Capítulo 22

La policía de Dorsetshire llamó al director del hotel Angelique de Concarneau, un bonito pueblo costero del sur de la Bretaña, y se enteró de que Steven Harding había telefoneado el 8 de agosto para reservar una habitación doble para tres noches, a partir del sábado 16 de agosto, para él y para la señora Harding. Dejó su teléfono móvil como número de contacto, y dijo que pasaría la semana del 11 al 17 de agosto viajando por la costa de Francia en barco, y que no estaba seguro de la fecha exacta de llegada al hotel. Había acordado confirmar la reserva como muy tarde veinticuatro horas antes de su llegada. Como Harding no había confirmado la reserva, el director le dejó un mensaje en el contestador, y como Harding no había vuelto a llamar al hotel, habían cancelado la reserva. El director del hotel no conocía a Harding y no supo decir si el señor o la señora Harding habían estado alguna vez en el hotel. ¿Dónde estaba situado el hotel? No en primera línea de mar, pero muy cerca de las tiendas y las maravillosas playas.

Y de los puertos deportivos, por supuesto.


Tras una completa revisión de los números memorizados en el teléfono móvil de Harding, que la policía no había podido realizar en el momento de su detención porque el teléfono estaba bajo unos periódicos en casa de Bob Winterslow, se obtuvo una serie de nombres que a los investigadores ya les resultaban familiares. Sólo había una llamada que seguía siendo un misterio, bien porque la persona que había llamado había ocultado su número o porque la había realizado desde una central telefónica -seguramente extranjera-, y por eso el teléfono no había podido registrarla.

«¿Steve?¿Dónde estás? Tengo miedo. Llámame, por favor. Te he llamado veinte veces desde el domingo.»

Antes de regresar a Winfrith, el comisario Carpenter tuvo una charla con Ingram. Llevaba casi una hora con el teléfono pegado a la oreja, mientras el agente y los dos detectives seguían cavando en el esquisto y registrando la orilla en busca de más pruebas. Mientras tomaba notas de lo que iban diciendo por teléfono, observaba el trabajo de sus hombres. No le sorprendió que no encontraran nada más. Sabía que el mar era el gran aliado de los asesinos, porque los cadáveres desaparecían sin dejar rastro.

– A las cinco Harding saldrá del hospital de Poole -le dijo a Ingram-, pero todavía no estoy preparado para hablar con él. Antes quiero ver el vídeo del francés y hablar con Tony Bridges. Por cierto, tenía usted razón con lo del escondite. Harding utilizaba un garaje cerca del club náutico de Lymington. John Galbraith va hacia allí ahora, para echarle un vistazo. Lo que necesito de usted, Ingram, es que encierre a nuestro amigo Steve por la agresión a la señorita Jenner hasta mañana por la mañana. No compliquemos las cosas: convenza a Harding de que lo detienen sólo por esa agresión. ¿Podrá hacerlo?

– Primero tendré que tomarle declaración a la señorita Jenner, señor.

Carpenter miró la hora y dijo:

– Dispone de dos horas y media. Hágala hablar. No quiero que ahora nos salga con ambigüedades porque no quiere involucrarse en este asunto.

– Yo no puedo obligarla a hablar, señor.

– Nadie le pide que lo haga -replicó Carpenter.

– ¿Y si no quiere colaborar?

– Utilice su encanto personal -dijo el comisario-. Se sorprenderá de los resultados.


– La casa es de mi abuelo -dijo Bridges mientras indicaba a Galbraith que dejara atrás el club náutico y torciera por la primera calle a la derecha, donde había unas bonitas casas unifamiliares detrás de unos setos bajos. Estaban en la zona elegante de la ciudad, cerca de Rope Walk, dondi vivían los Sumner, y Galbraith se dio cuenta de que Kate debía de haber pasado por delante de la casa de los abuelos de Tony cada vez que iba al centro. Y también de que Tony debía de pertenecer a una buena familia, y sintió curiosidad por saber qué opinaban sus padres de su rebelde hijo y si iban a verlo a su estrambótico hogar-. Mi abuelo vive solo -prosiguió Tony-. Ya no puede conducir porque le falla la vista, y me presta el garaje para que yo guarde mi barca. -Señaló la entrada, a unos cien metros de allí-. Las cosas de Steve están en la parte de atrás. -Cuando se detuvieron en el camino de la casa, Bridges miró al inspector y dijo-: Steve y yo somos los únicos que tenemos llaves.

