Capítulo 24

Al ver entrar a Nick con una escalerilla de aluminio al hombro, Maggie bajó los doloridos brazos y, malhumorada, dio unos golpecitos en su reloj. Estaba encaramada en una silla de jardín que había colocado encima de la mesa de la cocina; tenía el cabello lleno de telarañas, y las mangas de la camisa enrolladas y empapadas.

– ¿Te parece que son horas de llegar? -preguntó-. Son las diez menos cuarto, y mañana tengo que levantarme a las cinco para ocuparme de los caballos.

– ¡Vamos, mujer! -dijo él con tono quejumbroso-. Una noche en blanco no le hará ningún daño. Ya verá cómo un poco de riesgo le alegra la vida.

– Hace horas que te espero.

– Entonces, no se case nunca con un policía -replicó él al tiempo que colocaba la escalerilla bajo la parte del techo que todavía estaba por limpiar.

– No creo que se me presente esa oportunidad.

– ¿Quiere decir que se lo plantearía? -preguntó él con una sonrisa socarrona.

– Por supuesto que no -contestó ella-. Lo que quería decir es que ningún policía me lo ha propuesto nunca.

– Supongo que ninguno se atrevería. -Nick abrió el armario de debajo del fregadero, donde suponía que estaban los cubos y los artículos de limpieza. Maggie estaba por encima de él, igual que en aquellas raras ocasiones en que se lo había encontrado cuando paseaba a caballo, y sintió una fuerte tentación de arrojarle agua a la nuca-. Ni lo piense -se adelantó él, sin levantar la vista-, o tendrá que hacerlo todo usted sola.

Ella decidió ignorarle, pues prefería el papel de mujer digna al de humillada.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó mientras bajaba de la silla para mojar la esponja en el cubo.

– Bastante bien.

– Ya. Estás radiante. -Volvió a subirse a la silla y añadió-: ¿Qué te ha contado Steve?

– Está de acuerdo con su declaración.

– Y ¿qué más?

– Me contó lo que hacía el domingo en Chapman's Pool. -La miró y agregó-: Es idiota perdido, pero dudo que sea un violador o un asesino.

– Entonces ¿lo juzgaste mal?

– Seguramente.

– Estupendo. De vez en cuando conviene comprobar que uno se equivocaba. ¿Y la pedofilia?

– Eso depende de lo que entienda usted por pedofilia. -Nick cogió una silla y se sentó a horcajadas, apoyando los codos en el respaldo-. Está enamorado de una quinceañera que se siente tan desgraciada en su casa que amenaza con suicidarse. Por lo visto es una belleza; mide un metro ochenta, aparenta veinticinco años, podría ser modelo de alta costura y los hombres se vuelven para mirarla allá donde va. Sus padres están separados; la madre tiene celos de la hija; al padre le van las jovencitas; la chica está embarazada de cuatro meses, se niega a abortar y llora sobre el hombro de Steve cada vez que lo ve. -Arqueó una ceja-. Y seguramente por eso él la encuentra tan atractiva. La chica está tan desesperada por tener el crío y sentirse querida que ha intentado cortarse las venas en dos ocasiones. La solución que se le ocurrió a Steve fue llevársela a Francia en el Crazy Daze, donde podrían vivir -volvió a enarcar la ceja con sarcasmo- su amor sin que los padres de ella supieran adónde había ido su hija ni con quién.

Maggie chascó la lengua.

– Ya te dije que no era más que un buen samaritano.

– Un barba azul, más bien. La chica tiene quince años.

– Pero has dicho que aparenta veinticinco.

– Eso, si nos creemos lo que dice Steve.

– ¿Tú no te lo crees?

– Digamos que yo no le dejaría acercarse a una hija mía ni loco -respondió Nick-. Es un salido y un narcisista, y tiene la moral de un gato callejero.

– Más o menos como la sabandija con la que me casé, ¿no? -repuso ella secamente.

– Exacto -contestó Nick. La miró sonriente y añadió-: Pero tenga en cuenta que yo no soy imparcial.

A Maggie le chispearon los ojos.

– Entonces ¿qué pasó? ¿Paul y Danny lo desviaron de su camino y todo quedó en nada?

Nick asintió.

– Cuando tuvo que identificarse, Steve se dio cuenta de que no tenía sentido seguir con el plan, y le hizo señas a su novia para que lo abandonara. Desde entonces sólo la ha llamado una vez con su móvil, el domingo por la noche, cuando regresaba a Lymington; después no ha podido hablar más con ella porque o estaba detenido o no llevaba el móvil encima. Ella siempre lo llamaba a él, y como Steye no tiene noticias de ella teme que se haya suicidado.

