Capítulo 2

Algunas semanas después del incidente con el suicida, Ronnie Sinclair decidió que ya estaba harta de la guardia nocturna y del sargento Treakle, quien, por haber irrumpido en la negociación -y en opinión de Ronnie, por haber causado la muerte del joven Randolph Ronson-, sólo había recibido una reprimenda oficial. Discutió su situación con un viejo sargento con el que había trabajado en la División de Newton Street, que ahora se llamaba oficialmente «Área» de Newton Street, porque la actual dirección del LAPD había decidido que «división» sonaba demasiado militar. Los policías decían que les parecía una chorrada, y siguieron llamándolas «divisiones» de la policía, incluso en el boletín mensual del sindicato de trabajadores del LAPD.

El antiguo sargento de Ronnie sugirió que, en los tiempos de represión que corrían, era más difícil deshacerse de los supervisores como Treakle que del despiadado Rasputín o de una infección cutánea. Creía que ella debía mantener una charla con el jefe de la Oficina de Relaciones con la Comunidad de la División de Hollywood, la CRO, a la que los policías llamaban «cuervo». [1]-La CRO es un buen sitio para trabajar -le dijo-. Ya has hecho bastante trabajo duro. Convertirte en una oficial de la CRO te dará un empujón hacia arriba cuando te examines para sargento.

Hollywood Nate se sorprendió al saber que Ronnie Sinclair quería el puesto que había quedado vacante en la Oficina de Relaciones con la Comunidad, un puesto que Nate ambicionaba. La CRO estaba constituida por dieciocho policías y dos trabajadores civiles liderados por un sargento de veintidós años. Once de los agentes, hombres y mujeres, eran oficiales jefes seniors (SLO), que eran conocidos por el sobrenombre de «lentos», [2] recibían una paga extra y llevaban en las mangas dos insignias de plata con una estrella debajo. Los SLO actuaban de enlace entre los miembros de la comunidad y el capitán de la División de Hollywood. Cinco de ellos eran hispanos y podían hacer de traductores de español cuando se les requería; otros tres eran extranjeros de nacimiento, y podían comunicarse en otra media docena de lenguas, pero eso constituía sólo una pequeñísima parte de las lenguas habladas en Hollywood. A aquella oficina sus agentes la llamaban «División Babelwood».

La CRO tenía su sede en una vieja y destartalada edificación de una sola planta, ubicada a sólo unos metros del parking de la policía. Los empleados de la comisaría central, a la que los cuervos se referían como «Hollywood Norte», la llamaban «Hollywood Sur» y tenía, como todas las instalaciones del LAPD, el encanto arquitectónico de un aparcamiento de supermercado.

Entre otras tareas, los cuervos se ocupaban de atender las llamadas de los quejicas crónicos y de los chalados de Hollywood, y se las apañaban bien con turnos de diez horas repartidos en sus cuatro días de trabajo a la semana. Los mayores retos que tenían estos policías eran asuntos relacionados con la «calidad de vida» de los vecinos: quejas por ruidos, pintadas en paredes, basura sin recoger, personas durmiendo en las calles, carritos de compra abandonados, ventas de garaje no autorizadas o mendigos agresivos. Los cuervos también supervisaban el Programa de Policías de Reserva y el Programa de Exploradores de la Policía, destinado a adolescentes. Además, dirigían el Comité de Clubes Nocturnos, el Comité de los Sin Techo, el Comité de Pintadas, e incluso el Comité para Cortar las Calles.

En 2007, la pasión de la ciudad de Los Ángeles por los comités era casi tan poderosa como su anhelo de diversidad y su manía multicultural, y sería difícil imaginar un lugar donde se estuviese dando una mayor experimentación social -policía incluida- que en la División de Hollywood del LAPD. Los afroamericanos eran el único grupo étnico poco representado en la demografía de Hollywood, pero cada noche los bulevares se llenaban de hombres negros jóvenes que venían en metro o en coche desde el sur de Los Ángeles. Muchos de ellos eran miembros de bandas callejeras.

