Capítulo 7

El puerto deportivo de Salterns estaba situado al final de un pequeño callejón que salía del paseo marítimo que une Bournemouth y Poole, a unos doscientos metros de donde los Green habían encontrado a la niña. Por mar se podía llegar en yate a través del canal de Swash y después por el canal del Norte, que trazaba un corredor entre la orilla y los numerosos botes amarrados a las boyas en el centro de la bahía. Era una típica parada para los turistas que querían navegar por la costa sur de Inglaterra, y durante los meses de verano estaba muy concurrido.

La policía hizo indagaciones en la oficina del puerto deportivo sobre el tráfico de entrada y de salida de los dos días anteriores, 9 y 10 de agosto, y supo que el Crazy Daze había amarrado allí el domingo, durante unas dieciocho horas. El barco había entrado por la noche y había ocupado un atracadero libre del pontón A, y el vigilante nocturno había anotado la llegada a las 2:15. A las ocho, cuando abrieron la oficina, un tal Steven Harding pagó por una estancia de veinticuatro horas, diciendo que iba a hacer una excursión pero que regresaría a última hora de la tarde. El capitán de puerto se acordaba de él.

– Un joven apuesto -dijo-. De cabello castaño.

– Ese es. ¿Cómo lo vio? ¿Tranquilo? ¿Nervioso?

– Normal. Le advertí que íbamos a necesitar el atracadero esa noche, y él dijo que no había ningún inconveniente, porque pensaba regresar a Lymington a última hora de la tarde. Si no recuerdo mal, dijo que tenía una cita en Londres el lunes, es decir, esta mañana, y que quería coger el último tren.

– ¿Iba con una niña?

– No.

– ¿Cómo pagó?

– Con tarjeta de crédito.

– ¿Llevaba cartera?

– No. Llevaba la tarjeta metida en un bolsillo. Comentó que hoy en día es lo único que necesitas para viajar.

– ¿Llevaba alguna bolsa?

– No, al menos cuando entró en la oficina.

Nadie había anotado la hora de partida del Crazy Daze, pero el atracadero volvió a quedar vacío hacia las siete de la tarde del domingo, y lo ocupó un yate procedente de Portsmouth. En esta primera investigación nadie dijo haber visto a una niña saliendo sola del puerto deportivo, ni a un hombre llevándose a una niña. Con todo, varias personas comentaron que los puertos deportivos son lugares muy ajetreados -incluso a las ocho de la mañana- y que cualquiera podría sacar cualquier cosa de un barco envolviéndola en algo que no llamara la atención, como un saco de dormir, y colocándola en un carrito del puerto para sacarla de los pontones.


La policía de Lymington recibió un aviso y unos agentes tuvieron que ir a hacer unas comprobaciones al chalet de William Sumner, en Rope Walk; dos horas más tarde les pidieron que localizaran un barco llamado Crazy Daze, que atracaba en algún rincón del pequeño complejo de puertos deportivos, amarraderos de río y barrios de pescadores de Hampshire. Bastó con una llamada telefónica al capitán de puerto de Lymington para establecer su ubicación exacta.

– Claro que conozco a Steve. Amarra en una boya del codo, a unos quinientos metros del club náutico. Tiene un balandro de treinta pies, con cubierta de madera y velas de color granate. Un barco muy bonito. Steve es un buen chico.

– ¿Sabe si está en el barco?

– No lo sé. Ni siquiera sé si el barco está en el amarradero. ¿Es importante?

– Sí, podría serlo.

– Llamen al club náutico. Desde allí pueden verlo con los prismáticos. Y si no, llámeme otra vez y enviaré a uno de mis ayudantes a ver si lo encuentra.

William Sumner se reunió con su hija en la comisaría de Poole a las seis y media de la tarde, después de conducir desde Liverpool, pero si alguien se imaginaba que la niña correría hacia él loca de alegría, debió de llevarse una decepción. La niña se quedó donde estaba, sentada en el suelo con unos juguetes, mientras lanzaba desconfiadas miradas a su agotado padre, que se había dejado caer en una silla.

– Siempre se porta así -le dijo a la agente Griffiths-. Sólo reacciona con Kate. -Se frotó los enrojecidos ojos y agregó-: ¿Ya la han encontrado?

Griffiths se colocó delante de la niña, como si quisiera protegerla, pues no sabía hasta qué punto ella entendería lo que iban a decir. Miró a su colega John Galbraith.

