Capítulo 15

– Tío, tú no eres el adecuado para este trabajo -le dijo a Leonard Stilwell un vecino al que llamaban Júnior, mientras Alí Aziz lloraba y el farmacéutico mexicano andaba de jarana.

Leonard y Júnior habían estado practicando durante veinte minutos con una barra de tensión TR4 y un pico para diamante de doble cara que Leonard pensaba pedir prestado a Júnior para el trabajo del día siguiente. El apartamento de Júnior era más o menos lo que Leonard había visto siempre entre los tipos que estaban en libertad condicional: botellas de tequila Cuervo, revistas pomo, un pastel de chocolate a medio comer y envoltorios de dulces por todas partes. La habitación era tan pequeña que el tipo debía hacer la cama desde la cocina, cosa que no sucedía casi nunca. Tenía las manos enormes y un montón de tatuajes carcelarios que eran casi invisibles sobre su oscura piel.

Tras haber despegado a Júnior del canal de dibujos animados, Leonard estaba arrodillado en el suelo con la puerta abierta, intentando destrabar la doble cerradura con cierre interno. Fue interrumpido por una cucaracha enorme que trepaba por su cuello, chilló e hizo la danza de la cucaracha, abofeteándose el cuello y temblando como un perro mojado.

– No te harán daño, hermano -dijo Júnior-. Allá, en casa, nos comemos a los insectos que son tan tontos como para acercarse a nuestra comida.

– Tengo miedo de las cucarachas -dijo Leonard-. Crecí en Yuma con seis hermanos y hermanas y un viejo borracho que nunca trabajaba. Las cucarachas corrían por encima de nosotros cuando estábamos dormidos, y también las ratas.

– Hermano, allá en casa nos comemos a las ratas. No hay problema.

– Vale, déjame intentarlo otra vez.

La barra de tensión le parecía a Leonard un largo destornillador, y el pico, que Júnior llamaba «rastrillo», era como una aguja de diez centímetros con algo parecido a un par de jorobas de camello en el otro extremo. La cuestión era que Leonard nunca había reventado una cerradura en su vida, y nunca se había preocupado de aprender de Whitey Dawson, pese a que habían trabajado juntos docenas de veces.

– Tío, tú no naciste para esto -dijo Júnior-. ¿Estás seguro de que quieres hacer el trabajo? La vas a joder y te van a pillar.

– Lo he visto hacer muchas veces cuando iba con mi compañero -dijo Leonard-. Parecía fácil cuando él lo hacía.

– ¿Por qué no metes a ese compañero en este trabajo, hermano? No creo que se te pueda enseñar nada a ti.

– Está muerto.

– Mala cosa, tío. Ojalá pudiera ayudarte pero le prometí a mi madre que no volvería a meterme en asuntos turbios.

– Enséñamelo otra vez -dijo Leonard-. Una vez más.

El enorme Júnior sujetó la barra de tensión en su enorme mano, la insertó y dijo:

– Mira, hermano, introduces la barra de tensión y haces girar el cilindro.

Introdujo el pico con la otra mano y dijo:

– El rastrillo levanta el cierre.

Entonces hizo girar el pomo fácilmente y le pasó las herramientas a Leonard.

– Mi abuelo podía hacer esto, y eso que perdió una mano cuando se defendía de un tiburón mako.

– Déjame intentarlo una vez más -dijo Leonard, y se concentró en copiar los movimientos de los inmensos dedos del fiyiano.

Insertó la barra de tensión y dijo:

– Con esto hago girar el cilindro.

Entonces insertó el pico.

– Con esto levanto el cierre.

Y lo sintió.

– ¡Sí! -dijo cuando giró el pomo.

Lo hizo una vez más, y de nuevo funcionó.

– ¡Eso es, hermano! -dijo el fiyiano.

– Te los traeré de vuelta mañana por la noche -dijo Leonard, poniendo las herramientas en su bolsillo.

– Si te trincan, tío, no me conoces. Nunca oíste hablar de nadie de Fiyi. Ni siquiera sobre Vijay Singh.

– Soy bueno con eso -dijo Leonard-. Y cuando te traiga las herramientas, tendrás los cincuenta pavos que te prometí.