– ¿Tiene eso importancia?

Bridges asintió y dijo:

– Mi abuelo no tiene ni idea de lo que hay ahí dentro.

– Si son drogas, lo tiene negro -repuso Galbraith fríamente mientras abría la puerta del coche-. Los meterán a todos en chirona, aunque sean ciegos y sordomudos.

– No son drogas. Nosotros nunca hemos traficado con drogas -dijo Bridges.

Galbraith sacudió la cabeza, incrédulo.

– Sin traficar no podría fumar todo lo que fuma -dijo con cinismo-. Un hábito como el suyo no se financia con el sueldo de maestro. -El garaje estaba separado de la casa unos veinte metros. Galbraith se quedó mirándolo un rato y luego miró hacia la calle y la esquina de Rope Walk-. ¿Quién viene más aquí, usted o Steve?

– Yo -respondió el joven-. Yo saco mi barca dos o tres veces por semana. Steve sólo lo utiliza como almacén.

Galbraith señaló el garaje y dijo:

– Usted primero.

Mientras iban hacia allí, Galbraith vio cómo se movían las cortinas de una ventana de la planta baja, y se preguntó si el abuelo Bridges ignoraba lo que pasaba en su garaje, como aseguraba Tony. Los viejos eran más curiosos que los jóvenes.

Esperó mientras el joven abría las puertas. La parte delantera estaba ocupada por un bote naranja de doce pies montado en un remolque, pero cuando Tony lo apartó, apareció un montón de productos importados claramente ilícitos: cajas de cartón con las palabras vin de table, packs de cerveza Stella Artois, y cartones de cigarrillos. Vaya vaya, pensó Galbraith. ¿De verdad pretendía Tony que se creyera que el contrabando era el peor delito que su amigo y él habían cometido? El suelo le interesaba más. Todavía había restos de humedad, como si lo hubieran limpiado con una manguera, y se preguntó qué sería lo que había desaparecido con el agua.

– ¿Qué se ha creído su amigo? -preguntó Galbraith-. Le va a costar convencer a los de aduanas de que esto es para su consumo personal.

– No hay para tanto -protestó Bridges-. Mire, en Dover hay gente que entra mucho más cada día en los ferrys. Se están haciendo de oro. Las leyes son estúpidas. Si el gobierno se niega a reducir los impuestos del alcohol y el tabaco al mismo nivel que el resto de Europa, es lógico que haya tipos como Steve que se dediquen al contrabando. Es lo más normal. Cualquiera que vaya en barco a Francia puede sentir la tentación.

– Sí, y cuando te pillan te meten en la cárcel. Así de sencillo -repuso Galbraith con sarcasmo-. ¿Quién le financia el negocio? ¿Usted?

Bridges negó con la cabeza.

– Tiene un contacto en Londres que le compra la mercancía.

– ¿Es a Londres adonde la lleva?

– Utiliza la furgoneta de un amigo suyo y la envía una vez cada dos meses.

Galbraith trazó una línea en el polvo acumulado en la tapa de una caja. Vio que la parte inferior de todas las cajas que estaban en contacto con el suelo tenían una marca dejada por el agua.

– ¿Cómo las lleva del barco a la orilla? -preguntó al tiempo que sacaba una botella de vino tinto y leía la etiqueta-. Supongo que no usará un bote, porque cualquiera podría ver lo que transporta.

– Mientras no parezca una caja de vino, no hay ningún problema.

– Entonces ¿qué tiene que parecer?