– Y ¿es verdad?

– No. Uno de los mensajes que había en el teléfono de Steve es de la chica.

– Pobre chico. Lo has vuelto a encerrar, ¿no? Debe de estar preocupadísimo. ¿No podías haberle dejado hablar con ella?

Nick pensó en lo caprichosos que eran los humanos. Él habría apostado a que Maggie sentiría más simpatía por la chica.

– Está prohibido.

– ¡Venga, Nick! Eso es una crueldad.

– No; es sentido común. Yo no me fío ni un pelo de él. Ha cometido varios delitos, no lo olvide. La ha agredido a usted, ha tenido relaciones sexuales con una menor, ha planeado un rapto, por no mencionar la indecencia y el escándalo público.

– ¡Por amor de Dios! ¡No me dirás que lo has denunciado por tener una erección!

– Todavía no.

– Eres cruel, desde luego -sentenció ella-. Es evidente que era a su novia a la que miraba con los prismáticos. Según esa teoría, tendrías que haber detenido a Martin cada vez que él me ponía la mano en el trasero.

– No podía hacerlo. Usted nunca puso ninguna objeción, y por lo tanto eso no constituía ningún delito.

– ¿Qué me dices de la indecencia? -preguntó ella con malicia.

– Nunca lo pillé con los pantalones bajados. Y mire que lo intenté; pero Martin era demasiado rápido.

– ¿Te estás burlando de mí?

– No. Le estoy haciendo la corte.


Adormilada, Sandy Griffiths escudriñó las agujas luminosas de su reloj, vio que eran las tres en punto e intentó recordar si William había salido. Una vez más, algo había interrumpido su ligero sueño. Creyó que se trataba de la puerta de la casa al cerrarse, aunque no estaba segura de si había oído el ruido o lo había soñado. Aguzó el oído, pero no oyó pasos por la escalera, así que se levantó de la cama y se puso la bata. Con niños pequeños aún podría apañárselas, pero con un marido… jamás.

Encendió la luz del rellano y abrió la puerta del dormitorio de Hannah. La luz iluminó la cuna de la niña, y los temores de Sandy se desvanecieron inmediatamente. Hannah estaba sentada, inmóvil y absorta, como era su costumbre, con el pulgar en la boca, contemplando el vacío con su extraña mirada. No parecía haber reconocido a la agente Griffiths. La traspasó con la mirada, como si pudiera ver a través de ella, y la agente Griffiths comprendió que la niña estaba profundamente dormida. Eso explicaba la cuna y los cerrojos que había en todas las puertas: estaban allí para proteger a la pequeña sonámbula, y no para cortarle las alas a la niña, como la agente había creído.

Sandy Griffiths oyó un coche que se ponía en marcha, y después el crujido de las ruedas en el camino de la casa. ¿Qué demonios se suponía que estaba haciendo William ahora? ¿Acaso creía que abandonando a su hija a altas horas de la noche se ganaría las simpatías de los servicios sociales? ¿O había decidido renunciar definitivamente a toda responsabilidad? Sandy, cansada, se apoyó en el marco de la puerta y contempló aquella réplica de Kate, rubia y ensimismada, con compasión, y recordó lo que había dicho el médico al ver las fotografías en la chimenea: «Está enfadada con su madre por haberla abandonado… Es una expresión de dolor completamente normal… Ahora le corresponde a su padre consolarla… Es la mejor manera de llenar ese vacío».


La desaparición de William Sumner despertó recelos en la comisaría de Winfrith, pero muy poco interés verdadero. Como ya le había ocurrido otras veces en la vida, Sumner había dejado de importar. Ahora el centro de atención era Beatrice Gould, o Bibi, quien el sábado a las siete de la mañana, cuando la policía se presentó en la casa de sus padres instándola a volver a Winfrith para responder a más preguntas, rompió a llorar y se encerró en el cuarto de baño. Sólo accedió a salir después de que la amenazaran con detenerla por obstrucción a la justicia, y cuando le dijeron que sus padres podrían acompañarla a la comisaría. Aquel miedo al requerimiento de la policía parecía excesivo, y cuando le pidieron una explicación, dijo: «Todo el mundo se va a enfadar conmigo».