– Si no estás en la trena -dijo el fiyiano.

– Hasta luego, tío -dijo Leonard, mientras salía.

– Oye, hermano -dijo el fiyiano-. Acabo de acordarme. ¿Podrías llevarme a la clínica? Pillé la gonorrea de alguna zorra y el matasanos dice que tengo que hacerme un chequeo.

– Sí, claro, te acerco -dijo Leonard-. ¿Dónde te tratan?

El fiyiano apuntó con un grueso dedo a sus genitales y dijo:

– Aquí abajo.


Cuando Ronnie y Bix regresaron a Hollywood Sur a dejar el coche y fichar, Hollywood Nate estaba esperando con los pies sobre una mesa, leyendo el Daily Variety. Bix no parecía feliz de verlo.

– Ve tú delante -le dijo Bix a Ronnie-. Tengo que hablar con Nate un minuto. Nos vemos en el restaurante, ¿vale?

– Vale -dijo ella, y le echó un vistazo a Nate, que la saludó con un pequeño ademán que no significaba nada.

Ronnie entró en el vestuario de mujeres para quitarse el uniforme, con más incertidumbre que nunca sobre su compañero. Había algo raro aparte de la bebida. Pero ¿qué tenía que ver con ello Hollywood Nate Weiss, que estaba allí sentado como una esfinge? Si conociese un poco mejor a Bix lo cogería y le soltaría unas cuantas preguntas para las que exigiría respuesta inmediata. Pero por el momento no creía tener derecho a inmiscuirse.

Bix y Nate salieron y se quedaron en el escalón frente a Hollywood Sur. El tráfico era fluido en la avenida Fountain para una tarde tan suave de verano. En momentos así los antiguos residentes de la vecindad podían oler las flores del jardín y los árboles cítricos que se habían puesto de moda. Pero ahora, en la ciudad más ahogada de tráfico de América del Norte, solamente existía un olor de motor exhausto.

– Bien, ¿de qué va esto? -dijo Bix, sentándose en el escalón.

Nate también se sentó y dijo:

– Como te dije por teléfono, los surfistas han localizado a cierto tipo con antecedentes que tenía esa dirección en su coche. Era una dirección incorrecta, pero el número más cercano corresponde a una mujer llamada Margot Aziz.

Bix Rumstead miró a Nate con gesto inexpresivo.

– ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

– Flotsam y Jetsam se preguntaban si este tipo habría sido contratado por el propietario de la casa. Su nombre es Leonard Stilwell. Un hombre blanco, de unos cuarenta años, peso y altura medios, pelo rojo y pecas. Conduce un viejo Honda negro tuneado. Si no trabaja para el propietario de la casa tal vez tenga la casa como objetivo para un asalto. Eso es lo que piensan nuestros surfistas metidos a detectives.

– Te lo pregunto de nuevo, ¿qué tiene eso que ver conmigo? -dijo Bix.

Nate había dado a Bix suficiente cebo pero no parecía dispuesto a picar. Así que Nate decidió contar una media verdad.

– Fueron a Mount Olympus un poco después y vieron uno de nuestros coches.

Bix se dio cuenta de que con «nuestros coches» se refería a vehículos policiales y preguntó:

– ¿Qué noche fue eso?

– No lo sé -dijo Nate con otra media verdad-. Pero averiguaron quién conducía el coche esa noche.

Bix Rumstead parecía estar ponderando la situación, y al fin dijo:

– Bueno, si fue hace dos noches era yo.

Y eso fue todo lo que dijo. Luego miró a Nate como si fuera su turno de hablar.

– No te estoy preguntando sobre tus asuntos, Bix. Pero creen que este Stilwell sólo puede traer malas noticias y se preguntaban si…

– Conozco a la mujer que vive ahí -le interrumpió Bix-. Nos conocimos en una colecta de fondos benéficos y me llama de vez en cuando para contarme sus problemas.

En el futuro, cuando recordara aquella conversación, Nate se arrepentiría siempre de no haber sido lo bastante valiente y honesto para decir la verdad, para comparar lo que ambos sabían sobre Margot Aziz. Pero todo lo que dijo fue:

– Supongo que su problema no estaba relacionado con alguien que encaja con la descripción de Stilwell.

