La Guardia 5 salió a la calle con el sonido de una explosión que oyeron aquella noche. El estallido provenía de una mujer rubia que era policía hacía doce años. Tenía un corte de pelo deportivo, mejillas abultadas y sonrosadas y apenas un toque de maquillaje. Corría el rumor de que su cinturón Sam Browne era talla 44. Gert von Braun había sido transferida recientemente a Hollywood desde la División Central, donde había participado en un tiroteo al que los policías se referían como «uno de los gordos». Gert se había topado con un delincuente que salía de una licorería de Skid Row, con el botín y un arma en la mano, en el mismo momento en el que Gert, que iba sola en el coche, estaba aparcando en la acera de enfrente. Mientras giraba con la mano izquierda, Gert había disparado con una sola mano a través de la ventanilla abierta del acompañante y le había metido cuatro tiros de cinco al fugitivo, matándolo al instante y por tanto convirtiéndose en una célebre tiradora dentro de la comisaría central.
Pero Gert estaba harta de todos los parias de Skid Row y de los olores asociados a ellos, orina y heces, vómito y sangre. Y del peor de todos, el insoportablemente dulce y empalagoso olor de la carne putrefacta de los cadáveres que yacían bajo los puentes y en los refugios de cartón, algunos durante tanto tiempo que incluso las moscas que los cubrían estaban muertas. Al menos sus pequeños cadáveres no olían. Los vivos tampoco estaban en mucho mejores condiciones: vagabundos con las piernas y los pies cubiertos de montones de gusanos que se los comían vivos, mientras los desgraciados comían lo que conseguían mendigar en las puertas traseras de los comederos del centro de la ciudad.
Los jefes de la guardia siempre estaban pidiendo que se hicieran limpiezas profundas en la comisaría central. Tenían una máquina de desodorización de aire encendida la mayor parte del tiempo y quemaban barritas de incienso en la sala de informes. Cuando los policías llegaban al trabajo, olían el aire y decían: «¿Es un día de tres o de cuatro barritas?».
Finalmente Gert von Braun había decidido que la División Central olía como una zapatilla de tenis gigante y no podía quitarse el olor de la nariz, ni del uniforme. La comisaría Hollywood estaba más cerca de su casa en el Valle y olía mucho mejor, aunque ella sabía que era bastante más estrafalaria que la central. Había pedido que la transfirieran y lo había conseguido.
En la comisaría Hollywood todos notaron que Gert llevaba de todo menos un lanzador de cohetes en su bolso, que de hecho no era un bolso sino una enorme maleta negra con ruedecillas. Y los policías descubrieron rápidamente que Gert padecía de STE, que era como llamaban al síndrome de temperamento explosivo, especialmente cuando salía de la comisaría resoplando e iba hacia el aparcamiento, con la cara enrojecida por el calor del verano y arrastrando su bolso, en el que llevaba una pistola de balas de goma y una Remington 870 modelo «Te pego un tiro y estás frito», mientras su compañero la seguía bastante más atrás.
Ése no era un buen momento para molestarla, pero ya se sabe que los policías surfistas rio eran precisamente manantiales de sabiduría. Siempre se referían a las maletas grandes con ruedas como «bolsos maricones para empleados de compañías aéreas». Jetsam señaló con la cabeza la maleta de nilón de Gret, guiñó un ojo a Flotsam y le dijo a ella:
– Perdone, señorita, pero ¿saldrá a tiempo nuestro vuelo?
Siguiéndole la corriente, Flotsam dijo:
– ¿Podemos tomar algo antes del despegue? ¿Y qué me dice de unos cacahuetes?
Gert von Braun, que apenas superaba el metro cincuenta de estatura pero pesaba más que Jetsam, aunque no más que Flotsam, mucho más grande, le respondió:
– Meteos los cacahuetes por el culo, par de calamares surfistas.
– Ay, sí que es escandaloso -le susurró Flotsam a Jetsam.
– Estoy aterrorizado -le contestó él, también susurrando.
Todavía mirando a los policías surfistas con mala cara, Gert metió su equipo en su taquilla, la cerró y comenzó a revisar su sistema móvil de datos para oficiales (PODD), que ya había estado comprobando en el cuarto del material.
