Nick Ingram dejó a Maggie y Celia en la cocina de Broxton House para llamar a la comisaría de Winfrith. Habló con Carpenter y le explicó lo que había hecho Harding aquella mañana.
– Lo han llevado al hospital de Poole. Todavía tengo que hablar con él sobre la agresión, pero mientras tanto quizá quiera someterlo a vigilancia. No creo que vaya a ningún sitio de momento, porque tienen que darle puntos en el brazo, pero me da la impresión de que ahora está fuera de control, de lo contrario no habría agredido a la señorita Jenner.
– ¿Qué pretendía hacer? ¿Violarla?
– No lo sé. Dice que gritó a Harding cuando el caballo salió corriendo y por eso él le pegó.
– Ya. -Carpenter caviló durante unos instantes-. Tenía entendido que según Galbraith y usted a Harding le interesaban los niños.
– Estoy dispuesto a que me demuestren lo contrario.
– ¿Cuál es la primera norma del buen policía?
– Tener una mentalidad abierta.
– El trabajo de campo primero, las conclusiones después. -Hubo otro breve silencio-. Desde que leyó su fax, el inspector está convencido de que William Sumner es el culpable. Si resulta que nuestro hombre es Harding, no le va a gustar nada.
– Lo siento, señor. Si me da un par de horas para que vuelva al cabo, veré si puedo averiguar qué se llevaba entre manos. Acabaré antes que si usted envía a uno de sus hombres.
Pero Maggie y Celia Jenner le retrasaron. Celia tenía tanto dolor que no podía sentarse, y se quedó plantada en medio de la cocina, apoyada en sus dos bastones, como una mantis religiosa. Entretanto, Maggie hablaba por los codos a causa de los nervios.
– Lo siento -decía una y otra vez; cogió una manta sucia y apestosa de la despensa y se la echó sobre los hombros-. Tengo mucho frío.
Ingram la sentó sin miramientos en una silla y le dijo que se quedara allí mientras él se ocupaba de su madre.
– A ver -le dijo a Celia-, ¿cómo estará más cómoda, tumbada en la cama o sentada en una silla?
– Tumbada.
– Entonces prepararé una cama en la planta baja. ¿Qué habitación prefiere?
– Ninguna -repuso ella, rebelde-. Me sentiría como una inválida.
Ingram se cruzó de brazos y la miró con ceño.
– No tengo tiempo para discusiones, señora Jenner. Usted no puede subir, de modo que la cama tendrá que bajar. -Como ella no contestó, él añadió-: Está bien, lo decidiré yo mismo.
– En el salón -dijo Celia cuando él se dirigía hacia el vestíbulo-. Y saque la cama de la habitación que hay al fondo del pasillo.
Ingram sabía que los reparos de Celia no se debían al temor a que la tomaran por una inválida, sino al poco interés que tenía en que el policía subiera al piso de arriba. Cuando lo vio, Ingram se dio cuenta de los apuros que tenían las Jenner. Las puertas de todas las habitaciones, ocho en total, estaban abiertas y no había ni un solo mueble en ninguna, excepto en la de Celia. Olía a polvo y a humedad, y a Ingram no le sorprendió que la salud de Celia hubiera empezado a deteriorarse. Recordó las quejas de Jane Fielding, que había tenido que vender la herencia de la familia para cuidar a sus suegros, pero comparada con la de las Jenner su situación era privilegiada.
La habitación del fondo del pasillo era la de Celia. Ingram tardó menos de diez minutos en desmontar la cama y volver a montarla en el salón, colocándola cerca de las ventanas con vistas al jardín. La vista no era muy inspiradora, pues el jardín estaba muy descuidado, pero al menos el salón conservaba parte de su antiguo esplendor, con todos los cuadros y los muebles intactos. Ingram pensó que muy pocos amigos de Celia debían de saber que el recibidor y el salón representaban todo lo que quedaba de su fortuna. ¿Qué clase de locura era la que hacía vivir así a la gente? ¿El orgullo? ¿El temor a que los demás se enteraran de sus fracasos? ¿La vergüenza?
Ingram volvió a la cocina.
– ¿Cómo piensa hacerlo? -le preguntó a Celia-. ¿De la manera fácil o de la difícil?
Ella intentaba contener las lágrimas.
– Es usted la criatura más provocadora que conozco -dijo-. Está empeñado en acabar con mi dignidad, ¿verdad?
Ingram colocó un brazo bajo las rodillas de Celia y el otro detrás de su espalda, y la levantó con cuidado.
