Capítulo 23

Se había quedado dormido viendo la televisión y se despertó sintiéndose como si Rosie O'Donnell estuviera sentada en su cabeza. Tenía un dolor de cabeza brutal. Estaba buscando algo a qué culpar en lugar de las dos pipas cargadas que se había fumado y todos los bollos que se había zampado. Entonces recordó las pequeñas cápsulas que Alí Aziz le había dado. Vagamente recordó que había engullido dos de esas antes de caer traspuesto.

Leonard Stilwell encendió la televisión porque no podía soportar el silencio, y empezó a beber agua helada. Después de eso se bebió un vaso de zumo de naranja antes de ir a buscar más agua. Nunca había tenido tanta sed en su vida y la cabeza le estaba matando. Era cosa de las medicinas para dormir, seguro. Leonard abrió el cajón de la cómoda que contenía dos tarros, una sartén, dos platos llanos, un cuenco, unos cuantos cuchillos, tenedores, cucharas, calcetines, algo de ropa interior, y dos camisetas limpias. Sobre las camisetas limpias encontró el sobre con las cápsulas magenta y turquesa.

Debería haberse dado cuenta de que lo mejor era no usar nada de lo que el puto árabe le diera. Cogió el sobre, lo llevó a su pequeño baño y lanzó las cápsulas restantes por el retrete. Tuvo que hacer dos intentos para que el agua de la cadena se los tragase.

Cuando volvió a la cocina, una de las presentadoras de las noticias locales de la mañana, una cachonda con cejas pintadas con énfasis, estaba hablando sobre una muerte. A Leonard le dieron ganas de ajustar la televisión verticalmente para mantener esas putas cejas en su sitio. Cuando subió el volumen para oír de una vez si tenía algo sensato que decir, oyó «Alí Aziz». Y pasó a la siguiente historia.

– ¡Mierda santa! -dijo Leonard, mientras hacía zapping por el resto de canales locales. Pero todas las noticias habían acabado. Alguien estaba hablando de una horrible receta de mierda que ni siquiera Júnior el gigante de Fiyi podía preferir a un cuenco lleno de cucarachas.

Se vistió rápidamente, tomó cuatro aspirinas, y corrió escaleras abajo hacia su coche; luego condujo un par de manzanas más allá, hacia una calle residencial donde pudo robar un ejemplar del Los Angeles Times. Condujo de vuelta a su apartamento y pasó todas las páginas del periódico pero no vio nada sobre Alí Aziz. Volvió a poner un canal de televisión local y vio a un portavoz del LAPD realizando una breve declaración sobre el suicidio de un policía del LAPD, y el mortal tiroteo entre el propietario de un club nocturno, Alí Aziz, y su primera esposa, que estaba enrollada con el policía que había muerto.

La primera cosa que pensó Leonard Stilwell fue: «¡Así se van mis oportunidades de estafar de nuevo a Alí Aziz!». La segunda cosa que pensó fue: «¿Cómo podría sacarle algún dólar de toda su fortuna a la viuda de Alí? ¿Contándole lo de los micros?». La respuesta era obvia: no podía. No sin revelar su parte en todo ello. Y ya había visto bastante de la cárcel de Hollywood.

Leonard Stilwell se exigió a sí mismo ver el lado positivo. Tenía diez de los grandes. Tenía la pasta que necesitaba para salir de los bajos fondos y meterse en el negocio que había estado pensando. Era una jodida pena que ese árabe irascible tuviese que acabar frito sólo porque un poli estaba haciendo cochinadas con su mujer. Era la única vez en su vida que Leonard Stilwell se sentía en medio de una inmensa teleserie ¡y era incapaz de descubrir cómo podría extraer un jodido centavo del asunto!


Aquella misma mañana, el detective Bino Villaseñor casi había concluido sus informes, deseoso de irse a casa, cuando recibió la noticia de que el oficial Bix Rumstead se había pegado un tiro. Todo cambió en un momento. Tanto el capitán de área como el capitán de comisaría estaban reunidos con el comandante del Departamento Oeste. Y el detective comprendió que si quería irse a la cama iba a tener que discutirlo con el mismísimo jefe de la policía.

El detective llamó a las oficinas de William T. Goodman, y fue educadamente informado de que la cliente del señor Goodman, Margot Aziz, no iba a hacer más declaraciones a nadie salvo que fuese presentada una orden judicial. El señor Goodman dijo que de ahora en adelante aceptaría presentarse él, en nombre de su cliente, a cualquier citación relacionada con esta terrible tragedia.