Los cuervos también tenían que organizar actos benéficos, como los de la Fundación Ayuda al Policía, la Antorcha de las Olimpíadas Especiales o la Fiesta de las Vacaciones de los Niños, y debían prestar apoyo policial en las manifestaciones contra la guerra, la entrega de los Oscar y todos los eventos con alfombra roja que se celebraban en el Kodak Center.

En definitiva, desempeñaban tareas que hacían que los veteranos movieran la cabeza y se refirieran a todo aquello como «una mariconada». A menudo llamaban a los cuervos «ositos de peluche vestidos de azul».

Les decían cosas aún peores, pero en todo aquel menosprecio a los cuervos había algo de celos, porque esos oficiales de Hollywood Sur tenían bastante libertad, decidían si usar uniforme o ropa de calle según la tarea que tuviesen, y casi siempre hacían trabajos limpios y seguros. Los cuervos generalmente elegían quedarse en ese puesto durante mucho tiempo.

Ronnie había vencido a Hollywood Nate en la primera convocatoria de la Oficina de Relaciones con la Comunidad y fue enviada para su capacitación como oficial jefe sénior al centro de reclutas situado junto al aeropuerto internacional. Un mes más tarde se produjo un retiro inesperado y Nate acabó siguiendo a Ronnie a la CRO, creyendo que había encontrado el sitio donde podría permanecer felizmente hasta su retiro o al menos hasta que alcanzara el éxito en el mundo del espectáculo, lo que llegara primero. A principios del verano ya había trabajado en otras dos películas para televisión en las que tenía una línea de diálogo en cada una, y cuyas tramas estaban pensadas para gente que se dedicaba a ver la televisión durante el día. Estaba seguro de que la última podría aparecer en el Canal Spike, porque en el último minuto se incluía tanta sangre gratuita y gore que parecía especialmente pensada para desertores del bachillerato.


Para julio de 2007, todos los cuervos eran, en teoría, futuros millonarios. Uno de ellos, que había nacido en Irak y había llegado a Estados Unidos siendo un niño, había convencido a su compañero, otro cuervo, de que era una buena idea comprar dinero iraquí ahora que el país era un caos y su moneda prácticamente no valía nada. A través de un agente de cambio, su compañero compró un millón de dinares por ochocientos dólares. Según les explicó el agente, cuando Irak estuviese en condiciones de volver al cambio paritario y su moneda comenzara a cotizar nuevamente en las agencias de cambio, «¡seréis todos millonarios!».

De modo que otros dos cuervos compraron un millón de dinares. Tres más compraron medio millón cada uno. Otro compró un millón y medio, imaginándose que podría comprarse un yate cuando se retirara. Ronnie Sinclair dudó mucho, pero pensando en sus padres, que se hacían mayores, compró medio millón.

A la semana siguiente de haber sido asignado a la CRO, Nate estuvo levantando pesas en la moderna sala de ejercicios de Hollywood Sur. Después de hacer sus ejercicios y de examinar sus impresionantes pectorales y bíceps, Nate entró en su despacho de la CRO, se sentó frente a su mesa de trabajo y estudió cuidadosamente un diñar iraquí. Mirándolo bajo una lupa, y sosteniéndolo a la luz de la lámpara, examinó el caballo que de ese modo se hacía visible como si supiera lo que estaba haciendo.

– ¿Por qué no lo miras con una lupa de joyero, quieres? -le dijo Tony Silva, uno de los agentes hispanos-. No es falso, si eso es lo que estás pensando.

– No, pero he leído en el periódico que los falsificadores están quitándole la tinta a estas cosas -dijo Nate-, y la están usando para hacer dólares americanos con impresoras láser.

– ¿No vas a comprar, ahora que puedes? -le preguntó Samuel Dibble, el único policía negro de la Oficina de Relaciones con la Comunidad-. ¿Qué sucederá si la operación de Bush funciona y el diñar se estabiliza? Todos nosotros seremos ricos. ¿Y tú?

