Capítulo 24

Veintiún días después de que los cuerpos de Bix Rumstead y Alí Aziz fueran enterrados en diferentes cementerios, un barco de crucero noruego atracó en el puerto de Estambul. La entrada a Estambul a través del Bósforo, con Europa a un lado y Asia al otro, había sido muy emocionante, y Margot Aziz estaba deseosa de explorar la ciudad portuaria turca con los demás pasajeros que había conocido.

Margot no tenía ningún problema para entablar amistad con los pasajeros, en especial entre los solteros, que siempre la acompañaban, bajasen en el puerto que bajasen. Pero ninguno le interesaba demasiado a Margot, así que decidió visitar el Museo Topkapi y el Gran Bazar con Herb y Millie Sloane, un matrimonio de San Francisco.

Al final del agotador día decidieron cenar en un restaurante muy recomendado, en lugar de volver al barco. Disfrutaron de un festín, regado de vino local y pasaron una velada magnífica. Cuando volvieron al barco, Margot les dijo a los Sloane que estaba cansada y no le apetecía ir a la discoteca de cubierta a ver el show que sus amigos sí querían ver. Lo último que les dijo fue que necesitaba un buen descanso.

Lo único que había estropeado la alegría a Margot en esos días fueron las llamadas que tuvo que responder a una enojada Jasmine McVicker, que creía que iría con ella como acompañante. Margot no lograba hacerle comprender las sospechas que hubiera levantado ese viaje en común y decidió que la chica era idiota. Tendría que pagarle y sacarla de su vida antes o después. Pero por ahora necesitaba un descanso.

Una hora más tarde, Margot Aziz empezó a tambalearse en su camarote y llamó a gritos a un muchacho de la tripulación. Era alemán y se llamaba Hans Bruegger. Hans declaró que Margot Aziz parecía estar experimentando espasmos musculares. Dijo que su espina dorsal se arqueó y que de pronto empezó a convulsionarse. La sacaron del barco y la llevaron a toda velocidad al mejor hospital de Estambul. Pero murió de asfixia en menos de una hora.

Las autoridades turcas hicieron inmediatamente sus pesquisas, y a solicitud del Departamento de Estado norteamericano, el cuerpo de Margot fue enviado a California para la autopsia. En cualquier caso, un patólogo turco se aventuró a dar una opinión a los medios de comunicación, y afirmó que, basándose en los síntomas y en el examen superficial del cuerpo, había visto indicios de algo similar al veneno que se usa contra las ratas. La palabra «estricnina» apareció de nuevo en las noticias. El restaurante donde Margot había cenado fue visitado por los oficiales sanitarios de Turquía, pero no pudieron encontrar nada raro. Y los Sloane declararon no haber padecido ninguno de esos síntomas. No encontraron veneno para ratas en ningún sitio. Y no había ningún pesticida con estricnina en ningún lugar del barco.

Cuando el cuerpo de Margaret Osborne, de casada Margot Aziz, llegó a Estados Unidos, los reporteros se enredaron en montañas de especulación sobre si aquella muerte cruel podría ser otro caso de un americano misteriosamente envenenado lejos de casa. No les llevó mucho tiempo a los reporteros introducir siniestras sugerencias que enfurecieron al negocio turístico turco. Dijeron que los americanos ya no estaban a salvo de los extremistas en ningún país musulmán, fuese demócrata o no.

Un enfurecido portavoz del consulado turco en Los Ángeles dijo que, en su opinión, la muerte de Margot Aziz no había tenido nada que ver con los musulmanes, y que el suicidio debería ser al menos considerado como un motivo. Sugirió que el reciente asesinato de su marido en circunstancias tan patéticas habría sido quizás demasiado para ella. Esa declaración enfureció al abogado de Margot Aziz que lo consideró ridículo, y provocó otra respuesta furiosa de James y Teresa Osborne, los padres de Margot en Barstow, California, que estaban en proceso de convertirse en albaceas legales de su acaudalado nieto, Nicky Aziz.


Había dos personas en la ciudad de Los Ángeles que estaban casi tan enfadados como sus padres por la muerte de Margot Aziz. Una era una hermosa bailarina americano-asiática cuyo único pago por un trabajo que le había destrozado los nervios habían sido los 4.700 dólares que había robado de la mesa de la oficina de Alí Aziz la noche que fue asesinado. Jasmine McVicker pasó tres días en la cama llorando tras ver en las noticias la muerte de Margot Aziz. Siempre le quedaría la duda de si Margot no había sido una víctima de su propio plan. Ese pensamiento la aterrorizaba.


El otro residente de Los Ángeles que estaba profundamente disgustado por las noticias sobre la muerte de Margot Aziz era un farmacéutico mexicano de la calle Alvarado. No tenía ni idea de si su antiguo cliente, Alí Aziz, podía haber sido víctima de un crimen, pero temía que Margot Aziz sí lo fuese. Y pensó que sabía cómo podía haber pasado.