El joven se encogió de hombros y contestó:

– Cualquier cosa. Bolsas de basura, ropa sucia, edredones. Si mete unas cuantas botellas en unos calcetines para que no resuenen y luego las pone en su mochila, nadie se fija. La gente está acostumbrada a verlo cargar con cosas, porque ha trabajado mucho en ese barco. Otras veces amarra en un pontón y utiliza un carrito del puerto. La gente pone de todo en esos carritos después de un fin de semana en el mar. Si metes unos packs de Stella Artois en el fondo de un saco de dormir, ¿quién lo va a notar? Es más, ¿a quién le va a importar? Todo el mundo compra en los hipermercados franceses antes de volver a casa.

Galbraith contó las cajas de vino.

– Aquí hay unas seiscientas botellas de vino. Harding tardaría varias horas en trasladarlas, sin contar las cervezas y los cigarrillos. ¿Pretende que me crea que nadie se ha preguntado por qué su amigo se mata a hacer viajes en un bote con una mochila?

– No es así como Steve traslada la mercancía. Yo sólo quería explicarle que sacar cosas de un barco no es tan difícil como usted cree. Steve traslada las cajas de noche. En la costa hay cientos de sitios donde puedes desembarcar, siempre que haya alguien esperándote.

– ¿Usted, por ejemplo?

– A veces -admitió Bridges.

Galbraith se volvió y miró el bote en su remolque.

– ¿Sale usted en ese bote?

– A veces.

– Así que él lo llama con el móvil y le dice dónde tiene que estar a medianoche. Usted lleva el bote y la furgoneta y le ayuda a descargar.

– Más o menos. Generalmente quedamos a las tres de la madrugada, y somos dos o tres los que le esperamos, en diferentes puntos. Así él puede elegir el sitio que le queda más cerca.

– ¿Dónde? -preguntó Galbraith-. No me trago eso de que haya varios puntos de desembarco.

Bridges sonrió y dijo:

– Se sorprendería usted. Conozco al menos diez embarcaderos privados de río entre Chichester y Christchurch, cuyos propietarios están ausentes la mitad del año, por no mencionar las rampas de Southampton Water. Steve es un buen navegante, se conoce esta zona como la palma de la mano, y si entra con la marea alta para no embarrancar, puede acercarse bastante a la costa. Sí, puede que nos mojemos un poco y que tengamos que caminar un buen trecho hasta la furgoneta, pero dos tipos fuertes pueden aligerar un cargamento en una hora. Es pan comido.

Galbraith sacudió la cabeza y recordó cómo se había mojado en la isla Purbeck y los problemas que habría tenido para subir y bajar un bote por una rampa.

– Pues a mí me parece un trabajo bastante duro. ¿Cuánto saca Steve con un cargamento así?

– Entre quinientas y mil libras por viaje.

– ¿Y usted?

– Yo cobro en especias. Cigarrillos, cerveza, lo que sea.

– ¿Por los viajes?

Bridges asintió.

– ¿Y el alquiler del garaje?

– A cambio yo puedo utilizar el Crazy Daze siempre que quiera. Es un trato ventajoso.

Galbraith lo miró con gesto pensativo.

– ¿Le deja navegar con él o sólo subir a bordo para acostarse con sus amiguitas?

Bridges sonrió.

– Steve no se lo deja a nadie para navegar. Ese barco es la niña de sus ojos. Si alguien le estropeara algo, lo estrangularía.

– Mmm. -Galbraith sacó una botella de vino blanco de otra caja-. Dígame, ¿cuándo fue la última vez que lo usó usted para echar un polvo?

– Hace un par de semanas.

– ¿Con quién?

– Con Bibi.

– ¿Sólo con Bibi? ¿O se acuesta también con otras sin que ella se entere?

– Joder, usted no se rinde, ¿eh? Sólo con Bibi, y si me entero de que le ha dicho otra cosa a ella, presentaré una queja formal.

Galbraith volvió a dejar la botella en la caja, sonrió y fue hacia otra caja.

– ¿Cómo funciona? ¿Llama usted por teléfono a Steve cuando él está en Londres y le dice que necesita el barco para el fin de semana? ¿O es él quien se lo ofrece cuando no lo necesita?

– Yo lo uso durante la semana, y él los fines de semana. Es un buen trato.