Nate se limitó a sonreír, tratando de no parecer condescendiente, pero más tarde le dijo en privado a su sargento: -Los policías son unos perfectos idiotas. Cualquiera puede estafarlos. Invertirían en cualquier cosa.

– Sí, yo también entré en el asunto, gasté un millón -le respondió el sargento.

Tres semanas más tarde, después de que el nuevo comandante en jefe en Irak concediera una larga entrevista a una cadena de televisión y dijera que la operación tenía grandes posibilidades de salir bien, Hollywood Nate Weiss hizo en secreto una transferencia desde su entidad bancaria, llamó al agente de cambio y compró dos millones de dinares sin decírselo a los demás.


Por supuesto, los antiguos colegas de Nate, los agentes de la Guardia 5, no soñaban con llegar a ser millonarios. Tan sólo intentaban lidiar con el joven sargento Treakle, cuyo afán y ambición no habían disminuido después de la reprimenda administrativa que había recibido por llevar el Big Mac a la negociación de la azotea. Sabían que la División de Hollywood estaba tan falta de empleados como el resto del maltrecho LAPD, así que para que un supervisor como Treakle pudiera quedar suspendido sin paga, él o ella tenían que hacer algo realmente terrible, como decirle algo políticamente incorrecto a un miembro de lo que históricamente había sido considerado un grupo minoritario. Al menos eso pensaban en la guardia, según los cotilleos que se oían alrededor de la comisaría.

En una de esas noches de verano iluminadas por lo que el Oráculo solía llamar «una luna de Hollywood», la luna llena que libera las locuras, Flotsam mencionó el incidente de la azotea a Catherine Song y le dijo:

– ¿Por qué aquel suicida no pudo ser negro, o hispano? Eso habría hecho saltar a Treakle.

– ¿Y qué me dices de una mujer coreana? -le contestó Cat-. ¿Acaso no somos potenciales víctimas de la corrección política?

– Negativo -dijo Flotsam-. Vosotros os habéis vuelto demasiado ricos y exitosos para ser víctimas. Tú y yo estamos en el mismo barco. Podríamos saltar de una azotea, ¿y a quién le importaría?

Aquella noche el sargento Treakle los había dividido en equipos de modo arbitrario y había asignado a Jetsam a patrullar con un novato hispano cuyo entrenador de prácticas había llamado para decir que estaba enfermo. A Jetsam no le gustaba trabajar con el novato, pero Flotsam no se quejaba y Cat sabía por qué. Se daba perfecta cuenta de que estaba interesado en ella, aunque también lo estaba la mayoría de los oficiales varones de la guardia.

En ese momento una voz en la radio patrulla dijo:

– 6-X-32, una pelea callejera, Santa Mónica con Western, código 2.

– ¿Por qué no podremos recibir un aviso en nuestro propio patio de vez en cuando? -gruñó Flotsam mientras Cat respondía-. Dan «Día del Juicio Final» está trabajando en la Sesenta y seis con un compañero nuevo. Deberían hacerse cargo de ello.

– Probablemente Dan haya tenido que ir corriendo a un cibercafé para mirar cómo se vienen abajo sus acciones en el extranjero -dijo Cat-. No importa lo bien que vaya el mercado. Él es un gran anticipador de los desastres internacionales.

Cuando llegaron al sitio de la llamada, que resultó estar un poco más al este de Western Avenue, Cat dijo:

– Seguramente Dan «Día del Juicio Final» se pondría los guantes para esta ocasión.

Cuatro mirones, dos de ellos miembros de una pandilla de salvadoreños, junto con un par de ex convictos que iban en busca del culo de algún trans o de una drag, contemplaban el alboroto. Los ex convictos preferían a los transexuales porque los tratamientos con hormonas y las operaciones quirúrgicas les hacían parecer más femeninos, pero si estaban en un apuro se conformaban con una drag queen. Los mirones observaban lo que había sido una pelea bastante buena entre una drag negra y un hombre blanco vestido con traje, y que ahora se había convertido en una lucha de gritos, amenazas y gestos obscenos.

