– Podemos ir al pub -propuso Ingram mientras aseguraba a Miss Creant en el remolque del jeep-, y podemos cenar algo en mi casa. -Consultó el reloj y añadió-: Son las nueve y media, o sea que el pub ya estará muy lleno, y será difícil que nos den algo de comer. -Empezó a quitarse la ropa impermeable, que todavía estaba mojada, pues se había metido en el agua, al final de la rampa, para llevar a Miss Creant hasta el remolque mientras Galbraith manejaba el cabrestante-. En mi casa podremos secarnos -dijo con una sonrisa-. Además, hay silencio y una vista espectacular.
– Me da la impresión de que usted prefiere que vayamos a su casa, no sé por qué -dijo Galbraith mientras se quitaba las botas de agua y las vaciaba. Estaba empapado de cintura para abajo.
– En la nevera hay cerveza, y si quiere puedo hacerle una lubina fresca.
– ¿Fresca de verdad?
– El lunes por la noche todavía estaba viva -dijo Ingram. Cogió unos pantalones de la parte trasera del jeep y se los lanzó a Galbraith-. Puede cambiarse en el puesto de los guardacostas.
– Gracias -dijo Galbraith, y, descalzo, fue hacia el edificio de piedra gris donde se guardaba la lancha salvavidas de Swanage.
Ingram vivía en un pequeño chalet de dos plantas que daba a las colinas que había sobre Seacombe Cliff; las dos habitaciones de la planta baja habían sido convertidas en una sola con una escalera abierta en el centro y una cocina americana. Era evidentemente la vivienda de un soltero, y Galbraith la examinó. Últimamente necesitaba que, de vez en cuando, le recordaran las ventajas de la paternidad.
– Le envidio -dijo al tiempo que se inclinaba para contemplar una réplica detallada del Cutty Sark dentro de una botella que había en la repisa de la chimenea-. ¿La ha hecho usted?
Ingram asintió.
– En mi casa no duraría ni media hora. Todos los objetos de valor que tenía desaparecieron poco después de que a mi hijo le regalaran su primera pelota de fútbol. -Chascó la lengua y añadió-: Dice que se va a hacer millonario jugando en el Manchester United.
– ¿Cuántos años tiene? -preguntó Ingram mientras se dirigía a la cocina.
– Siete. Su hermana tiene cinco.
Ingram sacó la lubina de la nevera, y a continuación le pasó a Galbraith una cerveza y abrió otra para él.
– A mí me habría gustado tener hijos -comentó. Abrió el pescado, le quitó la espina dorsal y lo puso sobre la bandeja del grill. Sus movimientos, pese a su envergadura, eran rápidos y precisos-. Pero nunca encontré una mujer dispuesta a quedarse conmigo lo suficiente para tenerlos.
Galbraith recordó que el lunes por la noche Steven Harding había dicho que a Ingram le gustaba la mujer del caballo, y se preguntó si aún no había encontrado a la mujer adecuada.
– A una persona como usted podría irle bien en cualquier sitio -observó el inspector mientras Ingram cogía unos cebollinos y unas hojas de albahaca y los picaba para luego echárselos por encima a la lubina-. ¿Qué lo retiene aquí?
– ¿Aparte de las vistas y el aire puro?
– Sí.
Ingram lavó unas patatas, y las echó en un cazo.
– Pues eso -dijo el agente-. Las vistas, el aire puro, un barco, la pesca, la satisfacción.
– ¿Y la ambición? ¿No le resulta frustrante esta vida? ¿No tiene la impresión de que pierde el tiempo?
– A veces sí. Pero entonces me acuerdo de cómo detestaba la competitividad de la vida moderna, y se me pasan todas las frustraciones. -Miró a Galbraith-. Antes de hacerme policía trabajé cinco años en una compañía de seguros, y aquello fue un verdadero infierno. No creía en el producto, pero la única forma de salir adelante era vender más y más, y eso me volvía loco. Un fin de semana me puse a pensar en lo que esperaba de la vida, y el lunes presenté la dimisión. -Llenó el cazo de agua y lo puso en el fuego.
El inspector se acordó de los diversos seguros que tenía contratados.
– ¿Qué tienen de malo los seguros?
