Capítulo 20

Galbraith se inclinó con la barbilla apoyada en las manos. Su aspecto era completamente inofensivo, casi bondadoso, como el de un colegial bonachón que quiere ganar amigos. Era muy buen actor, como la mayoría de los policías, y sabía cambiar de humor en la medida que lo exigían las circunstancias. Ahora su objetivo era ganarse la confianza de Sumner.

– ¿Conoce Lulworth Cove, William? -murmuró con tono amistoso.

Sumner parecía desconcertado, aunque era difícil saber si porque se sentía culpable o por el brusco cambio de táctica del inspector.

– Sí -contestó.

– ¿Ha estado allí últimamente?

– No.

– No es de esas cosas que se olvidan fácilmente, ¿no?

– Depende de lo que quiera usted decir por últimamente. Fui allí varias veces en mi barco, pero de eso hace años.

– ¿Alquiló alguna vez una caravana o un chalet? ¿Llevó a su familia allí de vacaciones?

– Kate y yo sólo fuimos de vacaciones una vez, a un hotel del Lake District. Fue un desastre. Hannah se negaba a dormir, y nos pasábamos las noches en la habitación viendo la televisión para que Hannah no despertara al resto de los clientes con sus berridos. Decidimos esperar a que la niña fuera un poco mayor antes de intentarlo de nuevo.

Parecía convincente, y Galbraith asintió.

– Hannah es un poco majadera, ¿no?

– Kate sabía manejarla.

– ¿Por qué le daba somníferos?

– No sé nada de eso. Tendrá que preguntárselo a su pediatra.

– Ya lo hemos hecho. Dice que nunca les recetó sedantes a Kate ni a la niña.

– Entonces…

– Usted se dedica a eso, William. Seguro que sabe cómo conseguir muestras de cualquier medicamento. Además, con todas esas conferencias a las que asiste debe de estar muy enterado sobre productos farmacéuticos.

– No diga tonterías -replicó él parpadeando-. Necesito receta, como todo el mundo.

Galbraith asintió como si quisiera convencer a William de que le creía.

– De todos modos, cuando usted se casó no se imaginó que tendría una hija tan exigente, ¿verdad? Como mínimo la niña debió de arruinar su vida sexual.

Sumner no contestó.

– Al principio debió de pensar que tenía un chollo. Una esposa guapa que lo adoraba. De acuerdo, usted no tenía nada en común con ella, y la paternidad dejaba mucho que desear, pero la vida que llevaba no estaba mal. Tenía una relación sexual satisfactoria, una hipoteca que podía pagar, el trabajo cerca de casa, una madre que se encargaba de supervisarlo todo durante el día, cuando llegaba a casa por la noche encontraba el plato en la mesa, y podía salir a navegar siempre que quisiera. -Hizo una pausa-. Después se fue a vivir a Lymington y las cosas empezaron a ponerse feas. Supongo que a Kate cada vez le interesaba menos hacerle feliz porque ya no tenía que fingir. Ya tenía todo lo que quería: su propia casa, respetabilidad, su suegra había desaparecido del mapa; y todo eso le dio seguridad para construirse una vida propia para ella y la niña que no lo incluía a usted. -Miró a Sumner-. Y de pronto era ella la que tenía garantías de que usted nunca la abandonaría. ¿Fue entonces cuando empezó a sospechar que Hannah no era hija suya?

Sumner soltó una carcajada que sorprendió al policía.

– Supe que no podía ser hija mía desde que tenía pocas semanas. Kate y yo tenemos grupo sanguíneo O, y Hannah grupo A. Eso significa que su padre tiene que ser forzosamente grupo A o AB. No soy idiota. Me casé con una mujer embarazada, y no me hacía ilusiones sobre ella, pese a lo que puedan pensar mi madre o usted.

– ¿Le pidió aclaraciones a Kate?

