Capítulo 19

Bix Rumstead se encontraba más despierto después de haberse echado una siesta y de haberse duchado y afeitado. Se puso una camisa azul pálido de Oxford y unos pantalones chinos limpios, y se tragó una aspirina para disminuir el atroz dolor de cabeza. Se sentía capaz de resistirse a Margot Aziz mientras el sol todavía estuviese bien alto en el cielo sobre las colinas de Hollywood y su resolución no se iba a ver quebrada por tres o cuatro tragos de alcohol. Es lo que solía durar cuando estaba con ella, esa resplandeciente mujer tan distinta a su esposa.

Bix no creía que Margot estuviera realmente enamorada de él. Su desgraciado matrimonio le hacía creer que sí. Pero tener a una mujer como Margot Aziz profesándole su amor, tan pasional, había sido algo aplastante. Margot no era tan tímida como su mujer, Darcey. Era locuaz y sofisticada y siempre sabía exactamente qué decir. Era traviesa y divertida y le hacía sentir que era un hombre de mundo, un hombre más importante. Le hacía sentir tan joven como ella.

Cuando Bix era capaz de dar un paso atrás y analizar lo que había sucedido con más sobriedad no le encontraba sentido. Sólo habían intimado durante cinco meses. Sólo habían tenido encuentros sexuales media docena de veces, siempre en hoteles donde ella alquilaba una habitación y lo esperaba hasta que acababa de trabajar. Y siempre le había proveído de bebidas para remitir sus miedos y su culpabilidad. Había quedado embebido por esta increíble mujer que sostenía que nunca había engañado a su marido hasta que encontró a Bix, y había logrado que se lo creyese.


Bix aparcó su pequeña furgoneta en la pista de entrada y Margot tardó muy poco en abrir la puerta. Iba vestida como siempre que se encontraban. Llevaba pantalones de sastre color crema que se ajustaban a su cuerpo, un sencillo top negro y un delicado collar de oro, sin pendientes, sin pedrería. Sus orejas eran perfectas y rara vez las adornaba. Sus hombros eran amplios y cuadrados, su bronceado era perfecto todo el año.

Bix estaba encantado de que no llevase téjanos de tiro bajo y un jersey corto que expusiera su abdomen firme como solía hacer en sus citas diurnas. Es cuando resultaba más sensual, cuando él se sentía más indefenso ante ella.

– Hola, cariño -dijo ella.

– Sólo puedo quedarme el tiempo justo para oír la historia y ofrecerte mi consejo -dijo él.

– Por supuesto -dijo Margot-. Entra.

Cuando estuvieron dentro del vestíbulo de granito, Margot dijo:

– Vamos a sentarnos en la terraza y admirar la polución, ¿te parece? Las toxinas están maravillosas a esta hora del día.

La siguió a través del salón hasta las puertas correderas y salieron fuera. Sobre la mesa había una jarra de té helado junto con atún ahumado, crema de queso, cebolla cortada, alcaparras y una crujiente baguette francesa ya cortada.

– Oleremos fatal después de comer todo esto, pero qué diablos -dijo Margot.

Bix se sentó, sentía la boca seca, de modo que tomó un sorbo de té. Entonces dijo:

– Cuéntame, Margot. ¿Qué pasa?

– Sus amenazas son más evidentes ahora -dijo ella.

– ¿Cómo de evidentes?

– Le habla descaradamente a Nicky en mi presencia cuando recoge a nuestro hijo para su canguro nocturno. Se asegura de que le oigo decirle a Nicky lo bonito que es Arabia Saudí. O le dice a Nicky que le encantará ver las pirámides de Giza. Cosas así.

– Está intentando pincharte -dijo Bix-. Ese tipo está atado a Estados Unidos. De hecho, está atado a los negocios que tiene aquí, en Hollywood. No se va a ir a ningún sitio.

Margot untó una rebanada de pan con atún y crema de queso y cebolla, espolvoreándolo con unas alcaparras, y se la pasó a Bix. Pensó que ella tenía las manos más bonitas que había visto jamás, y como siempre, sus uñas conjuntaban con el brillo de su lápiz de labios.

– Siempre hablo con Nicky cuando regresa de sus visitas a su padre -siguió Margot-, pero últimamente está frío, se cierra cuando está conmigo. Sé que Alí le ha ordenado no contarme cuáles son sus planes de futuro.

– Tiene cinco años, Margot -dijo Bix-. Alí no va a hacer planes de viaje con un niño tan pequeño. Sólo le habla y trata de mantener a Nicky en contacto con la cultura de su padre. No es más que eso.