– Nada. -Ingram bebió un sorbo de cerveza y añadió-: Siempre que los necesites, siempre que comprendas las condiciones de la póliza, siempre que puedas permitirte pagar las primas, siempre que te hayas leído la letra pequeña… Los seguros son como cualquier otro producto. Hay que desconfiar de ellos.
– No me diga eso.
Ingram sonrió.
– Por si le sirve de consuelo, le diré que me habría sentido igual si me hubiera dedicado a vender lotería.
La agente Griffiths se había quedado dormida, con la ropa puesta, en la habitación de invitados, pero despertó sobresaltada cuando Hannah empezó a gritar en la habitación de al lado. Bajó de la cama con el corazón latiéndole violentamente, y tropezó con William Sumner, que salía sigilosamente de la habitación de la niña.
– ¿Qué demonios hace? -preguntó la agente-. Le han prohibido entrar en la habitación de Hannah.
– Creía que estaba dormida. Sólo quería mirarla.
– Acordamos que no lo haría.
– Puede que lo acordara usted, pero yo no. No tiene ningún derecho a impedírmelo. Ésta es mi casa y Hannah es mi hija.
– Yo de usted no confiaría demasiado en eso -dijo la agente secamente. Iba a añadir: «Actualmente los derechos de Hannah tienen prioridad respecto a los suyos», pero Sumner no le dio ocasión.
La sujetó por los brazos y la miró con desprecio.
– ¿Con quién ha hablado? -preguntó Sumner.
Ella no contestó; se limitó a zafarse levantando las manos. Sumner se alejó por el pasillo tambaleándose. Pero la agente tardó un rato en comprender lo que implicaba aquella pregunta.
Si Hannah no fuera hija de Sumner, lo entendería todo mejor, pensó.
Galbraith dejó el tenedor y el cuchillo a un lado del plato y suspiró de satisfacción. Estaban sentados en el patio del chalet, en mangas de camisa, junto a un retorcido ciruelo que despedía un fuerte olor a fruta madura. El farol que había encima de la mesa proyectaba un círculo de luz amarilla sobre la fachada de la casa y sobre el césped. En el horizonte, unas nubes plateadas flotaban por encima del mar como velos impulsados por el viento.
– Voy a tener problemas -dijo Galbraith-. Esto es demasiado perfecto.
Ingram apartó su plato y apoyó los codos en la mesa.
– Tienes que acostumbrarte a estar solo. De lo contrario, éste es el lugar más triste de la tierra.
– ¿Usted lo ha conseguido?
Ingram, el más joven de los dos, esbozó una sonrisa y contestó:
– Me las arreglo bastante bien, siempre que la gente como usted no pase por aquí demasiado a menudo. Para mí la soledad es un estado mental, no una ambición.
Galbraith asintió y dijo:
– Sí, ya le entiendo. -Lo miró un momento y agregó-: Hábleme de la señorita Jenner. Harding nos dio a entender que había estado charlando animadamente con ella antes de que usted regresara. ¿La conoce mucho?
Pero no era fácil hacer hablar a Ingram de su vida privada.
– Más o menos como al resto de la gente de por aquí -respondió-. ¿Qué le ha parecido Harding, por cierto?
– No sé qué decirle. Asegura que no tiene nada que ver con Kate Sumner, y su interpretación resulta convincente, pero, como señaló mi jefe, la antipatía es un motivo como cualquier otro para violar y asesinar a una mujer. Dice que Kate Sumner lo acosaba manchándole el coche con excrementos, porque él la había rechazado. Podría ser cierto, pero ninguno de nosotros se lo cree del todo.
– ¿Por qué no? Hace tres años hubo aquí un caso curioso: una mujer empotró el coche de su marido contra la puerta de la casa de su amante. Las mujeres se ponen furiosas cuando las dejan de lado.
– Sólo que él dice que nunca se había acostado con ella.
– Quizás ése fuera el problema.
– ¿Cómo es que de pronto lo defiende?
– No lo defiendo. Lo que intento es estar abierto a todas las posibilidades.
Galbraith chascó la lengua.
