A la mañana siguiente, Hollywood Nate recibió una llamada de teléfono de su sargento de la CRO en Hollywood Sur. Los policías surfistas habían estado intentando dar con Nate, y habían dejado un número de móvil al sargento. Cuando Nate llamó al número, Jetsam contestó y Nate oyó de fondo el sonido de las olas.
– ¿Por qué me convoca el equipo de la jaqueca? -quiso saber Nate.
– Hermano, ¡Malibú está genial hoy! -dijo Jetsam-. Deberías estar aquí. Mi compañero está con dos novatas que llevan tanguitas del tamaño de un parche de neumático.
– Ya veo -dijo Nate-. ¿Tenías que informar a alguien y yo gané el premio?
– No, hermano -dijo Jetsam-. Tengo que hablarte de algo.
– Habla -dijo Nate.
Jetsam dijo:
– Me gustaría poder hacerlo en persona en la comisaría, pero nuestros horarios no encajan.
El resto de la frase se desvaneció y cuando la señal volvió, Nate dijo:
– No te oigo.
– ¡Mierda! -dijo Jetsam-. Nos vemos en el Hamburger Hamlet a mediodía.
Entonces fue Nate quien dijo:
– ¡Mierda!
La señal se perdió y Nate supuso que el surfista imbécil no había cargado su teléfono.
Se suponía que Nate tenía que encontrarse con Rita Kravitz para hablar con tres miembros del Comité para los Sin Techo, pero se sintió obligado a posponerlo y encontrarse con Flotsam y Jetsam que estarían en el Hamburger Hamlet, esperándole. Hollywood Nate sólo deseaba que a Jetsam no le hubiera dado otra vez por jugar a los detectives. Con el último episodio había conseguido una cena con Margot Aziz, pero eso fue todo lo que había obtenido. Ella todavía no le había llamado.
Aquella misma mañana Leonard Stilwell logró arrastrarse fuera de la cama sin haber dormido más de dos horas. Se había despertado varias veces con pesadillas y había yacido durante horas antes de caer en un breve pero reparador sueño. La mayor parte de la noche estuvo pensando cómo había sobrevivido por los pelos a la catástrofe de la tarde anterior por culpa de las medidas desesperadas que se veía obligado a tomar.
Tenía suerte de estar vivo y en libertad, pero no tenía proyectos salvo el trabajo para Alí Aziz. Dentro de dos días tendría que pagar su alquiler semanal y apenas tenía dinero para poner gasolina en el coche ni suficiente comida en el estómago para evitar sentirse débil y con náuseas. Se comió los cereales que quedaban directamente de la caja pues no tenía leche, tomó una taza de café y, sin afeitarse siquiera, se metió en el coche decidido a presentarse en la Sala Leopardo y pedir otro adelanto a Alí Aziz.
Leonard tuvo que golpear varias veces la puerta de la cocina antes de que uno de los empleados mexicanos asomara y la abriese.
– ¿Dónde está Alí? -preguntó Leonard.
– Está en la oficina -dijo el joven, inseguro sobre si había hecho bien abriendo la puerta a Leonard.
Leonard pasó por delante, entró en la sala principal donde otro mexicano estaba pasando el aspirador y limpiando mesas, y siguió hacia el vestíbulo y la oficina de Alí. No se molestó en llamar a la puerta.
– ¡Leonard! -dijo Alí, irritado por la entrada abrupta.
– Tengo que hablar contigo, Alí -dijo Leonard.
– Te dije que te llamaría pronto.
– Sí, bueno, no puedo esperar más -dijo Leonard.
Alí Aziz lo escrutó. El pecoso rostro de Leonard estaba enrojecido. Sus ojos azules parecían más vacíos y estúpidos que de costumbre. Su herrumbroso pelo rojo era una maraña desordenada, y llevaba días sin afeitarse. Alí pensó que debía ser gilipollas por andar involucrándose con este ladrón. Si él al menos supiera abrir una puerta cerrada. Estaba empezando a preguntarse cuánto tiempo tardaría en aprender y si era posible contratar un cerrajero para que le enseñase.
Entonces Alí dijo:
– Te necesitaré pronto.
– Bueno, pronto no es lo suficientemente pronto -dijo Leonard-. Estoy en la ruina, tío. Necesito dinero ahora. Esperaré, pero sólo si consigo otro anticipo.