– El inspector Galbraith, de la policía de Dorset, está mejor informado que yo, señor Sumner, así que lo mejor será que hable usted con él mientras yo me llevo a Hannah a la cafetería. -Le tendió una mano a la niña y le dijo-: ¿Te apetece un helado, corazón? -La reacción de la niña la sorprendió. Con una confiada sonrisa, Hannah se puso en pie y le tendió los brazos-. Vaya, has mejorado mucho desde ayer -observó la agente, risueña, levantándola en brazos-. Ayer ni siquiera querías mirarme. -Apretó el tibio cuerpecito de la niña contra su costado e ignoró las señales de peligro que se dispararon, como flechas de Cupido, por su torrente sanguíneo, cortesía de sus frustradas hormonas de treinta y cinco años.

Cuando la agente y la niña se hubieron marchado, Galbraith se sentó delante de Sumner. El hombre era mayor de lo que el detective había imaginado; tenía el cabello castaño y escaso, y un inquieto cuerpo anguloso y ágil. Cuando no se estaba mordiendo los labios, Sumner golpeaba el suelo con el talón; Galbraith sacó unas fotografías y las sostuvo un momento. Cuando habló lo hizo con genuina lástima.

– Me resulta muy difícil decirle esto, señor Sumner, pero una mujer que responde a la descripción de su esposa fue hallada muerta ayer por la mañana. No podemos estar seguros de que sea Kate hasta que usted la identifique, pero creo que debería prepararse para esa posibilidad.

El terror distorsionó el rostro de Sumner.

– Seguro que es ella -dijo con absoluta certeza-. Durante todo el trayecto he pensado que tenía que haber ocurrido una desgracia. Kate jamás habría dejado sola a Hannah. La adoraba.

Galbraith le dio la vuelta a la primera fotografía y se la enseñó a Sumner.

Sumner asintió.

– Sí -dijo con un nudo en la garganta-. Es Kate.

– Lo siento mucho.

Sumner cogió la fotografía con mano temblorosa y la examinó atentamente. Luego preguntó:

– ¿Qué pasó?

Galbraith le explicó lo más brevemente que pudo dónde y cómo habían encontrado a Kate, pero decidió que en aquella primera entrevista no era necesario mencionar la violación ni el asesinato.

– ¿Se ahogó?

– Sí.

Sumner sacudió la cabeza, perplejo.

– ¿Qué hacía allí?

– No lo sabemos, pero creemos que debió de caerse de un barco.

– Entonces, ¿qué hacía Hannah en Poole?

– No lo sabemos -admitió Galbraith.

Sumner le dio la vuelta a la fotografía y se la entregó a Galbraith, como si apartándola de su vista pudiera anular su contenido.

– No tiene ningún sentido -dijo con aspereza-. Kate no habría ido a ninguna parte sin Hannah, y no le gustaba nada navegar. Yo tenía un Contessa 32 cuando vivíamos en Chichester, pero nunca pude convencerla de que viniera a navegar conmigo porque le daba mucho miedo zozobrar en mar abierto y ahogarse. -Volvió a sujetarse la cabeza con las manos.

Galbraith le dio un momento para que recobrara la compostura.

– ¿Qué hizo usted con el barco?

– Lo vendí hace un par de años e invertí el dinero en la compra de Langton Cottage. -Volvió a quedarse callado, y el policía no quiso interrumpir el silencio-. No entiendo nada -dijo Sumner, desesperado-. El viernes por la noche hablé con ella y estaba perfectamente. ¿Cómo es posible que cuarenta y ocho horas más tarde esté muerta?

– Una muerte inesperada siempre es muy difícil de encajar -dijo el detective-. No tenemos tiempo para prepararnos.

– Es que no puedo creerlo. ¿Cómo es que nadie intentó salvarla? Cuando alguien se cae por la borda, no lo dejas allí para que se ahogue. -De pronto se le ocurrió otra posibilidad, y dijo-: Dios mío, ¿se ha ahogado alguien más? No me irá a decir que iba en un barco que volcó, ¿verdad? Ésa era su peor pesadilla.