– Harding quiere hacernos creer que es un semental, supongo que basándose en que un hombre al que nunca le faltan mujeres no necesita violar a nadie, pero no puede o no quiere proporcionar los nombres de las mujeres con que se ha acostado. Ni él, ni nadie. -Se encogió de hombros-. Sin embargo, nadie pone en duda su fama de mujeriego. Todo el mundo está convencido de que recibe visitas femeninas en su barco, pese a que la policía científica no ha encontrado ninguna prueba que lo demuestre. Las sábanas de su cama están llenas de semen seco, pero sólo había dos pelos que no eran de Harding, y ninguno era de Kate Sumner. Conclusión: ese chico es un masturbador compulsivo. -Hizo una pausa para reflexionar-. El problema es que, por lo demás, ese maldito barco es de lo más monástico.
– No le sigo.
– No hay nada ni remotamente pornográfico -dijo Galbraith-. Los masturbadores compulsivos, sobre todo los que cometen violaciones, se hacen pajas mirando vídeos de porno duro porque lo único que les interesa es su polla, y necesitan imágenes cada vez más escandalosas para correrse. Así que, ¿cómo hace nuestro amigo Harding para excitarse?
– ¿Recuerdos? -sugirió Ingram irónicamente.
– Harding ha posado para revistas pornográficas, pero afirma que el único ejemplar que alguna vez ha guardado es el que le enseñó a William Sumner. -Hizo un breve resumen de las versiones de la historia de Harding y Sumner-. Dice que después tiró esa revista a la basura, y que las fotografías no le interesan una vez le han pagado.
– Yo apostaría a que lo tiró todo por la borda cuando pensó que quizá lo incluiríamos en la lista de personas que íbamos a interrogar. -Ingram caviló unos instantes y añadió-: ¿Le preguntó algo sobre lo que me contó Danny Spender? ¿Por qué se estaba frotando con el teléfono?
– Dijo que no era cierto, que se lo había inventado el chico.
– No me lo creo. Apuesto a que Danny lo decía en serio.
– Entonces, ¿por qué lo hacía?
– Quizá estuviera reviviendo la violación. O le excitó que hubieran encontrado a la víctima. Quizá fuera la señorita Jenner la que lo excitó.
– ¿Usted qué cree?
– Que revivía la violación -contestó Ingram.
– Eso es una mera especulación, basada en la palabra de un niño de diez años y un policía. Ningún jurado le creería, Nick.
– En ese caso, hable mañana con la señorita Jenner. Pregúntele si vio algo antes de que llegara yo. -Empezó a recoger los platos sucios-. Pero le aconsejo que la trate con guantes de seda. No siente demasiada simpatía por los policías.
– ¿Por los policías en general, o sólo por usted?
– Sólo por mí, supongo -admitió Ingram-. Me chivé a su padre de que el hombre con el que se había casado había emitido un par de cheques sin fondos, y cuando el viejo se lo comentó al marido, el muy desgraciado se largó con la pequeña fortuna que les había robado a la señorita Jenner y a su madre. Cuando introdujeron sus huellas dactilares en el ordenador, resultó que estaba buscado por toda la policía de Inglaterra, además de por las diversas esposas que había ido acumulando. Maggie Jenner era la cuarta, aunque como su marido no se había divorciado de la primera, el matrimonio no era válido.
– ¿Cómo se llamaba?
– Robert Healey. Lo detuvieron hace un par de años en Manchester. Maggie lo conocía como Martin Grant, pero ante el tribunal él admitió haber utilizado otros veintidós alias.
– ¿Y ella le culpa a usted de haberse casado con un estafador? -preguntó Galbraith, incrédulo.
– No, de eso no. Su padre llevaba años enfermo del corazón, y cuando se enteró de que estaban al borde de la ruina murió de un infarto. Supongo que ella piensa que si yo hubiera hablado con ella en lugar de con su padre, ella habría convencido a Healey de que le devolviera el dinero y su padre seguiría con vida.
– ¿Y lo habría convencido?
– No lo creo. Healey era un experto en chanchullos, y dejarse persuadir no formaba parte de su técnica.
– ¿Cómo lo hacía?
Ingram torció el gesto.
– Empleando su encanto personal. Maggie estaba loca por él.
– ¿Qué pasa? ¿Es tonta?