– No, Leonard -dijo Alí-. Te di un adelanto. Hicimos un trato.
– Cuatrocientos más -dijo Leonard-. Tengo que pagar el alquiler y además tengo que alimentarme. ¿Piensas alguna vez en eso?
– Vamos a hacerlo la semana que viene -dijo Alí-. Te lo prometo.
– Dijiste el miércoles. Mañana es miércoles.
– Esta semana, no -dijo Alí-. La semana que viene seguro.
– Me largo de aquí -dijo Leonard, volviéndose hacia la puerta.
– ¡Pues vale! -dijo Alí-. Leonard, por favor. Sal por la cocina y dile a Paco que te prepare algo de comer. Come y luego me reúno contigo, dentro de unos veinte minutos, ¿vale?
Leonard obedeció a regañadientes, preguntándose qué clase de comida debían de servir en un tugurio donde lo que realmente querían todos los clientes era mirar un culo desnudo y masturbarse.
Cuando Leonard se hubo ido, Alí extrajo su abalorio de cuentas del cajón de la mesa y empezó a toquetearlo mientras marcaba el número de la farmacia de Alvarado.
– Bueno -contestó Jaime Salgando en español.
Impostando una actitud simpática que estaba lejos de sentir, Alí dijo:
– ¿Qué sucede, Jaime? ¿No tienes a ninguna chica para contestar el teléfono? ¿El negocio va mal?
Tras reconocer la voz y el acento a la primera, Jaime Salgando dijo:
– ¡Alí, viejo amigo! ¿Qué tal estás hoy?
– Bien, hermano, voy bien -dijo Alí-, Pero necesito un gran favor. Quisiera pedirle a mi amigo que venga a la cita esta noche y traiga lo que le encargué. Las chicas están listas para ti. Esta noche es mucho mejor para ellas.
– No puedo, Alí -dijo Jaime-. Mi nieta tiene actuación del colegio esta noche y tengo que estar ahí para verla.
– Jaime -dijo Alí-. Esto es muy importante. Debo tenerlo. Ayer otro chaval de mi calle estuvo a punto de ser atacado. Por ese perro asesino.
– Lo siento, Alí -dijo Jaime-. No puedo decepcionar a mi nieta. Estaré allí el sábado.
– ¿Podría ir a la farmacia y recoger mi encargo hoy? Hago eso, ¿vale?
– Pero todavía no tengo lo que me encargaste.
Alí pensó en lo desesperado que Leonard parecía estar, y que ahora le tocaba a él caer en la desesperación. Estuvo moviendo el collar de cuentas a toda velocidad hasta que encontró una historia plausible.
– Jaime, hermano mío, lo siento muchísimo. Hay otra razón por la que el sábado no va bien.
– ¿Cuál?
– Tex se casa el sábado. Una gran boda. Estaremos todos en la celebración. Dice que después de la boda no va a poder divertirse con el viejo Jaime. Incluso Goldie va a ir a la boda. Tengo chicas nuevas para trabajar esa noche. No las he visto antes. Las he contratado a través de una agencia. No puedo pedirles a las chicas nuevas que tengan una fiesta especial con mi amigo Jaime. Lo siento.
El farmacéutico se quedó en silencio un momento y después dijo:
– Es extraño. Nuca pensé que esas chicas harían algo tan corriente como casarse.
– Pero Tex dice que si su amigo Jaime puede venir esta noche le hará pasar un gran rato. ¿Cómo te diría? Es… ¿su fiesta de antes de casada?
– Despedida de soltero -corrigió Jaime-. O de soltera, en este caso.
– ¡Exacto! -dijo Alí-. Y Goldie también cree que puede ser muy divertido.
De nuevo el farmacéutico dudó antes de decir:
– Vale. Haré una llamada y entregaré tu encargo a las siete en punto. Me gustaría cenar en el club y ver el espectáculo un rato. Después me gustaría tener mi fiesta privada y estar en casa hacia las doce.
– ¡Todo será como deseas, hermano! -dijo Alí-. ¡La cena estará lista y también Tex y Goldie!
– No me gustó el motel de la última vez -dijo Jaime-. No estaba muy limpio. Quiero ir a ese bonito que queda junto a la Sala Leopardo.
– Lo que tú quieras, hermano -dijo Alí.