– No exactamente. Le enseñé la tabla de exclusiones de paternidad del sistema ABO y le expliqué que dos progenitores de grupo sanguíneo O sólo pueden engendrar hijos de grupo O. A ella le sorprendió ser descubierta tan fácilmente, pero dado que mi único propósito era demostrarle que yo no era tan bobo como creía, nunca discutimos sobre ese asunto. Yo no tuve inconveniente en reconocer a Hannah como hija mía, que es lo único que quería Kate.

– ¿Le dijo quién era el padre?

– Yo no quise saberlo. Supongo que es alguien con quien trabajo, o con quien trabajaba, pero como Kate interrumpió todo contacto con Pharmatec cuando se marchó, salvo alguna visita ocasional de Polly Garrard, yo sabía que el padre había desaparecido de la vida de mi esposa. -Acarició el brazo de la butaca y añadió-: Seguramente no me creerá, pero no veía qué sentido podía tener ofenderse por alguien que se había vuelto irrelevante.

Sumner tenía razón. Galbraith no le creyó.

– Supongo que el hecho de que Hannah no sea hija suya explica su falta de interés por ella.

Una vez más Sumner no contestó.

– Dígame qué ocurrió cuando se fue a vivir a Lymington -dijo Galbraith.

– No ocurrió nada.

– ¿Insinúa que para usted el matrimonio era, desde el primer día, como vivir con una casera? Es una situación muy poco atractiva, ¿no le parece?

– Depende de lo que uno quiera. A ver, ¿cómo describiría usted a una mujer para la cual el mayor desafío intelectual era mirar un culebrón, que no tenía buen gusto en nada, tan meticulosa que creía que la limpieza era una de las mayores virtudes, que prefería las salchichas muy hechas con alubias a un filete al punto, y que controlaba cada maldito penique que gastábamos?

Su voz tenía un deje áspero que Galbraith achacó al sentimiento de culpa por exponer los defectos de su esposa, y no al simple hecho de que los tuviera, y le dio la impresión de que William no sabía si amaba u odiaba a su esposa. Lo que Galbraith ignoraba era si eso lo convertía en culpable de la muerte de Kate.

– Si tanto la despreciaba, ¿por qué se casó con ella?

Sumner apoyó la cabeza en el respaldo y contempló el techo.

– Porque a cambio de ayudarla a salir del agujero yo tenía sexo siempre que quería. -Se volvió para mirar a Galbraith, y el inspector vio lágrimas en sus ojos-. Eso era lo único que me interesaba. Es lo único que nos interesa a todos los hombres, ¿no? Sexo a mano. Kate hacía todo lo que yo le pedía en la cama, con tal de que yo siguiera reconociendo a Hannah como hija mía.

Aquel recuerdo no le alegraba, porque empezaron a caerle lágrimas por las mejillas mientras el párpado le temblaba.


Ingram tardó una hora y media en volver a Broxton House con algo envuelto en un plástico transparente. Maggie lo vio pasar por la ventana de la cocina y fue a abrirle la puerta. Ingram estaba empapado, y se apoyó en el marco de la puerta, cabizbajo de agotamiento.

– ¿Has encontrado algo? -preguntó Maggie.

Ingram asintió y levantó el paquete que llevaba.

– Tengo que telefonear, pero no quiero mojarle el suelo a su madre. Creo que esta mañana llevaba usted un móvil. ¿Me lo deja un momento?

– No, no llevaba móvil. Me lo regalaron hace dos años, pero era tan condenadamente caro que dejé de utilizarlo, y hace más de un año que no lo uso. Ni siquiera sé dónde lo tengo. -Abrió más la puerta y dijo-: Será mejor que entres; a las baldosas no les pasa nada si se mojan. Hasta es posible que les vaya bien un poco de agua. No recuerdo cuánto hace que no ven una fregona.

El policía entró en la cocina con los zapatos chapoteando.

– ¿Cómo me llamó esta mañana si no tenía móvil?

– Usé el de Steve -contestó ella señalando un Philips GSM que había en la mesa de la cocina.

Ingram lo apartó y dejó el paquete a su lado.

– ¿Qué hace aquí?

