuchara e intentó controlarse.

El móvil sonó, no sabía dónde estaba. Por un momento olvidó que había solicitado dos días libres. El teléfono siguió pitando hasta que lo encontró en el sofá, donde había caído desde su bolsillo. Tenía tal resaca que no podía leer la pantalla sin gafas.

Logró articular un penoso «hola».

– ¡Bix! -dijo Margot-. ¡Gracias a Dios!

– Margot, ¿por qué me llamas? -dijo.

– ¡Tengo que verte! ¡Es urgente!

– Pensaba que lo habíamos aclarado -dijo.

– Debes venir. No sé a quién más recurrir.

– ¿Es sobre nosotros?

– No, lo juro. Es sobre Alí. Creo que está loco.

Ahora el dolor le estaba martilleando sobre el ojo derecho.

– Tienes un abogado. La ley está de tu parte.

– No podrán ayudarme si estoy muerta. Creo que tengo que comprar una pistola.

– ¡Jesús, Margot! -dijo Bix-. Tus miedos son exagerados.

– La detective Fernández de la comisaría Hollywood ha estado hoy aquí. Había un tipo sospechoso con antecedentes que tenía en su coche una dirección que puede estar relacionada con la mía.

A través de la niebla Bix recordó:

– Oh, sí. Se suponía que debía comentarte cosas sobre ese tío. Su nombre es Stillwater o algo así.

– Leonard Stilwell -dijo ella.

– Sí, eso es -dijo él-. No me sonaba mucho. Francamente, me olvidé de ello.

– Puedo contártelo si te pasas por aquí.

– Margot…

– Ven y habla conmigo. Eso es todo, sólo quiero hablar. Si crees que estoy comportándome como una histérica, te juro que no llamaré nunca más.

– Estoy enfermo, Margot. Pasaré por la tarde, pero sólo unos minutos.

– ¡Maravilloso! -dijo ella-. ¿Puedo ayudarte? ¿Qué ocurre?

– Tuve un desliz -dijo-. Ayer bebí todo lo que pude. Ahora estoy enfermo.

– Pobre Bix -dijo-. Tengo una poción secreta para resacas que aprendí cuando era bailarina. Había montones de resacosos en la Sala Leopardo, como puedes suponer.

– ¿Qué tal a las cinco?

– ¿Puedes más tarde? -dijo-. Lola estará aquí hasta las cinco. ¿Qué tal a las seis y media?

– Vale -dijo-. Ahora voy a echarme un rato.

– Toma algo de vitamina B y C -dijo ella-. Todo lo que puedas. Bebe mucho zumo y agua, y ponte una toalla fría sobre la frente y los ojos. Intenta dormir un poco.

– Te veo a las seis treinta -dijo él.

Bix pensó en el asunto. Se sentía a salvo con ella durante el día. El sol estaba todavía alto a las seis y media, los días de verano eran largos. Era tras el crepúsculo cuando empezaba el encantamiento. Entonces no podía resistirse.

Una vez se lo había confesado a Margot, y ella había dicho alegremente:

– ¿Por qué no te lo habría dicho antes? ¡Soy una vampiresa!


Margot Asís cogió su móvil GO y llamó a Jasmine instantes después de haberle colgado a Bix. Era difícil no delatar la excitación que sentía.

Cuando Jasmine contestó, Margot dijo:

– Soy yo. ¿Dónde estás?

– ¿Que dónde estoy? -dijo Jasmine con voz de disgusto-. Estoy en casa, intentando descansar un poco después de que tu marido me hiciera bailar cuatro veces la otra noche, todo porque la puta de Goldie se tomó la noche libre con la excusa de que tenía un tirón inguinal.

– Ponte cómoda. Te llamo ahora.

Un momento después Margot marcó el número del teléfono que había comprado para Jasmine y ésta contestó con un aburrido:

– Sí, ¿qué pasa…?

– ¡Todavía no ha pasado nada, pero va a pasar!

– He oído eso antes -dijo Jasmine.

– ¡Esta noche! -dijo Margot.

Eso captó su atención.