Tras una breve comparecencia ante el magistrado por su denuncia de agresión, también a Steven Harding le instaron a someterse a un nuevo interrogatorio. Nick Ingram lo llevó a la comisaría en su coche, y aprovechó la ocasión para enseñarle un par de cosas al inmaduro joven.

– Ahora que no nos oye nadie, Steve, te diré que si fuera a mi hija de quince años a la que hubieras dejado embarazada, te rompería las piernas. Es más, te rompería las piernas sólo con que le hubieses puesto un dedo encima.

Harding no se dejó impresionar.

– Las cosas han cambiado. Ahora ya no puedes ordenar a las chicas que se comporten como a ti te gustaría. Ahora ellas deciden por sí mismas.

– Fíjate bien, Steve. He dicho que te rompería las piernas, no que se las rompería a ella. Créeme, el día que encuentre a un tipo de veinticuatro años seduciendo a una hija mía, ese desgraciado lamentará haberse desabrochado la bragueta. Y no me vengas con el cuento de que ella tenía tantas ganas, porque entonces puede que te rompa también los brazos. Cualquier capullo puede convencer a una adolescente de que se acueste con él con sólo prometerle que la amará. Hace falta ser un hombre para darle tiempo a la chica para averiguar si la promesa es verdadera.


Bibi Gould se negó a que su padre entrara con ella en la sala de interrogatorios, pero suplicó a su madre que se sentara a su lado y le diera la mano. Al otro lado de la mesa, el comisario Carpenter y el inspector Galbraith le leían su anterior declaración. A la chica le intimidaba el ceño de Carpenter, y bastó con que el policía dijera «Creemos que nos ha estado mintiendo, jovencita», para que rompiera a llorar a lágrima viva.

– A mi padre no le gusta que pase los fines de semana en casa de Tony… dice que me estoy convirtiendo en una cualquiera. Se habría puesto furioso si se hubiera enterado de que me desmayé. Tony dijo que había sido el alcohol, porque me puse a vomitar sangre, pero yo creo que fue un éxtasis malo que le vendió su amigo. Cuando recobré el conocimiento, estuve fatal durante horas. Mi padre me habría matado si se hubiera enterado. No puede ver a Tony. Cree que es una mala influencia para mí. -Apoyó la cabeza en el hombro de su madre y lloró desconsoladamente.

– ¿Cuándo ocurrió eso? -preguntó Carpenter.

– El fin de semana pasado. Íbamos a una fiesta en Southampton, y Tony le compró unos éxtasis a un amigo suyo…

– Prosigue.

– Todos se me van a echar encima -se lamentó Bibi-. Tony dijo que no tenía sentido causarle problemas a su amigo sólo porque el barco de Steve estaba en el lugar inadecuado.

Haciendo un esfuerzo, Carpenter consiguió suavizar su ceño para que se aproximara a una expresión paternal.

– A nosotros no nos interesa el amigo de Tony -dijo-. Lo único que pretendemos es saber dónde estaba cada uno el fin de semana pasado. Tú nos has dicho que Steven Harding te cae bien, y Steve saldrá beneficiado si podemos aclarar algunas discrepancias respecto a su declaración. Tony y tú dijisteis que no lo habíais visto el sábado porque habíais ido a una fiesta en Southampton. ¿Correcto?

– Es verdad que no lo vimos. -Bibi sorbió por la nariz-. Al menos yo no lo vi… Supongo que Tony pudo haberlo visto… Pero lo de la fiesta no es verdad. Como no empezaba hasta las diez, Tony dijo que podíamos ponernos un poco a tono antes. Lo malo es que no me acuerdo de casi nada… Habíamos estado bebiendo desde las cinco, y entonces me tomé el éxtasis… -Volvió a apoyarse en el hombro de su madre para llorar.

– Es decir que te tomaste una pastilla de éxtasis que te proporcionó tu novio, Tony Bridges.

A la joven le alarmó el tono del policía.

– Sí -susurró.

– ¿Te has desmayado alguna otra vez estando con Tony Bridges?

– A veces, cuando bebo demasiado.

Carpenter se acarició la barbilla con aire pensativo.

– ¿Sabes a qué hora tomaste la pastilla el sábado?

– A las siete, más o menos. -Se sonó con un Kleenex-. Tony me dijo que no se había dado cuenta de lo mucho que había bebido, y que si lo hubiera sabido no me habría dado el éxtasis. Fue horrible… Nunca volveré a beber ni a tomar éxtasis. Me he pasado toda la semana enferma. -Esbozó una débil sonrisa y añadió-: Supongo que es verdad lo que dicen. Tony cree que tuve suerte porque pude morirme.