– Me lo metí en el bolsillo y me olvidé de él. No me acordé de él hasta que empezó a sonar. Ha sonado cinco veces desde que te fuiste.

– ¿Contestó?

– No. Pensé que ya lo harías tú cuando volvieras.

Ingram fue hacia el teléfono de pared y descolgó el auricular.

– Es usted muy confiada -murmuró, marcando un número-. ¿Y si había decidido dejar que su madre y usted se las arreglaran solas?

– Eso no es propio de ti -repuso ella.

Ingram todavía se estaba preguntando cómo debía interpretar aquella frase cuando le pasaron al comisario Carpenter.

– He pescado una camiseta de niño, señor. Estoy casi seguro de que es de uno de los chicos Spender. Tiene el logotipo del Derby County FC en el pecho, y Danny dijo que Harding se la había robado. -Escuchó un momento y añadió-: Sí, es posible que Danny la perdiera… Estoy de acuerdo, eso no convierte a Harding en un pedófilo. -Apartó el auricular de su oreja y se oyeron los gritos de Carpenter-. No, todavía no he encontrado la mochila, pero imagino dónde debe de estar. -Más gritos-. Sí, creo que es por lo que volvió allí… -Hizo una mueca mirando el auricular-. Sí señor, estoy convencido de que está en Chapman's Pool. -Miró su reloj-. En los cobertizos dentro de una hora. Hasta luego. -Colgó y se fijó en la mirada socarrona de Maggie. Señaló el recibidor y preguntó-: ¿Ha venido el médico a ver a su madre?

Maggie asintió.

– Y ¿qué ha dicho?

– Que había sido una tontería no aceptar el ofrecimiento de la ambulancia y no haber ido a urgencias esta mañana; luego le recetó unos analgésicos. -Esbozó una sonrisa y añadió-: También dijo que necesita un andador y una silla de ruedas, y me sugirió que la llevara al centro de la Cruz Roja más próximo para ver qué pueden hacer por ella.

– Muy sensato.

– Claro, pero ¿desde cuándo entra la sensatez en el esquema vital de mi madre? Dice que si se me ocurre meter algún aparato de ésos en su casa, no los utilizará, y además no volverá a dirigirme la palabra. Y lo dice en serio. Dice que prefiere caminar a gatas que causar la impresión de que ya ha pasado su fecha de caducidad. -Suspiró-. Deberían internarla en un manicomio. ¿Qué voy a hacer con ella?

– Esperar -dijo él.

– ¿A qué?

– A que se cure milagrosamente o a que le pida un andador. Celia no es tonta, Maggie. Cuando se le pase el enfado, se impondrá la lógica. Mientras tanto, procure ser amable con ella. Esta mañana se ha jugado el físico por usted, y un poco de gratitud no le vendría mal.

– Ya te he dicho que sin ella no lo habría logrado.

– De tal palo tal astilla, ¿no?

– ¿Qué quieres decir?

– Ella es incapaz de pedir disculpas, y usted es incapaz de darle las gracias.

– Ya -dijo Maggie-. Por eso te marchaste tan ofendido hace un par de horas. Lo que querías era una muestra de gratitud. Qué tonta soy. Pensé que estabas enfadado porque te dije que te metieras en tus asuntos. -Se cruzó de brazos y esbozó una sonrisa-. Pues bien, gracias Nick, te estoy inmensamente agradecida por tu ayuda.

– No me cabe duda, señorita Jenner. Pero una dama como usted no necesita darle las gracias a un hombre por hacer su trabajo.

Maggie, desconcertada, lo miró hasta que comprendió que él le estaba tomando el pelo, y los nervios la traicionaron.

– ¡Vete al infierno! -exclamó.


Dos agentes de policía de Dartmouth escuchaban con interés al francés mientras su hija, abochornada, permanecía junto a su padre, sin parar de toquetearse el cabello. El francés hablaba correctamente inglés, aunque con marcado acento, y explicó minuciosamente dónde había estado con su barco el domingo anterior. Había ido a la comisaría porque leyó en los periódicos ingleses que la mujer de la playa había sido asesinada. Puso un ejemplar del Telegraph del miércoles en el mostrador por si los policías no sabían a qué investigación se refería.