Su esposa notó que el farmacéutico parecía obsesionado con las noticias relativas al caso, y se preguntó por qué se había vuelto tan asiduo a los oficios religiosos, no sólo en domingo, sino también a lo largo de la semana. A menudo le veía arrodillado ante la estatua de la Virgen de Guadalupe, con su puño prieto sobre el corazón, como si pidiese perdón.


Y en la comisaría Hollywood, el detective Bino Villaseñor dijo al D3 de homicidios:

– Cuando los esposos cometen asesinatos, las mujeres usan veneno, los hombres armas. En este caso la mujer usó un arma y el hombre…

– Está muerto -dijo el D3-. Los fantasmas no envenenan a la gente, ni siquiera en Estambul. Déjalo, Bino. El caso está cerrado.

– Creo que debo hacerlo -dijo el viejo detective-. Pero algo va mal aquí, y alguien tiene las claves.


Esa semana, Leonard Stilwell decidió que era el momento de arrancar su negocio legal. También había decidido que Júnior iba a ser su socio, aunque Júnior no lo sabía aún. Esa misma tarde, a la hora a la que Júnior solía despertarse, Leonard tocó a la puerta de su apartamento para darle la noticia.

– Júnior -dijo Leonard al adormecido gigante a quien había sacado de la cama-. Tú y yo, cariño. ¡Vamos a hacer negocios!

Júnior, que estaba sentado descalzo y vestido tan sólo con sus pantalones cortos, dijo:

– ¿Negocios, hermano?

– Sí, es el momento para ambos de empezar una nueva vida. Me llevo un pedazo de lo que conseguimos en aquel trabajito que hice con tus herramientas, voy a montar un negocio legal para los dos.

Júnior sonrió abiertamente, enseñando los dos huecos de su sonrisa, y dijo:

– ¡Mi papi va a estar orgulloso! ¿Qué vamos a hacer?

– Vamos a vender algo, eso vamos a hacer. Y la gente va a comprarlo.

– ¿Qué vendemos?

– Felicidad -dijo Leonard.

– ¿Quieres decir algo como crack? ¿O como cristal?

– No, hablo de negocios legítimos. Venderemos buena voluntad. Vamos a convertirnos en personajes.

– Todo el mundo dice que ya eres un personaje, Leonard -dijo Júnior, sonriendo abiertamente de nuevo.

– No, no, me refiero a personajes callejeros. Como los del Teatro Chino de Grauman. Esa clase de personajes.

– ¡Quiero ser Spiderman! -dijo Júnior.

– ¡Jesús bendito, Júnior! -dijo Leonard-. ¿Dónde coño conseguirás un disfraz de Spiderman lo suficientemente grande? ¿Y quién se tragaría una tela de araña que soportase tu inmenso culo? El puto traje entero tendría que estar hecho de cable de acero.

– Vale, Superman -dijo Júnior.

– ¿Un Superman que se parece a alguien que come misioneros? No creo que funcione -dijo Leonard-. Lo que yo tengo en mente es algo retro. ¿Sabes lo que quiero decir?

– No -dijo Júnior.

– Un retorno a los orígenes -dijo Leonard-. Mira, todos esos personajes callejeros intentan superarse los unos a otros. Tratan de apropiarse de los que están más de moda a cada momento. Por eso hay tantos Batman y Spiderman. No vamos a ir por ese camino.

– ¿Quién vamos a ser?

– Mickey Mouse y Pluto, su perro -dijo Leonard.

– ¡Quiero ser Mickey Mouse! -dijo Júnior.

– Oh, sí, un roedor inmenso -dijo Leonard-. No, tío, yo soy el actor principal.

– Quieres decir el ratón principal -dijo Júnior con una risita.

– Soy Mickey -dijo Leonard-. Tú eres Pluto, el perro. ¡Presta atención!

Júnior dejó de sacarse roña de las uñas de los pies con un tenedor y dijo:

– Te escucho, hermano.

– Vale -dijo Leonard-. Mira, todo el mundo ama a Mickey Mouse, pero nadie en Hollywood Boulevard ha tenido un disfraz de Mickey de primera clase como los que se ven en Disneyland. Bueno, ahora tengo suficientes pavos para comprarme el mejor. Y vamos a hacer una compra cojonuda del disfraz de Pluto. Antes había un tipo caracterizado como Pluto que tenía un traje de primera clase, pero lo arrestaron los polis por esconder droga en la cabeza. Conozco al que se ocupa de su tema, así que compraremos el disfraz muy barato. Va a necesitar pavos para cristal en cuanto salga de la cárcel, así que le importará una mierda el traje. Tenemos suerte, el tío es grandullón y te encajará sin problemas.

– ¿Qué hace Pluto? -quiso saber Júnior.

– Ladra. ¡Es un puto perro!

– ¿Cómo hago el ruido?

– Sólo di lo que los perros dicen. ¿Qué dice un perro en Fiyi? «Guau», ¿verdad?