– La última vez que Alí vino por él, mi hijo era un niño diferente a cuando volvió.

– ¿Cómo de diferente?

Margot dio un sorbo a su té helado y dijo:

– Me llevé a Nicky a la cama conmigo esa noche y le abracé y le besé y le pregunté de qué hablaban él y su padre. Y él me dijo: «¿Vas a venir a vivir con nosotros, mami?». Le pregunté dónde, y dijo: «Cuando conozca a mi abuela y mi abuelo». «Ya conoces a tu abuela y tu abuelo», le contesté, «los has visto un montón de veces. ¿Recuerdas cuando vinieron aquí y nos fuimos a bucear a Barstow?»; pero él dijo: «No, mis otros abuelos. Los que viven al otro lado del océano».

– Eso no implica que vaya a huir con Nicky -dijo Bix.

– Tengo información de una buena fuente de que ha puesto la Sala Leopardo en venta con ayuda de un broker. Está vendiendo todos sus activos, y eso no tiene nada que ver con el divorcio. Alí es muy hábil. Tiene bienes secretos que no hemos sido capaces de encontrar.

– Eso sigue sin ratificar que esté preparándose para abandonar el país. ¿Tiene Nicky pasaporte?

– ¿Sabes lo fácil que es viajar desde este país a Oriente Medio con un niño, si estás forrado de pasta? Simplemente saltas al coche con tu chaval y conduces tres horas hacia el sur, hasta Tijuana. Una vez allí está tirado arreglar pasaportes y vuelos a cualquier sitio que te dé la gana.

– Tu imaginación se está convirtiendo en la mejor parte de ti -dijo Bix.

– Hay más -dijo Margot. Se detuvo unos instantes, y luego dijo-: ¿Te importaría si me tomo un trago? Entonces será más fácil hablar de esto.

No parecía muy feliz con la idea, pero replicó:

– Adelante.

Volvió con un vodka triple con hielo en un vaso largo, tal como le gustaba a él. Con una rodaja de lima colgando en el borde del vaso en lugar de limón exprimido dentro, exactamente a su gusto.

Ella exprimió la lima, tomó un sorbito y dijo:

– Oh, mejor. Mucho mejor.

Bix miró el reloj y dijo:

– Sigue, Margot. Quiero llegar a casa antes de que anochezca.

– ¿Por qué? Tu familia no está en casa.

– Tengo que alimentar a Annie -dijo.

– ¿No puede comer de noche?

– No puedo seguir aquí de noche -dijo él.

– ¿Por?

– Eres una vampiresa, ¿recuerdas? -dijo él, sonriéndole un poco.

Margot profirió una risita entre dientes, un sonido que a él le encantaba.

– Oh, cariño -dijo-, te he echado tanto de menos.

– Ibas a decirme algo más -dijo Bix, evitando sus ojos-. Algo para lo que necesitabas mi consejo, ¿recuerdas?

– Dijo que iba a matarme -dijo Margot de pronto, y tomó otro sorbito de vodka.

– ¿A quién se lo dijo?

– No estoy segura -dijo Margot-. pero creo que a una de sus bailarinas. Me hicieron una llamada anónima. Mi nuevo número no está en los listines, pero por supuesto él sí que lo tiene. Igual la chica lo encontró en su escritorio.

– ¿Por qué estaría tan loco como para decirle a una bailarina que iba a matarte?

– Se mete mucha coca en la oficina. La comparte con sus bailarinas a cambio de favores sexuales. Cuando está pasado de coca habla demasiado. Cuenta cosas que no debería. Mezcla drogas y no recuerda ni siquiera lo que pasó después.

– ¿Qué dijo la chica de la llamada anónima?

– Dijo: «Ve con cuidado. Va a matarte y a llevarse a tu hijo». Y colgó.

– ¿Reconociste la voz?

– No, pero estoy segura de que era una de sus bailarinas.

– Estás especulando.

– Basándome en la experiencia.

– ¿Se lo dijiste a tu abogado?

– No.

– ¿Por?

– Hubiese dicho lo mismo que tú. Que es una especulación. Que alguien está intentando asustarme. Que soy una alarmista, etcétera, etcétera.

Se calló, su barbilla temblaba. Luego se llevó las manos a los ojos y dijo:

– Perdona, Bix, ahora vuelvo.

Margot Aziz le dejó a solas con el vaso lleno de su vodka favorito helado. Su cara estaba ardiendo y quería coger el vaso y llevárselo a la mejilla para aliviar el calor. Quería aguantar el vaso contra sus labios.