– ¿Por qué no? -murmuró-. Quizá sea la única ocasión de desquitarme.
– No quiero hablar con usted -dijo William Sumner con enojo, plantado en la puerta principal impidiéndole el paso al inspector Galbraith. Tenía las mejillas encendidas y mientras hablaba se tiraba de los dedos haciendo crujir las articulaciones-. Estoy harto de que la policía se pasee por mi casa, y de responder preguntas. ¿Por qué no me dejan en paz?
– Porque han asesinado a su esposa, y estamos intentando averiguar quién la ha matado. Lamento que la situación le resulte difícil, pero no tengo alternativa.
– Pues hablemos aquí. ¿Qué quiere saber?
El inspector miró hacia la calle, donde se estaba reuniendo un grupo de curiosos.
– Los periodistas vendrán antes de lo que imagina, William -dijo-. ¿Quiere que hablemos de su supuesta coartada delante de ellos?
Sumner, nervioso, miró a la gente que había delante de la verja de su casa.
– Esto no es justo. ¿Por qué tiene que ser todo tan público? ¿Por qué no los echa de aquí?
– Si me deja entrar se marcharán. Pero si insiste en tenerme aquí, en la puerta, se quedarán. Así somos los humanos.
Sumner, atribulado, agarró al policía por el brazo y lo metió en la casa. Galbraith pensó que Sumner estaba empezando a ceder ante la presión, y que ya no era el mismo hombre seguro de sí mismo, aunque cansado, del lunes. De todos modos, eso no significaba nada. La conmoción inicial tardaba en desaparecer, y los nervios siempre empezaban a debilitarse cuando un caso tardaba en cerrarse. Galbraith lo siguió hasta el salón y se sentó en el sofá.
– ¿Qué quiere decir con eso de supuesta coartada? -preguntó Sumner, que prefirió quedarse de pie-. Yo estaba en Liverpool, por Dios. ¿Cómo quieren que estuviera en dos sitios a la vez?
El inspector abrió su maletín y sacó unos papeles.
– Les hemos tomado declaración a sus compañeros de trabajo, a los empleados del hotel Regal y a los bibliotecarios de la universidad. Nadie ha podido confirmar que estuviera usted en Liverpool el sábado por la noche. -Le entregó los papeles y agregó-: Creo que debería leer esto.
Declaración de Harold Marshall, Campbell Ltd, Lee Industrial Estáte, Lichfield, Staffordshire.
Recuerdo haber visto a William el sábado 9 de agosto de 1997 a la hora de comer. Hablamos de un artículo sobre úlceras de estómago aparecido en el Lancet de la semana pasada. William dice que está trabajando en un nuevo medicamento que superará escandalosamente al producto puntero actual. Yo me mostré escéptico, y mantuvimos una charla muy acalorada. No, aquella noche no lo vi en la cena, pero eso no me extrañó. William y yo hace años que asistimos a estas conferencias, y sería rarísimo que William se uniera al resto de nosotros para pasarlo bien un rato. El domingo estuvo en la comida, porque volvimos a discutir sobre las úlceras.
Declaración de Paul Dimmock, director científico de Wryton's, Holborne Way, Colchester, Essex.
Vi a William sobre las dos de la tarde del sábado. Me dijo que iba a la biblioteca de la universidad a buscar cierta información, lo cual es habitual en él. Nunca va a las cenas de las conferencias. Sólo le interesa el aspecto intelectual de estas convenciones, y no soporta el aspecto social. Mi habitación estaba dos puertas más allá de la suya. Recuerdo que vi el letrero de no molestar en la puerta cuando subí a acostarme, hacia las doce y media, pero no tengo ni idea de a qué hora volvió él. El domingo tomé una copa con él antes de comer. No, no parecía cansado. Lo cierto es que estaba mejor de lo habitual. Muy contento, me atrevería a decir.
Declaración de Anne Smith, directora científica, Bristol University, Bristol.
El sábado no lo vi, pero el domingo por la mañana tomé una copa con él y con Paul Dimmock. William leyó una ponencia el viernes por la tarde, y a mí me interesaban algunas de las cosas que había dicho. Está investigando con medicamentos para la úlcera de estómago, y por lo visto va por buen camino.
Declaración de Carrie Wilson, camarera, hotel Regal, Liverpool.