– No -dijo Bix, menos tenso y bastante más accesible-. En realidad, está preocupada por su marido, Alí Aziz. ¿Conoces la Sala Leopardo?

– ¿Un garito de topless en Sunset?

– Ese mismo.

– Sí, sé dónde está.

– Alí Aziz es el propietario. Están en mitad de una batalla por el divorcio y la custodia de su hijo y ella tiene miedo de que él quiera hacerle daño.

– ¿Es como los gánsteres rusos que montan un club nocturno?

– No -dijo Bix-. Es simplemente un sórdido comerciante de Oriente Medio que ha encontrado su sueño americano en los clubes de desnudo.

Ahora era Nate quien se sentía menos tenso. Todo encajaba con lo que Margot Aziz le había dicho. Por supuesto, la cuestión que atormentaba a Nate era si Bix tenía algo más que una relación profesional con Margot. De nuevo intentó reunir el nervio suficiente para interrogar a Bix y para revelarle que ella le había ofrecido entrar en su casa y que había pasado toda una noche intentando emborracharlo. Pero todo lo que logró decir fue:

– Entonces, ¿crees que alguien debería preguntarle a ella si conoce a Stilwell?

– No veo por qué deberíamos añadir nada más a sus preocupaciones. Ya está lo bastante paranoica con su marido. Después de todo, dijiste que era un número de casa distinto.

– Sí, pero el número no existe y la dirección de los Aziz es la única próxima.

– Si te preocupa tanto, creo que podría llamarla mañana y preguntarle si conoce al tipo. Quizá tenga que darle un presupuesto para la limpieza de las ventanas o algo así. Dijo que quería largarse de esa casa.

– No es asunto mío. Quienes están preocupaos son esos alcornoques de surfistas.

– Puedo llamarla -dijo Bix-. Quizá mañana.

Nate intentó parecer espontáneo cuando preguntó:

– ¿Es mayor?

– ¿Por qué preguntas eso? -dijo Bix.

– Bueno, si es mayor no me gustaría asustarla.

– ¿Una anciana metida en una batalla por la custodia de un hijo?

– Ah, es cierto, se me olvidó -dijo Nate-. No puede ser tan vieja.

– La llamaré mañana para asegurarnos del todo.

Hollywood Nate estaba convencido de que Bix Rumstead era algo más que una relación profesional para Margot Aziz. Porque cualquier persona del planeta Tierra, al preguntarle si Margot era una mujer mayor, habría dicho que lejos de ser una mujer mayor, era un cañón de la colina que podía interrumpir el tráfico de mediodía en Rodeo Drive o dondequiera que fuese, sin importar toda la competencia que hubiese por allá. Pero Bix no había dicho eso.

– Bueno, tengo que cambiarme y encontrarme con Ronnie para comer un poco de carne asada -dijo Bix-. ¿Quieres venir?

– No, creo que iré al gimnasio a darle unos toques al saco -dijo Nate-. Tengo la revisión física en un par de semanas.

– Te veo mañana -dijo Bix.

Y, de pronto, Nate Weiss no se sentía tan mal por haberle ocultado parte de la verdad a Bix Rumstead, porque estaba absolutamente seguro de que Bix le había estado mintiendo.


La unidad de vigilancia 6-X-66 había hecho su ronda sin ningún incidente de importancia hasta ese momento. Gert von Braun había extendido una multa a un tipo en un Humvee que se había quedado embobado con un dragón que hacía cabriolas en Santa Monica Boulevard. Se saltó la luz roja en Western Avenue y casi impacta contra un coche lleno de niños asiáticos. Arbitraron luego en una disputa familiar entre un soldado recién llegado de Irak y su esposa, que se había ido con el hijo de su jefe, y no dejaba al soldado recuperar sus pertenencias que, de hecho, eran de la madre de él.

Dos horas después recibieron un mensaje en su ordenador MDC en el que se les enviaba al búngalo de una nonagenaria residente en Hollywood Este que sostenía que un posible invasor estaba vigilando su casa. Cuando Gert y Dan Applewhite llegaron al búngalo encontraron a la anciana sentada en el balancín del porche principal, acariciando un gato persa. Había luz dentro y el televisor estaba encendido.