Después de colgar, Alí llamó al móvil de Tex:
– Tex, no vas a hacer la fiesta especial el sábado. Debes hacer la fiesta esta noche. Encuentra a Goldie. Venid esta tarde, a las ocho en punto.
Tuvo que mantener el teléfono apartado mientras ella chillaba:
– Me cago en la puta, Alí. ¡Te dije que necesitaba la noche de hoy libre! ¡Tengo una cita que he estado esperando mucho tiempo! No me pienso trabajar al viejo mexicano esta noche ¡y punto final!
Alí sintió su sangre hervir. La planificación, el gasto, la ansiedad, el miedo, era demasiado. Estaba haciendo todo eso por su hijo. Para salvar a su amado hijo de la perra de su madre. ¡Sus motivos eran puros, pero todo el mundo estaba decidido a ponerle trabas!
Alí se oyó a sí mismo gritar por el teléfono:
– Te compensaré con una paga extra. Y se la daré también a Goldie. ¡Pero debéis venir esta noche! ¿Me oyes?
– ¡Guárdate tu paga, Alí! -gritó Tex-. Puedes follarte tú mismo al viejo mexicano, ¡me la suda!
Alí empezó a ahogarse en su propia ira. Sus ojos ardían y había roto el cordón por el que corrían las cuentas.
– ¡O haces lo que te digo o te despido! ¡Tienes que follarte al viejo mexicano! ¡Soy el jefe! ¡El jefe no tiene que follarse a ningún viejo mexicano!
Jadeaba, se tragó su propio escupitajo y se sintió mal, la cabeza le daba vueltas. Pensó que iba a vomitar. Las cuentas estaban esparcidas por su mesa.
Entonces la voz de Tex dijo con calma en su oído:
– Será mejor que sea un puto extra enorme, Alí. Lo digo literalmente.
Cuatro de los once oficiales sénior de la Oficina de Relaciones con la Comunidad estaban de vacaciones. Ronnie y Bix estaban trabajando para el Programa de Exploradores de la Policía, que incluía a niños de ambos géneros con edades comprendidas entre los catorce y los veinte años. La mayoría de los antiguos exploradores se habían unido al LAPD cuando cumplieron los veintiuno. A Ronnie le gustaba trabajar con los chavales, que eran receptivos, entusiastas y muy idealistas. Esperaba llegar a tener a alguno de compañero si finalmente se convertían en oficiales de policía. Pero no había forma de prevenirlos frente a la atmósfera de cinismo contra la que ella y sus colegas debían pelear a lo largo de sus carreras. Para estos chavales el cinismo no estaba entre las materias del programa.
Ronnie estaba cada vez más preocupada por Bix Rumstead. A través de una conversación casual se había enterado de que su mujer y sus dos hijos se habían ido de vacaciones a la casa de sus suegros junto a un lago de Oregón. Entre las palabras masculladas por su compañero, Ronnie intuyó que el suegro de Bix, un juez jubilado y perfeccionista, no era exactamente el mejor amigo de su yerno. En cualquier caso, Bix parecía aliviado de no tener que pasar dos semanas con el juez.
Desde la marcha de su familia, Ronnie pensaba que podía percibir algo diferente en los ojos de él, en su voz, incluso en la rigidez de sus manos. Estaba segura de que él hacía algo más que tomar una copa de vez en cuando. Ronnie pensaba que Bix no debía pasar dos semanas solo en su casa.
Ese día, mientras los dos agentes se aplicaban un código 7 en un pequeño y buen restaurante en Thai Town, compartiendo una ensalada picante ella le dijo:
– Debes de sentirte solo con la familia fuera.
– Tengo a nuestra perra Annie para hacerme compañía -dijo-, ¿Qué tal tú? Tú siempre estás sola.
– Estoy acostumbrada -dijo-. Pero tú estás acostumbrado a una esposa y a un par de adolescentes compartiendo la casa. ¿Qué tal llevas el silencio?
– Me pongo a ver los programas de televisión que me gustan -dijo Bix-. Con un gran perro durmiendo en mi regazo. Y no tengo que hacer la cama.
– Ya sabes que siempre serás bienvenido a nuestros encuentros en Sunset Boulevard para tomar un burrito. A veces viene Cat o Hollywood Nate. Rita Kravitz también suele pasarse, y Tony Silva. El jefe viene de vez en cuando. De hecho, esta noche vamos a reunimos.