Cuando los policías se bajaron del coche, tres de los cuatro espectadores se fueron rápidamente, pero un quinto salió de entre las sombras de un oscuro portal. Teddy el Trombón era un vagabundo al que Flotsam ya conocía. Vivía en la calle, tenía casi ochenta años y mendigaba en los bulevares.

Teddy se había quedado en el lugar de la pelea para ver el desenlace, a sabiendas de que estaba lo bastante borracho como para que lo cogiese la policía, pero demasiado borracho como para que le importara. Llevaba una gorra de los Lakers, varias camisas superpuestas que ya formaban parte de su cuerpo y unos pantalones casi rígidos, del color y la textura de las setas recién recogidas. Bastaba con mirarlo para pensar en hongos.

– Soy un testigo -le dijo Teddy el Trombón a Flotsam.

– Vete a casa, Teddy -le contestó el alto policía, colocándose la minilinterna bajo el brazo y maldiciendo porque no podía lograr que se sostuviese.

– Estoy en casa -replicó Teddy-. He estado viviendo justo aquí, en este portal durante los últimos días. Los policías nos echaron de nuestro campamento en la colina. Allá arriba podíamos escuchar los conciertos del Hollywood Bowl. Yo fui un gran músico en mi época, ¿sabes? Podía soplar mejor que cualquiera de los que he oído jamás en el Bowl. Entonces yo era una persona de verdad.

Aquello entristeció un poco a Flotsam, Teddy el Trombón recordando haber sido una «persona de verdad» en otros tiempos.

Como estaba la policía para protegerla, la drag negra, que llevaba una especie de capa rosa y una falda negra de doble abertura, se lanzó a un último asalto y amenazó con golpear al empresario con un bolso plateado, hasta que Flotsam se interpuso y dijo:

– ¡Basta! ¡Separaos los dos!

De mala gana, la drag retrocedió, con la peluca ladeada, un tacón de sus zapatos plateados partido en dos, el maquillaje corrido y las medias rajadas.

– ¡Él me secuestró! -gritó-. ¡Apenas pude escapar para salvar la vida! ¡Arrestadlo!

Flotsam ya había cacheado al otro contendiente. Era corpulento y de mediana edad y llevaba el cabello teñido de negro y peinado a un lado; le brillaba como cuero plastificado. Le chorreaba sangre de la nariz, que se limpió con un pañuelo de seda que sacó de su solapa.

Le entregó a Flotsam su permiso de conducir y dijo:

– Me llamo Milt Zimmerman, oficial. Nunca me han arrestado antes. Esta persona me robó las llaves del coche y salió corriendo hasta aquí, donde la cogí. Mi coche está a dos calles hacia el oeste, en el callejón. Quiero que le arreste por intento de robo de coche.

– ¡Pregúntele a este maldito secuestrador cómo llegamos hasta el callejón! ¡Pregúntele! -gritó la drag.

– Póngase junto a mí -le dijo Cat a la esbelta drag queen, que escoró a estribor sobre el tacón plateado roto.

Cuando los combatientes quedaron separados, Teddy el Trombón fue haciendo eses de una pareja a la otra para no perderse ni una sola palabra, y oyó que Cat le decía a la drag:

– Bien, ahora dame alguna identificación y dime qué ha pasado.

La drag sacó una licencia de conducir de su bolso plateado que llevaba el nombre de Latrelle Johnson, nacido en 1975. Cat iluminó la foto de Latrelle, en la que aparecía sin cejas, ni lápiz labial ni peluca, y decidió que era mucho mejor parecido como varón que como mujer. Le dijo:

– Muy bien, Latrelle, cuéntame lo que pasó.

– Por favor, llámame Rhonda -dijo la drag-. Ése es ahora mi nombre. Latrelle ya no existe. Latrelle está muerto, y me alegro.