Podían contar los huesos de la anciana a través de su carne color marfil antiguo, pero la mujer parecía muy alerta y describió al sospechoso como un hombre de pelo negro y «grandes, líquidos ojos marrones».

Cuando Gert preguntó si tenía idea de quién era el hombre, la anciana dijo que sí, debía de ser Tyron Power.

Gert, que era cerca de veinte años más joven que Dan «Día del Juicio Final», dijo:

– ¿Es este Tyron Power un hombre blanco o negro?

– Es blanco -dijo Dan a Gert.

Gert miró a Dan y dijo:

– ¿Cómo lo sabes?

En vez de contestar a Gert, Dan le preguntó a la anciana:

– ¿Llevaba una máscara negra, por casualidad? ¿O una espada?

– No -dijo la anciana-. Esta vez no.

– ¿Y en otras ocasiones? -preguntó Dan.

– Oh, sí, a veces sí -dijo ella.

– ¿Rascó alguna vez una Z en algún objeto de por aquí?

– Seguramente sí -dijo ella-. Es muy guapo.

– Sé perfectamente dónde está este hombre -dijo Dan.

– ¿Lo sabe? -dijo la anciana.

– Sí, y me preocuparé de que no vuelva a molestarla. No debe preocuparse más. ¿Vive usted con alguien?

– Sí, vivo con mi hija. Está en el trabajo.

– Bien, puede dormir tranquila. Nos ocuparemos de ese amigo.

– No le harán daño, ¿verdad? -dijo ella-. Es muy guapo.

– Prometo que no le haremos daño -dijo Dan Applewhite.

Cuando iban andando hacia su tienda, Gert preguntó:

– ¿Quién es ese Tyrone Power?

– Eres demasiado joven para saberlo, pero fue una gran estrella de cine.

– ¿Y dices que sabes exactamente dónde encontrarlo?

– Sí, en un mausoleo en el cementerio de Hollywood -dijo Dan Applewhite.

Gert abrió línea con la central apretando un botón en el teclado de su MDC y reiniciaron la patrulla. Dan conducía mientras Gert tecleaba el informe. Al terminar miró a Dan.

– ¿Sabes lo que he oído sobre ti? -dijo.

– ¿Qué?

– Cuentan que eres un marido en serie, que te has casado cuatro veces.

– Es mentira -dijo-. Fueron tres.

– No te gusta estar casado mucho tiempo, ¿eh?

– He estado casado mucho tiempo -dijo-, pero con diferentes mujeres.

– ¿Tuviste hijos?

– Sólo uno.

– ¿Qué edad tiene?

– Veintiséis. Es un genio de los ordenadores, y un llorica como su madre. ¿Qué tal tú?

– Nunca he estado casada -dijo ella-. Este trabajo no lo facilita.

– Tienes un montón de tiempo -dijo él-. Eres joven.

– Mírame. No tengo a nadie tirando mi puerta abajo -dijo ella.

Él se volvió y le echó un buen vistazo.

– ¿A qué te refieres?

– Soy ancha -dijo con una mirada desafiante en sus ojos-. Pregúntale a Treakle.

– ¿Te preocupa lo que Labios de Pollo piense? -dijo Dan-. Creo que tienes un aspecto sano. Estoy hastiado de mujeres anoréxicas. Mis dos últimas mujeres encontraron la manera de sacar más comida de la que tragaban.

– Mi padre es un alemán flaco -dijo ella-, pero mi madre es holandesa, con grandes hombros y caderas anchas. De coger demasiados tulipanes, me parece. Yo pertenezco a esa línea de la familia.

– A mí me gusta la pinta que tienes -dijo Dan.

Gert sonrió ligeramente y dijo:

– Tyron Power, ¿eh? Voy a tener que instruirme. ¿Hizo del Zorro?

– Mucho antes que Antonio Banderas -dijo Dan-. ¿Te gustan las pelis antiguas?

– No he visto muchas, pero sí, me gustan.

– Conozco una sala de proyecciones donde incluso pasan pelis mudas. Deberías ir conmigo algún día. No se trata de una cita ni nada de eso. Sé que mi época de citas terminó hace tiempo.