– No, gracias -dijo-. Creo que esta noche intentaré dormir ocho horas seguidas, si Annie me deja. Siempre duerme cruzada y ocupa la mayor parte de la cama. En sueños pega más coces que una muía y suelta gas como para hinchar un neumático Goodyear.
Ronnie dudó un instante, pero después dijo:
– ¿Estás preocupado aún por… ya sabes, el asunto de la bebida cuando sales con un grupo de polis?
– Me pasa por la mente -dijo Bix-, pero no es ésa la razón.
– ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que bebiste por última vez?
– No cuento los días como un alcohólico -dijo-. Pero ya casi hace un mes.
– ¿Lo echas de menos?
Se encogió de hombros y dijo:
– Puedo dejarlo cuando quiero.
Ronnie Sinclair se dio cuenta de que Bix Rumstead estaba mintiendo.
– Si no llevan zapatos, no podemos atenderles -dijo la imperiosa camarera del Hamburger Hamlet (una más de la legión de los afectos a las artes liberales que atendían prácticamente en cada restaurante y bar no-étnico de Hollywood), cuando vio a los policías surfistas entrar por la puerta principal.
– Hermano, no me había dado cuenta de que ibas sin zapatos -dijo Jetsam a su compañero, cuando volvieron al GMC de Flotsam a coger sus bambas-. Debes mostrar algo de clase.
– ¿Por qué me llevas a establecimientos esnobs donde hay que llevar zapatos? -dijo Flotsam-. Estoy tan acostumbrado a correr por la playa todo el día, que no sé si tengo las zapatillas puestas o no. ¿Crees que me dedico a mirarme los pies o qué?
– No hemos guardado nada, espero que nadie nos intente robar las tablas -dijo Jetsam, que al igual que su compañero había dejado su pistola bajo el asiento de la furgoneta-. En cualquier caso, los tipos que emitieron el decreto de consentimiento se quedarían todos patidifusos si trincáramos a un ladrón surfista.
– Sólo si pertenece a una minoría oprimida -dijo Flotsam-. Si son blancos, les puedes disparar como a pitbulls rabiosos y arrollarlos con la furgoneta cinco o seis veces.
– Mira las estadísticas demográficas, hermano -dijo Jetsam-. Somos nosotros la minoría oprimida.
Cuando entraron de nuevo en el Hamburger Helmet recibieron una mirada de desaprobación por parte de la camarera: aquel par de surfistas llevaban camisetas viejas y pantalones cortos, con sal todavía en las caras morenas y arena cayéndoles del pelo. No podrían haber parecido más surfistas aunque hubieran llevado trajes de neopreno, pero al menos ahora estaban calzados, así que se sentaron en una mesa apartada a esperar la llegada de Hollywood Nate Weiss.
Diez minutos después, mientras se hidrataban con su segundo té helado, Nate entró y tomó asiento.
– ¿A qué debo el placer de comer con un par de cangrejos? -dijo Nate.
– ¿Quieres una bebida fría? -dijo Jetsam cuando la camarera se acercó a su mesa. Era asiática y tenía unas bonitas piernas.
– Tomaré lo mismo que ellos -dijo Nate.
– Marchando un té helado -dijo-. Avísame cuando quieras algo más.
Nate le echó un vistazo cuando se iba y dijo:
– Seguro que lo haré.
Después se dirigió a Jetsam.
– Querías verme con tiempo. ¿Qué pasa?
Flotsam se sumió en su pose de «No tengo nada que ver con esto», y Jetsam dijo:
– Hace tres noches extendimos un multa de parking a un tipo llamado Leonard Stilwell. ¿El nombre te dice algo?
Nate puso cara de confusión y luego negó con la cabeza.
– Un tipo blanco con pinta de gusano. Quizás un yonqui o alguien que se mete crack. De unos cuarenta tacos, peso medio, pelo rojo, pecas. Conduce un Honda negro tuneado.
Nate sacudió la cabeza y dijo:
– Nada. ¿Debería conocerlo?
– No lo sé, pero tenía una dirección en su coche, y sólo por joder, la comprobamos, porque el tipo no debería tener una dirección de Mount Olympus. A no ser que vaya a ir allá a limpiar un garaje o algo así. Tiene un par de denuncias previas por robo.