– No me digas eso si no es seguro, Margot. No puedo controlarlo más.

– ¡Esta noche, nena! -dijo Margot-. Tómate la noche libre.

– ¡Alí me matará! -dijo Jasmine, y Margot casi estalló en una carcajada.

Jasmine se dio cuenta de lo que acababa de decir, y entre dientes dijo:

– ¡Mierda!

– Te toca a ti tener un tirón en la ingle -dijo Margot-. Tendré a mi amigo bajo control antes de la medianoche, seguro. Tú estate preparada para hacer lo que tienes que hacer.

– ¿A medianoche? -dijo Jasmine.

– Más o menos a medianoche -dijo Margot.

– Estaba empezando a pensar que era como un juego -dijo Jasmine-. No algo real, ¿sabes?

– Es real, nena -dijo Margot-. Lo tendremos todo.

– ¿Me llamarás cuando sea la hora?

– Estarás sentada en tu coche a una manzana del club no más tarde de las once y media. Después recibirás la llamada, y entonces has de ser buena, cariño. Realmente buena.

– Lo seré -dijo.

– Haz que corra ese rímel -dijo Margot.

– Puedo hacerlo -dijo Jasmine-. Sólo espero que tú también puedas.

– Te amo -dijo Margot, al despedirse.

Margot se sirvió una taza de café y llamó a su niñera para que recogiese a Nicky y cuidase de él esa noche. La niñera estaba acostumbrada y siempre era bien remunerada por prestar esos servicios nocturnos. A Margot ya sólo le quedaba prepararse mentalmente.

Decidió que pasados unos meses cortaría con Jasmine con una «pequeña indemnización» por su ruptura. Margot suponía que cien mil dólares serían suficientes para ella.

Por supuesto, Jasmine se enfurecería y amenazaría con descubrir a Margot, pero ¿qué podía hacer ella? ¿Admitir su complicidad? ¿Y qué podría demostrar si llevase a cabo semejante acusación? No, Jasmine se llevaría el dinero y se enamoraría de otra persona. Como las heroínas de las canciones, se enamoraba con demasiada facilidad, sobre todo si el amante era muy rico. Eso le recordó a Margot que debía recuperar el teléfono móvil en los próximos días. Por si acaso.


Sentía tal fatiga emocional que Leonard durmió una hora entera. Cuando se despertó, se duchó e incluso se afeitó. Se puso una camiseta limpia, unos téjanos Levi's raídos no demasiado sucios, y su mejor par de zapatillas. Se fumó un pitillo, recuperó energía con un café e hizo un ensayo. Debía adoptar la actitud correcta. Tenía que estar listo para ser lo más frío que pudiese cuando el jodido árabe empezase a blandir su daga verbal ante su cara.

La Sala Leopardo tenía suficientes bailarinas en nómina como para mantener el club repleto a última hora de la tarde sin necesidad de tarifas happy hour. Leonard contó más de cuarenta coches en el parking a las seis de la tarde y eso le hizo sentir que la paga extra que iba a pedir por sus servicios estaba más que justificada.

Una vez más entró en la oficina de Alí Aziz sin llamar y encontró a Alí sentado tras su mesa con una botella de Jack Daniels y dos vasos. Junto a la botella había varias cartas y un sobre en blanco, junto con un tubo de cápsulas magenta y turquesa.

Alí, que también había estado ensayando, tenía la sonrisa más dentada que le había visto Leonard nunca.

– ¡Leonard, amigo mío! -dijo Alí de forma extravagante-. Estoy encantado de verte. Tengo en mi poder el importantísimo documento, gracias a ti, Leonard. ¡Todo vuelve a estar en su sitio!

Leonard se sentó en la silla del cliente y dijo:

– Sí, bueno, me alegro de que estés contento porque todavía tenemos que discutir unos flecos.

– Desearía encargar algo de comida para mi amigo y para mí. Me siento un hombre nuevo. ¿Un buen filete? ¿Un chuletón? ¿Costillas?

Leonard meneó la cabeza, no sabía cómo tratar al «nuevo» Alí.

– No -dijo-, comí algo en el IHOP.