Galbraith no estaba tan inclinado como su colega a adoptar un tono paternal. Su opinión sobre la joven era que era una pelandusca con muy poco autocontrol, y no entendía cómo una chica como aquélla podía hacer, mediante los misterios de la química y la naturaleza humana, que un hombre hasta entonces sensato enloqueciera.

– El lunes por la noche -le recordó a la joven-, cuando el sargento Campbell visitó a Tony en su casa, volvías a estar borracha.

Ella le lanzó una mirada pícara que acabó con los últimos restos de simpatía del inspector.

– Sólo me tomé dos cervezas -declaró Bibi-. Pensé que me ayudarían a recuperarme, pero me equivoqué.

Carpenter dio unos golpecitos en la mesa con el bolígrafo y preguntó:

– ¿A qué hora recobraste el conocimiento el domingo por la mañana, Bibi?

Ella se encogió de hombros con gesto lastimero.

– No lo sé. Tony dijo que estuve unas diez horas inconsciente, y no me recuperé del todo hasta el domingo por la noche sobre las siete. Por eso llegué tarde a mi casa.

– Entonces, hasta las nueve de la mañana del domingo, ¿no?

– Más o menos -asintió la chica. Volvió el lloroso rostro hacia su madre y dijo-: Lo siento, mamá. Te juro que no volveré a hacerlo.

La señora Gould le dio un apretón en el hombro y miró, suplicante, a los dos policías.

– ¿Quiere decir que la van a denunciar?

– ¿Por qué, señora Gould?

– Por consumir éxtasis.

El comisario meneó la cabeza.

– Lo dudo. De momento no hay ninguna prueba de que los tomara. -Rohipnol quizá sí, pensó-. Pero has sido muy tonta, Bibi, y espero que la próxima vez que aceptes pastillas de un hombre no vayas luego llorándole a la policía. Te guste o no, eres la única responsable de tu comportamiento, y el mejor consejo que puedo darte es que escuches a tu padre de vez en cuando.

Bien dicho, pensó Galbraith.

Carpenter prosiguió:

– No me gustan los mentirosos, jovencita. No nos gustan a ninguno de los dos. Y creo que anoche le dijiste otra mentira a mi colega el inspector Galbraith.

Bibi adoptó una expresión de pánico, pero no dijo nada.

– Le dijiste que nunca habías estado en el Crazy Daze, pero nosotros creemos que sí.

– Nunca he estado en ese barco.

– Hace unos días nos proporcionaste una muestra de tus huellas dactilares. Coinciden con varias que hemos encontrado en la cabina del barco de Steve. ¿Te importaría explicarnos cómo es posible que hayan aparecido si nunca has estado allí? -La miró fijamente.

– Es que… Mire, Tony no lo sabe… ¡Ostras! -Temblaba de nervios-. Una noche, Steve y yo nos emborrachamos aprovechando que Tony no estaba. A Tony le sentaría fatal si se enterara… Está obsesionado con lo atractivo que es Steve, y se llevaría una decepción si se enterara de que… en fin, ya sabe…

– ¿Que tuviste relaciones sexuales con Steve en el Crazy Daze?

– Estábamos borrachos. Ni siquiera me acuerdo de lo que pasó. No significó nada -dijo, desesperada, como si la infidelidad pudiera ser perdonada cuando el alcohol desinhibía a las personas. Pero quizá el concepto de in vino veritas no estaba al alcance de la comprensión de la inmadura joven de diecinueve años.

– ¿Por qué te da tanto miedo que Tony se entere? -preguntó Carpenter.

– No me da miedo -mintió la chica.

– ¿Qué te hace, Bibi?

– Nada. Sólo que… a veces se pone celoso.

– ¿De Steve?

Ella asintió.

– Y ¿cómo lo demuestra?

Bibi se humedeció los labios.

– Sólo lo ha hecho una vez. Un día me encontró en el pub con Steve, y después me pilló los dedos con la puerta del coche. Dijo que no lo había hecho queriendo, pero bueno… yo creo que sí.

– ¿Ocurrió antes o después de que te acostaras con Steve?

– Después.

– ¿Crees que Tony lo sabía?

Bibi se cubrió la cara con las manos.