El PODD, al que los policías llamaban «pod», era uno de los instrumentos de tortura promovidos por los monitores del decreto federal. Era un instrumento de mano que parecía una Blackberry grande, y que contenía los informes de datos de campo (IDC) que los oficiales del LAPD tenían que rellenar cada vez que interceptaban o detenían a un sospechoso por su propia cuenta. Allí tenían que consignar el género, origen y edad del sospechoso, y el motivo de la detención, indicando además si se había efectuado un cacheo o un registro más completo del sospechoso o de su coche.
El propósito del IDC era vigilar si los policías estaban o no comprometidos con la elaboración de perfiles raciales, pero como todo lo que estaba asociado con el decreto, empeoraba el trabajo policial de carácter preventivo. Sumado a las montañas de papeleo que ya tenían que soportar para complacer a sus superiores, aquello era engorroso e insultante, y alentaba a los otrora honestos policías a «compensar» sus legítimas detenciones de negros y latinos inventando asiáticos y británicos inexistentes. En general, exasperaba a todos los que tenían que usarlo y acababa quitando de las calles a más policías para que se encargaran de la información correspondiente al PODD.
Y en ese momento, nadie estaba más exasperado que la oficial Gert von Braun, que comprobó su PODD y lo colocó encima del maletero de su coche patrulla, intentando ignorar al equipo de surfistas, que la miraba y se reía a carcajadas. Como estaba enfadada con los surfistas, con el PODD y hasta consigo misma por haberse trasladado a la comisaría Hollywood, cuando cargó el tubo de la recámara de su escopeta estaba pensando en cualquier cosa. El procedimiento para cargarla estaba diseñado de modo que el arma quedara «lista para patrullar», es decir, con cuatro municiones en la recámara y ninguna en la cámara. El seguro se quedaba puesto hasta que el arma estuviera lista para ser usada, entonces había que quitar el último cartucho de la culata y colocarlo en la cabeza de la recámara.
Probablemente porque tenía mucho calor, porque las burlas de los surfistas la estaban distrayendo y, sobre todo, porque tenía muy malas pulgas, se olvidó de que acababa de cargar la recámara. Y decidió probar el funcionamiento como hacía habitualmente antes de cargar los cartuchos. Por supuesto, eso hizo que en la cámara quedara un cartucho operativo, y el seguro quitado.
Gert se dio cuenta enseguida de lo que había hecho, y por lo bajo maldijo a los surfistas por haberle faltado al respeto. Después de dejar su teléfono móvil junto al PODD, encima del maletero del coche, se dispuso a quitar el cartucho de la cámara.
– Tronco, creo que es mejor que movamos el culo -le dijo Flotsam a su compañero-. Gert nos tiene en la mira y está con los labios tensos, los colmillos fuera y un arma entre las garras.
– Colega, esa gorda fea es capaz de tirar con cualquiera de sus dos manos -asintió Jetsam, mirando la medalla de experta tiradora que colgaba del bolsillo de su solapa, sobre su busto de talla supergrande-. Y el corazón le bombea gas refrigerante en las venas.
Todavía mirando con mala cara a los surfistas, e intentando pensar en alguna burla sobre el ridículo aspecto de su cabello repeinado y aclarado, Gert vio que el PODD había chocado contra el teléfono móvil y que éste se estaba cayendo.
– ¡Mierda! -dijo, e intentó alcanzarlo con su mano izquierda antes de que se estrellara contra el asfalto, pero cuando tocó el PODD, éste comenzó a resbalar. Ahora intentaba coger ambas cosas con la mano izquierda. Y por accidente, tocó el gatillo con la derecha.
La tarde comenzó con un estallido en toda regla, uno de los grandes. Dan Applewhite, alias «Día del Juicio Final», gritó como si le hubiesen dado. Estaba inclinado sobre la taquilla y con la explosión brincó hacia atrás, se retorció torpemente y cayó sobre la cadera. Su compañero novato, el joven Gil Ponce, que estaba a un mes de completar su entrenamiento de dieciocho meses, se agachó instintivamente y sacó su Beretta.
