La mujer estaba tumbada boca arriba en la playa de guijarros, a los pies de Houns-tout Cliff, contemplando el despejado cielo; el cabello rubio claro, que se le había secado al sol, formaba una apretada masa de rizos. Tenía arena adherida al abdomen, y parecía que llevara una prenda de tela fina, pero los círculos oscuros de sus pezones y el vello del pubis demostraban que estaba desnuda. Tenía un brazo doblado lánguidamente alrededor de la cabeza, mientras que el otro descansaba, con la palma de la mano hacia arriba, sobre los guijarros, y los dedos eran mecidos por las pequeñas olas que los acariciaban a medida que subía la marea; las piernas, relajadas y separadas sin el menor pudor, parecían invitar al calor del sol a que penetrara directamente en su cuerpo.
Por encima de ella se alzaba la escarpada ladera de pizarra de Houns-tout Cliff, con las irregulares franjas de resistente vegetación que se aferraba a sus salientes. En invierno y otoño estaba a menudo envuelta en niebla y lluvia, pero ahora, iluminada por el brillante sol estival, parecía un lugar apacible. A dos kilómetros de distancia en dirección oeste, por el camino de Dorset, que avanzaba pegado a la parte más alta de los acantilados hasta Weymouth, un grupo de excursionistas se acercaba sin prisas, deteniéndose de vez en cuando para ver cómo los cormoranes se lanzaban en picado hacia el mar como diminutos misiles teledirigidos. Hacia el este, por el camino de Swanage, un paseante solitario pasó por delante de la capilla normanda del cabo St Alban de camino hacia el crisol rodeado de rocas de Chapman's Pool, cuyas transparentes y azules aguas constituían un atractivo fondeadero cuando soplaban vientos flojos de tierra. Debido a las empinadas cuestas que rodeaban la cala, muy poca gente llegaba por tierra a sus playas, pero los fines de semana de buen tiempo, a la hora de comer, fondeaban allí más de diez barcos, meciéndose al compás de las olas que pasaban por debajo de ellos.
De momento, sólo un barco, un Princess de 32 pies, había asomado por el canal de entrada, y el traqueteo de la cadena del ancla se distinguía por encima del ruido de los motores. Detrás de él, y a escasa distancia, apareció la proa de un Fairline Squadron que acababa de doblar el cabo St Alban, sorteando a los yates que se mecían suavemente. Eran las diez y cuarto de uno de los domingos más calurosos del año, pero a la mujer que tomaba el sol desnuda, al otro lado de Egmont Point, no parecían importarle ni el calor abrasador ni la posibilidad de tener compañía.
Los hermanos Spender, Paul y Daniel, habían visto a la nudista al rodear el cabo con sus cañas de pescar, y ahora estaban encaramados en un saliente poco firme, unos treinta metros por encima de ella y hacia su derecha. Se estaban turnando para mirarla con los caros prismáticos de su padre, que se habían llevado de la casa de veraneo alquilada sin que él se enterara, envueltos en un fardo de camisetas y avíos de pesca. Llevaban una semana de vacaciones y todavía les quedaba otra, y para el mayor de los dos hermanos la pesca no era más que un pretexto. Aquella remota región de la isla Purbeck no ofrecía grandes atractivos para un adolescente en ciernes, pues había pocos habitantes, pocas distracciones y ni una sola playa de arena. Lo que él llevaba días deseando hacer era espiar a las mujeres en biquini que tomaban el sol en las lujosas lanchas que fondeaban en Chapman's Pool.
– Mamá nos dijo que no escaláramos los acantilados porque es peligroso -susurró Danny, el virtuoso hermano de diez años, menos interesado que su hermano por las nudistas.
– Cierra el pico.
– Si se entera de que hemos estado espiando a una nudista nos castigará.
– Lo que pasa es que estás asustado porque nunca habías visto a una mujer desnuda.
– Ni tú tampoco -musitó el hermano menor con indignación-. Además, es una marrana. Seguro que la está viendo todo el mundo.
Paul, que era dos años mayor, recibió ese comentario con el desdén que merecía, pues no se habían cruzado con nadie por el camino, y se concentró en aquel cuerpo maravillosamente accesible. No alcanzaba a distinguir la cara de la mujer, pero el aumento de las lentes era tan fabuloso que veía el resto de detalles a la perfección. Paul no tenía suficiente experiencia sobre el desnudo femenino como para que le llamaran la atención los cardenales que aquella mujer tenía en el cuerpo, pero en cualquier caso no se habría fijado en ellos. Él había soñado muchas veces que se le presentaba una ocasión como aquélla y podía explorar a su antojo el cuerpo desnudo de una mujer, aunque fuera a través de unos prismáticos. La suave curva de sus pechos le pareció insoportablemente erótica, y se detuvo en los pezones, preguntándose qué tacto tendrían, y cómo reaccionarían a una caricia. Recorrió cariñosamente el abdomen, deteniéndose en el ombligo, antes de volver a lo que más le interesaba: las piernas abiertas y lo que había entre ellas. Avanzó un poco ayudándose con los codos, retorciéndose como una serpiente.
– ¿Qué haces? -preguntó Danny con desconfianza, arrastrándose también detrás de su hermano-. ¿Porquerías?
– Claro que no. -Paul le dio un golpe en el brazo-. ¿Es que nunca piensas en nada que no sea en hacer porquerías? Ten cuidado, cochino, o se lo contaré a papá.
Durante la pelea que se desencadenó -un acalorado combate de brazos entrelazados y patadas-, al hermano mayor se le cayeron los prismáticos Zeiss, que se precipitaron por la pendiente provocando una avalancha de esquisto. Los niños, aterrados, abandonaron la pelea y se asomaron al borde para ver, desconsolados, qué había sido de los prismáticos.
– Si se han roto será culpa tuya -susurró Danny-. Se te han caído a ti.
Pero por una vez su hermano no mordió el anzuelo. Le interesaba más la persistente inmovilidad de aquel cuerpo. De pronto comprendió, con súbita aprensión, que se había estado masturbando mientras contemplaba a una mujer muerta.