– No eres tan viejo.

– ¿Crees que no? -dijo Dan «Día del Juicio Final».

El incipiente flirteo fue interrumpido por otro mensaje en el ordenador, que les llevaría a una dirección muy familiar para Ronnie Sinclair y Bix Rumstead.


Cuando llegaran a la dirección y tocaron el timbre les abrió una mujer negra con buen porte. Señaló al otro lado de la calle, en dirección a una casa de tablones de madera donde dos carteles de tiendas estaban vueltos del revés en el pequeño patio delantero.

– Soy la señora Farnsworth -dijo-. Les he llamado por la gente de allá. Por los carteles en el patio y el ruido.

– ¿De qué se trata? -dijo Gert-. ¿Ruido?

– No, es por la tranquilidad -dijo ella-. Está demasiado tranquilo allá. A esta hora de la noche suelen tener puesta esa extraña música somalí a todo tren. Pero no esta noche.

– Igual no están en casa -dijo Dan.

– Están en casa -dijo la señora Farnsworth-. Les he visto a través de las ventanas hace una hora, pero ahora han cerrado las persianas.

– Igual se han ido a dormir -dijo Gert.

– Cariño, no se van a dormir hasta las dos o tres de la madrugada -dijo la señora Farnsworth-. Al menos él. Le grita todo el día. Y sé que le pega pero ella nunca dice nada cuando tenemos ocasión de preguntarle.

– Nosotros lo tenemos bastante complicado, no podemos ir tocando a las puertas de la gente para preguntarles por qué están tan silenciosos -dijo Dan.

– Hay un muchacho -dijo la señora Farnsworth-, un joven blanco. Solía traerla a casa de vez en cuando. Le limpia la casa, es lo que ella me dijo. Él vive con sus padres paralíticos y tiene un buen trabajo y es bueno con ella. Un día le vi dejándola, y su marido salió de casa en ropa interior y la agarró del brazo y empezaron a montar la bulla en su idioma, luego la llevó para dentro y dio un portazo. Después de eso regresaba a casa en autobús. Él es un hombre muy mezquino y ella es una chica muy dulce y asustada.

Gert miró a Dan y dijo:

– Podemos llamar e intentar pensar en una excusa. Sólo para asegurarnos de que todo está bien.

– Los carteles -dijo la señora Farnsworth-. Ya le advirtieron antes.

Entonces fue hacia un estante y cogió un jarrón de porcelana con varias tarjetas dentro. Retiró una y se la pasó a Gert.

– El oficial anotó su número de teléfono personal en la parte posterior de esta tarjeta y dijo que podía llamarlo cuando quisiera.

Gert la leyó: «Oficial Bix Rumstead». Después le dijo a la mujer:

– Llamaremos a la puerta y veremos qué pasa.

– Por favor -dijo la señora Farnsworth-. Estoy realmente preocupada por esa chica. Y también lo estaba el oficial Rumstead. Se podía ver en su cara.

Gert von Braun y Dan Applewhite cruzaron la calle y se valieron de las linternas para evitar caer en uno de los agujeros del pavimento que la ciudad de Los Ángeles no tenía recursos para reparar.

Escucharon pero no oyeron nada dentro. Dan llamó a la puerta. Sin respuesta.

Gert caminó unos pasos hacia la ventana y escuchó. Dan tocó de nuevo. Sin respuesta.

– No hay nada más que podamos hacer -dijo Dan.

Gert levantó la mano para pedirle silencio y apretó la oreja contra la puerta.

– Creo que oigo algo.

– ¿A qué suena?

– Es muy bajito. Como un hombre rezando o algo así. En su idioma, no en el nuestro.

Dan empuñó su porra y dio unos golpes en la puerta, fuerte y alto. Cuando paró Gert siguió escuchando.

– ¿Algún cambio en el sonido? -dijo él.

Negó con la cabeza y probó el pomo. Estaba cerrado.

– Tal vez deberíamos llamar a un supervisor -dijo Gert-, para que nos dé la autorización para entrar.

– ¿Y que Labios de Pollo Treakle nos monte un lío?

– Olvida al supervisor -dijo Gert.

Ambos polis caminaron de regreso a la calle.