– No, tonta no; demasiado ingenua. -Ingram ordenó sus pensamientos y prosiguió-: El era un profesional. Creó una empresa ficticia con cuentas ficticias y convenció a las dos mujeres para que invirtieran en ella; para ser exactos, convenció a Maggie Jenner para que convenciera a su madre. Era una operación muy sofisticada. Después yo vi los documentos, y no me sorprende que Maggie picara el anzuelo. La casa estaba abarrotada de folletos, cuentas auditadas, cheques de salario, listas de empleados, declaraciones de renta… Había que ser muy desconfiado para sospechar que alguien se estaba tomando tantas molestias para estafarte cien mil libras. El caso es que, dado que las acciones de la empresa estaban subiendo a un ritmo de un veinte por ciento anual, la señora Jenner cobró todos sus bonos y le extendió un cheque a su yerno.
– ¿Y él lo cobró en efectivo?
– Así es. Pasó al menos por tres cuentas bancarias, y después desapareció. En total, Healey tardó un año en llevar a cabo la estafa (nueve meses camelándose a Maggie Jenner, y tres meses casado con ella). Pero las Jenner no fueron las únicas personas a las que Healey desplumó. Las utilizó a ellas para engatusar a otra gente, y muchos amigos suyos también se pillaron los dedos. Es muy triste, pero desde entonces se han convertido en un par de ermitañas.
– ¿De qué viven ahora?
– De lo poco que ganan con las caballerizas de Broxton House. Pero las cuadras cada vez están más abandonadas.
– ¿Por qué no las venden?
Ingram apartó la silla, dispuesto a levantarse, y contestó:
– Porque no son suyas. El viejo Jenner cambió su testamento antes de morir, y le dejó la casa a su hijo, con la condición de que las dos mujeres pudieran seguir usándola mientras viviera la señora Jenner.
– Y después, ¿qué? El hermano no va a dejar a Maggie Jenner en la calle.
– Pues no me sorprendería -contestó Ingram-. Es abogado, y seguro que no piensa tener una inquilina permanente en la casa cuando venda la propiedad a una inmobiliaria.
El jueves por la mañana, antes de entrevistarse con Maggie Jenner, Galbraith habló un momento con Carpenter sobre el bote aparecido en la playa.
– He enviado a un par de agentes de la científica a examinarlo -le dijo-. No creo que encuentren nada. Ingram y yo lo estuvimos examinando para intentar averiguar por qué se había desinflado, pero la verdad es que está hecho trizas. De todos modos, vale la pena probarlo. Intentarán inflarlo de nuevo y llevarlo al agua, pero le recomiendo que no se haga muchas ilusiones, porque no creo que nos ayude a averiguar gran cosa.
Carpenter le entregó una carpeta y dijo:
– Esto le interesará.
– ¿Qué es?
– Son las declaraciones de las personas que, según Sumner, podrían confirmar su coartada.
Galbraith detectó una nota de emoción en la voz de su superior.
– Y ¿la confirman?
– Más bien al contrario -respondió Carpenter-. Hay veinticuatro horas de las que no sabemos nada, entre el almuerzo del sábado y el almuerzo del domingo. Ahora estamos interrogando a todo el mundo (los empleados del hotel, otros delegados de la conferencia), pero ahí -dijo señalando los documentos- están los nombres que nos proporcionó el propio Sumner. -Con un destello en los ojos, añadió-: Y si ésos no confirman su teoría, no creo que pueda hacerlo nadie más. Quizá tenga razón, John.
Galbraith asintió y dijo:
– Pero ¿cómo lo hizo?
– Antes navegaba; debe de conocer Chapman's Pool tan bien como Harding, y debe de saber que en la playa hay botes hinchables que cualquiera podría utilizar.
– Y ¿cómo llevó a Kate hasta allí?
– La llamó por teléfono el viernes por la noche, dijo que estaba muerto de aburrimiento y que pensaba regresar a casa antes de lo previsto; le propuso hacer algo diferente para variar, por ejemplo pasar la tarde en la playa de Studland, y quedó en recogerlas a ella y Hannah en la estación de Bournemouth o Poole.
Galbraith se tiró del lóbulo de la oreja y concedió:
– Podría ser.
Los niños de tres años viajan gratis en tren, y en la estación de Lymington había comprobado que el sábado se habían vendido muchos billetes individuales para Bournemouth y Poole. Con todo, si Kate Sumner compró uno de esos billetes, utilizó dinero en metálico, no una tarjeta de crédito. Ningún empleado del ferrocarril recordaba haber visto a una mujer rubia y menuda con una niña, pero, como ellos mismos observaron, el tráfico por la estación de Lymington un sábado en plena temporada de verano era tan continuo y tan denso, debido a la conexión con el ferry de la isla de Wight, que lo normal era que no se fijaran en nadie.