– Sigo sin pillarlo -dijo Nate.
– Bueno, no encontramos la dirección -dijo Jetsam-. El número no coincidía. Pero cerca de donde se suponía que podía estar vimos un coche.
– ¿Su coche? -dijo Nate.
– No, su coche no -dijo Jetsam.
La conversación se detuvo. Nate frunció el ceño ligeramente y dijo:
– ¿Visteis mi coche?
– SAG4NW -dijo Jetsam-. Así que pensamos que igual tú sabías algo sobre este Stilwell, eso es todo.
Flotsam corrigió a su compañero:
– Él pensó que podrías saber algo. Yo soy neutral en este asunto.
Hollywood Nate calló unos instantes, luego dijo:
– Dijiste que era una dirección equivocada.
– No había una dirección a la que asociar exactamente el pedazo de papel. Si recuerdo bien, la dirección que tú visitabas acababa en 26 mientras que su dirección acababa en 48. Pero cuando la calle gira, los números son totalmente distintos. La casa en la que estabas es la más próxima al número que él escribió.
Flotsam estaba harto de todo aquello.
– Colega -le dijo a Nate-, lo que mi compañero cree es que quienquiera que viva en esa casa puede ser la futura víctima de un crimen, o quizás un criminal si está relacionado con ese saco de mierda, Leonard Stilwell. Ésta es la versión abreviada del drama.
– ¿Y cuál es la versión larga? -dijo Nate.
– La versión larga es que mi colega está tierno perdido por Sinclair al Cuadrado, y le encantaría convertirse en un cuervo y trabajar con ella aunque no diferencie una tabla de surf de una de planchar. Pero, ahora que lo pienso, cuando alguien le pide que le planche algo, se divorcia. Y dado que ella no se casa con nadie que no se apellide Sinclair, me gustaría que mi colega cambiara su nombre a Sinclair de una vez o detener toda esta mierda al estilo Sherlock ¡porque me está agotando!
Jetsam miró a su compañero, alucinado. Nunca había visto a Flotsam explayarse de ese modo.
– ¿Qué relación tiene el calentón que lleva con Ronnie con el ladrón? -le preguntó Nate a Flotsam, como si Jetsam no estuviese ahí.
– Oyó que Ronnie y Bix Rumstead andaban trabajando esa parte de Hollywood Hills, besando el culo a todos esos gilipollas ricos de allá arriba, y él trata de aportar luz al asunto y de anotarse unos tantos delante de Ronnie y quizá también del sargento cuervo.
Jetsam todavía miraba a su compañero con sorpresa y, finalmente, dijo:
– Hermano, ¿por qué no te conectas a mi frecuencia? ¡No sabía que estuvieras tan alejado de la realidad!
– He estado intentándolo a todas horas -dijo Flotsam-. Pero no has sido el mismo desde que lanzaste las bengalas sobre el taller de coches. Estás totalmente ido, tío. ¡No escuchas el lenguaje corporal!
– ¡No sabía que estuvieras tan hasta el cuello de mierda, hermano!
– Arreglad vuestros asuntos domésticos más tarde -dijo Nate-. Puedo aseguraros que la persona que vive en esa casa no es ninguna clase de malhechor. En cuanto a si es un objetivo potencial para ese tío, Stilwell, no tengo ni idea.
– ¿Es tu rollito? -dijo Flotsam con malicia.
– ¡Hey! Yo no te pregunto por tus nenas -dijo Nate.
– Tío, estás hormonalmente alterado -dijo Flotsam con admiración.
Rebotado de la diatriba con Flotsam, Jetsam le dijo a Nate:
– No le haríamos daño a nadie si le preguntamos a tu rollito… Me refiero a la persona que vive ahí, si conoce a Leonard Stilwell. Si no, tal vez tengamos que hablar con Prevención de Robos. Confía en mí, hermano, ese cubo de pus de Stilwell es un deshecho, y no anda metido en nada bueno.
– La llamaré -dijo Nate-, y a ver qué sabe.
– ¿Es una tía buena o simplemente es rica? -dijo Flotsam a Nate, con la misma malicia incómoda.
– Es sólo alguien que ha puesto su coche a la venta -dijo Nate-. Estuve hablando con ella sobre su vehículo utilitario deportivo.
