El jueves por la mañana Maggie Jenner estaba rastrillando la paja de una de las cuadras cuando Nick Ingram y John Galbraith llegaron a Broxton House. Como hacía siempre que llegaban visitas, se escondió para que no la vieran, pues no quería que invadieran su intimidad; tenía que hacer un esfuerzo para participar en cualquier cosa que implicara relación con otras personas. Desde el patio de las cuadras veía Broxton House, un edificio cuadrado con tejado inclinado, paredes de ladrillo rojo y ventanas con postigos. Vio cómo los dos hombres admiraban la casa al bajar del coche antes de echar a andar hacia ella.
Con una sonrisa de resignación, Maggie sacó un montón de paja sucia con el rastrillo por la puerta de la cuadra para que los policías la vieran. Hacía un bochorno insoportable, pues llevaba tres semanas sin llover, y cuando salió a la luz del sol, a Maggie le corría el sudor por la cara. Se sintió incómoda, y lamentó no haberse puesto otra cosa aquella mañana. Tenía la camisa de cuadros de estopilla pegada al cuerpo como una media, y los vaqueros le irritaban la parte interna de los muslos. Ingram la vio casi inmediatamente, y comprobó, satisfecho, que por una vez se habían vuelto las tornas y era ella la que estaba acalorada e incómoda, y no él; aun así, la expresión de Ingram era, como siempre, indescifrable.
Maggie dejó el rastrillo y se secó las manos en los vaqueros, que ya estaban sucios, antes de apartarse el cabello de la sudada cara.
– Buenos días, Nick -dijo-. ¿En qué puedo ayudarte?
– Buenos días, señorita Jenner -dijo él con su clásica inclinación de la cabeza-. Le presento al inspector Galbraith, de la policía de Dorset. Si no le molesta, le gustaría hacerle unas preguntas sobre los sucesos del pasado domingo.
Maggie se miró las palmas de las manos y luego las metió en los bolsillos de los vaqueros.
– Perdone que no le dé la mano, pero las llevo muy sucias, inspector.
Galbraith sonrió, admitiendo la excusa, que en realidad era una muestra de aversión al contacto físico, y echó un vistazo al patio adoquinado. Había una hilera de cuadras en cada uno de los tres lados; estaban construidas con ladrillo rojo y tenían sólidas puertas de roble, y sólo media docena de ellas parecían ocupadas. El resto estaban vacías, con las puertas abiertas, el suelo sin paja, los cestos de heno vacíos; el inspector se dio cuenta de que aquél no era un negocio boyante. Al entrar habían visto un viejo letrero que rezaba Broxton House. Caballerizas, pero por todas partes había indicios de deterioro: en las paredes erosionadas por los elementos durante doscientos años, que empezaban a desmoronarse; en la resquebrajada pintura de las ventanas del cobertizo de los arreos y de la oficina, que nadie se había molestado en arreglar.
Maggie reparó en la curiosidad con que el policía observaba las instalaciones.
– Tiene razón -dijo leyéndole el pensamiento-. Esto se podría convertir en chalets para veraneantes.
– Pero sería una lástima.
– Sí.
Galbraith miró hacia un cercado donde un par de caballos pastaban en la hierba reseca.
– ¿Son suyos también?
– No. Nosotras sólo alquilamos el cercado. Los propietarios tienen que vigilar a sus caballos, pero son unos irresponsables, la verdad, y muchas veces tengo que cuidar a esos animales, sin que eso esté incluido en el contrato. -Esbozó una sonrisa compungida-. No hay forma de hacerle entender a esa gente que el agua se evapora, y que hay que llenar el abrevadero cada día. A veces me pongo histérica.
– Un trabajo pesado, ¿no?
– Sí. -Maggie señaló la puerta que había al final de la hilera de cuadras y dijo-: Subamos a mi piso. Les prepararé un café.
– Gracias.
Galbraith pensó que Maggie era una mujer atractiva, pese a lo desaliñada que iba y sus bruscos modales, y le intrigó la formalidad con que Ingram la trataba, que no podía deberse únicamente a la historia del marido bigamo. Era ella la que debería demostrar formalidad. Mientras los seguía por la escalera, dedujo que el agente debía de haber intentado abordarla en algún momento, y que debía de haber sufrido una derrota aplastante. Maggie Jenner era una mujer de clase alta, aunque la casa donde vivía pareciera una pocilga.