A las dos del mediodía, tras haber sido asaltados los portavoces de la jefatura de policía por los periodistas que cubrían la noticia, el detective Villaseñor se encontró en una sala de conferencias en la sexta planta del Parker Center con un equipo de policías y varios representantes del fiscal del distrito. Bino Villaseñor se había estado preparando para esta reunión durante todo el día y había esperado cientos de preguntas detalladas. Pero cuando llegó, todos habían leído sus informes y parecían satisfechos. Las preguntas fueron pocas.

Uno de los fiscales del distrito dijo:

– Detective Villaseñor, ¿tiene alguna duda respecto a la inocencia del oficial Bix Rumstead en el complot para asesinar al señor Alí Aziz?

– Ninguna -dijo el detective-. En mi opinión se suicidó por vergüenza y arrepentimiento. El oficial lo había perdido todo, y no podía encarar la desgracia que se había causado a sí mismo y especialmente a su familia.

– ¿Sospecha que la señora Margot Aziz elaborase un plan para asesinar al señor Alí Aziz? -dijo el fiscal.

Bino Villaseñor miró a toda la concurrencia, que aguardaba expectante y dijo:

– Si estaba planeado y el oficial Rumstead era un pardillo útil como posible señuelo sólo Margot Aziz sabe cómo lo hizo. Conseguir meter a Bix Rumstead en el dormitorio por primera vez no habría sido tan difícil, pero conseguir que Alí Aziz subiera allá con su pistola registrada en la mano y con el asesinato en mente, bueno, no puedo imaginar cómo pudo hacer coincidir los tiempos tan bien. Realmente lamento que el oficial Rumstead esté muerto. Todos los empleados de la Sala Leopardo que estuvieron allí ayer por la noche han prestado declaración. Incluso una bailarina llamada Jasmine McVicker que esperó unos minutos en la puerta a ser identificada por una unidad de vigilancia nocturna. Nadie vio a Alí Aziz largarse del club, ni siquiera la bailarina que había salido quince minutos antes para intentar detener una pelea en el parking.

– ¿Habló usted con el abogado de la señora Aziz sobre la herencia familiar? ¿Cuál cree que es el motivo del crimen? -preguntó el fiscal del distrito.

– Ésa fue una de mis primeras preguntas -dijo Bino Villaseñor-. El administrador de Margot es su padre, que vive en Barstow, y todo lo que tiene irá a parar a manos de su hijo, Nicky Aziz.

– ¿Y qué pasa con las propiedades de Alí Aziz? -inquirió el fiscal.

– Su abogado nos informó de que él será el administrador y que los bienes irán a parar a manos de Nicky Aziz.

– Por lo que ha podido averiguar -dijo el fiscal-, sugiere que se trata de un caso de defensa personal y no de un homicidio, ¿es así?

– Correcto -dijo Bino Villaseñor-. Al menos, de momento.

– ¿Y el abogado no nos dejará ver a Margot Aziz para seguir interrogándola a menos que presentemos una citación? -dijo el fiscal.

– Correcto -dijo el detective-. Lo último que me ha dicho es que ella se va a tomar unas largas vacaciones para alejarse de la prensa, posiblemente en un crucero. Dijo que han enviado al niño a casa de sus abuelos en Barstow, y que Margot Aziz no volverá a Hollywood hasta que lo que él denomina «este feo escándalo» deje de aparecer en las noticias. Dijo que está ofuscada, agotada mentalmente.

El comandante dijo:

– Hizo usted un buen trabajo, detective. Y también parece agotado. ¿Por qué no se va a casa?

– Tengo algo dentro todavía, jefe -dijo Bino Villaseñor-, pero en este caso, es como boxear contra fantasmas.


Al final de aquel largo día, el sargento a cargo de la Oficina de Relaciones con la Comunidad, les dijo a todos los cuervos, en una reunión muy solemne, que la familia de Bix Rumstead planeaba organizar un funeral privado en cuanto el forense enviase el cuerpo de Bix a la morgue. Entonces el sargento contó unas cuantas anécdotas de los buenos tiempos felices que había vivido con Bix, y se inventó otras.

Ronnie Sinclair tuvo que secarse los ojos varias veces mientras los otros hablaban sobre Bix, y declinó la oferta para decir algo sobre su compañero. Ronnie quería contarles a todos el día que Bix se había convertido en un ángel para un niño camboyano moribundo, pero sabía que no iba a ser capaz de acabar de contarlo.

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