– No sé cómo podría haberse enterado… Estuvo fuera todo el fin de semana, pero desde entonces está un poco… raro.

– ¿Cuándo ocurrió eso?

– Las pasadas vacaciones.

– ¿Entre el 24 y el 31 de mayo? -preguntó Carpenter tras consultar su agenda.

– Era un día festivo. De eso estoy segura.

– De acuerdo. -Carpenter esbozó una sonrisa tranquilizadora-. Sólo voy a hacerte un par de preguntas más, Bibi, y luego podrás irte a casa. ¿Recuerdas un día en que Tony te llevó a algún sitio con el coche de Steve, y que Kate Sumner había puesto excrementos de su hija en la manilla de la puerta del pasajero?

Bibi hizo una mueca de asco y respondió:

– Sí, claro que me acuerdo. Fue espantoso. Me ensucié toda la mano.

– ¿Recuerdas cuándo pasó?

– Creo que a principios de junio. Tony dijo que me llevaría al cine a Southampton, pero al final no fuimos.

– Entonces, ¿fue después de que te acostaras con Steve?

– Sí.

– Gracias. Una última pregunta. ¿Dónde estuvo Tony aquel fin de semana?

– Muy lejos de aquí. Sus padres tienen una caravana en Lulworth Cove, y Tony suele ir allí sólo cuando necesita recargar las pilas. Yo siempre le digo que tendría que dejar la enseñanza, porque no soporta a los niños. Dice que si un día sufre un ataque de nervios será por su culpa, a pesar de que todo el mundo pensará que es porque fuma marihuana.


El interrogatorio de Steven Harding fue más duro. Le informaron de que Marie Freemantle había declarado respecto a su relación con él y de que, debido a la edad de la chica, lo más probable era que lo denunciaran. Sin embargo, Steve rechazó los servicios de un abogado, alegando que no tenía nada que ocultar. Steve suponía que la policía había interrogado a Marie a raíz de su conversación privada con Nick Ingram la noche anterior, y ni Carpenter ni Galbraith lo desmintieron.

– ¿Mantiene usted actualmente una relación sentimental con una joven de quince años llamada Marie Freemantle? -le preguntó Carpenter.

– Sí.

– ¿Sabía usted que la chica era menor de edad cuanto tuvo relaciones sexuales con ella por primera vez?

– Sí.

– ¿Dónde vive Marie?

– En el 54 de Dancer Road, Lymington.

– ¿Cómo se explica que su agente nos dijera que tenía usted una novia en Londres que se llamaba Marie?

– Porque él cree que Marie vive en Londres. Le consiguió un trabajo, y como ella no quería que sus padres se enteraran, dimos la dirección de una tienda de Londres que ofrece un servicio de apartado de correos.

– ¿Qué clase de trabajo le consiguió?

– Posar desnuda.

– ¿Era pornografía?

– Porno light -dijo Steve, un tanto incómodo.

– ¿Vídeo o fotografías?

– Fotografías.

– ¿Aparecía usted con ella en esas fotografías?

– En algunas -admitió Steve.

– ¿Qué ha pasado con ellas?

– Las tiré por la borda de mi barco.

– ¿Por qué? ¿Porque en ellas aparecía usted realizando actos indecentes con una menor de edad?

Harding asintió.

– Para que conste en la grabación: Steven Harding asiente. ¿Sabía Tony Bridges que se acostaba usted con Marie Freemantle?

– ¿Qué tiene que ver Tony con esto?

– Conteste mi pregunta, Steve.

– Creo que no. Yo no se lo dije.

– ¿Vio Tony las fotografías de Marie?

– Sí. El lunes vino a mi barco y las fotografías estaban encima de la mesa.

– ¿Las había visto antes del lunes?

– No lo sé. Hace cuatro meses me destrozó el barco. -Se humedeció los labios-. Quizá las encontró.

Carpenter se apoyó en el respaldo, jugueteando con el bolígrafo.

– Y eso debió de enfurecerlo -comentó-. La chica es alumna suya, y a él también le gustaba, aunque no podía tocarla debido a su posición, cosa que usted sabía.

– Supongo.

– Tengo entendido que usted conoció a Marie Freemantle el 14 de febrero. ¿Fue mientras mantenía una relación con Kate Sumner?