– No, no creemos que haya pasado nada parecido -dijo Galbraith inclinándose para reducir la distancia que los separaba. Estaban sentados en unas sencillas sillas, en un despacho vacío del primer piso, y al detective le habría gustado encontrarse en un ambiente más acogedor para mantener aquella conversación-. Creemos que Kate fue asesinada, señor Sumner. El forense cree que la violaron antes de arrojarla al agua. Comprendo que esto debe ser terrible para usted, pero le aseguro que estamos haciendo todo lo posible para encontrar al asesino, y si podemos contribuir en algo para que esta situación le resulte más llevadera, sólo tiene que decírnoslo.

Aquello fue demasiado para Sumner. Se quedó mirando fijamente al detective con expresión de perplejidad.

– No puede ser -dijo-. Tiene que haber un error. No puede ser Kate. Ella no habría ido a ninguna parte con un desconocido. -Tendió la mano hacia la fotografía, y cuando Galbraith volvió a enseñársela, Sumner rompió a llorar.

Tardó unos minutos en contener el llanto, pero Galbraith permaneció en silencio, porque sabía por experiencia que la compasión aumentaba el dolor en lugar de aligerarlo. Esperó mirando por la ventana que daba al parque y, más allá, a la bahía de Poole, y no se movió hasta que Sumner volvió a hablar.

– Lo siento -dijo secándose las lágrimas de las mejillas-. No puedo dejar de pensar en el miedo que debió de pasar. Kate no nadaba muy bien, por eso no le gustaba salir a navegar.

Galbraith retuvo aquel comentario.

– Por si le sirve de consuelo, le diré que su esposa hizo cuanto pudo para salvarse. Lo que la mató fue el agotamiento, no el mar.

– ¿Sabe que estaba embarazada? -Las lágrimas volvieron a agolparse en sus ojos.

– Sí. Lo siento mucho.

– ¿Era un varón?

– Sí.

– Queríamos tener un hijo. -Sumner sacó un pañuelo y se tapó los ojos antes de levantarse bruscamente y caminar hasta la ventana, donde se quedó un momento dándole la espalda a Galbraith-. ¿Cómo puedo ayudarles? -preguntó cuando se hubo serenado un poco.

– Hablándonos de su mujer. Necesitamos toda la información que pueda proporcionarnos: nombres de amigos, qué hacía durante el día, dónde compraba. Cuantas más cosas sepamos, mejor. -El detective esperó, pero no hubo respuesta-. Quizá prefiera dejarlo para mañana. Comprendo que debe de estar muy cansado.

– La verdad es que no me encuentro muy bien. -Se volvió hacia él, y Galbraith vio que estaba pálido. Sumner exhaló un suspiro y cayó al suelo, desmayado.


Los chicos Spender eran fáciles de contentar. No le dieron demasiado trabajo a su anfitrión; sólo le pidieron coca-cola, un poco de conversación y ayuda para ensartar el cebo en el anzuelo. La impecable barca de 4,5 metros de Ingram, Miss Creant, se mecía suavemente en la superficie de un tranquilo mar turquesa frente a Swanage, con el casco blanco teñido de un rosa claro por la luz del sol poniente, y un buen despliegue de cañas de pescar sobresaliendo por su barandilla como púas de puercoespín. Los chicos estaban encantados.

– Prefiero mil veces la Miss Creant que cualquier lancha -dijo Paul después de ayudar al robusto policía a echar la barca al agua en la rampa de Swanage.

Ingram había dejado que el chico manejara el cabrestante que llevaba en su viejo jeep mientras él se metía en el agua para sacar la barca del remolque y la ataba a una argolla en la rampa. Paul estaba emocionado porque de pronto ir en barca era algo mucho más accesible de lo que había imaginado.

– ¿Cree que mi padre me compraría una barca como ésta? Las vacaciones serían maravillosas si tuviéramos una.

– Con pedírselo no pierdes nada -respondió Ingram.

A Danny la idea de clavar una larga y escurridiza lombriz en un anzuelo le parecía repugnante, y le pidió a Ingram que lo hiciera por él.

– Está viva -dijo-. ¿No le duele que le claven el anzuelo?

– No tanto como te dolería a ti.

– Es un invertebrado -explicó su hermano, que estaba inclinado sobre el costado de la barca observando cómo los flotadores oscilaban en el agua-, no tiene sistema nervioso como nosotros. De todos modos, está casi al final de la cadena alimenticia, así que sólo existe para que se lo coman.