– ¿Igual que su casa? ¿Cualquiera puede usarla para darse un revolcón? -Miró al joven y añadió-: Lo encuentro bastante sórdido. ¿Usan todos las mismas sábanas?

– Claro. -Bridges sonrió-. Mire, nosotros somos de otra generación. A los jóvenes de hoy en día nos gusta divertirnos, y no regirnos por las normas de conducta anticuadas.

– ¿Con qué frecuencia viaja Steve a Francia? -preguntó Galbraith, que de pronto parecía harto de aquella conversación.

– Aproximadamente una vez cada dos meses. Pero sólo trae alcohol y tabaco. Se contenta con unas cinco mil libras al año. Eso no es nada del otro mundo. Por eso le aconsejé que confesara. Como mucho te pueden caer unos meses. Si estuviera traficando con drogas sería diferente -dijo sacudiendo la cabeza-, pero a Steve no se le ocurriría meterse en eso.

– Encontramos marihuana en su barco.

– Ya -dijo Bridges con un suspiro-. Se fuma un porro de vez en cuando, pero eso no lo convierte en un barón de las drogas colombiano. Según su teoría, todo el que se toma una copa de vez en cuando se dedica al contrabando de licores, ¿no? Confíe en mí: lo más peligroso que Steve trae de Francia es vino tinto.

Galbraith movió un par de cajas.

– ¿Y perros? -preguntó levantando una jaula de plástico de detrás de las cajas y mostrándosela a Bridges.

– Alguna vez, quizá -dijo el joven encogiéndose de hombros-. ¿Qué hay de malo en eso? Siempre comprueba que tengan certificado de vacunación antirrábica. -Vio cómo Galbraith fruncía el entrecejo, y añadió-: Las leyes son estúpidas. Los seis meses de cuarentena le cuestan un ojo de la cara al propietario; los perros lo pasan fatal, y desde que en este país existe una normativa que controla la rabia, no se le ha diagnosticado la enfermedad a ningún animal.

– Basta de tonterías -dijo el inspector con impaciencia-. Opino que la ley estúpida es la que permite que un yonqui como usted se acerque a unos inocentes niños, pero no voy a romperle las piernas para impedírselo. ¿Cuánto cobra?

– Quinientas, y no soy ningún yonqui. El caballo es para idiotas. Debería mejorar su terminología sobre drogas.

Galbraith no le hizo caso.

– Quinientas, ¿eh? No está mal. Y ¿cuánto cobra por cada persona? ¿Cinco mil?

– ¿De qué me está hablando?

– Hemos encontrado veinticinco huellas dactilares diferentes en el Crazy Daze, sin contar las de Steve, Kate y Hannah. Usted acaba de darme una explicación de dos de esas huellas: las suyas y las de Bibi; pero todavía quedan veintitrés. Son muchas, Tony.

Bridges se encogió de hombros y dijo:

– Usted mismo lo ha dicho: Steve es un personaje patético.

– Mmmm. ¿De verdad he dicho eso? -Volvió a mirar el remolque-: Bonita barca. ¿Es nueva?

– No mucho. Hace nueve meses que la tengo.

Galbraith se acercó para examinar los dos motores fueraborda de la popa.

– Pues parece nueva -comentó pasando un dedo por la superficie-. Está impecable. ¿Cuándo la lavó por última vez?

– El lunes.

– Y aprovechó para pasar la manguera por el suelo, ¿no?

– Se mojó mientras lavaba la barca.

Galbraith dio unos golpes en los lados del bote.

– ¿Cuándo la sacó por última vez?

– No lo sé. Hace una semana, quizá.

– Entonces ¿por qué tuvo que lavarla el lunes?

– No tuve que lavarla. Lo que pasa es que me gusta cuidarla.

– Pues espero que los de aduanas no la rajen de arriba abajo -dijo el policía-, porque no se van a tragar que el vino tinto sea la mercancía más peligrosa que Steve trae de Francia. -Señaló el fondo del garaje y dijo-: Esto sólo es una tapadera de algo peor. Esas cajas llevan meses aquí. Hay tal cantidad de polvo acumulado que podría escribir mi nombre en él.