– La señora Kate Sumner -dijo-. ¿Saben de qué caso hablo?

Los policías le dijeron que sí, y el francés sacó una cinta de vídeo de una bolsa de plástico y la puso junto al periódico.

– Mi hija grabó a un hombre con su cámara ese día. Podría ser inocente, pero estoy un poco intranquilo, así que será mejor que vean la cinta. ¿De acuerdo? Podría ser importante.


El teléfono móvil de Harding era un aparato muy sofisticado con capacidad para recibir llamadas del extranjero. Necesitaba una tarjeta sim y un número pin, pero como alguien, seguramente Harding, los había introducido, el teléfono funcionaba; de no haber sido así, Maggie no habría podido usarlo. La tarjeta tenía una extensa memoria capaz de almacenar números y mensajes, además de los diez últimos números marcados y las diez últimas llamadas recibidas.

En la pantalla había una señal que indicaba que había cinco llamadas no contestadas y otra que indicaba que había mensajes no leídos. Con una mirada cautelosa hacia la puerta que daba al recibidor, Ingram buscó el buzón de voz, seguido de los mensajes, pulsó el botón de llamada y se acercó el aparato a la oreja.

«Tiene tres mensajes nuevos», dijo una voz femenina.

«¿Steve? -era una voz ceceante, suave, quizás extranjera; Ingram no estaba seguro de si se trataba de un hombre o una mujer-. ¿Dónde estás? Tengo miedo. Llámame, por favor. Te he llamado veinte veces desde el domingo.»

«¿Señor Harding? -Esta vez era una voz masculina, claramente extranjera-. Le llamo del hotel Angelique, de Concarneau. Si quiere conservar su habitación, debe confirmar la reserva antes del mediodía de hoy, utilizando una tarjeta de crédito. Lamento decirle que sin esa confirmación perderá su reserva.»

«Hola -dijo otra voz a continuación-. ¿Dónde coño te has metido, gilipollas? Se suponía que dormías aquí, ¿no? Maldita sea, ésta es la dirección que le has dado a la policía, y te juro que si me causas más problemas te arrancaré la piel a tiras. No esperes que tenga el pico cerrado la próxima vez. Ya te dije que si me utilizabas como cabeza de turco te caparía. Ah, y por si te interesa, hay un periodista que quiere saber si es cierto que te han interrogado con relación al asesinato de Kate Sumner. Estoy hasta las narices de él, así que ven inmediatamente si no quieres que te meta en un buen lío.»

Ingram repitió todo el proceso, tomando notas en un papel. Después apretó dos veces el botón con una flecha para revisar los números de las últimas diez llamadas recibidas. A continuación anotó los diez últimos números que Harding había marcado, el primero de los cuales respondía a la llamada que Maggie le había hecho a él. Y por último, ya que estaba en ello, revisó los nombres grabados y los anotó junto con los teléfonos.

– ¿Estás haciendo algo ilegal? -preguntó Maggie desde el umbral.

Ingram estaba tan concentrado que no había oído la puerta, y dio un respingo.

– No si el inspector Galbraith ya tiene esta información. Seguramente es una violación de los derechos de Harding según la ley de protección de datos. Depende de si el teléfono estaba a bordo del Crazy Daze cuando lo registraron.

– ¿No se dará cuenta Harding que has estado leyendo sus mensajes cuando le devuelvas el teléfono? Nuestro contestador nunca vuelve a pasar los que ya has escuchado a menos que rebobines la cinta.

– El buzón de voz es diferente. Si no quieres seguir oyendo los mensajes, tienes que borrarlos. -Esbozó una sonrisa y añadió-: Pero si Harding sospecha, espero que piense que los miró usted cuando utilizó su teléfono.

– ¿Por qué voy a involucrarme en esto?

– Porque Harding sabrá que usted me llamó. Mi número está grabado en la memoria.