– Al final de la cadena alimenticia están las cosas muertas -dijo Danny-. Como la señora de la playa. Si nosotros no la hubiéramos encontrado, se habría convertido en comida.

Ingram le pasó a Danny su caña con la lombriz ensartada en el anzuelo.

– No hace falta que lo lances -dijo-. Déjalo caer por el costado, a ver qué pasa. -Se retiró y se protegió los ojos con la gorra de béisbol, encantado de que los niños se encargaran de pescar-. ¿Qué tal era el tipo que llamó por teléfono? -les preguntó-. ¿Os cayó bien?

– No estaba mal -dijo Paul.

– Dijo que había visto a una mujer desnuda y que parecía un elefante -dijo Danny inclinándose sobre el costado junto a su hermano.

– Era una broma -explicó Paul-. Sólo intentaba tranquilizarnos.

– ¿Qué más os contó?

– Estuvo intentando ligar con la señora del caballo -dijo Danny-, pero a ella no le hacía ninguna gracia.

Ingram sonrió para sí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque ella fruncía mucho el entrecejo.

Vaya, pensó el policía.

– ¿Por qué le interesa saber si nos cayó bien? -preguntó Paul recuperando con picardía la pregunta original de Ingram-. ¿A usted no le cayó bien?

– No estaba mal -contestó Ingram, repitiendo las palabras de Paul-. Debe de ser un poco gilipollas, porque de lo contrario, no saldría de excursión en un día tan caluroso sin crema de protección solar y sin agua, pero por lo demás no estaba mal.

– Supongo que eso debía de llevarlo en la mochila -dijo Paul en un alarde de lealtad, pues él no había olvidado la amabilidad de Harding como había hecho su hermano-. Se la quitó para llamar por teléfono, y después la dejó allí porque dijo que pesaba demasiado para cargar con ella hasta el coche de policía. Pensaba recogerla en el camino de regreso. Seguramente era el agua lo que hacía que le pesara tanto. -Miró con seriedad al policía-. ¿No le parece?

– Sí -concedió Ingram mientras se preguntaba qué llevaba Harding en la mochila que no había querido que viera un policía. ¿Unos prismáticos? ¿Habría visto a la mujer?-. ¿Le describisteis a la mujer de la playa? -le preguntó a Paul.

– Sí -contestó el chico-. Él nos preguntó si era guapa.


La decisión de enviar a la agente Griffiths con William y Hannah Sumner tenía dos motivos. El primero era el informe psiquiátrico de la niña, muy desfavorable, y pretendía garantizar su bienestar; el segundo se basaba en años de evidencias estadísticas que demostraban que en la mayoría de los casos a las mujeres las mataban sus maridos, no los desconocidos. Sin embargo, debido a la distancia y a los problemas de jurisdicción -Poole pertenecía a la policía de Dorsetshire y Lymington a la de Hampshire-, advirtieron a Griffiths que el asunto podía alargarse.

– Sí, pero ¿es un sospechoso o no? -preguntó Griffiths a Galbraith.

– Los maridos siempre lo son.

– Venga, jefe, él estaba en Liverpool. Llamé al hotel para confirmarlo, y de allí a Dorset hay un buen trecho. Si ha hecho ese trayecto en su coche dos veces en cinco días, ha hecho más de mil seiscientos kilómetros. Son muchos kilómetros.

– Lo que podría explicar por qué se desmayó -respondió Galbraith.

– ¡Fantástico! -dijo ella con sarcasmo-. Siempre he deseado pasar un rato con un violador.

– No tienes obligación de hacerlo, Sandy, así que si no quieres no vayas, pero la única alternativa que tenemos es colocar a Hannah con una familia de acogida hasta que tengamos garantías de que no corre ningún peligro si se la devolvemos a su padre. ¿Qué te parece si te quedas con ellos esta noche, a ver cómo va? He enviado a un equipo a registrar la casa; puedo pedirle a uno de los chicos que se quede y te vigile. ¿Cómo lo ves?

– No se hable más -dijo ella, risueña-. Con un poco de suerte, se me pasarán las ganas de tener hijos.

Hicieron creer a Sumner que Griffiths era la «amiga oficial» que la policía siempre ponía a disposición de una familia con problemas.

– Solo no sabría qué hacer -le dijo varias veces a Galbraith, como si la policía tuviera la culpa de que se hubiera convertido en viudo.

– Es comprensible.