La escopeta de la agente Von Braun estaba apuntando hacia arriba, así que la explosión no causó ningún daño, excepto en la psique del agente Applewhite. Al cabo de un minuto, tres supervisores corrían hacia el aparcamiento, incluidos el teniente y el sargento Treakle. Gert von Braun estaba asustada, mortificada, y se alivió enormemente cuando vio que no había matado a ningún policía, aunque sabía que tendría que enfrentarse a una acción disciplinaria por la descarga accidental.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó el teniente al oficial instructor, cuyo rostro estaba blanco.
– Creo que sí -dijo Dan Applewhite. Y luego agregó-: No estoy seguro. Es mejor que vaya rápido a Cedars y me haga un chequeo. La caída fue dura.
Los supervisores de Dan Applewhite daban por descontado que iría a solicitar tratamiento médico, puesto que se acercaba la fecha de su retiro. Era capaz de ir al Cedars Sinai o al Presbiteriano de Hollywood a pedir una inyección antitetánica por un corte con una hoja de papel. Estaba decidido a dejar formalmente registrada cualquier herida que sufriera en horas de servicio mientras estuviese activo, en caso de que durante sus años de retiro apareciera alguna incapacidad, como estaba seguro de que ocurriría.
Gert von Braun siguió a los supervisores hasta la comisaría para prestar declaración acerca del incidente mientras los policías surfistas se metían en sus tiendas y comprobaban sus llamadas, con la esperanza de que no los culparan de acosar, enfurecer y distraer a una célebre tiradora que usaba un Sam Browne talla 44. Pero no tenían que preocuparse por ello. A Gert se le dijo que probablemente acabaría con una reprimenda oficial, y lo aguantó como un hombre.
Después de que los supervisores y Gert von Braun se marcharan, el novato de veintidós años se volvió hacia su compañero, que parecía muy afectado, y dijo:
– ¿Quieres que conduzca yo esta noche?
Sin decir una palabra, el policía más viejo le alcanzó a Gil las llaves de su tienda. Los dolores le quemaban la cadera izquierda y se irradiaban hasta el fémur. Se preguntó si todo aquello no podía acabar en un posible trasplante de cadera. Había oído historias horrorosas sobre infecciones bacterianas que dejaban inválidos a los pacientes tras una operación de cadera, y se hizo una imagen mental aterrorizadora de sí mismo intentando llegar hasta su apartamento con un andador.
Para desgracia del policía más viejo, pero felizmente para su joven novato, la sala de urgencias estaba repleta de pacientes que tenían auténticas lesiones que necesitaban tratamiento. Aunque fuera un oficial del LAPD, a Dan Applewhite se le dijo que tenía que esperar una hora o más antes de que pudiera verlo un doctor.
– ¿Cómo te sientes ahora? -le preguntó Gil a su compañero, que inclinaba el cuerpo cuidadosamente sobre su cadera sana mientras intentaba sentarse entre espasmos de dolor.
Un niño latino de seis años, cuya madre tenía contracciones, contemplaba a Dan, que estaba tieso. Finalmente le dijo:
– ¿Por qué te sientas de ese modo tan raro? Pareces un saltamontes azul.
Dan Applewhite ignoró al chico, pero le dijo a Gil Ponce:
– Vámonos de aquí. Pero si ocurre algo por culpa de todo esto te quiero como testigo. Me duele desde la cadera…
– Hasta la pera -dijo Gil, y cuando vio la mirada que le echaba su superior, añadió-: Lo siento, sólo intentaba animarte un poco. Vamos a buscarte una taza de café.
Como Hollywood Nate, Dan «Día del Juicio Final» era uno de esos policías amantes de Starbucks, y habría preferido soportar una falta prolongada de cafeína que poner un pie en un 7-Eleven para conseguir café. Gil Ponce no podía entenderlo, dado el precio del café de Starbucks, pero su compañero a menudo compraba el café para los dos, e incluso algunas veces la comida, en un Hamburguer Hamlet o en IHOP. La generosidad era una de las pocas virtudes de Dan que todos apreciaban, y que hacía tolerable el trabajar con él cuando estaba de mal humor. Gil pensaba que quizás era la manera que tenía su instructor de compensarle.