– Vaya -dijo ella con resignación-. ¿Esperas que mienta por ti?

– No. -Ingram se levantó, se cogió las manos sobre la cabeza y estiró los brazos para relajar los músculos. Era tan alto que casi tocaba el techo, y plantado en medio de la cocina parecía un gigante.

Maggie se preguntó cómo había sido capaz de llamarlo neanderthal. Recordaba que aquélla había sido la descripción de Martin, y le molestaba pensar en la facilidad con que ella la había adoptado porque había hecho reír a gente a la que antes consideraba amigos suyos, pero a la que ahora esquivaba a toda costa.

– Bueno, pues mentiré -dijo Maggie con repentina decisión.

Ingram bajó los brazos mientras movía la cabeza de un lado a otro.

– No me serviría de nada. Usted no mentiría ni aunque le fuera en ello la vida. Y por cierto, eso es un cumplido -dijo al ver que ella fruncía el entrecejo-. No me gustan los mentirosos.

– Lo siento -dijo ella bruscamente.

Ingram empezó a recoger lo que había encima de la mesa.

– ¿Adónde vas ahora?

– A mi casa a cambiarme, y después a los cobertizos de Chapman's Pool. Pero volveré a pasar esta tarde antes de ir a ver a Harding. Tendré que tomarle declaración a usted. -Hizo una pausa-. Ya hablaremos de eso en otro momento, pero ¿oyó usted algo antes de que apareciera Harding?

– ¿Como qué?

– Piedras desprendiéndose.

– Lo único que recuerdo es el silencio que había. Por eso me asusté tanto al ver a Harding. Yo creía estar sola, y de pronto él apareció arrastrándose como un perro rabioso. Fue muy raro. No sé qué demonios hacía allí, pero aquello está lleno de arbustos y supongo que debió de oírme llegar y se escondió entre los matorrales.

– ¿Y la ropa? ¿La tenía mojada?

– No.

– ¿Sucia?

– ¿Antes de que se la manchara de sangre?

– Sí.

Maggie volvió a negar con la cabeza.

– Pensé que no se había afeitado, pero no recuerdo que fuera sucio.

Amontonó el paquete de plástico transparente, las notas y el teléfono y lo levantó todo de la mesa.

– Muy bien. Esta tarde le tomaré declaración. -Le sostuvo la mirada-. No se preocupe -añadió-. Harding no va a volver.

– No creo que se atreva -repuso ella cerrando los puños.

– Más le vale -murmuró Ingram.

– ¿Tienes coñac en tu casa?

El cambio de tema fue tan brusco que Ingram necesitó un momento para reaccionar.

– Sí -murmuró con cautela.

– ¿Puedes darme un poco?

– Sí, claro. Se lo traeré cuando pase por aquí de camino a Chapman's Pool.

– Si esperas un momento le diré a mi madre que salgo y te acompañaré. Ya volveré andando.

– ¿No te echará de menos?

– Si no tardo más de una hora, no. Los analgésicos le han dado sueño.


Cuando Ingram detuvo el jeep junto a su puerta, Bertie estaba tumbado al sol en los escalones. Maggie nunca había estado en casa de Nick, pero siempre le había envidiado el pulcro jardín. Era como un reproche a todos sus vecinos, menos organizados, con sus impecables setos de alheña y sus hermosos rosales colocados ante las paredes de piedra amarilla de la casa. Maggie se preguntó de dónde sacaba Nick tiempo para sus plantas, cuando pasaba gran parte de su tiempo libre en su barca; y en sus momentos más críticos lo achacaba a que Ingram era un soso cuya vida se regía por un estricto horario de tareas.

El perro levantó la cabeza y tamborileó la alfombrilla con el rabo; luego se puso lentamente en pie y bostezó.

– Así que aquí es adonde viene -observó Maggie-. No tenía ni idea. ¿Cuánto tiempo has tardado en enseñarle, por cierto?

– No mucho. Es un perro inteligente.

– ¿Por qué te has molestado?