Ella estuvo fuera unos minutos y cuando volvió sus ojos estaban un poco húmedos, como si hubiera estado llorando, y llevaba un pañuelo en la mano para probarlo. Notó que el nivel del vodka del vaso había bajado. Sólo un poco. Pero había bajado.

– Perdóname de nuevo, quiero arreglarme un poco.

Bix Rumstead sintió su corazón palpitar. Esta mujer. Verla. El tacto de su piel. Su esencia. Tenía el sabor del vodka en la lengua como siempre que estaba con ella. Esto era tan familiar y atemorizante…

Cuando volvió puso el vaso sobre la mesa exterior con el vodka recién servido, y una nueva rodaja de lima colgando del borde del vaso. Le miró con seriedad y dijo: -Bix, siempre llevas tu pistola aunque no estés trabajando, ¿verdad?

– Cuando vengo a Hollywood, sí -dijo-. Cuando estoy en casa, en Studio City, no la llevo. Tampoco la llevo cuando voy al supermercado o al cine con mis niños.

– ¿La llevas ahora?

– Está en el coche -dijo él-. ¿Por?

– Voy a comprar una pistola en cuanto sea posible. No puedo aguantar este miedo bajo el que vivo. Quiero que me digas qué puedo comprar.

– Si te hace sentir un poco mejor -dijo él-, compra una. Una de tambor. Un revólver del 38. Son simples, no se disparan. Son fáciles de usar. En cualquier caso, no creo que tengas que dispararla nunca.

– ¿Alguna marca en particular? -dijo ella.

Él echó un vistazo a su reloj y dijo:

– Voy a ir tirando. Iré por Laurel Canyon. No creo que deba ir por la autopista esta noche.

– Tómate una copa -dijo ella-. Para la carretera. Por los viejos tiempos. En un rato el tráfico será menos denso y podrás ir zumbando a casa y alimentar a Annie.

Dudó lo suficiente como para que ella supiera que podía lograrlo. Le pasó el vaso lleno de vodka y dijo:

– Me preparo uno para mí.

Se levantó y se fue a la cocina. Se tomó su tiempo y cuando volvió vio que el nivel de vodka había bajado de nuevo, pero esta vez algo más que un poco. Y la copa era triple.

– Encanto -dijo ella, sentándose con su bebida recién servida-. Gracias por venir. No tenía nadie a quien pudiera recurrir. Nadie en quien confíe excepto tú.

Su mano temblaba cuando cogió el vaso y bebió de nuevo.

– Tengo que largarme de aquí antes de que se oculte el sol.

Margot soltó una risita de nuevo. Sí, él adoraba el sonido de esa risita. Se elevaba como un enorme enjambre de insectos, como cenizas hacia el cielo, empañando la maravillosa vista sobre Hollywood.


La pipa de crack estaba roja incandescente cuando Leonard Stilwell la posó en el fregadero esa noche. Finalmente había sido capaz de conseguir algo de droga en Pablo's Tacos, y había conducido de vuelta a su apartamento con la droga y cuatro tacos de pollo, cargados de guacamole. Quería alejarse de Hollywood y Highland, puesto que tenía miedo de volver a cruzarse con ese par de policías que parecían ratas surferas.

El camello adicto al crack que le había vendido la droga dijo que tenía seis gramos y Leonard dijo:

– Envuélvelo, me lo llevo todo.

– ¡Cojonudo! -le respondió el camello-. ¿Plástico o papel?

Leonard había estado fumando desde entonces, intentando ver la tele, pero era incapaz de concentrarse. Tan pronto se sentía tierno como eufórico, una combinación que le encantaba sentir, así que decidió seguir el consejo de Alí Aziz, y se acostó temprano. El sobre con las cápsulas estaba en la mesilla de noche junto a su cama. Sacó tres cápsulas, pero luego pensó que era mejor no forzar, y devolvió una al sobre. Se metió dos en la boca y se las tragó con una cerveza.

Entonces se estiró, se metió bajo las sábanas y se preparó para tener dulces sueños. Nadie que viese la pila de billetes que había metido en el interior de un tarro de la cocina, podría decir de Léonard Stilwell que no era un hombre de éxito en Hollywood.


El sol había desaparecido entre finas nubes de humo rosàceo sin que Bix Rumstead hubiera dedicado un solo pensamiento a los vampiros. Dos horas antes había tomado el primer sorbito de la copa de Margot, arrastraba las palabras, sus ojos brillaban, y la noche se cerraba sobre ellos.

Un gran cuervo salió volando desde el cañón hacia el cielo casi negro, batió las alas y graznó a un pajarraco que lo perseguía. Bix Rumstead observó al cuervo escapando de su enemigo, lo vio volar lejos de Hollywood Hills hacia la seguridad de su nido.