– No -dijo Júnior-. Yo he visto «guau» en los dibujos americanos, pero en los dibujos de Fiyi los perros no dicen «guau».

– Bueno, eres un perro americano, así que dirás guau, ¿vale?

– Vale, hermano -dijo Júnior-. Guau.

– Bien, éste es el trato -dijo Leonard-. Siempre iremos directos a los chavales. A los pequeños les importa una mierda Darth Vader y Frankestein y todos esos otros monstruosos. ¿Y los personajes monos como Bob Esponja y Barney? Son aburridos. Pero los pequeños adoran a Mickey Mouse. Sus padres adoran a Mickey Mouse. Sus abuelos aman a Mickey Mouse. Tú y yo nos quedaremos con el negocio de todos esos mierdas porque recuperaremos las raíces de los dibujos animados.

– ¿Qué haces tú cuando yo hago guau? -preguntó Júnior.

– Ensayémoslo -dijo Leonard.

Con el falsete más agudo que pudo sacar Leonard se dirigió a un niño imaginario y le dijo:

– ¡Hola! ¡Mi nombre es Mickey Mouse! ¿Cuál es el tuyo?

– Júnior -dijo Júnior.

– No, no te estoy preguntando tu nombre, ¡por Dios bendito!

– Vale, vale, lo pillo. Hazlo otra vez -dijo Júnior.

– Espera tu turno -dijo Leonard-, ¡Hola! ¡Mi nombre es Mickey Mouse! ¿Cuál es el tuyo?

– ¡Pluto! -dijo Júnior.

– Oh, mierda -dijo Leonard Stilwell-. Esto va a costarnos un poco.

Hollywood Nate Weiss tuvo ocasión de hacer una llamada a Laurel Canyon esa tarde. Un residente se había quejado a la Oficina de Relaciones con la Comunidad sobre la venta de trastos viejos que estaba haciendo un vecino. Lo hacía una vez por semana y el denunciante lo consideraba «inapropiado» para Laurel Canyon. Después de hablar con el vecino Nate estaba de acuerdo en que tenía que acabar con esa actividad. Nate conducía en dirección a casa cuando algo le empujó a doblar hacia Mount Olympus.

Condujo hasta la casa de Alí y Margot Aziz y aparcó en la puerta. Pensó en Margot y en Bix Rumstead. Si hubiera obedecido su impulso y hubiese tocado el timbre aquella noche, cuando vio la furgoneta en la entrada… No le gustaba pensar en Bix. Nate creía que todos estaban fastidiados por la manera como Bix había muerto. Pero nunca lo admitirían. Podría pasarles a ellos. Eran tíos duros.

Entonces la puerta principal se abrió y dos chavales salieron corriendo, un chico y una chica, seguidos de su madre, embarazada. Corrían hacia el buzón cuando vieron el coche patrulla, y la mujer dijo:

– ¿Algo va mal, oficial?

Nate sonrió y dijo:

– Ya no. Tiene usted una bonita casa.

– Estamos encantados con ella -dijo-. Y conocemos la historia.

– Escribirán ustedes su propia historia -dijo Nate, y todos le despidieron agitando las manos mientras conducía Mount Olympus abajo.

Cuando llegó a la señal de stop en Laurel Canyon, un Porsche 911 pasó volando en dirección sur, cortando a un coche que había iniciado un giro correcto a la izquierda. Nate salió disparado tras el Porsche, encendió las luces del techo e hizo sonar su bocina.

La mujer que conducía tenía todas las marcas propias de las conejitas de la colina, con su pelo luminoso, rizado y despeinado, al estilo de Sarah Jessica Parker. Tenía ojos violeta y la cara rociada de pecas sobre la nariz y las mejillas. Estaba cubierta de un bronceado de salón parecido al de Margot. Su pecho retocado sobresalía y tocaba el volante.

– Su permiso, por favor -dijo Nate.

– ¿Estaba yendo demasiado rápido? -dijo ella, con una asombrosa sonrisa de ortodoncia. Su licencia atestiguaba que tenía treinta y dos años y no llevaba ningún anillo de casada.

– Sí, y fue una maniobra muy peligrosa -dijo Nate-. Hemos tenido varias colisiones muy malas en esta carretera.

– Hace poco que tengo este coche -dijo ella- y no estoy acostumbrada. ¡Espero que no me ponga una multa!

Se dio cuenta de que sus dedos subían sutilmente por su falda y que sus atléticos muslos quedaban expuestos.

– Acabamos de mudarnos. Creo que necesitaría a alguien de la zona que me enseñase cómo es vivir aquí.

– Espere un momento -dijo Nate, y caminó hacia su coche.

Cuando volvió, la falda de la conejita de la colina estaba casi por encima del cinturón.

– Creo que si un oficial quisiera conocer mejor a una chica, no le pondría una multa -dijo ella.

– Creo que tiene usted razón -dijo Hollywood Nate-. Firme aquí, por favor.

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