– Alumbra esto -dijo Gert.

Dan sostuvo la tarjeta mientras la iluminaba con el haz de su linterna. Ella sacó su móvil y marcó el número escrito a mano en el reverso de la tarjeta.


Los cuervos estaban vestidos de calle. Ronnie con una camiseta de tirantes y téjanos de Banana, y Bix con una camisa amarilla de Polo y pantalones chinos de Gap. Ronnie pensó que él estaba todavía más guapo sin el uniforme. El azul del LAPD no le favorecía. Ronnie había pedido chile relleno y un margarita. Bix había encargado dos tacos de carne asada y una horchata fría, hecha de agua de arroz y canela. Ronnie había dudado antes de pedir una bebida alcohólica delante de Bix, pero se imaginó que le haría sentir más incómodo saber que se privaba de pedir alcohol por culpa suya.

Estaban a mitad de la cena cuando su teléfono empezó a sonar. Ronnie se preguntó si sería el interlocutor misterioso que le había hecho sentir tan incómodo. Aquel tipo sobre el que Bix había mentido diciendo que era su hermano Pete.

Miró el número pero no lo reconoció.

– Hola -dijo.

– Aquí 6-X-66, Von Braun al aparato -dijo Gert-. ¿Es usted el oficial Bix Rumstead?

– Sí -dijo él-. ¿Qué pasa?

– Tengo su número anotado en una tarjeta que me dio una tal señora Farnsworth -dijo Gert-. Se trata de ciertos somalíes que viven al otro lado de la calle. Me dice que usted sabe algo acerca de ellos.

– ¿Qué ha pasado? -dijo Bix.

– Es raro -dijo Gert-. Aparentemente están en casa, pero no abren la puerta. La casa está mucho más tranquila de lo normal según la señora Farnsworth y puedo oír al tipo dentro entonando algo de vudú.

– ¿Vais a entrar?

– No sabemos si entrar por detrás o seguir llamando a la puerta.

– ¿Habéis llamado a un sargento?

– No, tenemos miedo de que nos toque Treakle. Convertiría esto en un cristo.

– Voy para allá.

Cuando colgó el teléfono sacó varios billetes de su monedero y los puso sobre la mesa.

– Era un oficial de la guardia nocturna. Son los somalíes. Algo va mal y no abren la puerta.

– ¿Dónde vas?

– Igual me abre la puerta a mí. Establecí cierto acuerdo tácito con él.

– Bix, estás fuera de servicio -dijo Ronnie-. Deja que un supervisor se ocupe. No deberías involucrarte.

– Acaba tu cena, Ronnie -dijo Bix-. Te llamaré cuando compruebe el asunto.

– No es responsabilidad tuya -dijo Ronnie.

– Siento que debería haber hecho algo más -dijo él, girándose hacia la puerta-. Tenía esa sensación en el estómago.

– Hicimos lo que pudimos en su momento -exclamó Ronnie detrás de él-. Si algo malo pasa allí, ¡no es asunto tuyo, Bix!

Ella no supo si él había oído esta última parte. Bix Rumstead corría hacia el aparcamiento en dirección a su coche.


La señora Farnsworth se hallaba en la calle junto al coche de policía. Le había dado a Gert y Dan una taza de café que estaban apurando cuando Bix Rumstead llegó y aparcó con su coche personal, una minifurgoneta Dodge tamaño familiar.

Los agentes le dieron sus tazas vacías a la señora Farnsworth, que dijo:

– Buenas noches, oficial Rumstead.

– Hola, señora Farnsworth -dijo Bix-. Estoy encantado de que conservase mi tarjeta.

– Está realmente tranquilo todo ahí dentro -le dijo a Bix-. Y nunca hay tanta tranquilidad en esa casa. Él se volvió loco la semana pasada cuando un hombre blanco para el que trabaja acompañó a su mujer a casa. Si la hubiera golpeado le habría llamado a usted. Pero simplemente la cogió del brazo y le gritó cosas en somalí. Al día siguiente volvió en autobús a casa sin el joven blanco. No debería haber tanta tranquilidad ahí dentro a estas horas de la noche, oficial Rumstead. Tengo miedo por la chica.