El hombre había recuperado el color después de que le dieran algo de comer, pues había admitido que aquella mañana sólo había tomado una taza de té para desayunar. Al recobrar la energía, Sumner empezó a buscar explicaciones de lo ocurrido.

– ¿Las secuestraron? -preguntó de pronto,

– Creemos que no. La policía de Lymington ha registrado la casa y no hay señales de ningún tipo de alboroto. El vecino les abrió la puerta con una copia de la llave, así que el registro ha sido meticuloso. Eso no quiere decir que hayamos descartado la posibilidad de un secuestro, sino sólo que estamos abiertos a todas las posibilidades. Ahora estamos realizando un segundo registro, pero por lo que sabemos, parece que Kate y Hannah se marcharon voluntariamente el sábado por la mañana, después de recibir el correo. Las cartas estaban abiertas y apiladas en la mesa de la cocina.

– ¿Y el coche? ¿No podrían haberla secuestrado cuando se metía en el coche?

Galbraith sacudió la cabeza y dijo:

– Está aparcado en el garaje.

– Entonces no lo entiendo. -Sumner parecía desconcertado-. ¿Qué pasó?

– Verá, una posibilidad es que Kate se encontrara a alguien fuera de la casa, quizás a un amigo de la familia, que las invitó a salir a navegar en su barco. -El detective tuvo cuidado de no insinuar la posibilidad de una cita-. Pero no sabemos si Kate sabía que la iban a llevar hasta Poole y la isla Purbeck.

Sumner sacudió la cabeza.

– Kate jamás habría hecho eso -dijo con convicción-. Ya le he dicho que no le gustaba navegar. De todos modos, las únicas personas que conocemos que tienen barco son parejas. -Se quedó mirando el suelo y añadió-: No estará insinuando que una pareja sería capaz de hacer una cosa así, ¿verdad?

– De momento no insinúo nada -dijo Galbraith con paciencia-. Antes necesitamos reunir más información. -Hizo una pausa y añadió-: No hemos encontrado el anillo de casada de su esposa. Suponemos que se lo quitaron porque podría ayudar a identificarla. ¿Tenía algo de especial?

Sumner tendió una mano temblorosa y señaló su anillo.

– Era igual a éste. Dentro están nuestras iniciales grabadas. Una K entrelazada con una W.

Interesante, pensó Galbraith.

– Cuando se vea con ánimo, me gustaría que hiciera una lista de sus amigos, sobre todo de los que tienen barco. Pero de momento no hay prisa. -Vio cómo Sumner hacía crujir las articulaciones de los dedos, una por una, y se preguntó qué habría visto la menuda y atractiva mujer del depósito de cadáveres en aquel hombre torpe e hiperactivo.

Sumner no le había escuchado.

– ¿Cuándo abandonaron a Hannah? -preguntó.

– No lo sabemos.

– Mi madre me dijo que la habían encontrado en Poole, ayer a la hora de comer, pero usted dice que Kate murió a primera hora de la mañana. ¿No significa eso que Hannah debió de estar en el barco cuando violaron a Kate y que la dejaron en tierra en Poole después de que hubiera muerto? Es imposible que estuviera paseándose por ahí durante veinticuatro horas hasta que alguien la viera, ¿no?

No tiene ni un pelo de tonto, pensó Galbraith.

– Tiene razón -reconoció el detective.

– Entonces ¿mataron a su madre delante de ella? -Sumner elevó el tono de voz-. ¡Dios mío! ¡Es espantoso! Pero si es una criatura, por amor de Dios.

Galbraith intentó tranquilizarlo:

– Lo más probable es que estuviera dormida.

– Eso no puede saberlo.

No, pensó Galbraith, no puedo saberlo. Sólo lo imagino, como suele pasar en todas las investigaciones.

– El médico que la examinó cree que estaba sedada -explicó el detective-. Pero tiene usted razón. Todavía no estamos seguros de nada. -Apoyó la mano en el huesudo hombro de Sumner-. Pero créame, es mejor que deje de atormentarse pensando en lo que pudo pasar. Nada es tan terrible como nos lo pinta la imaginación.

– ¿No? -Sumner se enderezó bruscamente, apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y se quedó mirando el techo. Exhaló un largo suspiro y dijo-: Mi intuición me dice que usted está barajando la teoría de que Kate tenía una aventura, y de que el hombre con el que se fue era su amante.