– Porque le encanta cavar agujeros, y me harté de que me destrozara el jardín.

– Vaya -replicó Maggie, compungida-. Lo siento. El problema es que a mí no me hace ningún caso.

– ¿Debería hacérselo?

– Es mi perro.

Ingram abrió la puerta del jeep y dijo:

– ¿Se ha enterado Bertie de eso?

– Pues claro. Viene a casa cada noche, ¿no?

Ingram buscó el paquete con las pruebas que había dejado en el asiento trasero y dijo:

– Yo no pongo en duda que usted sea la dueña del perro. Lo que no sé es si Bertie sabe que es un perro. Yo creo que piensa que el jefe es él. Come antes que nadie, duerme en el sofá, lame los platos… Estoy seguro de que hasta le hace sitio en la cama para que él esté más cómodo.

Maggie se ruborizó ligeramente.

– ¿Y qué? Prefiero tenerlo a él en la cama que al desgraciado que dormía antes conmigo. Además, es lo más parecido que tengo a una botella de agua caliente.

Ingram sonrió y dijo:

– ¿Piensa entrar, o quiere que saque el coñac? Le garantizo que Bertie no la ensuciará. Desde que le regañé por limpiarse el trasero en mi moqueta, tiene muy buenos modales.

Maggie estaba indecisa. En realidad no quería entrar en la casa, porque si lo hacía se enteraría de cosas sobre Ingram que prefería no saber. Seguro que todo estaba insoportablemente limpio, y Bertie la pondría en evidencia haciendo exactamente lo que le dijeran.

– Entremos -dijo con tono desafiante.


Cuando estaba a punto de salir hacia Chapman's Pool, Carpenter recibió la llamada de un policía de Dartmouth. Escuchó una descripción de lo que había en la cinta de vídeo del francés y luego preguntó:

– ¿Qué aspecto tiene?

– Un metro setenta, complexión media, un poco de tripa, cabello oscuro y escaso.

– ¿No acaba de decirme que era un joven?

– No, no. Al menos tiene cuarenta y tantos. La hija tiene catorce.

Carpenter frunció el entrecejo.

– ¡No me refiero a ese maldito francés -exclamó-, sino al sinvergüenza del vídeo!

– Ah, lo siento. Sí, ése sí es joven. No creo que tenga más de veinte años. Cabello oscuro y bastante largo, camiseta sin mangas y pantalones cortos. Robusto, bronceado. Un Adonis, vaya. La chica que lo grabó dice que le encontró cierto parecido con Jean-Claude van Damme. Por cierto, ahora está agobiadísima, no entiende cómo no se dio cuenta de lo que estaba haciendo ese tipo, teniendo en cuenta que tiene un rabo como un salami. Ese tipo se haría de oro haciendo películas pornográficas.

– Vale, vale -dijo Carpenter, impaciente-. Ya me hago una idea. Y ¿dice que se estaba masturbando y que tiene un pañuelo en la mano?

– Eso parece.

– ¿No podría tratarse de una camiseta?

– Quizá. No se ve muy bien. De hecho, me sorprende que ese francés se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Disimulaba muy bien. Si se ve algo, es únicamente porque tiene un rabo enorme. La primera vez que vi la cinta creí que estaba pelando una naranja sobre el regazo. -Se oyó una risotada-. Pero ya sabe usted lo que dicen de los franceses. Se pasan la vida masturbándose. Supongo que nuestro gabacho es un experto, y por eso sabía lo que andaba buscando. ¿Sí o no?

Racista de mierda, pensó Carpenter, que pasaba todas sus vacaciones en Francia; pero cuando habló lo hizo sin revelar su enojo.

– Dice que ese joven llevaba una mochila. ¿Puede describirla?

– La típica mochila de camping. Verde. No parece que contuviera muchas cosas.

– ¿Grande?

– Sí, ya lo creo.

– Y ¿qué hacía con ella?

– Estaba sentado encima mientras se masturbaba.

– ¿Dónde? ¿En qué parte de Chapman's Pool? ¿A la derecha o a la izquierda? Descríbame la ubicación.