Había resbalado de la boca de Nate antes de poder pararlo, y Jetsam se abalanzó:
– ¡Eh, hermano! Se trata del coche del taller, ¿verdad? La tía con la que hablaste, ¿cierto?
Nate vio a ambos surfistas mirándolo ahora con expectación. Decidió decir la verdad.
– Sí, ésa es. Y sí, es una tía de bandera, pero no pasó nada.
– ¡Esto es el destino en acción, hermano! -dijo Jetsam teatralmente-. Hay muy pocos grados de separación. ¡Somos parte del mismo plan inescrutable!
Nate se quedó sin habla hasta que Flotsam dijo:
– Se pone así después de haber estado practicando surf. Se sienta en el agua y tiene estas visiones. Lo convierten en una simple tabla de surf el resto del día. No tardará en estar bien.
– Al menos os podríais estirar con el té helado -dijo Nate mientras acababa su bebida.
– Sí, colega, va a nuestra cuenta -dijo Flotsam-. Pero si quieres mi opinión, deberías olvidarte de esas pavas de las colinas. Toda esa carne esculpida y los diamantes de cinco quilates pintan bien, pero hay mejores maneras de escapar de tu aburrida existencia. Pilla una tabla y vente a Malibú. Seremos tus gurús.
Jetsam asintió y añadió:
– Hermano, es jodido encapricharse de esas zorritas de Mount Olympus que piensan que su mierda debería ser dorada y colgar de una cadena de oro.
– Sí -insistió Flotsam-, creen que sus zurullos deberían ser de bronce y mantenerlos en una caja de trofeos, tío.
– Ven a Malibú, hermano -dijo Jetsam-. Quizá también tengas una visión y encuentres tu auténtico yo.
Nate se puso en pie, asintió y dijo:
– Estoy contento de haber venido aquí hoy. Todo este tiempo he estado comprando billetes de lotería y acechando a cazatalentos, y la respuesta estaba ante mis propios ojos. No he sido capaz de verla hasta que vosotros, babosas marinas, me abristeis los ojos. Todo pasa por el surf. ¡Es la materia de la que están hechos los sueños!
Para Ronnie Sinclair no había mejor momento del día en Hollywood que el atardecer. Cuando el sol poniente se expandía a través de la bruma baja veraniega tintaba la polución de un color burdeos chillón. Después, una luz púrpura se proyectaba sobre los bulevares anunciando a todos: «Este lugar es incomparable. ¡Aquí, incluso los gases tóxicos son bonitos!».
Ronnie examinó superficialmente la calle para ver si había signos del campamento de los vagabundos y después condujo de regreso hacia Hollywood Boulevard. Bix Rumstead contestó a su móvil y la expresión de su cara la asustó.
Bix enrojeció y susurró al teléfono:
– Estoy trabajando. No puedo hablar. Te llamo luego.
Cerró el teléfono de un golpe y dijo:
– Mi hermano Pete. Está en apuros. Siempre me está pidiendo pasta, para no devolverla nunca.
– Sí, mi hermana solía ser así hasta que su marido la hizo rica -dijo Ronnie, mirando a Bix que sonreía, pero no con esos inmensos ojos grises que ella amaba, así que comprendió que volvía a mentir. No era su hermano Pete el que estaba al otro lado del teléfono.
– Igual debería unirme a vosotros la próxima vez que vayáis a Sunset Boulevard a una de vuestras cenas mexicanas -dijo Bix abruptamente-. Sin mi familia creo que debería salir y relacionarme un poco. Es un poco triste hablar con un perro, yunque sea uno tan listo como Annie.
– Apuesto a que es más lista que la mayoría de las personas que tratamos cada día -dijo Ronnie-. Esta noche no habrá cena mexicana, pero si no estás ocupado estaría encantada de ir allí contigo.
Nunca había detectado una vibración sexual que saliese de Bix Rumstead hacia ella y no la detectó ahora, cuando él dijo:
– Igual voy. ¿Quedamos justo después de acabar el turno de vigilancia?
– Por mí, perfecto -dijo ella-. Y como poli soltera y casi próspera sin nadie con quien gastar mi dinero salvo dos peces de colores, estaré encantada.
Entonces sonó otra llamada en el móvil de Ronnie. Descolgó y dijo:
– Oficial Sinclair.
– Soy Nate -le dijo Hollywood Nate-. ¿Puedo hablar con Bix?