Cuando iba hacia su casa, Ingram se paró en Broxton House para ver cómo estaba Celia Jenner, y Bertíe lo recibió con entusiasmo, meneando la cola y dando brincos.

– ¿Cómo se encuentra su madre? -le preguntó a Maggie.

– Mejor. El coñac y los analgésicos la han puesto en el séptimo cielo, y ya quiere levantarse. -Fue hacia la cocina y dijo-: Estoy muerta de hambre. Voy a preparar unos bocadillos. ¿Te apetece uno?

Ingram la siguió, con Bertie a su lado; no sabía cómo decirle, sin resultar grosero, que prefería irse a casa y hacérselos allí, pero cuando vio cómo estaba la cocina cambió de opinión. No podía decirse que estuviera impecable, pero el olor a limpio que despedían el suelo, las encimeras, la mesa y los armarios suponía una gran mejoría comparado con el rancio olor a perro sucio y caballo mojado que había detectado otras veces.

– No me vendría mal -dijo-. No he comido nada desde anoche.

– ¿Qué te parece? -preguntó Maggie mientras empezaba a preparar un bocadillo de queso y tomate.

Ingram no se molestó en fingir que no sabía de qué hablaba.

– En general, mejor. Me gusta más el suelo de este color. -Tocó una baldosa con la puntera de su bota-. No me había dado cuenta de que era naranja, y creía que era normal que se me engancharan los pies.

Maggie rió y dijo:

– Me ha costado lo mío. Creo que este suelo no veía una fregona desde que mi madre le dijo a la señora Cottrill que ya no podía pagarle. -Echó un vistazo a la cocina-. Pero tienes razón, le vendría muy bien una mano de pintura. Creo que esta tarde iré a comprarla y este fin de semana me dedicaré a pintar. No me llevará mucho tiempo.

Ingram se maravilló del optimismo de Maggie, y pensó que debería haberle llevado coñac mucho tiempo atrás. Lo habría hecho de haber sabido que Maggie y Celia llevaban cuatro años sin beber. El alcohol, pese a todos sus defectos, era un excelente reconstituyente. Ingram miró el techo, cubierto de telarañas.

– Primero tendrá que quitar las telarañas. ¿Tiene una escalera de mano?

– No lo sé.

– Yo tengo una en casa. Se la traeré esta noche. A cambio, ¿podría usted aplazar las compras y hacerme una declaración sobre el incidente de esta mañana? Voy a interrogarlo a las cinco de la tarde, y antes quiero que usted me dé su versión de la historia.

Maggie miró, nerviosa, a Bertie, que obedeciendo las órdenes de Ingram se había sentado junto al horno.

– No lo sé. He estado pensando en lo que dijiste, y me preocupa que acuse a Bertie de haberlo atacado a él; en ese caso me denunciarán a mí, y hasta podrían sacrificar a Bertie. ¿No crees que sería mejor dejarlo correr?

Nick arrastró una silla y se sentó.

– Él intentará defenderse acusándola a usted de todos modos, Maggie. Esa es su mejor defensa contra lo que usted pueda declarar. -Hizo una pausa y agregó-: Pero si le deja atacar a él primero, le estará dando ventaja. ¿Es eso lo que quiere?

– Claro que no. Pero Bertie estaba fuera de control, eso es verdad. Mordió a ese imbécil en el brazo y no quería soltarlo por nada del mundo. -Miró a su perro con enojo; luego clavó el cuchillo en un tomate y salpicó la tabla de cortar-. Al final tuve que pegarle para que soltara a Steve. Si él me denuncia, no podré negarlo.

– ¿Quién atacó primero? ¿Bertie o Steve?

– Seguramente yo. Me puse a gritar, insultando a Steve, y por eso él me pegó. Entonces vi a Bertie colgado de su brazo como una sanguijuela. -Soltó una inesperada risotada, y prosiguió-: Ahora me da risa, la verdad. Creí que estaban bailando, hasta que vi que a Bertie le salía saliva roja por la boca. No entendía a qué jugaba Harding. Primero aparece como caído del cielo; luego asusta a Stinger; luego me pega una bofetada y se pone a pelear con mi perro. Tenía la impresión de que estaba en un manicomio.