– En el lado este. El francés me lo enseñó en el mapa. El joven estaba abajo, en la playa, debajo de Emmetts Hill, mirando hacia el Canal. Con una cuesta de hierba a sus espaldas.

– ¿Qué hizo con la mochila después?

– No lo sé. La cinta se acaba.

Carpenter le pidió que le enviara la cinta por mensajero, junto con el nombre del francés, el itinerario previsto para el resto de sus vacaciones y su dirección en Francia; luego le dio las gracias y colgó.


– ¿Lo has hecho tú? -preguntó Maggie contemplando el Cutty Sark de la botella que había sobre la repisa de la chimenea cuando Ingram bajó abrochándose el uniforme.

– Sí.

– Lo imaginaba. Es como todo lo que hay en esta casa. Tan… -agitó el vaso en el aire-: formal. -Habría podido decir masculino, minimalista o monástico, palabras que había utilizado Galbraith para describir el barco de Harding, pero no quería ser grosera.

La casa era tal como Maggie se la había imaginado: insoportablemente limpia, y también insoportablemente aburrida. No había nada que indicara que pertenecía a una persona interesante, sino sólo metros y más metros de paredes pálidas, moqueta pálida, cortinas pálidas y pálidos tapizados, interrumpidos a veces por algún adorno en algún estante. No se le ocurrió que Ingram pudiera estar ligado a aquella casa por su trabajo, pero aunque lo hubiera pensado, habría seguido esperando encontrar notas de individualismo entre toda aquella uniformidad.

Ingram rió y dijo:

– Me da la impresión de que no le gusta.

– Sí me gusta. Pero es…

– ¿Cursi? -sugirió él.

– Sí.

– Lo hice cuando tenía doce años. Ahora sería incapaz de hacerlo. -Se arregló la corbata-. ¿Cómo está el coñac?

– Muy bueno. -Maggie se sentó en una butaca y añadió-: Tiene precisamente el efecto que debe tener.

Ingram cogió la copa vacía de Maggie y le preguntó:

– ¿Cuándo bebió alcohol por última vez?

– Hace cuatro años.

– ¿Quiere que la acompañe a su casa?

– No. -Cerró los ojos-. Quiero dormir un poco.

– Pasaré a ver a su madre cuando regrese de Chapman's Pool -le prometió Ingram mientras se ponía la chaqueta-. Mientras tanto, no deje que su perro se siente en mi sofá. Es malo para Bertie y para usted.

– ¿Qué me pasará si se lo permito?

– Lo mismo que le pasó a Bertie cuando se limpió el trasero en mi moqueta.


Pese a que volvía a hacer un sol espléndido, Chapman's Pool estaba vacío. La brisa del suroeste había levantado fuertes olas, y no había nada que desanimara tanto a los turistas como la perspectiva de marearse después de comer. Carpenter y los detectives siguieron a Ingram desde los cobertizos hacia una zona de la orilla rocosa.

– Hasta que no veamos la cinta no lo sabremos -observó Carpenter, orientándose a partir de la descripción que le había dado el policía de Dartmouth y calculando dónde se había sentado Harding-. Pero creo que es correcto. Estaba en este lado de la bahía, desde luego. -Estaban de pie sobre una roca de la orilla, y Carpenter tocó un pequeño montón de piedras con la punta del zapato-. ¿Fue aquí donde encontró la camiseta?

Ingram asintió, se agachó y metió la mano en el agua, que acariciaba la base de la roca.

– Pero estaba completamente metida entre la roca. Una gaviota intentó sacarla, y no lo consiguió, y yo me quedé empapado cuando la recuperé.

– ¿Tiene eso importancia?

– Cuando lo vi, Harding estaba completamente seco, de modo que no puede ser que volviera a buscar la camiseta. Creo que llevaba varios días aquí.

– Mmm. -Carpenter caviló-. ¿Es fácil que una prenda de ropa quede atascada entre unas rocas?

Ingram se encogió de hombros.