– Seguro -dijo ella, pasándole a Bix el teléfono-. Es Nate.
– ¿A qué debo el placer? -dijo Bix.
Entonces su sonrisa se evaporó. Su rostro se oscureció de nuevo. Frunció los labios y dijo:
– Sí, conozco a la persona que vive en esa dirección. Yo… te veré en Hollywood Sur y lo hablamos allí. En una hora, ¿vale?
Esta vez al colgar sintió que le debía una explicación a su compañera, así que le dijo a Ronnie:
– Un asunto de Hollywood Nate. Una persona de Mount Olympus con la que he hablado antes podría ser víctima de un robo. Un tipo con tropecientos robos a sus espaldas tenía su dirección en el coche. Es mierda, estoy seguro. No es nada.
El aspecto meditabundo de su cara decía que era algo irrelevante para Bix Rumstead. Pero Ronnie Sinclair supo que estaba mintiéndole de nuevo.
Alí Aziz no pudo probar bocado en todo el día. Revisó mentalmente su plan una docena de veces y no podía parar de sudar. Incluso utilizó la ducha del camerino de las bailarinas, se bañó con agua hirviendo, dejando que el agua caliente cayera sobre su cúpula calva hasta que se volvió rosa. Se fue al armario de su despacho y se puso una camisa de seda limpia. Se afeitó, se acicaló con colonia, se dejó caer en el sofá de cuero e intentó echar una siesta, pero no pudo.
No quería comida ni whisky ni mujeres. Sólo quería que acabase ese tormento. Quería que Margot se fuese para siempre. Quería recuperar a su hijo Nicky y llevárselo de esta terrible ciudad y de este país sin dios algún día. Aquí no había respeto ni amor ni verdad. Todo era una mentira.
Jaime Salgando apareció media hora antes en la Sala Leopardo. Cuando entró en el despacho de Alí dijo:
– Por una vez en la vida el tráfico era fluido.
Alí echó una mirada de aprobación al traje cruzado de Jaime, a su camisa blanca almidonada con puños lisos y gemelos dorados, a su lazo azul cielo con un nudo perfecto, y luego dijo:
– Así es como viste un caballero. En mi país y en el tuyo, los hombres muestran respeto. En este país, no hay respeto.
– Gracias -respondió Jaime y se sentó nervioso en la silla de su cliente, deseoso de acabar con la transacción.
– Las chicas llegarán a las ocho en punto tal como pediste -dijo Alí.
– Sí, sí -dijo Jaime-, así podemos arreglar nuestro negocio. Tengo un amigo íntimo en una farmacia de compuestos que me ayuda con estos encargos inusuales.
– ¿Qué quiere decir «de compuestos»?
– Mezclan un montón de drogas y medicamentos para prescripciones especiales. Este empleado es del mismo pueblo de México donde yo solía pasar los veranos. Ha podido ayudarme pero me costó seiscientos dólares.
Alí lo miró, intentando mantener la sonrisa en su cara. Sabía que Jaime le estaba mintiendo, pero no podía evitarlo. Todo el mundo le mentía. Por forzar a Jaime a venir esta noche en lugar del sábado iba a pagar un precio. Alí cogió el rollo con los billetes de su pinza de oro y contó seis billetes antes de colocarlos sobre la mesa.
– Por supuesto, hermano -dijo Alí-. Siempre debemos pagar por los buenos servicios. Es el estilo americano.
Jaime Salgando recogió los billetes, los puso en su bolsillo y acto seguido extrajo un pequeño sobre donde podía leerse el nombre de su farmacia. Lo abrió y cayeron dos cápsulas verdes sobre la mesa, luego volvió a guardarse el sobre en el bolsillo.
Alí casi tuvo una crisis de pánico.
– ¿Dos? -dijo-. ¿Necesito dos cápsulas para matar al perro?
– No, sólo necesitas una para matar fácilmente a un perro de cincuenta kilos. La otra es sólo por si el perro no la muerde bien o por si algo va mal. Entonces puedes probarlo de nuevo.
El alivio de Alí era palpable.
– Eres un hombre listo, hermano -dijo-. Muy listo. Sí, es bueno tener un… ¿cómo se dice?, ¿desfuerzo?
– Refuerzo.
– Sí, ahora tenemos refuerzos. Muy bien. Muy bien.