Un minuto después los tres policías estaban en el porche delantero de madera. Se mantuvieron en silencio y escucharon. Sólo se oía el murmullo del tráfico en la cercana Cuarta Avenida, un perro que ladraba cerca, el chirriar de los grillos en el patio vecino, y distante música de salsa desde algún lugar manzana abajo. Entonces oyeron una profunda voz masculina entonando plegarias.

Bix llamó a la puerta y dijo:

– Señor Benawi, aquí el oficial Rumstead. Hablé con usted la semana pasada sobre el asunto de los carteles publicitarios, ¿recuerda?

Escucharon de nuevo. Los cánticos cesaron.

– Señor Benawi -continuó Bix-, por favor abra la puerta. Necesito hablar con usted. Lo de los carteles no tiene importancia. Sólo necesito saber si todo lo demás va bien. Abra la puerta, señor Benawi.

El cántico empezó de nuevo y Gert von Braun sintió un temblor, pero era una cálida noche de verano con un viento suave soplando desde el desierto al mar. Dan Applewhite sintió el pelo de su nuca erizarse y supo que no se debía al viento.

Bix Rumstead dijo:

– No nos iremos hasta que nos abra la puerta, señor Benawi. No nos obligue a entrar por la fuerza.

El cántico se detuvo de nuevo. Oyeron pasos. Entonces la cavernosa voz de Omar Hasan Benawi dijo desde el otro lado de la puerta:

– No hay nada para ustedes aquí. Por favor aléjense de mi hogar.

– Lo haremos, señor Benawi -dijo Bix-. Pero primero necesito hablar con usted cara a cara. Y necesito ver a su mujer. Entonces nos iremos.

– Ella no va a hablar con usted -dijo la voz-. Ésta es mi casa. Por favor, váyanse. No hay nada para ustedes aquí.

Oyeron los pasos retirarse de la puerta y el cántico empezó una vez más.

– ¡Mierda! -dijo Dan.

– ¿Y ahora qué? -dijo Gert.

– Esto es lo que el decreto federal de consentimiento ha hecho con el LAPD -dijo Bix a Dan «Día del Juicio Final»-. ¿Qué hubieses hecho cuando éramos polis de verdad?

Dan miró a Bix Rumstead y dijo:

– Somos blancos, él es negro. Mejor no hagamos nada bestia. Ahora no puedo permitirme una suspensión.

– Responde a mi pregunta -dijo Bix a Dan-. ¿Qué habrias hecho seis años atrás, antes de que un juez federal y un puñado de políticos y burócratas nos redujeran?

Dan Applewhite echó un vistazo a Gert von Braun y dijo:

– Habría tirado la puta puerta abajo a hostias y entrado a ver si la mujer está bien.

– Exacto -dijo Bix Rumstead.

Y acto seguido dio tres pasos de carrerilla, corrió hacia la puerta y le dio una patada justo a la derecha del pomo. La puerta se abrió de un golpe y fue a dar contra el muro de yeso.

El ímpetu de Bix Rumstead le llevó al interior de la oscura sala de estar. Gert von Braun y Dan Applewhite sacaron sus armas y le siguieron, lanzando estrechos haces de luz por toda la humilde estancia. Dan tomó el mando mientras intentaba iluminar el decrépito pasillo que conducía a las habitaciones traseras de la casa.

El cántico había parado. Ahora sólo se oían los ruidos del tráfico en la atestada avenida, a media manzana de distancia. La primera habitación estaba repleta de pilas de pedazos de cartón, latas de aluminio y envases retornables. Enfocaron sus linternas sobre las cajas, y luego los policías avanzaron hasta la última habitación donde brillaba una luz tenue. Dan Applewhite pegó su espalda a la pared, su Beretta semiautomática estaba ahora en la mano derecha; se agachó y echó un rápido vistazo desde la esquina.

– ¡Hijo de puta! -gritó, y se puso en pie, tirando su linterna y sosteniendo su Beretta con ambas manos-. ¡Al suelo! ¡Túmbate boca abajo!

Gert, que sostenía su linterna en una mano y llevaba la Glock en la otra, dio un paso adelante, agachándose detrás de los brazos extendidos de Dan, y gritó:

– ¡Abajo, me cago en todo!