– ¿Por qué cree que Harding le pegó?

Ella sonrió, incómoda.

– Supongo que porque le ofendí. Lo llamé pervertido…

– Eso no es excusa para pegarle una bofetada. Los insultos verbales no constituyen una agresión, Maggie.

– Quizá deberían serlo.

– Ese hombre la golpeó, Maggie. ¿Por qué se empeña en justificar su actitud?

– Porque ahora me doy cuenta de que fui muy grosera con él. Lo llamé monstruo e hijo de puta, y dije que si te enterabas de que estaba allí lo ibas a crucificar. En realidad es culpa tuya. Si ayer no hubieras venido a hacerme preguntas sobre él, yo no me habría asustado tanto. Tú me metiste en la cabeza que Harding era peligroso.

Mea culpa -admitió él- ¿Qué más le dijo?

– Nada. Me puse a chillar como una histérica, porque me había asustado. El problema es que él también estaba asustado; por eso los dos nos pusimos histéricos, yo a mi manera y él a la suya.

– Eso no justifica la violencia física.

– ¿No? -dijo ella-. Antes tú has justificado la mía.

– Cierto -reconoció Ingram-. Pero si yo le hubiera devuelto el golpe, Maggie, usted todavía estaría inconsciente.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que los hombres tienen que ser más responsables que las mujeres? -Lo miró con una sonrisa burlona-. No sé si acusarte de condescendiente o ignorante.

– Ignorante, sin duda. No entiendo mucho de mujeres; lo único que sé es que muy pocas podrían tumbarme de un puñetazo. -La miró con una sonrisa-. Pero estoy convencido de que yo podría tumbarlas a ellas fácilmente. Por eso, a diferencia de Steve Harding, jamás se me ocurriría levantarle la mano a una mujer.

– Sí, pero tú eres sensato y maduro, Nick -replicó ella-. Y él no es así. De todos modos, ni siquiera me acuerdo de cómo pasó. Todo fue muy rápido. Ya sé que suena patético, pero resulta que no valgo nada como testigo.

– Ya. Casi nadie recuerda una cosa así con exactitud.

– Bueno, la verdad es que creo que Steve quería atrapar a Stinger e impedir que saliera corriendo, y que me pegó porque lo llamé pervertido. -Maggie tenía los hombros caídos, como si el valor que le había infundido el coñac se hubiera evaporado de repente-. Lamento decepcionarte. Antes de que Martin me estafara yo lo tenía todo muy claro, pero ahora ya no me aclaro con nada. Esta mañana me he dado cuenta de que no soportaría que le pasara nada a Bertie. Quiero a ese estúpido animal con locura, y me niego rotundamente a sacrificarlo, por principio. Por él sería capaz de soportar más de una bofetada. Es fiel. De acuerdo, te va a ver a ti de vez en cuando, pero por la noche siempre vuelve a mi lado.

Hubo un breve silencio.

– ¿No piensas decir nada más?

– No.

Maggie lo miró con desconfianza.

– Eres policía. ¿Por qué no discutes conmigo?

– Porque usted es una persona inteligente, capaz de tomar sus propias decisiones, y nada que yo diga le hará cambiar de opinión.

– En eso tienes razón. -Untó una rebanada de pan con mantequilla y esperó a que Ingram dijera algo más. Como él no dijo nada, se fue poniendo nerviosa-. ¿Sigues queriendo interrogar a Steve?

– Por supuesto. En eso consiste mi trabajo. Los rescates con helicóptero no son baratos, y alguien tendrá que explicar por qué el de esta mañana era necesario. Harding ha ingresado en el hospital con mordeduras de perro, y a mí me corresponde establecer si la agresión fue provocada o no. Uno de los dos fue agredido esta mañana, y yo tengo que averiguar quién. Si tiene usted suerte, Harding se sentirá tan culpable como usted y la partida quedará en tablas. Si por lo contrario tiene mala suerte, esta noche volveré para pedirle una declaración en respuesta a la declaración de él, según la cual usted no pudo controlar a su perro.