Me acuerdo del caballero de la número 2235. Era muy ordenado, deshizo la maleta y lo guardó todo en los cajones. Casi nadie se molesta en hacerlo. El sábado yo terminé hacia mediodía, pero hice su habitación cuando él bajó a desayunar y después no lo vi. El domingo por la mañana había un letrero de no molestar en su puerta, así que le dejé dormir. Si no recuerdo mal bajó sobre las once y media y fue entonces cuando hice su habitación. Sí, la cama estaba deshecha, había libros de ciencias esparcidos por la cama, y creo que ese caballero debía de haber estado trabajando. Recuerdo que pensé que al fin y al cabo no era tan ordenado.
Declaración de David Forward, conserje, hotel Regal, Liverpool.
Las plazas de aparcamiento son limitadas, y el señor Sumner reservó una plaza en el momento de reservar la habitación. Le asignaron la número 34, que está en la parte de atrás del hotel. Creo que el coche estuvo allí desde el jueves 7 hasta el lunes 11. Siempre pedimos a los clientes que nos dejen unas llaves y el señor Sumner no retiró las suyas hasta el lunes. Sí, si tenía otro juego de llaves pudo haber retirado el coche de la plaza. En la salida no hay barreras.
Declaración de Jane Riley, bibliotecaria, Biblioteca Universitaria, Liverpool.
(Se le mostró una fotografía de William Sumner.)
El sábado vinieron muy pocos conferenciantes a la biblioteca, pero no recuerdo haber visto a este hombre. Eso no quiere decir que no viniera. Los conferenciantes tienen acceso libre a la biblioteca, siempre que lleven la tarjeta de identificación y sepan lo que buscan.
Declaración de Les Alien, bibliotecaria, Biblioteca Universitaria, Liverpool.
(Se le mostró una fotografía de William Sumner.)
Vino el viernes por la mañana. Estuve cerca de media hora con él. Buscaba artículos sobre úlceras pépticas o duodenales, y le enseñé dónde tenía que buscarlos. Dijo que volvería el sábado, pero no lo vi. Esta biblioteca es muy grande. Sólo veo a la gente que necesita ayuda.
– ¿Se da cuenta de lo que pasa? -preguntó Galbraith cuando Sumner hubo leído las declaraciones-. Hay un período de veintiuna horas, desde las dos del sábado hasta las once y media del domingo en que nadie recuerda haberlo visto. Sin embargo, las tres primeras declaraciones corresponden a personas que según usted confirmarían su coartada.
Sumner lo miró con desconcierto.
– Pero estaba allí -insistió-. Alguien tuvo que verme. -Puso el dedo sobre la declaración de Paul Dimmock, y añadió-: Me encontré con Paul en el vestíbulo. Le dije que iba a la biblioteca y él me acompañó un trozo del camino. Debían de ser más de las dos de la tarde. A las dos en punto yo todavía estaba discutiendo con el pesado de Harold Marshall.
– Aunque fueran las cuatro en punto, sería lo mismo. El lunes usted demostró que podía ir de Liverpool a Dorset en cinco horas.
– ¡Qué estupidez! Lo que tiene que hacer es hablar con más gente. Alguien debió de verme. Había un hombre en la misma mesa que yo en la biblioteca. Un tipo pelirrojo y con gafas. Él puede demostrar que estuve allí.
– ¿Cómo se llamaba?
– No lo sé.
Galbraith cogió otro montón de papeles de su maletín.
– Hemos interrogado a treinta personas, William. Éstas son las otras declaraciones. Nadie ha confirmado que lo viera durante las diez horas anteriores al asesinato de su esposa, ni durante las diez posteriores. También hemos comprobado la factura del hotel. Usted no utilizó ningún servicio del hotel, ni siquiera el teléfono, entre el almuerzo del sábado y el aperitivo del domingo. -Dejó los papeles en el sofá-. ¿Cómo lo explica? Por ejemplo, ¿dónde comió el sábado por la noche? No asistió a la cena de la convención ni pidió nada al servicio de habitaciones.
Sumner volvió a hacer crujir las articulaciones de los dedos.
– No cené nada. No soporto esas malditas cenas de conferenciantes, y no quería salir de la habitación para que no me viera nadie. Todos se emborrachan y se comportan como imbéciles. Utilicé el minibar. Me bebí la cerveza y me comí los cacahuetes y el chocolate. ¿No figura eso en la factura?
Galbraith asintió con la cabeza.
– Pero no especifica la hora. Pudo tomárselo el domingo a las diez de la mañana. Quizá por eso estaba de tan buen humor cuando se reunió con sus amigos en el bar. Si no quería bajar a cenar, ¿por qué no pidió la cena al servicio de habitaciones?