A Dan Applewhite los demás policías le llamaban Dan «Día del Juicio Final» porque vivía constantemente augurando calamidades, con el ceño siempre fruncido y una sonrisa invertida en los labios. Podía ser optimista y valiente, pero a toro pasado se acobardaba y se imaginaba toda clase de horrores que podían haberle caído encima como consecuencia de sus actos. Era capaz de meter la mano sin enguantar dentro de la boca de algún drogadicto que se resistía para sacarle una piedra de cocaína de cinco gramos que llevaba escondida, y luego concluir que si tenía suerte sólo iba a contraer algunas bacterias en lugar del virus del sida a causa de aquel contacto. Tenía cincuenta y un años y le quedaban cuatro para retirarse, pero estaba patológicamente convencido de que nunca lo lograría. O de que, si lo hacía, el mercado de valores iba a caer y a dejarle en bancarrota, y allí estaría él, un policía retirado, mendigando céntimos en Hollywood Boulevard.
– He oído que Donald Trump lleva consigo un esterilizador para cuando tiene que estrecharle la mano a mucha gente -le había dicho Flotsam a Gil Ponce-. Si tengo que trabajar con Dan todo el tiempo le compraré uno. Me resulta incómodo que cuando está deprimido y tenemos que ir por una hamburguesa, él se ponga guantes para limpiar la mesa con algún pulverizador y pañuelos de papel.
Gil Ponce tenía esperanzas de que algún supervisor lo trasladara con otro instructor, pero como era un novato y le faltaba tan poco para terminar su formación, Gil se había resignado y se sentía afortunado cuando por alguna consideración estratégica le tocaba patrullar con otros compañeros. A pesar del pesimismo patológico de Dan, el veterano le había enseñado muchas cosas a Gil, y el novato de veintidós años nunca dudó de que era un buen maestro y de que podía confiar en él.
Más de una vez el veterano había aleccionado a Gil sobre los modos de aprovechar su estatus de hispano dentro del IAPD, que tanto se preocupaba por la diversidad, sobre todo ahora que la ciudad de Los Ángeles tenía un alcalde mexicano-americano muy popular.
– Tú eres hispano -le había recordado Dan-. Así que utilízalo cuando llegue el momento.
– En realidad no lo soy -le dijo finalmente Gil Ponce a su compañero una tarde, mientras patrullaban las calles periféricas del este de Hollywood en busca de ladrones de coches-. Déjame que te lo explique.
El nombre de Gil Ponce provenía de su abuelo paterno, que había emigrado junto con sus padres desde Perú hasta Santa Bárbara, California. Todos sus hijos, e incluso el abuelo de Gil, se habían casado con americanos.
Gilberto Ponce III le dijo a Dan que le habría gustado que su madre, cuyos antepasados eran una mezcla de irlandeses y escoceses, le hubiese llamado Sean o Ian, pero que ella había dicho que aquello hubiera sido una deshonra para su abuelo, a quien el pequeño Gil quería tanto como a sus padres. Sin embargo, Gil siempre se había sentido como un impostor, especialmente ahora que su superior se pasaba el día machacándole con la idea de que un nombre como el suyo podía facilitarle un ascenso en Los Ángeles, California, en torno al año 2007.
– El hecho de que tenga un nombre hispano es una casualidad -le dijo finalmente Gil a su compañero.
– Lee el nombre que aparece en tu insignia, sobre tu uniforme -replicó Dan Applewhite-. Eres hispano. Eso significa algo hoy en día. Mira a tu alrededor dentro de la comisaría Hollywood. Excepto en la guardia, los blancos anglosajones son minoría. La mitad de los actuales alumnos de la Academia son hispanos. Los Ángeles está a punto de ser reclamado por México.
– Está bien, míralo de este modo -dijo el novato-. ¿Qué habría pasado si mi abuelo peruano hubiera llegado de los alrededores de Brasil, donde tienen nombres portugueses y no hablan español? ¿Incluso así pensarías que sumo puntos por diversidad?
– No compliques tanto el asunto sólo porque has ido a la universidad -dijo Dan-. Todo gira en torno al color y la lengua.
– Yo sé tanto de español como tú, el color de mi piel es más claro que el de la tuya, y mis ojos más azules. Si quieres hacer números, soy peruano exactamente en una cuarta parte, y no creo que eso me haga mestizo -dijo Gil.