– Eso es chantaje.

Ingram sacudió la cabeza.

– Por lo que a mí respecta, Steven Harding y usted tienen los mismos derechos ante la ley. Si él afirma que Bertie lo atacó sin que él lo provocara, investigaré su afirmación, y si creo que tiene razón, presentaré el caso ante el juez y sugeriré que la procesen. Puede que Harding no me caiga bien, Maggie, pero si creo que dice la verdad, le apoyaré. Para eso me pagan, sin que importen mis sentimientos personales ni cómo mi actuación pueda afectar a las personas implicadas.

Maggie se dio la vuelta y dijo:

– No sabía que fueras tan capullo.

Ingram no se inmutó.

– Y yo no sabía que pensara que está por encima de los demás. De mí no obtendrá ningún favor, al menos en lo que a la ley se refiere.

– Si hago una declaración, ¿estarás de mi parte?

– No; yo tengo que ser imparcial, pero le aconsejo que haga su declaración primero, porque así tendrá ventaja sobre él.

Maggie cogió el cuchillo de la encimera y lo sacudió delante de la nariz del policía.

– En ese caso, más vale que tengas razón -dijo-, o te cortaré los huevos con mis propias manos, mientras me río a carcajadas. Quiero mucho a mi perro.

– Yo también -le aseguró Ingram posando la yema de un dedo en la punta del cuchillo y apartándolo lentamente-. Lo que pasa es que yo no le dejo que me cubra de babas.


– De momento he precintado el garaje -le dijo Galbraith a Carpenter por teléfono-, pero tendrá que aclarar las prioridades con aduanas. Necesitamos que venga un equipo de la policía científica cuanto antes, pero si le interesa retener a Harding, supongo que podría acusarlo de posesión de drogas. Sospecho que ha estado transportando inmigrantes ilegales y desembarcándolos en la costa sur… Sí, eso explicaría la gran cantidad de huellas dactilares encontradas en la cabina. No, no se sabe nada del fueraborda Fastrigger… -Notó que el joven que tenía a su lado se estremecía-. Sí, ahora voy para allí con Tony Bridges. Ha accedido a hacer una nueva declaración… Sí, muy buena disposición… ¿William? No, eso no los elimina ni a él ni a Steve… Mmmm. Sí, me temo que volvemos al principio. -Se guardó el teléfono en el bolsillo y se preguntó cómo no se le había ocurrido dedicarse al teatro.


Aunque él no se había dado cuenta, una agente de policía estuvo vigilando a Steven Harding desde que ingresó en el hospital. Se quedó sentada donde él no podía verla, para asegurarse de que no salía de allí, pero Steve no tenía ninguna prisa por marcharse del hospital. No paraba de coquetear con las enfermeras y, para desesperación de la agente, ellas le correspondían. Mientras esperaba, caviló sobre la ingenuidad de las mujeres, y se preguntó cuántas de aquellas enfermeras habrían negado rotundamente haberlo incitado si él hubiera intentado violarlas. Dicho de otro modo, ¿qué podía considerarse incitación? ¿Lo que una mujer describiría como coqueteo inocente? ¿O lo que un hombre calificaría de clara insinuación?

Cuando Ingram la relevó de su puesto, la agente sintió un gran alivio.

– Le van a dar de alta a las cinco, pero tal como están las cosas, no creo que se marche. Tiene a todas las enfermeras coladitas, y él está encantado. La verdad, si lo echan de su cama no me extrañaría que acabara en algún otro lecho. Yo no sé qué le ven, pero claro, a mí nunca me han dicho nada los exhibicionistas.

Ingram sonrió y dijo:

– Espere un momento, no se lo pierda. Si no sale por su propio pie antes de que cuente hasta cinco me lo llevo esposado.

– Me apunto -replicó ella-. Nunca se sabe. Podría necesitar que le echara una mano.