– Vale, Rhonda -dijo Cat, y pensó que aquello también sonaba un poco triste-. ¿Qué ha pasado aquí?

– Él me recogió en la esquina dos calles más abajo de Santa Mónica y me ofreció llevarme a un bar para tomar unas copas y bailar un poco. Y yo, estúpida de mí, le creí.

– Ajá -dijo Cat-. ¿Y tú estabas por casualidad en esa esquina esperando a alguien con quien ir a bailar?

– No estoy de ligue -dijo Rhonda, y unos segundos después agregó-: Bueno, admito que me han cogido un par de veces por prostitución, pero resulta que esta noche sólo estaba haciendo una llamada desde la cabina que hay junto a la licorería -y señaló hacia la cabina telefónica que estaba detrás de ellos.

– Vale, ¿y entonces? -preguntó Cat mientras decidía que no iba a haber denuncia por secuestro y quizá tampoco nada de lo que informar ni más requerimientos para que se identificasen.

– Pensé que tal vez me estaba llevando al Strip, pero no habíamos caminado más que un par de calles, cuando se mete en un callejón y me obliga a tener sexo con él. ¡Yo temía por mi vida, oficial!

Milt Zimmerman alcanzó a oír algo y gritó:

– ¡Es una mentirosa! ¡Ella lo deseaba! ¡Y entonces cogió las llaves de mi coche y se las llevó corriendo!

– Vale, présteme atención a mí, no a ellos -dijo Flotsam, y cogiendo a Zimmerman del brazo se alejó con él unos metros, mientras Teddy el Trombón zigzagueaba en dirección a Cat y Rhonda porque su conversación le parecía más jugosa.

Milt Zimmerman le dijo a Flotsam:

– ¡Está mintiendo! Le dije que quería una mamada y ella accedió voluntariamente. Y entonces cuando acaba, quiere que le dé veinte dólares más. Le digo que de ninguna manera, y coge mis llaves del coche y empieza a correr hacia donde la recogí. ¡Mi Cadillac todavía está allí, en el callejón!

– El caso es que ella es un él -dijo Flotsam-. Podría llamarle «ello», si lo prefiere.

– ¡Yo no lo sabía! -dijo Zimmerman-. ¡Parece una mujer!

– Esto es Hollywood -dijo Flotsam-, donde los hombres son hombres y también lo son las mujeres.

Cerca de la licorería Rhonda comenzaba a dar más detalles y Teddy el Trombón se acercaba más. Su oído ya no era el de antes. Cuando Cat comenzó a trabajar, la habían entrenado polis viejos que se burlaban de los guantes de látex, que en su época no existían. Pero ahora, al ver a Teddy el Trombón, Cat se alegraba de llevar consigo un par de guantes esa noche. Miró al cotilla y le dijo:

– Quita tu culo de aquí. ¡Ahora!

– Siempre me han gustado las telenovelas -contestó Teddy.

Cat rebuscó en su bolsillo y dijo:

– No hagas que tenga que ponerme los guantes. Si lo hago, acabarás en la cárcel.

– Sí, señora -musitó Teddy, y volvió donde estaba Flotsam, aunque sabía que aquello no iba a ser ni la mitad de entretenido.

– Entonces, ¿qué fue exactamente lo que pasó en ese callejón? -le preguntó Cat a Rhonda-. Quiero detalles.

– Al principio él me pareció agradable. Paró el coche en cuanto entramos en el callejón, apagó el motor y comenzó a besarme, con bastante fuerza. Le dije algo así como «despacio, cariño, dale a la chica un minuto para respirar». Un segundo después, tenía los pantalones fuera.

– ¿Los tuyos?

– No, los de él. Luego me pidió que hiciera algo que yo nunca haría. Dijo que si no lo hacía se pondría violento. Tenía unas manos muy fuertes y yo estaba asustada. Cuando lo dijo metió la mano bajo mi falda, ¡y me arrancó las medias y el tanga!

– ¿Fue sexo anal? ¿Te sodomizó?