Margot lo vio mirando por la ventana y dijo:

– Está poniéndose demasiado frío y oscuro para ver cuervos. Vámonos dentro.

Cuando estuvieron sentados uno junto al otro en uno de los enormes sofás verde pistacho, él intentó concentrarse en la escultura de cristal que colgaba del muro, y se convenció de que no estaba borracho. Una música melosa salía de diversos altavoces y las lámparas del salón y del vestíbulo brillaban a baja intensidad.

– Espero que no te importe que todo sea Rod Stewart esta noche -dijo ella-. Sigo siendo una chica corriente que vino de Barstow.

– En una vieja canción, Route 66, se menciona Barstow -dijo Bix, con ciertos problemas para pronunciar las consonantes-. ¿La has escuchado?

– ¿En serio? -dijo Margot-. Creo que no la conozco.

– Eres demasiado joven -dijo Bix-. Pregúntale a tus padres.

– Lo haré, la próxima vez que los vea -dijo-. Por cierto, están tan preocupados de que Alí pueda llevarse a Nicky como yo. Es su único nieto y lo adoran. Odian a su padre, por supuesto, y ya lo odiaban cuando yo era su bailarina en la Sala Leopardo. Nunca entendieron que hiciese eso para salir adelante. Hollywood es un lugar sin piedad.

– ¿A qué se dedica tu padre? -dijo Bix, intentando no tragar la bebida. «Da sorbos», se dijo.

– Se jubiló de la oficina de correos -dijo Margot.

– Funcionario -dijo Bix-. Como yo.

– Bix -dijo Margot, en un tono más serio-. ¿Me harías un favor enorme?, ¿traerías aquí tu pistola?

– ¿Qué? ¿Quieres pegar tiros a los cuervos de la colina? Yo también soy un cuervo, ¿recuerdas? -las consonantes de nuevo se le trababan en la lengua y en la garganta.

Pero le pareció una ocurrencia muy divertida y soltó una carcajada antes de tomar un buen trago del vaso. Estaba intentando recordar si se trataba de la cuarta o de la quinta copa. Estaba seguro de que podía manejarse bien hasta llegar a la sexta, pero Margot las servía tan cargadas que iba a tener que parar en la quinta. ¿Era ésta la quinta?

– Creo que te conté que había recibido clases de tiro en una armería del Valle. Y estoy segura de que tienes razón, un revólver es lo mejor que me puedo comprar, pero la pistola de 9 mm que disparé en aquella clase me pareció muy cómoda, si es que se puede aplicar una palabra así a una pistola. ¿Te importaría traer la tuya para que pueda hacerte unas preguntas sobre su manejo? Si lo prefieres puedes darme las llaves del coche y la traigo yo.

– Yo la traigo -dijo Bix con un suspiro-. He de ir a mear.

Se levantó del sofá tras dos intentos y cruzó el salón haciendo eses en dirección al lavabo, más allá del vestíbulo. Después de tirar de la cadena se miró en el espejo e intentó concentrarse en sus pupilas. ¿Estaba borracho? Mejor no tomarse otro vodka. Igual era mejor tomar un poco de agua con gas. Después de eso se iría a casa.

En el instante en que abrió la puerta de su furgoneta para sacar su 9 mm de debajo del asiento, Bix Rumstead lo sintió: una corazonada de peligro. El pelo de su cuello se erizó cuando tocó la pistola, y tembló. Los instintos de policía que había desarrollado durante los últimos veintidós años le estaban diciendo que se metiera en el coche y se largase colina abajo para no volver a conducir colina arriba nunca más. Pero decidió que estaba siendo ridículo. La velada era agradable y pronto estaría de regreso a su nido. Después de una última copa.

Mientras estaba fuera Margot sacó del cajón de la despensa dos cápsulas magenta y turquesa que había cogido de su joyero aquel mismo día. Apartó una y vació el contenido en la bebida, removiéndola con el hielo. No le gustó que no se disolviese del todo, no quería que Bix reuniese energía suficiente para conducir de regreso a su casa. Los gránulos trepaban hacia el hielo, y ella pensó que Biz absorbería muy poco en su organismo, así que vació la segunda cápsula y las tiró por el baño. Se preparó otro vaso con tónica, hielo y lima.

Cuando Bix volvió a la casa, una bebida recién servida lo esperaba sobre la inmensa mesa de cristal y metal. Se sentó de nuevo y retiró la Beretta de su funda. Tras tomar un trago de la nueva bebida, dijo:

– ¿Es éste el tipo de arma que disparaste?