– Yo no tenía ninguna relación con Kate. -Parpadeó, intentando, al igual que Tony la noche anterior, adivinar adónde querían llevarlo con aquellas preguntas-. Una vez fui a su casa y ella se me echó encima. No estuvo mal, pero nunca me han gustado las mujeres mayores que yo. Le dejé muy claro que no me interesaban las relaciones estables, y creí que ella me había entendido. No fue más que un polvo rápido en la cocina, nada del otro mundo.

– Así que Tony nos mintió cuando dijo que la relación duró tres o cuatro meses, ¿no?

– ¡Maldita sea! -El nerviosismo de Harding iba en aumento-. Mire, puede que yo le causara esa impresión. Kate y yo nos conocíamos, es verdad, y no nos enrollamos hasta pasado un tiempo, y es posible que… bueno, que Tony creyera que había algo más que lo que en realidad había. Tony es un poco mojigato, ¿sabe?

Carpenter lo miró fijamente; luego posó la mirada en una hoja que tenía en la mesa.

– Tres meses después de conocer a Marie, durante la semana del 24 al 31 de mayo, usted pasó una noche con Bibi Gould, la novia de Tony Bridges. ¿Correcto?

– ¡Pero bueno! -exclamó Harding-. Nos emborrachamos en el pub y yo la llevé al Crazy Daze para que durmiera la mona, porque Tony había dejado la casa cerrada. Ella se puso un poco pesada, y… bueno, la verdad es que no recuerdo muy bien lo que pasó. Yo estaba como una cuba y no le puedo asegurar que pasara nada digno de mención.

– ¿Lo sabe Tony?

Harding tardó un momento en responder.

– No lo sé. Pero ¿a qué viene tanto interés por Tony?

– Conteste mi pregunta. ¿Sabe Tony que se acostó usted con su novia?

– No lo sé. Últimamente está un poco mosqueado, y alguna vez me he preguntado si me vio llevarla a tierra a la mañana siguiente. -Con gesto de preocupación, se apartó el cabello de la frente-. Se suponía que iba a pasar toda la semana en la caravana de sus viejos, pero Bob Winterlow me dijo que lo había visto aquel día en casa de su abuelo, sacando su bote.

– ¿Recuerda qué día fue?

– Un lunes festivo. La peluquería donde trabaja Bibi no abre los días festivos; por eso pudo pasar la noche del domingo conmigo. -Esperó a que Carpenter dijera algo, pero como el comisario guardó silencio, se encogió de hombros y agregó-: No tuvo ninguna importancia, de verdad. Yo pensaba aclararlo con Tony si algún día él decía algo. Pero nunca dijo nada.

– ¿Suele decir algo Tony cuando usted se acuesta con sus novias?

– No lo tengo por costumbre, hombre. Lo que pasa es que… bueno, con Bibi me pasó lo mismo que con Kate. Intentas ser amable con una mujer, y antes de que te des cuenta ya se te ha echado encima.

Carpenter frunció el entrecejo.

– ¿Está insinuando que ellas le obligaron a tener relaciones sexuales?

– No, pero…

– Entonces ahórrese las excusas. -Carpenter volvió a consultar sus notas-. ¿De dónde sacó su agente la idea de que Bibi era novia suya?

Harding volvió a apartarse el cabello de la cara y, un poco abochornado, respondió:

– Porque le dije que Bibi era un poco calentona…

– ¿Qué quería decir con eso? ¿Que quedaría bien en las fotografías pornográficas?

– Sí.

– ¿Cree que su agente pudo comentárselo a Tony?

Harding negó con la cabeza.

– No. Si lo hubiera hecho, Tony me lo habría mencionado.

– Pero Tony no le hizo ningún comentario acerca de Kate Sumner, ¿no?

Al joven le sorprendió la pregunta.

– Tony no conocía a Kate.

– ¿Y usted, Steve? ¿La conocía mucho?

– Eso es lo curioso. Apenas nos conocíamos. De acuerdo, nos enrollamos una vez, pero… Bueno, eso no quiere decir que conozcas a fondo a una persona, ¿no? Después yo la evitaba, porque me resultaba incómodo hablar con ella. Entonces Kate empezó a tratarme como si yo la hubiera ofendido.

Carpenter sacó la anterior declaración de Harding.

– Usted afirmó que Kate estaba obsesionada con usted, Steve. «Me di cuenta de que estaba loca por mí -leyó-. Iba por el club náutico y esperaba a que yo llegara… La mayoría de las veces se limitaba a quedarse allí mirándome, pero a veces tropezaba conmigo deliberadamente y me frotaba el brazo con los pechos…» ¿Es eso cierto?