– ¡No! ¡Me obligó a que yo lo sodomizara a él! Fue humillante. Estaba tan asustada que lo hice. No sé cómo me las arreglé, pero lo hice. Y ni siquiera tenía condón.

– Entiendo -dijo Cat-. ¿Y luego, qué ocurrió?

– Cuando terminé dijo que quería más, yo le dije que ni hablar e intenté salir fuera del coche. Ahí comenzó a insultarme y a decirme que debería arrollarme con el Cadillac. Así que cogí sus llaves, salí del coche y corrí mientras él intentaba subirse los pantalones.

Rhonda cogió un pañuelo y se limpió el rímel de la cara, aunque Cat no sabía si estaba llorando de verdad o no.

– Rhonda -le dijo-, no nos obligues a hacer un montón de papeleo por nada. Dime la verdad. ¿Había dinero de por medio en todo esto?

Rhonda volvió a meter el pañuelo dentro del bolso y dijo:

– Me ofreció treinta y cinco dólares. -Y luego añadió-: Yo no se lo pedí. Él sólo se ofreció a dármelos. No por el sexo, sino como un regalo o algo así.

– ¿A cambio de que fueras a bailar con él?

– Ajá -dijo Rhonda, sorbiéndose los mocos.

– Quédate aquí.

Al ver a Cat caminando en dirección suya, Flotsam le dijo a Milton Zimmerman que no se moviera y se adelantó hacia Cat hasta mitad del camino, donde pudieran hablar en voz baja. Teddy el Trombón intentó acercarse furtivamente, pero cuando Cat le lanzó una mirada, se escabulló hacia el portal de su dormitorio al tiempo que murmuraba:

– Les tengo un miedo tremendo desde lo de Pearl Harbor.

– Ella es coreana, Teddy. Estás a salvo -le hizo saber Flotsam.

– ¿Del Norte o del Sur? -preguntó Teddy, nervioso.

Cuando Cat y Flotsam estuvieron cerca, Flotsam dijo:

– Él dice que la recogió frente a la licorería, junto a la cabina telefónica. Ella le ofreció sexo por cincuenta dólares pero luego aceptó hacerlo por treinta y cinco. Condujeron hasta el callejón, donde ella lo apaciguó con una felación, y entonces le pidió veinte dólares más. Él se negó, ella se levantó y cogió sus llaves y corrió hacia la licorería.

– ¿Te dijo por qué Rhonda quiso otros veinte cuando ya había acabado la cosa? -preguntó Cat.

– No, ¿por qué?

– Si Rhonda está diciéndonos casi toda la verdad es porque el tipo quería que ella hiciera algo que a la mayoría de las drags femeninas, como Rhonda, rara vez se les pide.

– Los drags y los travestís hacen cualquier cosa que les pidas -dijo Flotsam-, por eso cogen toda clase de pestes y plagas. De manera que ¿qué fue lo que le pidió ese tipo?

– Sexo anal -dijo Cat.

– ¿Y? ¿Eso le pareció raro?

– Pero Milton era el receptor, no el bateador.

– A ver si te sigo: ¿me estás diciendo que Milton acabó siendo la puta de Rhonda?

Flotsam se giró estupefacto, miró un instante al indignado hombre de negocios, impecablemente vestido de Armani, y dijo:

– A veces todo se vuelve demasiado confuso aquí fuera.

Lo único que quedaba por hacer era calmar a ambos demandantes. Los policías se acercaron hacia el empresario, y Flotsam dijo:

– Señor Zimmerman, ¿de veras quiere presentar una denuncia? Antes de que me conteste, déjeme que le diga que la persona que está ahí con la falda rajada dice que usted pagó para que ella…

– Lo sodomizara -remató Cat abruptamente-. Eso no quiere decir que usted no pueda ser víctima de un intento de robo de coche, pero podría ser vergonzoso para usted y su familia si fuese a juicio. Por supuesto, podríamos desmentir el alegato de Rhonda si lo llevamos al Centro Médico Presbiteriano y hacemos que un médico le haga un examen de ano para buscar pruebas de ADN. ¿Qué opina?