– ¿Algo de beber? -dijo Alí, mientras servía dos chupitos de Jack Daniels.

– Vale -dijo Leonard, cogiendo el vaso más cercano.

– Pareces cansado -dijo Alí-. ¿Duermes bien?

– Lo suficiente -dijo Leonard.

– Yo estoy durmiendo muy bien -dijo Alí-. Me tomo la medicina para dormir que me dio una de las bailarinas.

– Eso está bien -dijo Leonard, y pensó que podría pasar de la droga a la bebida si pudiera conseguir una mercancía tan buena.

– Me voy a casa dentro de una hora porque estoy en pie desde las cinco de la mañana para hacer inventario. La perra de mi esposa ya no hace el inventario para mí, así que ahora debo hacerlo todo yo solo.

– Sí, la vida es dura -dijo Leonard-. Deberías haber estado conmigo la noche pasada. Ni siquiera tus pastillas para dormir te habrían ayudado.

– ¿Dónde estuviste la otra noche?

– En la cárcel.

– Oh, Dios -dijo Alí-. ¿Qué hiciste mal?

– Nada -dijo Leonard-. Excepto que hice un trabajo para ti. Y los polis encontraron mis herramientas y me enjaularon. Pasé la noche en la trena, pero como no pudieron probar nada, me dejaron libre.

– Oh, Dios -dijo Alí-. No dirías nada sobre…

– Claro que no -dijo Leonard-. Pero aun así casi me empapelan por la mierda de trabajo que hice para ti.

– Lo siento mucho, amigo mío -dijo Alí mientras le servía otro chupito doble a Leonard-. Por eso tienes pinta de estar dormido.

Alí cogió el frasco de cápsulas de la mesa, lo destapó y vació el contenido sobre la mesa, añadiendo dos cápsulas que tenía en la mano. Cerró el tubo y lo puso junto a la botella de Jack.

Alí fingió muy bien que estaba tragándose una cápsula con un sorbo de licor escocés y luego dijo:

– Es una buena medicina para dormir. Estaré muy tranquilo dentro de nada. Y entonces, quizás en una hora poco más o menos, igual me voy a la cama y duermo durante diez, doce horas. Si no quieres dormir más de ocho horas, toma solamente una cápsula. Tendrás un magnífico sueño.

– Sí, eso está muy bien, pero nosotros tenemos que hablar -dijo Leonard.

Todavía rebosando de buena intención, Alí dijo:

– Pruébalo.

Abrió el tubo de cápsulas otra vez.

– No estoy preparado para irme a dormir -dijo Leonard.

– No -dijo Alí-. No ahora. Pruébalo más tarde. Me darás las gracias. Si te gustan, te conseguiré todas las que quieras.

Leonard no había sido nunca de esa clase de tipos que consumen cualquier tipo de drogas, de manera que negó con la cabeza mientras Alí volcaba cápsulas sobre la mesa y ponía el frasco vacío en el cajón. Entonces empujó un sobre vacío hacia Leonard con su uña, y con una sonrisa triste, dijo:

– Una hora antes de ir a dormir, tómate dos.

Leonard puso las cápsulas en el sobre, lo dobló y se lo metió en el bolsillo. Entonces dijo:

– He estado pensando que mi retribución por lo que he hecho para ti es lamentable. Acabas de reconocer cuánto te ayudé. Pero ¿qué me pasó a mí? Acabé en el trullo y pasé la noche entre jodidos maníacos, pedófilos y pandilleros.

Alí dejó de sonreír. Frunció el ceño y dijo:

– Siento una gran pena por ti, amigo mío.

– Sí, bueno, no quiero compasión. Sólo quiero una compensación apropiada.

Alí lo había adivinado. Se trataba de un chantaje. Probablemente le pediría doscientos más. Quizá quinientos. Y estaría de vuelta en unas semanas. Y unas semanas después volvería. Alí estaba satisfecho de haberse decidido a darle a Leonard la otra hermana mortífera. Era la única manera de detener aquella extorsión que podía salirle muy cara.

Intentó mantener una actitud agradable y dijo con un deje de sorpresa:

– ¿Cómo puedo ayudarte, Leonard?