La cinta de vídeo era incómoda de ver, no debido a su contenido, que, como había dicho el policía de Dartmouth, era discreto, sino porque la imagen subía y bajaba continuamente a causa del movimiento del barco del francés. Con todo, su hija había conseguido grabar un buen rato a Harding con todo detalle. Carpenter, sentado a su mesa, la puso una vez, y luego la rebobinó con el mando a distancia hasta el momento en que Harding se sentaba encima de la mochila. Congeló la imagen y se dirigió al equipo de detectives que se había reunido con él en el despacho.

– ¿Qué creen que está haciendo allí?

– ¿Soltando a Godzilla? -dijo uno de los hombres con una risita.

– Haciéndole señales a alguien -sugirió una mujer.

Carpenter retrocedió para seguir la panorámica de la cámara por el desenfocado yate blanco y la figura con biquini tumbada boca abajo en la cubierta.

– Estoy de acuerdo con usted -dijo-. Pero ¿a quién?

– Nick Ingram hizo una lista de los barcos que había allí ese día -dijo otro detective-, así que no será demasiado difícil encontrarlos.

– Había un Fairline Squadron con dos quinceañeras a bordo -dijo Carpenter mientras entregaba a los detectives el informe de Bournemouth sobre el bote abandonado-. El Gregory's Girl, de Poole. Empiecen por ése. El propietario es un empresario de Poole llamado Gregory Freemantle.


A las 16:45, cuando Steven Harding salió por la puerta con el brazo en cabestrillo, Ingram le cerró el paso.

– Buenas tardes. Espero que se encuentre mejor.

– ¿Ya usted qué le importa?

Ingram sonrió.

– Siempre me intereso por las personas en cuyo rescate participo.

– No pienso hablar con usted. Usted es el capullo que les hizo interesarse por mi barco.

Ingram le mostró su placa y dijo:

– Le interrogué el domingo. Agente Ingram, de la policía de Dorsetshire.

Harding entrecerró los ojos.

– Dicen que pueden quedarse el Crazy Daze mientras sea necesario, pero no quieren explicarme qué derecho tienen a hacerlo. Yo no he hecho nada, así que no pueden acusarme de nada, pero por lo visto pueden robarme el barco. ¿Qué significa «mientras sea necesario»?

– Puede haber varias razones por las que se considere necesario retenerlo -explicó el agente, aunque sin ser demasiado explícito. Las reglas sobre retención de sospechosos eran muy imprecisas, y la policía no tenía reparos en retener las presuntas pruebas-. En el caso del Crazy Daze, seguramente significa que no han terminado los exámenes forenses, pero en cuanto estén acabados se lo devolverán.

– ¡Y un cuerno! Se lo han quedado para que no me largue a Francia.

Ingram negó con la cabeza.

– Tendría que ir un poco más lejos, Steve -le corrigió-. Hoy en día, en Europa todo el mundo coopera mucho. -Señaló el fondo del pasillo-. ¿Nos vamos?

Harding se apartó de él.

– Ni lo sueñe. Yo no voy a ninguna parte con usted.

– Me temo que tendrá que venir -dijo Ingram fingiendo pesar-. La señorita Jenner le ha denunciado por agresión, y tengo que formularle unas preguntas. Preferiría que me acompañara voluntariamente, pero si es necesario lo detendré. -Señaló con la cabeza la parte del pasillo que Harding tenía a su espalda, y agregó-: Por ahí no se va a ningún sitio, ya lo he comprobado. -Señaló la puerta del fondo, donde había una mujer consultando un tablero-. Esa es la única salida.

Harding empezó a sacar el brazo del cabestrillo, calibrando sus posibilidades de escapar corriendo, esquivando a aquel gigante uniformado, pero algo le hizo desistir. Quizá fuera el hecho de que Ingram le superaba en diez centímetros. Quizá se percató de que la mujer que había al fondo del pasillo era policía. Quizá vio algo en la sonrisa de Ingram que lo convenció de que aquello era un error…

Se encogió de hombros y dijo:

– Bueno. No tengo nada más que hacer. Pero es a su querida Maggie a la que debería detener. Me ha robado el teléfono.

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