Después de dudar durante un buen rato, Milton Zimmerman dijo:

– Bueno, no me importaría olvidarme del asunto y alejarme todo lo que pueda de ese lunático.

– Ahora quédese aquí un momento hasta que comprobemos si la otra parte está satisfecha con esta solución.

Mientras caminaban de vuelta hacia la licorería, Rhonda estaba colgando el auricular del teléfono público fijado a la pared. Cat le dijo:

– Rhonda, tal vez quieras pensártelo un poco antes de insistir en hacer una denuncia por secuestro o agresión sexual. Verás, en este asunto había dinero de por medio, independientemente de si él decidió dártelo o tú se lo pediste. Sexo y dinero juntos habitualmente significan prostitución.

– Y después de todo, él fue quien acabó follado -le dijo Flotsam-. Así que incluso si lo arrestamos por haberte agredido, su abogado dirá que quien fue sodomizado fue él, no tú. Y que éste es sólo un caso de toma y daca, tanto da tetas que culo.

– Está bien -dijo Rhonda, suspirando-. Pero yo siempre sabré que la víctima fui yo, no ese monstruo. ¡Y mis tetas no tienen nada que ver en el asunto!

Mientras Milton Zimmerman se dirigía hacia el callejón con las llaves del coche, que Cat le había devuelto, Rhonda se quitó el tacón plateado roto y se fue cojeando por el bulevar de Santa Mónica en la dirección opuesta, hasta que desapareció en la oscuridad de la noche.

– En Hollywood no existe la violación -le dijo Cat a Flotsam-. Sólo hay un montón de disputas de negocios.

Flotsam tuvo la última palabra, que en realidad eran dos. Era lo que siempre decían los oficiales en aquella peculiar comisaría, allí en pleno corazón de Los Ángeles. Movió la cabeza en señal de total perplejidad y dijo:

– ¡Puto Hollywood!

Justo en ese momento sonó el teléfono público. Cat ya estaba caminando hacia el coche pero Flotsam dijo:

– Todos tienen miedo de los teléfonos móviles, porque ven Bajo escucha en la televisión.

Flotsam lo cogió, e imitando la voz de Rhonda lo mejor que pudo, dijo:

– ¿Diiigaaa?

Tal y como esperaba, una voz de varón contestó:

– ¿Eres Rhonda?

– Sí, así es -dijo Flotsam en falsete.

– Hola, soy el tipo que tuvo una fiestecita contigo en mi piso, hace tres semanas -dijo el hombre que llamaba-. Lance, ¿te acuerdas?

– Ahhhh, sí -dijo Flotsam-. Recuérdame tu dirección, Lance.

Y antes de que colgara, Cat le oyó decir:

– Prepárate para perder esos pantalones, Lance.

– ¿Qué ocurre dentro de ese cerebro lleno de agua? -le preguntó Cat con una mirada achinada.

A las once y media, el 6-X-32 se detuvo enfrente de un edificio en Franklin, un barrio muy exclusivo desde el que Flotsam y Cat no hubiesen esperado que nadie llamara a una drag callejera para que fuese a su casa.

– Pensé que íbamos a encontrar al tipo en un lugar como aquel edificio cerca de Fountain y Beechwood. Allí hacen negocios muchos travestís y drags. Mi compañero y yo lo llamamos Parque Jurásico -le dijo Flotsam a Cat.

– ¿Por qué?

– Por el tipo de gente que los ocupa. No sabemos qué diablos son.

Flotsam apuntó su linterna hacia el balcón de la segunda planta, hasta que divisó el piso correspondiente al número del apartamento de Lance. Cogió el megáfono y dijo:

– ¡Atención, Lance! ¡La señorita Rhonda lamenta estar indispuesta y no poder acudir a su cita contigo esta noche! ¡Tiene una infección crónica de próstata!

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