– Creo que diez mil dólares ayudarían un montón -dijo Leonard.

Alí no recordaba una ocasión en la que hubiera necesitado controlar tanto la rabia. Sorbió algo de Jack y con un temblor en la voz, dijo:

– ¿Quieres que te pague diez mil? ¿He oído bien?

– Es sólo un préstamo -dijo Leonard-. Tengo una idea para un pequeño negocio. Necesito un empujón.

– Un préstamo -dijo Alí sin entonación.

– Sí -dijo Leonard-. Te lo devolveré en un año, dieciocho meses como máximo, con un veinte por ciento de interés. Es justo, ¿no?

– Pero Leonard, diez mil es un montón de dinero -dijo Alí.

– No para ti -dijo Leonard-. He visto tu antigua casa. He visto este club lleno hasta los topes, con dinero por toda la barra y en las mesas e incluso en el escenario. ¿Cuánto ganaste con aquel licor tremendo que solía pasarte? Vamos, Alí, diez de los grandes no es tanto para ti como para negárselo a un amigo.

– Me lo pensaré -dijo Alí-. Vuelve dentro de tres o cuatro días. Vamos a tener que hablar un poco más.

De pronto, Leonard dijo:

– ¿Qué pensaría tu querida ex mujer si supiese que me pagaste por robar una carpeta de su mesa?

Alí temía que su voz desvelase la ira que le ascendía por el estómago, así que tomó otro sorbito de Jack Daniels y dijo:

– ¿La perra de mi esposa? Diría que no, que Alí no se preocupa de los documentos en esta casa. No se lo creería, Leonard.

Envalentonado por los ademanes deferentes de Alí y por el licor que le calentaba, Leonard fue a por él. Con la camiseta empapada en sudor, dijo:

– ¿Qué diría si le chivase que plantaste un bicho en su casa?

Alí se mostró verdaderamente perplejo.

– ¿Un bicho?

– Un aparato de escucha -dijo Leonard-. Apuesto a que contrataría una compañía de seguridad para que rastreara toda la casa hasta encontrarlo. ¿Dónde lo pusiste? ¿En la habitación?

Con un esbozo de sonrisa, Alí dijo:

– Sueltas un montón de mierda, Leonard.

– Me quedé por allí y te vi ir hacia el garaje, Alí -dijo Leonard-. Y llevabas la carpeta esa que nunca quisiste. Estuviste en la casa trece minutos. ¿Qué diría tu ex mujer de todo esto?, ¿cómo encajaría las piezas?

Alí Aziz parpadeó, serio, con los dientes apretados. Luego dijo con voz temblorosa:

– No puse ningún bicho en la casa. Leí el documento y devolví la carpeta a su lugar. Eso es todo.

– Supongo que podrías venderle eso a la señorita -dijo Leonard-. Pero no te lo comprará. Y cuando encuentre el bicho vas a verte envuelto en un mundo de dolor porque su abogado se lo dirá al juez. De hecho, se trata de un delito grave, Alí. Es una felonía entrar en una casa y meter un bicho.

En un momento de terror, Alí Aziz pensó en la pistola de su cajón. Rápidamente volvió en sí y comprendió que no podía salir bien parado de algo así. No aquí, no ahora. En su lugar, con una voz ronca y rasposa, dijo:

– Entiendo. Te daré el préstamo para tu negocio, Leonard. Pero no tengo tanto dinero aquí. Vuelve la semana que viene.

– Lo quiero ahora, Alí -dijo Leonard-. Podemos empezar con lo que lleves encima. Te he visto sacar de tu bolsillo un taco de cinco de los grandes cuando Whitey y yo te traíamos un cargamento de bebida.

Sin pronunciar una sola palabra Alí Aziz se llevó una mano temblorosa al bolsillo del pantalón y sacó un rollo de billetes de cien dólares y lo lanzó sobre la mesa, con la pinza de oro para billetes incluida.