– Puede que exagerara un poco. Pero es verdad que me estuvo siguiendo durante una semana, hasta que comprendió que yo no me interesaba por ella. Y entonces… supongo que desistió. No volví a verla hasta que hizo aquello con el pañal.

Carpenter buscó la declaración de Tony y la sacó del montón de papeles.

– Esto declaró Tony: «Me dijo más de una vez que tenía problemas con una tal Kate Sumner que lo acosaba». ¿Exageró usted cuando se lo contó a Tony?

– Sí.

– ¿Se refirió a Kate llamándola «zorra»?

– Eso no es más que una forma de hablar.

– ¿Le dijo a Tony que Kate era una mujer fácil?

– Mire, sólo fue una farsa. Tony tenía un problema con el sexo. Todo el mundo se reía de él, no sólo yo… Y entonces apareció Bibi, y él… bueno, se puso como una moto.

Carpenter lo observó durante unos instantes.

– ¿Me está diciendo que se acostó con Bibi para fastidiar a Tony?

Harding se miró las manos.

– No lo hice por ninguna razón concreta. Ocurrió, sencillamente. Y fue fácil. El único motivo por el que sale con Tony es que yo le gusto. No se equivoque, comisario.

– ¿En qué sentido?

– No lo sé, pero yo diría que Tony no le cae demasiado simpático.

– Y con razón -dijo Carpenter sacando otra hoja-. Según tengo entendido, usted vio cómo Tony le daba a Bibi una droga llamada… -miró el papel, como si el nombre estuviera escrito allí- Rohipnol, para que ella no se quejara de su comportamiento en la cama. ¿Me equivoco?

– ¡Mierda! Ya veo que Marie ha estado yéndose de la lengua. -Se masajeó las sienes con unos suaves movimientos circulares, y Galbraith quedó fascinado por la elegancia de sus movimientos. Era un joven muy atractivo, y no le sorprendía que Kate lo hubiera encontrado más apetecible que a William.

– ¿Es cierto, Steve?

– Más o menos. Tony me dijo que una vez le dio uno porque ella no lo dejaba en paz, pero yo no le vi hacerlo; y que yo sepa, mentía como un cochino.

– ¿Cómo sabía Tony lo del Rohipnol?

– Eso lo sabe todo el mundo.

– ¿Se lo dijo usted?

Harding estiró el cuello para ver la hoja que el comisario sostenía, preguntándose cuánta información había en ella.

– Su abuelo no duerme bien desde que murió su esposa, y el médico le recetó Rohipnol. Tony me lo contó, y yo me reí y dije que si lograba hacerse con unos cuantos quizá solucionara sus problemas. Yo no tengo la culpa de que ese inútil decidiera utilizarlos.

– ¿Los ha utilizado usted alguna vez, Steve?

– ¿Yo? ¿Para qué iba a necesitarlo?

Carpenter esbozó una sonrisa y cambió de táctica.

– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde el incidente con el pañal hasta que Kate empezó a mancharle el coche con excrementos de Hannah y a hacer saltar la alarma?

– No lo sé. Quizás unos días.

– ¿Cómo sabía usted que era ella quien lo hacía?

– Porque antes ya me había ensuciado la cama del barco con excrementos de la niña.

– Y eso pasó a finales de abril, ¿no?

Harding asintió.

– Pero Kate no inició su… -Carpenter buscó la expresión adecuada- campaña de hostigamiento hasta después de darse cuenta de que a usted no le interesaba mantener una relación con ella, ¿no?

– Yo no tengo la culpa -se defendió Steve-. Kate era un coñazo.

– Lo que le he preguntado, Steve -repitió Carpenter haciendo alarde de paciencia- es si Kate inició su hostigamiento después de darse cuenta de que a usted no le interesaba.

– Sí. -Harding cerró los ojos intentado recordar los detalles-. Kate me hizo la vida imposible, y al final ya no podía más. Entonces fue cuando se me ocurrió convencer a William de que le dijera a su esposa que yo era marica.

El comisario pasó un dedo por la declaración de Harding.

– ¿En junio?

– Sí.

– ¿Por qué esperó un mes y medio para poner remedio a aquella situación?

– Porque en lugar de mejorar, empeoraba -contestó el joven con un arrebato, como si el recuerdo todavía le doliera-. Pensé que si tenía paciencia ella acabaría cansándose, pero cuando la tomó con mi bote, se me acabó la cuerda. Pensé que después Kate iría por el Crazy Daze, y yo no estaba dispuesto a permitirlo.