– Lo analizas demasiado -dijo Dan Applewhite. Le hubiese gustado que su colega no le discutiese todo, y pensó que había llegado el momento de retirarse.
– Y si tuviera el mismo ADN peruano por parte de mi madre, y no tuviera nombre hispano, no estaríamos teniendo esta discusión. ¿Acaso los hijos de Geraldo Rivera suman puntos por diversidad? ¿Y qué me dices de Cameron Díaz, cuando tenga niños? ¿O Andy García? ¿O Charlie Sheen, por el amor de Dios? ¡Es tan hispano como yo! -dijo Gil.
La conversación había acabado hacía un buen rato cuando Dan «Día del Juicio Final» acercó el coche junto al borde de la acera, lo aparcó y, volviéndose hacia su compañero, dijo:
– Ésta no es la ciudad de los ángeles; es la ciudad de los anzuelos, donde todo el mundo anda buscando un enchufe. Se hablan cientos de lenguas en Babelwood, ¿no es cierto? Todo gira en torno a la diversidad, las preferencias personales y las actitudes políticamente correctas. Así que si la lotería de la vida te ha dado un enchufe, has de aceptarlo y dar las gracias. Porque aunque eres un gran chico y tienes potencial, te digo aquí y ahora que si no cierras la boca y no actúas como si de verdad hubieses nacido en alguna otra parte fuera de Los Ángeles, como instructor tuyo voy a decidir que eres demasiado estúpido para ser un policía, ¡y que tal vez ni siquiera debas aprobar tu curso de formación! ¿Me sigues?
Entonces Dan Applewhite comenzó a estornudar y tuvo que coger su caja de clínex y su spray nasal.
– ¿Ves lo que has hecho? -dijo, sorbiéndose los mocos-. Me pones nervioso y mis alergias se activan.
Cuando el veterano pudo controlar los estornudos, su joven compañero pensó un rato en silencio, miró a su instructor y le dijo, en un español de bachillerato con acento inglés:
– Me llamo Gilberto Ponce. Hola, compañero.
Limpiándose la nariz, Dan «Día del Juicio Final» dijo:
– Así está mejor. Pero no tienes que exagerarlo. Vosotros los hispanos siempre tendéis a rizar el rizo.
Leonard Stilwell era un cocainómano de treinta y nueve años, con una mata de cabello grueso y rojo, el rostro lleno de pecas y grandes ojos azules de mirada extraviada que parecían más adecuados para una vaca de granja. Había pasado dos temporadas relativamente cortas en la cárcel del condado de Los Ángeles cumpliendo condena por robo, pero nunca había sido encerrado en la prisión estatal. La última condena le había caído porque Leonard arrojó sus guantes de goma en un contenedor después de haber completado su tarea sin ningún error. Más tarde la policía encontró los guantes, y después de cortar las puntas de los dedos, procesó el material en el laboratorio y obtuvo buenas huellas. Tras aquella condena, Leonard Stilwell comenzó a ver CSI en la televisión.
La penitenciaria del condado estaba tan superpoblada que era frecuente que los prisioneros no violentos como Leonard pudieran obtener una excarcelación anticipada para dejar sitio a los violadores, a los pandilleros y a los asesinos de sus esposas. Así que Leonard se beneficiaba de los crímenes que cometían los demás, y salía escupido de nuevo a la calle como pasta dentífrica de un tubo. Cuando estaba fuera se apresuraba a contactar con viejos colegas para intentar convencerlos de que le diesen un adelanto de su parte del siguiente trabajo, y luego se pasaba varios días tomando cocaína para intentar olvidar las miserias de la cárcel antes de volver al trabajo. Pero todo aquello lo hacía cuando trabajaba en equipo con el experto ladrón Whitey Dawson, quien había muerto de sobredosis de heroína seis meses atrás y cuyas últimas palabras habían sido:
– ¡No estoy mejorando nada!