Galbraith no creyó que tuviera sentido fingir. La idea de una aventura que había terminado mal era la primera que se le había ocurrido, sobre todo teniendo en cuenta que, al parecer, Hannah había acompañado a su madre en su viaje.

– No podemos descartar esa posibilidad -dijo con sinceridad-. Eso explicaría por qué accedió a subir a bordo de un barco con Hannah. -Observó el perfil de Sumner-. ¿Le dice algo el nombre de Steven Harding?

Sumner frunció el entrecejo.

– ¿Qué tiene que ver él con esto?

– Seguramente nada, pero es una de las personas que aparecieron cuando encontraron el cadáver de Kate, y estamos interrogando a todo el que tiene alguna relación con su muerte, por remota que sea. -Esperó unos instantes antes de agregar-: ¿Lo conoce?

– ¿Se refiere al actor?

– Sí.

– Lo he visto un par de veces. -Juntó las manos delante de la boca-. Un día que Kate iba cargada de bolsas de la compra él le ayudó a pasar la sillita de paseo de Hannah por la zona adoquinada de High Street, y una semana más tarde nos lo encontramos y ella me dijo que le diera las gracias. Después él empezó a aparecer por todas partes. Ya sabe, conoces a alguien y de pronto te lo encuentras hasta en la sopa. Tiene un balandro en el río Lymington, y de vez en cuando hablábamos de barcos. Un día lo invité a casa, y él se pasó horas dándome la lata sobre unas pruebas que estaba haciendo para no sé qué obra. No le dieron el papel, por supuesto. No tiene ni pizca de talento. -Entrecerró los ojos y preguntó-: ¿Cree que pudo ser él?

Galbraith meneó la cabeza y dijo:

– De momento sólo estamos intentando descartarlo. ¿Kate y él eran amigos?

– ¿Me está preguntando si tenían una aventura? -dijo Sumner torciendo el gesto.

– Más o menos.

– No -contestó Sumner rotundamente-. Es un marica de tomo y lomo. Posa para revistas pornográficas gays. Y de todos modos, ella no lo soportaría. Se puso furiosa la vez que lo invité a entrar en casa. Dijo que primero debería habérselo preguntado a ella.

Galbraith se quedó mirando a Sumner. Le pareció que lo había negado con demasiado énfasis.

– ¿Cómo sabe lo de las revistas gays? ¿Se lo dijo Harding?

– Sí, y hasta me enseñó una. Estaba orgulloso de aquellas fotografías. Le encanta todo eso. Le encanta ser el centro de atención.

– Muy bien. Hábleme de Kate. ¿Cuánto tiempo llevaban casados?

Sumner tuvo que pensárselo un momento.

– Cuatro años. Nos conocimos en el trabajo y nos casamos seis meses después.

– ¿En qué empresa?

– Pharmatec UK, en Portsmouth. Yo soy director científico, y Kate era una secretaria.

Galbraith bajó la vista para disimular el interés que había despertado en él aquella respuesta.

– Es un laboratorio farmacéutico, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Qué tipo de medicamentos investiga?

– ¿Se refiere a mí personalmente? -Hizo un gesto de indiferencia y contestó-: Todo tipo de medicamentos relacionados con el estómago.

Galbraith lo anotó.

– ¿Siguió trabajando Kate después de la boda?

– Sólo unos meses, hasta que se quedó en estado.

– ¿Se alegró del embarazo?

– Sí, ya lo creo. Su única ambición era tener su propia familia.

– ¿No le importó dejar de trabajar?

Sumner sacudió la cabeza.

– No, en absoluto. No quería que sus hijos crecieran como había crecido ella. Kate no tuvo padre y su madre se pasaba el día fuera de casa; ella tuvo que arreglárselas sola.

– ¿Todavía trabaja usted para Pharmatec?

– Sí. Soy el primer director científico.

– Así que vive en Lymington y trabaja en Portsmouth.

– Así es.

– ¿Va en coche al trabajo?

– Sí.

– Es un viaje largo -comentó Galbraith mientras hacía cálculos mentales-. Eso debe de suponer… ¿una hora y media diaria de coche? ¿Nunca ha pensado en mudarse?

– No, ni siquiera nos lo planteábamos -dijo Sumner con un deje de ironía-. Lo pensamos hace un año, cuando nos mudamos a Lymington. Y sí, tiene razón, es un viaje espantoso, sobre todo en verano, cuando New Forest está lleno de turistas.