Carpenter asintió, como si aquella explicación le pareciera razonable. Volvió a coger la declaración de Harding y la siguió con el dedo.

– Y decidió buscar a William y le enseñó unas fotografías pornográficas suyas porque quería que le contara a su esposa que era homosexual, ¿no?

– Sí.

– Mmm. -Carpenter buscó la declaración de Tony Bridges-. En cambio, Tony afirma que cuando usted le dijo que pensaba denunciar a Kate por acoso, él le aconsejó que no lo hiciera y que aparcara su coche en otro sitio. Según él, así fue como se solucionó el problema. Es más, anoche, cuando le dijimos lo que hizo usted para solucionar su problema con Kate, lo encontró muy gracioso. Dijo: «Es más bruto que un arado».

Harding se encogió de hombros.

– ¿Y qué? Mi plan funcionó. Eso era lo único que me importaba.

Carpenter ordenó el montón de papeles que había encima de la mesa.

– Y ¿a qué cree usted que se debe eso? -preguntó-. No me estará diciendo que una mujer que se puso tan furiosa cuando usted la rechazó como para acosarlo e intimidarlo durante semanas se rendiría a la primera si se enteraba de que usted era homosexual, ¿no? No soy ningún experto en desequilibrios mentales, pero supongo que lo lógico sería que la intimidación se acentuara. A nadie le gusta que le tomen el pelo, Steve.

Harding lo miró perplejo.

– Sólo que ella paró -dijo.

El comisario sacudió la cabeza.

– Uno no puede parar una cosa que no ha empezado. Sí, ella le manchó las sábanas del barco con excrementos de Hannah en un momento de enojo, y de ahí fue seguramente de donde Tony sacó la idea; pero no era Kate la que se estaba vengando de usted, sino su amigo. Y era una venganza muy peculiar. Usted lleva años puteándolo y a él debió de encantarle pagarle con la misma moneda. Y si dejó de hacerlo fue porque usted amenazaba con ir a la policía.


La madre de William Sumner había renunciado hacía mucho tiempo a hacer hablar a su hijo. La sorpresa inicial ante la inesperada aparición de William en su piso pronto dejó paso al temor y, como un rehén, intentó apaciguarlo y evitar una discusión. Fuera cual fuera el motivo que lo había llevado hasta Chichester, William no quería compartirlo con su madre. Él parecía debatirse entre la ira y la aflicción, y se balanceaba frenéticamente para sumirse en una llorosa letargía cuando se le pasaba el ataque. Ella se sentía incapaz de ayudarlo. William vigilaba el teléfono con el empeño de un demente, y su madre, limitada por el temor y la inmovilidad, se contentaba con observarlo.

En los doce meses pasados, William se había convertido en un extraño para ella, y una especie de desprecio contenido la hacía ser cruel. La señora Sumner se percató de que detestaba a William. Pensó que su hijo siempre había sido débil, y que por eso a Kate le había resultado tan fácil dominarlo. Frunció los labios con desdén mientras oía los bruscos sollozos que sacudían a William, y cuando por fin éste rompió su silencio, ella se dio cuenta de que habría podido predecir sus palabras.

– No sabía qué hacer…

Había deducido que William había matado a su esposa. Ahora temía que hubiera matado también a su hija.


Tony Bridges se levantó al abrirse la puerta de su celda, y al ver a Galbraith esbozó una leve sonrisa. El encarcelamiento le había permitido descubrir lo que significaba que otros controlaran su vida. La actitud arrogante del día anterior había desaparecido, reemplazada por el reconocimiento de que el muro de piedra de la desconfianza policial había podido con su capacidad de persuasión.

– ¿Cuánto tiempo piensan retenerme aquí?

– Todo el que haga falta, Tony.

– No sé qué quieren de mí.

– Que nos diga la verdad.

– Lo único que hice fue robar un bote.

Galbraith sacudió la cabeza.

Le pareció percibir un atisbo de arrepentimiento en su asustada mirada. «Yo no quería hacerlo. En realidad no lo hice. Kate seguiría con vida si no hubiera intentado arrojarme por la borda. Ella es la única responsable de su muerte. Todo iba de perlas hasta que ella me embistió, y entonces vi que Kate estaba en el agua. No pueden culparme a mí de eso. ¿No creen que si hubiera tenido la intención de matarla habría ahogado también a su hija?»

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