Leonard Stilwell había demostrado ser razonablemente eficaz en los asaltos de licorerías, lo que también había sido la especialidad de Whitey Dawson, y además mostraba cierta competencia en rellenar botellas vacías de primeras marcas con licores baratos robados, a las que luego adhería alguna etiqueta verosímil con la que sellaba la tapa. Dos veces le había vendido varias botellas alteradas a Alí Aziz, de la Sala Leopardo, mezcladas con algunas legítimas, y Alí nunca se había dado cuenta.
Ahora que Whitey Dawson se había ido, a Leonard Stilwell no le había quedado más remedio que aceptar un empleo. Era la primera vez en quince años que recibía un cheque de pago auténtico, y le pareció detestable. Era el único gringo en un negocio de lavado de coches de poca monta, y cuando no era el dueño el que le gritaba, lo hacían los demás trabajadores. Uno de los mexicanos era un viejo amigo llamado Chuey, que algunas veces tenía algo de cocaína decente para vender. Chuey nunca llevaba la cocaína encima, de manera que Leonard tenía que desplazarse hasta la pequeña casa de campo al este de Hollywood donde vivía si quería la droga.
Leonard condujo hasta allí justo después del atardecer y se encontró la puerta de la casa de Chuey abierta de par en par. Lo llamó a gritos, y al rato entró, pero no pudo encontrar a Chuey por ninguna parte. Entonces fue hacia el patio y lo vio. Horrorizado, Leonard corrió de vuelta a la casa, cogió el teléfono de Chuey y llamó al 911 para avisar de lo que había encontrado, intentando adoptar un inglés con acento español pero que en realidad era una lengua casi indescifrable.
Antes de abandonar la casa, decidió que tenía que superar su espanto, así que se tomó el tiempo suficiente para registrar el dormitorio hasta que encontró la cartera de Chuey. Cogió los veintitrés dólares que había en la cartera y salió de allí pitando.
La denuncia del «problema desconocido» llegó un par de horas después de que el ataque de alergia de Dan Applewhite hubiese cesado. Por regla general, «problema desconocido» significaba que alguien había llamado ebrio o histérico o, a veces, hablando en un lenguaje incomprensible. Pero en realidad podía significar cualquier cosa, y ponía un poco nerviosos a los policías, que entonces tenían que estar especialmente alerta.
Aquel sector de Hollywood era territorio de bandas, pero no de bandas salvadoreñas. Allí vivían más bien los viejos cruisers, veteranos mexicano-americanos de la banda de White Fence. Los registros más recientes contaban 463 bandas callejeras en Los Ángeles, con 38.974 miembros. Pero cómo se las había arreglado el LAPD para contar cabezas con tanta precisión, nadie lo sabía.
– Trae el arma -le dijo a Gil Ponce, que sacó la Remington de su escondite improvisado entre los asientos del coche y colocó algo de munición en la recámara.
Estaban frente a una casa rodeada por una verja de madera, con la pintura blanca desvaída y descascarada, y el pequeño patio lleno de maleza. De la puerta abierta salía un olor a salsa y a manteca de cerdo friéndose.
– ¡Policía! -gritó Dan Applewhite, acercándose al portal-. ¿Alguien nos ha llamado?
No hubo respuesta. Dan le quitó el arma a Gil y utilizó el cañón para abrir la puerta un poco más. La casa estaba a oscuras, pero de la cocina salía una luz. Alguien había estado comiendo recientemente en la mesa. El dormitorio estaba vacío y la cama meticulosamente hecha, con un gastado cubrecama estirado sobre una única almohada. Había ropa de hombre encima de una silla y, colgado del armario, un escaso vestuario que constaba de dos pares de pantalones color caqui, varias camisas blancas y un jersey gris sin mangas.
La puerta de atrás estaba abierta, así que Gil apuntó su linterna hacia el exterior, a un pequeño patio trasero donde vio el triciclo de un niño y una piscina de plástico, pese a que el interior de la casa no mostraba ninguna señal de que allí viviese algún niño. La linterna iluminó luego una cómoda barata en el dormitorio donde se veían cuatro fotografías de un niño latino sonriendo.
– Tiene un hijo que vive en alguna parte, aunque no sea aquí -dijo Gil.