– ¿Dónde vivían antes?

– En Chichester.

Galbraith recordó las notas que Griffiths le había enseñado después de la llamada telefónica de Sumner.

– Allí vive su madre, ¿verdad?

– Sí. Siempre ha vivido allí.

– ¿Usted también? ¿Nació y se crió en Chichester?

Sumner asintió con la cabeza.

– El cambio de residencia debió de ser un poco doloroso, sobre todo si suponía añadir una hora de viaje cada día.

Sumner ignoró la pregunta y se quedó mirando por la ventana.

– ¿Sabe lo que estoy pensando? -dijo de pronto-. Si me hubiera mantenido firme y me hubiera negado a mudarme, Kate no estaría muerta. En Chichester nunca tuvimos problemas. -Entonces se dio cuenta de que su comentario podía interpretarse de varias maneras, y añadió a modo de explicación-: Lo que quiero decir es que Lymington está lleno de extraños. La mitad de las personas que conoces ni siquiera viven allí.


Galbraith habló un momento con Griffiths antes de que la agente acompañara a Hannah y su padre a su casa. Griffiths había tenido tiempo, mientras los de la policía científica llevaban a cabo el registro de Langton Cottage, para ir a su casa a cambiarse y recoger algo de ropa, y ahora llevaba un jersey amarillo holgado y unas mallas negras. La agente ofrecía un aspecto menos severo que el que ofrecía con el uniforme, y Galbraith se preguntó, irónicamente, si el padre y la hija se sentirían cómodos con aquella joven de atuendo desenfadado. Seguramente no demasiado. Los uniformes de policía inspiraban confianza.

– Vendré mañana por la mañana -le dijo Galbraith-. Antes de que llegue yo, necesito que lo pinches un poco. Quiero una lista de sus amigos de Lymington, otra de sus amigos de Chichester y otra de sus amigos del trabajo. -Se acarició la mandíbula mientras intentaba organizar su memoria-. Sería útil que separara a los que tienen barco, o son aficionados a los barcos, de los que no lo tienen; y más aún que separara a los amigos de Kate de los amigos comunes.

– De acuerdo -dijo ella.

Galbraith sonrió.

– Intenta que te hable de Kate -añadió-. Necesitamos conocer su rutina, qué hacía durante el día, dónde compraba y esas cosas.

– Muy bien.

– Ah, y su madre -prosiguió Galbraith-. Tengo la impresión de que Kate obligó a Sumner a separarse de ella, y es posible que eso creara malestar dentro de la familia.

– Yo no culparía a Kate -dijo ella con sorna-. Sumner es diez años mayor que ella, y cuando se casaron él llevaba treinta y siete años viviendo con su mamá.

– ¿Cómo lo sabes?

– Estuve hablando con él cuando le pregunté por su dirección anterior. Su madre le dio la casa familiar como regalo de bodas, a cambio de que él se hiciera cargo de una pequeña hipoteca para ayudarla a comprarse un piso en unas viviendas vigiladas para ancianos en la misma calle.

– Demasiado cerca para estar cómodo, ¿no?

– Agobiante, diría yo.

– ¿Y su padre?

– Murió hace diez años. Hasta entonces había sido un ménage a trois. Después se convirtió en un ménage a deux. William era el hijo único.

Galbraith sacudió la cabeza.

– ¿Cómo es posible que estés tan bien informada? No habéis tenido mucho rato para hablar.

Griffiths se dio unos golpecitos en el tabique nasal.

– Preguntas lógicas y olfato femenino -respondió-. Sumner está acostumbrado a que se lo hagan todo; por eso no se siente capaz de salir adelante él solo.

– Pues que tengas suerte -dijo-. Te aseguro que no te envidio.

– Alguien tiene que cuidar de Hannah. -Griffiths suspiró-. Pobrecita. ¿Te has preguntado alguna vez qué habría sido de ti si te hubieran abandonado de pequeño, como les ocurre a la mayoría de los chicos a los que detenemos?

– A veces -admitió él-. Otras veces le agradezco a Dios que mis padres me sacaran del nido y me animaran a arreglármelas solo. Tan malo es que te quieran poco como que te quieran demasiado; la verdad es que no sabría decir qué es más peligroso.

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