– Sí -dijo ella-. Me gustó la sensación, pero no estoy segura de cómo va la seguridad. No querría que fuese demasiado fácil para Nicky descorrer el seguro si, Dios no lo quiera, algún día llegara a encontrarla.

– No puedes vigilarle cuando no está -dijo Bix enfáticamente-. Ésa es la razón por la que comprar un arma no es buena idea.

– ¿Qué es eso de la empuñadura? -dijo ella-. ¿El seguro?

– No -dijo Bix, con la articulación cuidadosa de los ebrios-. Es un decocker, la palanca que bloquea el martillo. Con esta arma no tienes que mover el seguro antes de disparar. Podemos sacar el arma, apuntar y apretar el gatillo. La primera ráfaga es doble y exige que tires fuerte del gatillo. El resto es sencillo. Espera mientras la pistola expulsa los casquillos vacíos. Después tienes que apretar el decocker para recargar con seguridad. Dale al martillo y de nuevo está lista, en la posición de disparo.

– Sólo hay que apretar el gatillo, ¿verdad?

– Aprieta con el dedo índice -dijo él-. No estires ni sacudas el arma.

– Lo tengo -dijo ella-. Creo que me compraré una de éstas.

Bix empezó a hipar y Margot se puso en pie, diciendo:

– Te traeré un bitter con lima. Siempre funciona.

Bix enfundó el arma y tomó un largo trago de vodka, pero no detuvo los hipos. Ella volvió con una salsera. En ella había una cuña de lima empapada en bitter.

– Muerde esto y chupa fuerte -dijo ella con media sonrisa.

Obedeció y se encogió de hombros.

– ¡Sabe fatal!

– Suavízalo -dijo, y lo hizo, con más vodka.

– ¿Mejor? -preguntó ella.

Se sentó sin hablar por un momento y dijo:

– Mis hipos son historia.

– ¿Lo ves? -dijo ella-. ¿Cómo te iba a traer yo algo malo?

Había otro cuervo de Hollywood que tenía mucho que beber esa noche. Hollywood Nate estaba disfrutando de sus días libres. Había ido a un estreno en Westwood, después paró en el restaurante Bossa Nova, en Sunset Boulevard, un local que abría hasta muy tarde, frecuentado por policías. Vio una patrulla de color blanco y negro en el aparcamiento, pero no conocía a los dos polis del interior. Después de comer se dirigió al Micelli's, en Las Palmas, pensando que tal vez allí se encontrara con algún compañero, pero no había nadie conocido en el local. Se quedó y bebió un vaso de tinto de la casa. Luego otro.

Nate iba tocado cuando se metió en su Mustang. Y por ello hizo algo que nunca admitiría haber hecho. Algo que nunca olvidaría, que siempre se preguntaría por qué lo había hecho, y cuyo recuerdo le llenaría de remordimiento en el futuro: condujo hasta Mount Olympus.

Nunca se la había sacado de la cabeza, aunque la atracción inicial que había sentido por ella se había desvanecido. Le atraía el misterio que ella suponía. ¿Quién era? ¿En qué andaba metida? No sabía qué iba a hacer si veía su BMW rojo saliendo o entrando por la entrada de su garaje. No creía tener la fuerza suficiente para caminar hasta la puerta y tocar4 el timbre a esa hora de la noche. ¿Qué le diría? «Sí, Margot, acepto el trabajo de guardia de seguridad en tu casa. ¿Por qué no me has llamado?»Era un hombre adulto, había cumplido treinta y seis años, y este comportamiento era infantil y estúpido, y aun así seguía conduciendo en dirección a Hollywood Hills, hacia Mount Olympus, sin que lo empujase ninguna decisión racional. Cuando llegó allí vio la minifurgoneta Dodge azul y la reconoció. Bix Rumstead a menudo aparcaba cerca de su Mustang en el aparcamiento sur, y una vez le había dicho a Bix que su furgoneta se parecía a las de refuerzo de la patrulla antivicio. Le preguntó a Bix si alguna vez había tenido que pasar vapor por la zona de carga y retirar los condones después de llevar a las putas a la cárcel.

Ver la furgoneta le hizo encarar la otra posibilidad que no había querido considerar. ¿Estaba celoso de que Margot Aziz prefiriese a Bix Rumstead antes que a Hollywood Nate Weiss? Nate pasó por delante de la casa, giró más arriba en la colina y echó un vistazo a la casa de Margot Aziz mientras conducía lentamente y pasaba por delante otra vez. Pensó que Jetsam tenía razón. Aquella casa tenía aura.

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