Bix Rumstead enfiló hacia el espacio repleto de gente y echó un vistazo a la habitación.

El somalí estaba de rodillas, sólo llevaba puestos los mismos pantalones caqui que Bix ya había visto en su anterior visita. Llevaba también gafas de lectura y sostenía un Corán en su mano derecha, cuando se arrodilló como si fuese a rezar.

– ¡En nombre de Dios! -farfulló Bix.

Dispuesto en posición de rezar Ornar Hasan Benawi dijo:

– Sí, en el nombre del Dios único verdadero. Ella hizo la cosa vergonzosa con un hombre blanco. Ahora se la entrego al hombre blanco.

Había pasta de pintura blanca seca en una pared, y las manchas de pintura en la alfombra se habían secado y se endurecían. Las otras paredes estaban igualmente cubiertas de pintura, que también se había secado en los listones de las persianas. Las manos del somalí estaban embadurnadas de pintura blanca y había manchas en su torso desnudo y en la parte superior de sus pies desnudos, hasta sus pantalones estaban empapados de pintura blanca. Una lámpara barata de mesa yacía rota en el suelo, y un cubo de quince litros de pintura vacío y un pincel de brocha fina estaban tirados por el suelo junto a las patas de la cama. Había pintura seca por toda la colcha.

Sobre la colcha yacía Safia, la mujer de Omar Hasan Benawi. Había sido estrangulada con el cable que éste había arrancado de la lámpara de mesa, y la soga reposaba sobre la almohada como una cola de serpiente. Desnuda, parecía más pequeña, más frágil y vulnerable de lo que Bix Rumstead la recordaba. Y más niña. Yacía tendida en la cama con su cabeza en la almohada, y sus brazos estaban cruzados delante de sus pequeños pechos, tal y como su marido los había puesto. Y estaba blanca, totalmente blanca.

Omar había pintado hasta el último centímetro de su piel de color blanco. Desde la base de sus delicados pies hasta la coronilla de su pequeña cabeza redonda. Blanca como la muerte. Incluso sus ojos abiertos sin vida estaban pintados. La pintura seca cubría las órbitas cavernosas que Bix Rurastead recordaba tan bien.


Cuando Dan estaba esposando las manos del somalí a la espalda, el prisionero dijo:

– Ahora es cosa vuestra enterrarla con otros perros blancos en vuestros infieles sitios para muertos.

– ¡Cierra la puta boca! -dijo Gert von Braun-. Y escucha mientras te recuerdo tus derechos.

Aparecieron decenas de empleados del Departamento de Policía de Los Ángeles en la escena del crimen antes de que saliera el sol. Uno de los primeros en llegar fue el detective Charlie Gilford, que estaba a punto de acabar su turno cuando recibió la llamada de Bix Rumstead. Se dirigió al sudeste de Hollywood tan rápido como pudo.

Tras echar un vistazo a la grotesca escena del dormitorio salió a la entrada principal y dirigió sus concentradas perlas de sabiduría a un par de policías de la vigilancia nocturna que habían sido convocados para proteger la escena del crimen.

– Jodido Hollywood -dijo el decepcionado detective-. Podéis culpar de esta clase de mierda a las pelis. Apuesto que este tipo estaba ahí sentado viendo televisión y sacó la idea de Goldfinger donde le hacían lo mismo a la novieta de James Bond. Sólo cambia el color de la pintura. No ha demostrado tener imaginación. Este gilipollas somalí no es más que un imitador de segunda fila.


Ronnie Sinclair recibió una llamada de Bix Rumstead justo antes de irse a la cama. Le contó lo que habían encontrado en la casa somalí y que estaría en la comisaría Hollywood hasta primera hora de la mañana, haciendo informes y charlando con los detectives de homicidios. Bix le dijo a Ronnie que no había forma de saber a qué hora llegaría a su casa y que iba a necesitar tomarse una mañana libre. Le dijo que había dejado un largo mensaje en el buzón de voz del sargento, explicando lo ocurrido.

Antes de que la conversación acabase, Ronnie Sinclair le dijo a Bix Rumstead:

– No fue culpa nuestra. No podías evitarlo. Él no respondió.

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