Leonard se acabó su bebida, se sirvió otra, quitó la pinza y se la devolvió a Alí. Contó los billetes mientras Alí empleaba toda su capacidad de autocontrol para no saltar por encima de la mesa y apretar el cuello del flaco ladrón entre sus dedos. Cuando acabó de contar, Leonard dijo:

– Me decepcionas. Aquí sólo tienes veintiún billetes de cien. Ve a la hucha y trae el resto. ¿Es que tienes un escondite bajo el suelo?

Alí Aziz a duras penas pudo encontrar las palabras, pero se las arregló para decir:

– Por favor, ve al bar, Leonard. Tómate una copa. Vuelve y tendré el dinero.

– Seguro -dijo Leonard-. Pero tienes que preocuparte de que no vea tu escondite. Nunca le robaría a un amigo.

Las piernas de Leonard Stilwell parecían de goma cuando salió andando pasillo abajo hacia la sala principal, y supo que no era la bebida. ¡Acababa de sacarse el mejor pellizco de su vida! Daba un poco de miedo pero había intimidado a ese puto árabe con facilidad, y no había razón por la que no pudiera volver a hacerlo antes de que su mujercita dejase la casa.

¿Qué dijo Alí? ¿Qué custodia iba a concluir pronto? Después de eso y cuando toda la mierda del divorcio hubiese acabado ya no podría extorsionarlo más. De hecho Alí podía retirar el aparato de escucha él mismo o encargar a alguien que entrase en la casa para dejarle a él sin arma de negociación. Pero Leonard pensaba que aún sería capaz de aprovechar un poco más la situación, quizá dentro de un par de días, antes de que Alí tuviera ocasión de reaccionar. Leonard creía que en los negocios lo principal es dominar el tempo.

Se sentía completamente vivo, con más dinero en su bolsillo que nunca antes en toda su vida. Así que se sentó junto al escenario y deslizó un billete de veinte dólares en el tanguita de la bailarina, una chavala tetuda con sombrero de cowboy que se humedeció los labios y le guiñó el ojo. Cuando se acabó la bebida, tras dejar diez dólares de propina a la camarera, se fue de vuelta por el pasillo. Pero de pronto se detuvo y sintió una ola de miedo. Estaba a salvo con toda aquella gente a su alrededor, pero pensó en la palidez mortecina del rostro de Alí. Ese asqueroso comerciante de camellos se había vuelto más blanco que Leonard. Durante un minuto estuvo más blanco que un cadáver.

Leonard pilló al primer chico de los recados que pasó por ahí, un mexicano, le dio un billete de diez dólares y le dijo:

– Ven conmigo a la oficina del jefe.

Esta vez llamó a la puerta con el mexicano bien aferrado y dijo:

– Alí, he traído un amigo esta vez.

Alí estaba sentado a la mesa mirando al pasillo, sus manos entrelazadas bajo la barbilla. La mirada en su rostro era tan adusta como la del ladrón de bolsos de la otra noche tras enterarse de que su nuevo compañero de celda era un violador de niñas.

– Por favor, entra -dijo Alí.

– Dejaré la puerta abierta -dijo Leonard, y entonces se dirigió al mexicano-. ¿Cuál es tu nombre, hijo?

– Marcos -dijo el chaval.

– Vale, Marcos, quédate aquí un minuto -dijo Leonard, dejando la puerta abierta; así Alí sabría que había un testigo en caso de que tuviera en mente hacer algo violento. Entonces Leonard avanzó por la habitación hacia la mesa de Alí y cogió la pila de billetes que le estaba esperando.

– Adiós, Leonard -dijo Alí-. No quiero más negocios entre nosotros.

– No te pongas en plan diva ofendida -dijo Leonard-. Esto es lo que llaman quid pro quo. Es jerga de abogado y significa que somos justos el uno con el otro.

Cuando se fue de la oficina le pasó al chico de los recados otro billete de diez dólares y dijo:

– Gracias por ser mi guardaespaldas, hijo. Alí Aziz entró en su pequeño baño, cerró la puerta, pasó el pestillo y abrió los dos grifos para aplacar el sonido. Aferrándose al lavamanos, se puso a gritar hasta que la baba le resbaló por la barbilla.

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