– Porque no tenía hambre. -Sumner fue hacia la butaca y se sentó-. Me lo temía -dijo con amargura-. Sabía que si no encontraban a nadie más vendrían por mí. Estuve en la biblioteca toda la tarde, después volví al hotel y estuve leyendo libros y revistas hasta que me quedé dormido. -Se quedó callado, masajeándose las sienes-. Además, ¿cómo quiere que yo la ahogara? -preguntó de pronto-. Ni siquiera tengo barco.
– Es cierto. El ahogo como causa de la muerte es lo único que lo exonera.
El rostro de Sumner denotaba una mezcla de emociones: alivio, triunfo, placer.
– Entonces ya está -dijo inocentemente.
– ¿De qué tienes que desquitarte con mi madre? -preguntó Maggie cuando Ingram regresó a la cocina tras instalar a Celia y telefonear a su médico de cabecera. Maggie había recobrado algo de color y dejado de temblar.
– Es un chiste tonto -dijo el policía; llenó la tetera y la puso al fuego-. ¿Dónde guarda su madre las tazas?
– En el armario junto a la puerta.
Cogió dos tazas y las puso en el fregadero; abrió el armario de abajo y sacó lavavajillas, lejía y estropajos.
– ¿Cuánto hace que tiene la cadera mal? -preguntó mientras limpiaba el fregadero con lejía antes de centrarse en las tazas. El tufo a perro sucio y a mantas de caballo húmedas que impregnaba la cocina le hizo sospechar que el fregadero no se utilizaba únicamente para lavar los platos.
– Seis meses. Está en lista de espera para que le implanten una prótesis, pero no creo que la operen hasta finales de este año. -Miró cómo Ingram limpiaba el escurridero y el fregadero-. Nos tienes por un par de guarras, ¿verdad?
– Me temo que sí. Es un milagro que ninguna de las dos se haya envenenado, sobre todo su madre, cuya salud deja bastante que desear.
– Tenemos mucho trabajo -repuso ella con desánimo-, y mi madre sufre demasiados dolores y no puede limpiar. Al menos eso dice ella. A veces pienso que no son más que excusas para no hacerlo, porque cree que no es un trabajo propio de ella. Otras veces… -Suspiró-. Yo me encargo de que los caballos estén impecables, pero la limpieza de la casa siempre la dejo para el final. Además, no me gusta venir aquí. Es demasiado deprimente.
A Ingram le sorprendió que Maggie tuviera la desfachatez de criticar el estilo de vida de su madre, pero no dijo nada; el estrés, la depresión y el mal genio eran para él una misma cosa. Se puso a fregar las tazas, las llenó de lejía diluida y las dejó un rato en la encimera.
– ¿Por eso se fue a vivir a las cuadras? -le preguntó.
– No. Mi madre y yo no podemos vivir juntas porque nos peleamos. Así de sencillo. De este modo resulta más fácil.
Maggie parecía cansada, y daba la impresión de no haberse duchado en semanas. No era de extrañar, en vista de lo que le había pasado aquella mañana, sobre todo porque estaba empezando a aparecerle un cardenal en la cara; pero Ingram la recordaba como era antes, antes de la etapa Robert Healey: una mujer espléndida con un agudo sentido del humor y ojos chispeantes. Ingram lamentó aquel cambio de carácter, pero aun así Maggie era la mujer más deseable que él conocía.
Echó un vistazo a la cocina y dijo:
– Si esto le parece deprimente, debería alojarse en un albergue para gente sin hogar.
– ¿Lo dices para que me sienta mejor?
– En esta habitación podría vivir una familia entera.
– Me recuerdas a Ava, mi insoportable cuñada. Según ella, vivimos rodeadas de lujos, aunque esta casa se esté cayendo a pedazos.
– Entonces, ¿por qué no deja de quejarse y hace algo por cambiar la situación? Esta cocina mejoraría mucho con una simple mano de pintura, y así no se deprimiría tanto.
– Por el amor de Dios, Nick, después me aconsejarás que haga ganchillo. No necesito terapia de bricolaje, te lo aseguro.
– Entonces explíqueme de qué le sirve pasarse el día sentada quejándose de su entorno. Usted no es ninguna inútil. ¿No será a usted, y no a su madre, a la que se le caen los anillos haciendo según qué trabajos?
– La pintura cuesta dinero.