El piso era la antítesis de la pulcra vivienda de Nick. Había desorden por todas partes, varios sacos de alubias amontonados frente al televisor, periódicos con crucigramas a medio hacer sobre butacas y mesas, una alfombra sucia encima del sofá, que olía a perro, y un montón de ropa sucia en el fregadero de la cocina.
– Disculpen el desorden -dijo Maggie-. Me he levantado a las cinco de la mañana, pero todavía no he tenido tiempo de hacer la limpieza. -Galbraith supuso que aquélla debía de ser la excusa que le soltaba a todo el que se atreviera a criticar su estilo de vida.
Ella abrió el grifo y, apartando la ropa sucia, llenó el cazo de agua.
– ¿Cómo les gusta el café? -preguntó.
– Para mí, con leche y dos azucarillos -contestó Galbraith.
– Yo lo prefiero negro, por favor. Y sin azúcar -dijo Ingram.
– ¿Le va bien un poco de leche en polvo? -preguntó Maggie al inspector señalando un envase de cartón-. La leche se ha terminado. -Lavó un par de tazas sucias y añadió-: ¿Por qué no se sientan? Si dejan la manta de Bertie en el suelo, uno de ustedes puede sentarse en el sofá.
– Creo que lo dice por usted -murmuró Ingram mientras salían al salón-. Los inspectores tienen sus privilegios. Es el mejor asiento que hay.
– ¿Quién es Bertie? -preguntó Galbraith en voz baja.
– El sabueso de los Baskerville. Su ocupación favorita es meterle el morro en la entrepierna a la gente y dejársela llena de babas. He comprobado que las manchas tardan al menos tres lavados en marcharse, así que le recomiendo que cuando se siente mantenga las piernas cruzadas.
– Supongo que bromea -dijo Galbraith. Ya había estropeado unos pantalones la noche anterior, mojándoselos en el mar-. ¿Dónde está?
– Debe de estar de parranda. Su segunda ocupación favorita es mantener satisfechas a las perras de la zona.
El inspector se sentó con cautela en la única butaca que había en el salón, y preguntó:
– ¿Tiene pulgas?
Ingram sonrió y murmuró:
– ¿Se cagan los ratones en el azúcar?
– ¡Mierda!
Ingram fue hacia una ventana y se sentó en el borde del alféizar.
– Pues ya puede alegrarse de que no fuera su madre la que salió a cabalgar el domingo pasado -dijo en voz baja-. Esta cocina es estéril comparada con la suya. -Había descubierto la hospitalidad de la señora Jenner cuatro años atrás, el día después de la desaparición de Healey, y había jurado no repetir la experiencia. La señora Jenner le había servido el café en una taza resquebrajada y con unas espantosas manchas de té, y mientras se lo bebía, Ingram no paraba de sentir náuseas. Nunca había entendido las peculiares costumbres de la aristocracia terrateniente venida a menos, que por lo visto creía que la porcelana fina era más valiosa que la higiene.
Esperaron en silencio mientras Maggie estaba ocupada en la cocina. La atmósfera estaba impregnada de olor a estiércol, procedente de un montón de paja que había en el patio, y dentro del piso el calor era insoportable, pues el tejado no tenía ningún tipo de aislamiento. Pasados unos minutos, los policías empezaron a secarse el sudor de la frente con sus pañuelos, y la escasa ventaja que Ingram creía haberle tomado a Maggie se desvaneció rápidamente. Poco después ella apareció con las tazas de café en una bandeja; cuando los policías se hubieron servido, ella se sentó en la manta de Bertie, que seguía en el sofá.
– Veamos, ¿qué puedo contarle que no le haya contado ya a Nick? -le preguntó a Galbraith-. Ya sé que se trata de una instrucción de asesinato, porque he leído los periódicos, pero no sé en qué puedo ayudarles, dado que no vi el cadáver.
Galbraith sacó unas notas.