El policía joven caminó hacia el pórtico de atrás de la casa y notó que el portón estaba abierto y que daba a un callejón. Del otro lado del callejón había un edificio de apartamentos que hubiera sido una verdadera trampa en caso de incendio, afeado con pintadas de pandilleros y del que se sabía que albergaba a inmigrantes ilegales latinos. Era evidente que estaba ocupado a juzgar por todas las plantas de judías y tomates que había en las áreas comunes, donde en otros tiempos debía de haber almácigas de flores o una parcela de tierra. No era muy tarde, pero sólo unas pocas ventanas estaban iluminadas en las tres plantas del edificio. Su dueño, que vivía en el lado oeste de la ciudad, había sido citado por violar el código de incendios.
Gil Ponce atravesó el patio y salió al callejón, y allí encontró el motivo de la llamada: colgaba de lo que parecía ser una cuerda de nailon, de una estaca clavada en un poste de teléfono que se alzaba entre la casa de la llamada y la edificación vecina. Llevaba únicamente calcetines cortos de algodón blanco, nada más. No tenía zapatos, y había heces chorreando por las piernas y los pies. Su cuello estaba estirado unas tres veces más de lo normal, y la tonalidad olivácea normal de su rostro se había vuelto púrpura y negra. El torso, los brazos, el cuello e incluso un lado de la cara estaban pintados con dibujos de muchos colores, la mayoría de los cuales eran tatuajes pandilleros. Había una escalera de mano tumbada en el suelo del callejón, a poco más de un metro del cuerpo colgado.
– ¡Compañero! -gritó Gil.
Cuando el veterano vio el cuerpo colgando, dijo:
– Alguien de ese edificio debe de haber hecho la llamada.
Gil, que nunca antes había visto a un suicida, dijo:
– ¿Qué hacemos?
– Sobre todo, ocuparnos de que la cabeza de este tío no se despegue y ruede por el callejón -contestó Dan Applewhite.
Cuando llegó el forense, habían colocado un reflector. Uno de los de levantamiento de cadáveres dijo que subiría por la escalera a desatar el nudo si su compañero y otro policía podían levantar el cuerpo para soltar un poco la cuerda. Para entonces, varios ocupantes de los apartamentos del edificio vecino habían abierto las ventanas y se asomaban a contemplar el macabro espectáculo.
Mientras Gil observaba boquiabierto y horrorizado las piernas cubiertas de heces del muerto, Dan Applewhite dijo:
– Mi joven socio es grande y mucho más fuerte que yo. Él te ayudará.
– ¡Puedo olerlo desde aquí! -exclamó Gil.
– Lo envolveremos con una sábana cuando lo recojamos -dijo el de levantamiento de cadáveres-. Nunca desatamos los nudos. El forense los quiere intactos. Aguanta la respiración, no hay problema.
– ¡Qué asco! -murmuró Gil Ponce, colocándose los guantes.
Cuando ya habían colocado la escalera en el sitio adecuado, y las luces y voces del callejón habían provocado que varios inmigrantes ilegales más asomaran las cabezas por la ventana, llegó el D2 Charlie Gilford, molesto por haber tenido que despegarse de su televisor sólo porque algún viejo cruiser había decidido hacer una danza aérea. Justo cuando sonó el teléfono, uno de los concursantes de American Idol, una chica gorda que siempre desafinaba, había comenzado a sollozar, y los crueles miembros del jurado lo estaban aprovechando. Dan Applewhite le dijo al detective:
– Sólo es «uno de los muchachos» de arriba de la colina. Lo que quiere decir un tipo de mediana edad que nunca hizo la declaración de la renta.
Charlie observó el torso y los brazos cubiertos de coloridos tatuajes del hombre colgado y luego contempló al joven Gil Ponce, que caminaba resignadamente hacia la escalera como quien va hacia su propio ahorcamiento. Finalmente, el detective chasqueó la lengua y sonrió con aire satisfecho. Dan Applewhite lo notó, y dijo:
– Ya sé lo que estás pensando, Charlie, pero esas personas de allá arriba no pueden oírte. Es obvio, así que ¡no lo digas!
Pero el detective de la guardia era todo menos sutil. Mirando de reojo al pálido y asqueado Gil Ponce, el Compasivo Charlie Gilford gritó:
– ¡Hey, chico, tráeme un puto palo! ¡Esto es lo que yo llamo una piñata!