– Ese piso que tiene encima de las cuadras vale mucho más -señaló él-. Usted se niega a comprar un bote de pintura, y sin embargo está dispuesta a pagar dos facturas de gas, electricidad y teléfono con tal de no convivir con su madre. ¿Qué sentido tiene eso? No es una política muy ahorrativa. Y ¿qué piensa hacer cuando su madre se caiga y se rompa la cadera y tenga que ir en silla de ruedas? ¿Asomar la nariz de vez en cuando para ver si se ha muerto de hipotermia por la noche porque no ha podido meterse en la cama ella sola? ¿O ni siquiera haría eso?
– Esto no es asunto tuyo. Nos las arreglamos muy bien solas.
Ingram la miró; luego vació las tazas y las aclaró bajo el grifo. Señaló la tetera y dijo:
– Su madre quiere una taza de té, y le sugiero que ponga varias cucharadas de azúcar para animarla un poco. A usted tampoco le vendría mal una taza. El médico ha dicho que llegaría sobre las once. -Se secó las manos con un trapo y se bajó las mangas.
– ¿Adónde vas? -preguntó Maggie.
– Al cabo. Me gustaría saber por qué Harding volvió allí. ¿Tiene su madre bolsas para congelados?
– No. No tenemos congelador.
– ¿Y plástico de envolver?
– En el cajón junto al fregadero.
Maggie vio cómo Ingram cogía el rollo de plástico de envolver y se lo ponía bajo el brazo.
– ¿Para qué lo quieres? -preguntó.
– Para recoger pruebas -respondió él, y se dirigió hacia la puerta.
Ella lo miró con desprecio.
– ¿Y mi madre y yo?
– ¿Qué pasa con ustedes? -preguntó Ingram volviéndose con ceño.
– No sé -dijo ella con enojo-. Estamos un poco afectadas, no sé si te has dado cuenta. Ese imbécil me ha pegado, por si no lo recuerdas. ¿No hace nada la policía cuando alguien agrede a una mujer? ¿No les proporcionan vigilancia? ¿No se les toma declaración ni nada parecido?
– Es probable -concedió él-, pero hoy es mi día libre. La he ayudado porque soy su amigo, no en calidad de policía, y estoy investigando a Harding porque participó en el caso de Kate Sumner. No se preocupe -añadió con una sonrisa tranquilizadora-, Harding no supone ningún peligro para ustedes, al menos mientras esté en Poole, pero si necesita a alguien que la consuele, llame al 999.
Ella lo fulminó con la mirada.
– Quiero denunciarlo, o sea que quiero que me tomes declaración ahora mismo.
– Mmm. Bueno, no olvide que también le tomaré declaración a él, y quizá se le pasen a usted las ganas de lanzarse a su yugular si él decide denunciarla a usted alegando que fue él quien sufrió los daños porque usted no controlaba adecuadamente su perro. Tenga en cuenta que será su palabra contra la de él -añadió al tiempo que abría la puerta-, y ése es uno de los motivos por los que pienso volver allí ahora.
Maggie suspiró y dijo:
– ¿Estás ofendido porque te dije que te metieras en tus asuntos?
– En absoluto -contestó Ingram-. Enojado o aburrido, quizá, pero no ofendido.
– ¿Qué quieres? ¿Que te pida disculpas? Está bien. Me siento cansada, estoy muy estresada y no estoy de muy buen humor, pero te pido disculpas, si eso es lo que quieres.
Pero sus palabras no sirvieron de nada, porque lo único que oyó fue el ruido de la puerta trasera cerrándose detrás del policía.
El inspector llevaba tanto rato callado que William Sumner cada vez estaba más nervioso.
– Ya está -insistió-. Eso demuestra que yo no pude ahogarla ¿no? -Le temblaba un párpado, lo cual le daba un aspecto ridículo-. No entiendo por qué soltó a Steven Harding si la agente Griffiths dijo que lo habían visto hablando con Kate delante de Tesco's el sábado por la mañana.
Griffiths deberá aprender a tener la boca cerrada, pensó Galbraith con enojo, aunque no la culpaba por su indiscreción. Sumner era lo bastante listo para leer entre líneas en los artículos del periódico que hablaban de un joven actor de Lymington al que habían detenido para interrogarlo, y para sonsacarle información a la agente.
– Sólo hablaron un momento -aclaró-, y después cada uno siguió su camino. Luego Kate habló con un par de dependientes, pero Harding ya no estaba con ella.