– De hecho es algo más que una investigación de asesinato, señorita Jenner. Kate Sumner fue violada antes de ser arrojada al mar, así que el hombre que la mató es sumamente peligroso, y tenemos que atraparlo antes de que cometa otro crimen. -Hizo una pausa para que ella asimilara aquella información-. Créame, le agradeceremos mucho cualquier información que pueda proporcionarnos.
– Pero yo no sé nada.
– Usted habló con un hombre llamado Steven Harding -le recordó el inspector.
– ¡Vaya por Dios! No estará insinuando que ha sido él, ¿verdad? -Miró a Ingram con expresión ceñuda y dijo-: Veo que la has tomado con ese chico, ¿eh, Nick? Él sólo intentaba ayudar. Podrías acusar a cualquiera de los otros hombres que había aquel día en Chapman's Pool.
Ingram no se inmutó ni por el ceño ni por la recriminación.
– Sí, tiene razón.
– Entonces, ¿por qué sólo te metes con Steve?
– No se trata de eso, señorita Jenner -replicó Ingram-. Estamos intentando descartarlo de la investigación. Ni el inspector ni yo queremos perder el tiempo investigando a personas inocentes.
– El domingo pasado perdiste mucho tiempo haciendo precisamente eso -replicó ella, mordaz, dolida por la deprimente insistencia de él en tratarla con aquel exceso de formalidad.
Ingram sonrió, pero no dijo nada.
Maggie se volvió hacia Galbraith y dijo:
– Haré todo lo que pueda, aunque dudo que pueda contarle gran cosa. ¿Qué quiere saber?
– Me interesaría que empezara describiendo su encuentro con ese joven. Tengo entendido que usted bajaba a caballo por el sendero, hacia los cobertizos de las barcas, y que se cruzó con él y los niños junto al coche del agente Ingram. ¿Era la primera vez que lo veía?
– Sí, pero en ese momento yo no iba montada en Jasper. Lo llevaba cogido de las riendas, porque el helicóptero lo había asustado.
– De acuerdo. ¿Qué hacían Steven Harding y los niños cuando usted los vio?
Maggie se encogió de hombros.
– Estaban mirando con los prismáticos a una chica que iba en un barco. Al menos, Steve y el mayor de los hermanos. Creo que el pequeño se aburría. Entonces Bertie se puso nervioso…
Galbraith la interrumpió:
– Ha dicho que estaban mirando con los prismáticos. ¿Cómo lo hacían exactamente? ¿Se los turnaban?
– Perdone. Era Paul el que miraba. Steve sólo se los sujetaba. -Maggie vio cómo el policía arqueaba las cejas, y explicó-: Así. -Formó un círculo con los brazos-. Steve estaba de pie detrás de Paul, con los brazos a su alrededor, y sujetaba los prismáticos para que Paul mirase. El niño lo encontraba divertido y se reía. Creo que Steve quería ayudar al chico a olvidar aquel cadáver. -Hizo una pausa y añadió-: De hecho, creí que era su padre, pero después me di cuenta de que era demasiado joven.
– Uno de los niños dijo que Harding se estaba frotando la entrepierna con el teléfono móvil antes de que llegara usted. ¿Le vio hacerlo?
Ella negó con la cabeza y dijo:
– Lo llevaba atado al cinturón.
– ¿Qué pasó después?
– Bertie se puso nervioso, así que Steve lo cogió por el collar y luego me propuso que animáramos a los niños a acariciar a Bertie y a Jasper para que se tranquilizaran. Dijo que él estaba acostumbrado a los animales porque se había criado en una granja de Cornualles. -Frunció el entrecejo-. ¿Qué importancia tiene todo esto? Lo único que intentaba era ser simpático.
– ¿De qué modo, señorita Jenner?
Maggie miró al inspector, preguntándose adónde quería llegar con aquellas preguntas.
– No estaba molestándome, si a eso se refiere.
– ¿Por qué iba a pensar yo que estaba molestando?
Con gesto irritado, ella respondió:
– Porque si hubiera estado molestándome, usted lo tendría más fácil.
– ¿En qué sentido?
– Usted quiere demostrar que él es el violador, ¿no? Igual que Nick.
Galbraith la miró impertérrito.