– Cualquier cosa puede quedarse enganchada.

– Mmm -repitió Carpenter-. Muy bien. ¿Dónde está esa mochila?

– Verá, señor, sólo son suposiciones, y bastante peregrinas -dijo Ingram poniéndose en pie.

– Le escucho.

– Pues bien, llevo días dándole vueltas al asunto. Evidentemente Harding no quería que la viera la policía, porque si no la habría bajado a los cobertizos de la playa el domingo. Por eso mismo no estaba en su barco cuando ustedes lo registraron (al menos yo creo que no estaba), y de ello deduzco que esa mochila podría incriminarlo, y que por eso necesitaba deshacerse de ella.

– Creo que tiene razón -dijo Carpenter-. Harding quiere hacernos creer que llevaba esa mochila negra que encontramos en su barco, pero el sargento de Dartmouth dice que la mochila del vídeo es verde. Así pues, ¿qué ha hecho con ella? Y ¿qué pretende ocultar?

– Depende de si el contenido tenía valor para él. Si no lo tenía pudo arrojarla al mar de regreso a Lymington. Si lo tenía pudo dejarla en algún sitio accesible pero no demasiado expuesto. -Ingram se protegió del sol con lamano y señaló la cuesta que tenía detrás-. Ahí arriba ha habido un pequeño desprendimiento. Me fijé porque está justo a la izquierda de donde la señorita Jenner dijo que Harding se le había aparecido. Estos acantilados están llenos de letreros de advertencia porque el esquisto es muy desmoronadizo, y creo que ese desprendimiento es bastante reciente.

Carpenter miró hacia donde señalaba Ingram.

– ¿Cree que la mochila podría estar bajo las piedras?

– Digamos, señor, que no se me ocurre ninguna forma más rápida de enterrar algo que provocar un desprendimiento de esquisto. No es muy difícil. Basta con darle una patada a una roca un poco suelta para que se desprenda una buena parte del acantilado sobre lo que quieres esconder. Nadie lo notaría. Cada día se producen desprendimientos así. Los niños Spender provocaron uno cuando se les cayeron los prismáticos de su padre, y sospecho que eso debió de darle la idea a Harding.

– ¿Quiere decir que lo hizo el domingo?

Ingram asintió.

– ¿Y que volvió esta mañana para asegurarse de que nadie la había tocado?

– Creo que es más probable que viniera con intención de recuperarla, señor.

Carpenter fijó su temible mirada en el agente.

– Entonces ¿por qué no la llevaba cuando usted lo vio?

– Porque el esquisto se ha secado con el sol. Creo que iba a buscar una pala cuando se encontró casualmente con la señorita Jenner.

– ¿Son ésas sus suposiciones?

– Sí, señor.

– Es usted un genio de las suposiciones -dijo Carpenter frunciendo el entrecejo-. El inspector Galbraith está recorriendo medio Hampshire detrás de las suposiciones que usted le envió por fax anoche.

– Eso no quiere decir que estén equivocadas.

– Ni que sean correctas. El lunes enviamos a un equipo a esta zona, y no encontraron nada.

Ingram señaló la bahía contigua y dijo:

– Esuvieron registrando Egmont Bay, señor, y con todos mis respetos, entonces a nadie le interesaban todavía los movimientos de Harding.

– Mmm. Esos equipos de investigación cuestan dinero y me gusta tener alguna certeza antes de gastar el dinero de los contribuyentes en suposiciones. -Carpenter miró el mar y añadió-: Entendería que Harding regresara a la escena del crimen para revivir su excitación, pues es lo típico que haría un hombre como él; pero según usted eso no era lo que le interesaba.

Ingram no había dicho tal cosa, pero no quiso discutir. De todos modos, Carpenter tenía razón. Quizá Harding no había ido allí para eso. La teoría del desprendimiento de Ingram parecía no tener ningún argumento de peso.

– ¿Y bien? -preguntó Carpenter.

El agente sonrió con timidez.

– He traído una pala -dijo-. La tengo en el jeep.

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