– De todos modos, no fui yo -dijo Sumner sin dejar de parpadear-. Y eso significa que hay alguien más a quien usted todavía no ha encontrado.
– Sí, ése es otro punto de vista, desde luego. -Galbraith cogió la fotografía enmarcada de Kate que había en la mesa-. El problema es que muchas veces las apariencias engañan. Es el caso de Kate, por ejemplo. ¿Ve esto? -Le enseñó la fotografía-. La primera impresión que uno tiene de ella es que no ha roto un plato en su vida, pero cuando empiezas a conocerla comprendes que esa primera impresión era errónea. Le diré lo que sé de Kate. -Enumeró los puntos con los dedos-: Le gustaba el dinero y no le importaba lo que tuviera que hacer para conseguirlo. Manipulaba a la gente para lograr sus propósitos. A veces era cruel. Mentía cuando era necesario. Buscaba ascender socialmente y ser aceptada en un entorno que admiraba, y el sexo era su mejor arma para conseguirlo. La única persona a la que no logró manipular fue su madre, así que optó por alejarse de su influencia. -Miró a Sumner con expresión de lástima-. ¿Cuánto tardó en darse cuenta de que su esposa le había tomado el pelo, William?
– Veo que ha estado hablando con la agente Griffiths.
– Y no sólo con ella.
– Me puso furioso, y dije cosas que habría preferido no decir.
Galbraith sacudió la cabeza.
– La opinión que tenía su madre de su matrimonio no era muy diferente -señaló-. Quizás ella no empleara las expresiones «casera» o «pensión barata», pero de todos modos describió una relación muy poco satisfactoria. Otros la han descrito como una relación desdichada, basada en el sexo, fría y aburrida. ¿Son acertadas esas opiniones?
Sumner se apretó la nariz con el índice y el pulgar.
– Nadie mata a su esposa porque se aburra con ella -murmuró.
A Galbraith volvió a sorprenderle su inocencia. El aburrimiento era precisamente el motivo por el que la mayoría de los maridos mataban a sus esposas. Quizá lo enmascaraban alegando provocación o celos, pero el verdadero motivo era el deseo de algo diferente, aunque esa diferencia fuera simplemente una evasión.
– Según tengo entendido, no se trataba de aburrimiento, sino de que usted daba por hecho que Kate siempre estaría a su lado. Y eso me interesa. Verá, me pregunto qué haría un hombre como usted si su mujer decidiera de pronto que ya no quería seguir las reglas del juego.
Sumner lo miró con desdén.
– No sé de qué me está hablando.
– O si usted hubiera descubierto que aquello que daba por hecho no era cierto -añadió Galbraith sin inmutarse-. Como su paternidad, por ejemplo.
Ingram había deducido que Harding había vuelto por su mochila, porque, pese a que el joven insistía en que la que habían encontrado a bordo del Crazy Daze era la que llevaba, Ingram seguía creyendo que era mentira. Paul y Danny Spender estaban demasiado seguros de que la mochila que habían visto era grande para que Ingram aceptara que una triangular encajaba con la descripción. Además le hacía sospechar el hecho de que Harding no la hubiera cogido cuando acompañó a los niños a los cobertizos de la playa. Sin embargo seguía sin entender por qué Harding había bajado a la playa aquella mañana para volver a subir con las manos vacías. ¿Alguien había encontrado la mochila y se la había llevado? ¿Harding la había arrojado al mar? Y para empezar, ¿la había dejado Harding allí?
Un poco desanimado, Ingram bajó deslizándose por un barranco del precipicio de esquisto hasta donde la pendiente ondulaba suavemente hacia el mar. El acantilado daba al oeste e Ingram se estremeció cuando el frío y la humedad le traspasaron la camiseta y el suéter. Se volvió para mirar hacia la grieta del acantilado, calculando el punto donde debían de haberse encontrado Harding y Maggie. Todavía había esquisto suelto en el barranco por donde había bajado, y el policía vio un desprendimiento reciente a su izquierda. Fue hacia allí, preguntándose si lo habría hecho Harding al subir, pero la superficie estaba empapada de rocío, y dedujo que debía de haber pasado unos días antes.
Miró hacia la orilla y dio unos pasos hacia allí para ver mejor. Había maderas flotantes y envases de plástico desmenuzados al chocar contra las rocas, pero el policía no vio nada que pareciera una mochila verde o negra. De pronto se sintió agotado y se preguntó qué hacía allí. Tenía previsto pasar el día en su barca sin hacer nada, y no le hacía gracia abandonar sus planes para perseguir un imposible. Vio unas nubes que se acercaban impulsadas por la brisa del suroeste y exhaló un suspiro de frustración.