– La única pega es Hannah -prosiguió Carpenter-. Si la abandonó en Lilliput antes de volver en coche a Liverpool, ¿por qué pasó tanto tiempo hasta que alguien se fijó en ella? Debió de dejarla hacia las seis de la mañana, pero los Green no la encontraron hasta las diez y media.
Galbraith se acordó de los restos de benzodiacepina y paracetamol detectados en la sangre de la niña, y comentó:
– A lo mejor le dio de comer y beber y la cambió a las seis, y la dejó dormida en una caja de cartón en el portal de una tienda -dijo con aire meditabundo-. No olvidemos que Sumner es investigador farmacéutico, o sea que ha de saber cómo dejar fuera de combate durante unas horas a una niña de tres años. Yo diría que lleva años haciéndolo. Por cómo se comporta la niña en su presencia, imagino que debe de haber sido un problema en la vida sexual de Sumner desde el día que nació.
Entretanto, Nick Ingram seguía buscando botes robados. Los pescadores que guardaban las barcas en Chapman's Pool no pudieron ayudarle.
– De hecho fue lo primero que comprobamos cuando nos enteramos de que esa mujer se había ahogado -dijo uno de ellos-. De haber habido algún problema, te lo habríamos dicho enseguida, pero no, no falta nada.
Lo mismo ocurrió en Swanage y en Kimmeridge Bay.
La última escala que hizo, en Lulworth Cove, parecía más prometedora.
– Qué curioso que me lo pregunte -dijo la voz al otro extremo de la línea-, porque precisamente nos falta un bote negro de tres metros.
– Podría ser ése. ¿Cuándo desapareció?
– Hace más de tres meses.
– ¿De dónde?
– No se lo creerá: de la playa. Un español, un gilipollas que tenía el barco anclado en la bahía, lleva a su familia a la playa para ir a comer a un pub, deja el motor fueraborda montado con la cuerda del arranque colgando, y luego me pone verde porque se lo han robado delante de sus narices. Según él, en España a nadie se le ocurriría robar un bote, por muy fácil que se lo pusieran; y luego me suelta un sermón sobre la agresión de los pescadores de Cornualles y me dice que seguramente ellos están detrás del robo del bote. Yo le dije que Cornualles está a más de cien millas de aquí, y que los pescadores españoles son más agresivos que los de Cornualles y además nunca obedecen las normas impuestas por la Comunidad Europea, pero aun así él dijo que me iba a denunciar ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por no proteger a unos turistas españoles.
Ingram rió y preguntó:
– ¿Cómo acabó la historia?
– No pasó nada. Llevé a aquel inútil y su familia a su superlancha de quince metros y no volvimos a saber de él. Seguro que cobró el doble del valor de su bote y acusó a los malvados ingleses de su desaparición. Nosotros hicimos averiguaciones, por supuesto, pero nadie había visto nada. Normal, ¿no le parece? Aquí viene mucha gente los días festivos, y pudo llevárselo cualquiera. Hay que ser imbécil para dejar un bote con el motor puesto. Supusimos que lo habrían cogido unos gamberros para dar una vuelta, y que lo hundieron cuando se cansaron.
– ¿Qué fiesta era?
– Las vacaciones escolares de finales de mayo. Esto estaba abarrotado.
– ¿Dio el español una descripción del bote?
– ¿Una descripción? Lo que hizo fue un auténtico manifiesto. Lo tenía todo preparado para la compañía de seguros. Yo sospeché que se lo había dejado robar para poder comprarse otro bote mejor.
– ¿Podría enviarme los detalles por fax?
– Sí, claro.
– Lo que más me interesa es el motor.
– ¿Por qué?
– Porque no creo que estuviera en el bote cuando se hundió. Con suerte, todavía lo tendrá el ladrón.
– ¿Cree que el que robó ese bote es el asesino que buscan?
– Es probable.
– Entonces está usted de suerte. Tengo todo tipo de números de serie, gracias a nuestro amigo español, y uno de ellos es el del motor.