– Me gustaría tomar una copa mientras espero a las chicas.
– Sí, sí -dijo Alí-. Lo que desees. ¿Quieres champán? Tengo buen champán para clientes especiales.
– Quiero que me lleves una botella de ese buen champán al motel -dijo Jaime con el tono de un hombre de negocios-. Mejor, que sean dos. Y una cubitera. Y tres vasos, claro. Pero ahora me gustaría tomar un vasito de tequila. El Patrón Silver que sirves a tus clientes especiales.
– Es tuyo, hermano -dijo Alí, pero ahora forzó una sonrisa que se convirtió en una mueca y provocó que emergieran arrugas alrededor de su boca. Alí empezaba a sentir tanto asco por Jaime Salgando como por los otros ladrones con los que se veía obligado a hacer negocios. Casi tanto asco como el que sentía por Leonard Stilwell.
Cuando el farmacéutico acabó su vasito de tequila se escuchó un golpecito en la puerta y Tex entró con Goldie.
– Jaime, granuja! -dijo Tex arrastrando las sílabas-. Estoy encantada de que pudieras venir esta noche.
– ¡Yo también! -dijo Goldie-. ¡Esto es demasiado!
Ambas mujeres soltaron sendas risitas cuando el cortés farmacéutico se puso en pie y besó sus manos. Ambas iban vestidas igual que en sus noches en el Sunset Strip, con bolsos de Chanel de correas espagueti. Goldie llevaba zapatos de tacón de diez centímetros, pero como el farmacéutico había hecho una petición especial Tex llevaba botas camperas de piel de lagarto y un sombrero de vaquero, blanco como la nieve, con una T de falsa pedrería en la copa.
Después de que Jaime Salgando y las bailarinas se marcharon, Alí cerró la puerta, sacó las dos cápsulas verdes del cajón de su escritorio y se quedó mirándolas. Cuando pensaba en lo que le estaba costando la noche le entraban ganas de poner una en el tequila del farmacéutico.
Alí metió la mano hasta el fondo del cajón y extrajo la cápsula magenta y turquesa que había robado del botiquín de Margot, junto con la cuchara de coca y la navajita que utilizaba cuando tenía que dar a las chicas una golosina a cambio de sus servicios. Las puso sobre una hoja de papel junto con las dos cápsulas verdes y un embudo que había formado a partir de otra hoja de papel. Con cuidado abrió el somnífero y tiró su contenido a la papelera. Entonces se secó las manos en la pechera y apretó las palmas una contra la otra para asegurarse de que no temblaban.
Con mucho cuidado abrió la cápsula verde y vertió el contenido en el improvisado embudo. Parecía una mezcla de cocaína y azúcar. Entonces cogió la cápsula magenta y turquesa con las pinzas y con el embudo cargó la dosis letal. La cápsula verde contenía un poco más de 50 miligramos, así que había unos gránulos sobrantes que le preocuparon. Pero el farmacéutico se había mostrado muy seguro de que esto mataría a un animal de cincuenta kilos, así que era suficiente para cumplir con su cometido.
Iba a tirar los gránulos restantes de la cápsula verde en la papelera, pero al final decidió arrojarlos al retrete y tirar de la cadena. Se lavó las manos a conciencia, y sin ninguna razón lógica quemó el papel que había usado. Puso dentro de un sobre la cápsula letal que ahora se parecía a los somníferos que Margot solía tomar junto con su otra mortífera hermana verde y lo guardó al fondo del cajón intermedio de su mesa, donde guardaba un montón de cápsulas más.
Su única preocupación era que a Margot todavía le quedasen cápsulas en su botiquín. En ese caso, si añadía demasiadas podía descubrirle. Pero si añadía pocas moriría durante las semanas siguientes en lugar de en los próximos meses. A Alí le daba miedo esa posibilidad. Quería que la encontrasen muerta lejos de Hollywood. Eso alejaría a la policía de su casa.
Entonces sintió como se oscurecía su corazón mientras pensaba en dónde iría a vivir ella cuando la casa se cerrase. ¿A San Francisco? ¿A Nueva York? Si el juez lo permitía no podría ver a su precioso chaval hasta que muriese Margot. La idea de no ver a Nicky durante dos meses o más hizo que Alí Aziz apoyase su rostro sobre sus brazos cruzados y arrancase a llorar.