Maggie dejó una taza de té en la mesa que había junto a la cama de su madre.
– Le he echado mucho azúcar -dijo-. Nick dice que necesitas energía. -Vio la manta, gastada y llena de manchas, y luego se fijó en las manchas de la bata de Celia. No quería ni pensar cómo debían de estar las sábanas, pues hacía años que en Broxton House no había lavadora, y lamentó haber incluido la palabra «guarra» en su conversación con Ingram.
– Prefiero un coñac -dijo Celia.
– Yo también -repuso Maggie-, pero no tenemos. -Se acercó a la ventana, mirando hacia el jardín, con la taza de té entre las manos-. ¿Por qué quiere desquitarse contigo, mamá?
– ¿Se lo has preguntado?
– Sí. Contestó que era un chiste tonto.
– ¿Dónde está? -preguntó Celia.
– Se ha marchado.
– Espero que le hayas dado las gracias de mi parte.
– Pues no. Empezó a darme órdenes y lo mandé a paseo.
Su madre la miró.
– Qué raro -dijo cogiendo su taza de té-. ¿Qué tipo de órdenes te daba?
– Sarcásticas.
– Entiendo.
Maggie sacudió la cabeza y dijo:
– Dudo que lo entiendas. Nick es como Matt y Ava; cree que la sociedad sacaría mejor provecho de esta casa si nos desahuciaran y se la entregaran a una familia necesitada.
Celia bebió un sorbo de té y se recostó en las almohadas.
– Ahora sé por qué estás tan enfadada. Resulta muy molesto que otro tenga razón.
– Te ha llamado guarra y ha dicho que era un milagro que no hubieras muerto envenenada.
– Me extraña que te haya dicho eso y que no te haya explicado por qué quería desquitarse conmigo. Además, es un joven muy educado y no suele emplear palabras como «guarra». Eso me recuerda más a tu estilo, ¿no, querida? -Observó la rígida espalda de su hija, pero como Maggie no decía nada, prosiguió-: Si de verdad hubiera querido desquitarse conmigo podría haberlo hecho hace mucho tiempo. Yo fui sumamente grosera con él, de lo cual siempre me he arrepentido.
– ¿Qué le hiciste?
– Dos meses antes de tu boda Nick vino a verme para prevenirme de tu prometido, y yo… -hizo una pausa para recordar la expresión empleada por su hija- lo mandé a paseo. -Ni Maggie ni ella pensaban nunca en el hombre que se había metido en sus vidas y las había arruinado con su nombre real, Robert Healey, sino con el nombre por el que ellas lo conocían, Martin Grant. A Maggie le costaba más, pues durante tres meses había sido la señora de Martin Grant, hasta que tuvo que informar a varios bancos y empresas que ni el nombre ni el título eran válidos-. Hay que reconocer que las pruebas que había contra Martin eran muy frágiles -prosiguió Celia-. Nick lo acusó de intentar estafar a los suegros de Jane Fielding haciéndose pasar por coleccionista de antigüedades (todo se basaba en la convicción de la señora Fielding de que Martin era el hombre que había ido a visitarlos), pero si yo hubiese escuchado a Nick en lugar de censurarlo… -Hizo una pausa y a continuación añadió-: Lo malo fue que me hizo enfadar. No paraba de preguntarme qué sabía del pasado de Martin, y cuando le dije que el padre de Martin era propietario de una plantación de café en Kenia, Nick se echó a reír.
– ¿Le enseñaste las cartas que nos escribieron?
– Que supuestamente nos escribieron -la corrigió Celia-. Sí, claro que se las enseñé. Eran la única prueba que teníamos de que Martin procedía de una familia respetable. Pero, como Nick señaló con razón, la dirección del remitente era un apartado de correos de Nairobi que no demostraba nada. Me dijo que cualquiera podía mantener una correspondencia falsa utilizando un apartado de correos anónimo. Lo que él quería era la dirección anterior de Martin en Gran Bretaña, y lo único que yo pude darle fue la dirección del piso que Martin alquilaba en Bournemouth. -Exhaló un suspiro-. Pero como dijo Nick, no hace falta ser hijo del propietario de una plantación de café para alquilar un piso, y agregó que no estaría de más que hiciera algunas averiguaciones antes de permitir que mi hija se casara con un hombre del que no sabía nada.
Maggie se dio la vuelta y miró a su madre.
– Y ¿por qué no seguiste sus consejos?
– No lo sé. -Celia volvió a suspirar-. Quizá porque Nick era exageradamente pomposo. Quizá porque en una ocasión en que me atreví a cuestionar tu inminente boda con Martin -levantó las cejas- me llamaste bruja entrometida y pasaste semanas sin dirigirme la palabra. Creo que te pregunté si de verdad serías capaz de casarte con un hombre al que le daban miedo los caballos, ¿no?
– Sí -reconoció su hija-. Y yo debí hacerte caso. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho. -Se cruzó de brazos y preguntó-: ¿Qué le dijiste a Nick?
– Lo mismo que tú acabas de decir de él, más o menos. Le llamé gorila engreído con complejo de Hitler y le dije de todo por haber tenido la desfachatez de criticar a mi futuro yerno. Luego le pregunté qué día decía la señora Fielding que había visto a Martin, y, cuando me dijo el día, yo mentí y dije que no podía ser porque Martin había venido a pasear a caballo con nosotras.
– ¡Vaya por Dios! -exclamó Maggie-. ¿Cómo pudiste hacer eso?
– Porque no se me ocurrió que Nick pudiera tener razón -respondió Celia con una sonrisa irónica-. Al fin y al cabo, él no era más que un policía de barrio, y Martin, en cambio, era todo un caballero. Había estudiado en Eton y Oxford. Era el heredero de una plantación de café. A ver, querida, ¿quién es la más estúpida de las dos, tú o yo?
– Al menos podrías habérmelo contado -dijo Maggie meneando la cabeza-. Hombre prevenido vale por dos.
– No lo creo. Siempre fuiste muy cruel con Nick después de que Martin comentara que el pobre se ponía rojo como un tomate cada vez que te veía. Recuerdo cómo te reías comparando a Nick con un hombre de neanderthal disfrazado de policía.
Maggie hizo una mueca y replicó:
– Podías habérmelo contado después.
– Claro -dijo Celia-, pero no quería proporcionarte una excusa para echarme la culpa. Tú eras tan culpable como yo. Tú vivías con ese desgraciado en Bournemouth y eras la más indicada para descubrir sus mentiras. No eras ninguna chiquilla, Maggie. Si le hubieras pedido que te enseñara su despacho, por ejemplo, toda la farsa se habría venido abajo.
Maggie suspiró, exasperada. Estaba molesta con su madre, con Nick y con ella misma.
– ¿Supones que no lo sé? ¿Por qué crees que ya no me fío de nadie?
Celia le sostuvo la mirada y luego miró hacia otra parte.
– Me lo he preguntado en muchas ocasiones -murmuró-. A veces pienso que es por mal genio y otras por inmadurez. Generalmente lo atribuyo al hecho de que cuando eras pequeña te malcrié y te convertí en una engreída. -Volvió a mirar a Maggie-. Poner en tela de juicio los motivos de los demás y no cuestionar nunca los propios es el colmo de la arrogancia. Sí, Martin era un estafador, pero ¿por qué nos eligió a nosotras como víctimas? ¿Te lo has preguntado alguna vez?
– Porque teníamos dinero.
– Mucha gente tiene dinero, cariño, pero a poca gente la estafan como a nosotras. No -dijo con súbita firmeza-. A mí me estafaron porque era una codiciosa, y a ti porque dabas por supuesto que los hombres te encontraban atractiva. De no ser así, te habría llamado la atención la ridícula costumbre de Martin de decirle a todo el que se encontraba lo mucho que te quería. Era tan americano y tan falso. No entiendo cómo podíamos creérnoslo.
Maggie se volvió hacia la ventana para que su madre no le viera los ojos.
– No -dijo con pesar-. Ahora yo tampoco lo entiendo.
Una gaviota bajó en picado hacia la orilla y picoteó una cosa blanca que se mecía en el agua. Ingram la miró suponiendo que volvería a emprender el vuelo con un pez en el pico, pero al ver que el pájaro abandonaba la presa y se alejaba graznando, Ingram bajó hasta el borde del agua, preguntándose qué sería aquello blanco que aparecía intermitentemente entre las olas. ¿Una bolsa de plástico atascada entre las rocas? ¿Un trozo de tela? Subía rápidamente cada vez que lo impulsaba una ola, antes de retroceder bruscamente en medio de un revoltijo de espuma con la llegada de la siguiente.