– Violar a una mujer es más grave que hacerse pesado. A Kate Sumner la drogaron, tenía golpes en la espalda, señales de estrangulamiento en el cuello, quemaduras en las muñecas, los dedos rotos y heridas en la vagina. Todo eso le hicieron antes de arrojarla al mar, cuando todavía estaba con vida, y el que lo hizo sabía que Kate no nadaba muy bien y que, por lo tanto, no lograría salvarse, eso suponiendo que se sobrepusiera a los efectos de los sedantes. Además, cuando murió estaba embarazada, lo cual significa que también mataron a su hijo. -Esbozó una sonrisa y agregó-: Comprendo que usted está muy ocupada y que la muerte de una desconocida no es un asunto prioritario en su vida, pero el agente Ingram y yo nos lo tomamos más en serio, seguramente porque ambos vimos el cadáver de Kate y nos impresionó mucho.
Maggie se miró las manos.
– Lo siento -dijo.
– No vamos por ahí formulando preguntas porque sí -añadió Galbraith con serenidad-. Es más, a nosotros los casos como éste nos causan una gran tensión, aunque la gente raramente se da cuenta de ello.
Maggie levantó la cabeza y dijo:
– Entiendo. Pero tengo la impresión de que se están centrando en Steven Harding sólo porque él se encontraba allí, y eso no me parece razonable.
Galbraith intercambió una mirada con Ingram y dijo:
– Tenemos otras razones para estar interesados en él, pero la única que puedo explicarle, de momento, es que Steven Harding conocía a la víctima desde hacía tiempo. Eso habría sido motivo suficiente para interrogarlo, aunque no hubiera estado en Chapman's Pool el domingo.
Maggie pareció sorprendida.
– No dijo que la conocía.
– ¿Por qué iba a decirlo? A nosotros nos dijo que no había visto el cadáver.
Dirigiéndose a Ingram, Maggie dijo:
– No podía verlo, ¿no, Nick? Dijo que había llegado paseando desde el cabo St Alban.
– Desde el sendero costero hay una buena panorámica de Egmont Bight -le recordó Ingram-. Si llevaba prismáticos pudo haberla visto desde allí.
– Pero no los llevaba -protestó ella-. Lo único que llevaba era un teléfono. Tú mismo te fijaste en ese detalle.
Galbraith vaciló sobre cómo plantear la siguiente pregunta, y finalmente decidió un enfoque directo. Aquella mujer debía de tener al menos un par de sementales en sus cuadras, de modo que no era probable que se desmayara si alguien mencionaba un pene.
– Nick dice que Harding tenía una erección cuando él llegó a la playa. ¿Puede confirmarlo?
– O eso, o está increíblemente bien dotado -admitió Maggie.
– ¿Cree que usted pudo haber sido la causa de aquella erección?
Maggie no contestó.
– ¿Qué le parece? -insistió el inspector.
– No tengo ni idea -respondió ella-. En aquel momento pensé que lo había excitado la chica que iba en el barco. Si se pasea usted por la playa de Studland cualquier día soleado verá a un centenar de jóvenes cachondos de entre dieciocho y veinticuatro años escondidos en el agua porque sus penes reaccionan espontáneamente. Eso no es ningún crimen.
Galbraith sacudió la cabeza y dijo:
– Usted es una mujer atractiva, señorita Jenner, y él estaba cerca de usted. ¿Lo incitó usted de algún modo?
– No.
– Esto es importante.
– ¿Por qué? Sólo sé que ese pobre chico no se controlaba del todo. -Suspiró-. Mire, lamento lo de esa mujer. Pero si Steve tuvo algo que ver con su muerte, a mí no me dio ningún indicio de ello. Por lo que a mí respecta, era un joven que había salido a dar un paseo e hizo una llamada para ayudar a un par de niños.
Galbraith puso el dedo índice sobre una hoja de su bloc de notas.
– Le voy a citar a Danny Spender. Dígame si lo que el niño dijo es cierto. «Estaba ligando con la señora del caballo, pero creo que a ella no le hacía ninguna gracia.» ¿Refleja eso la situación?
– En absoluto -contestó Maggie con enojo, como si la idea de que alguien intentara ligar con ella le repugnara-, aunque entiendo que los niños lo interpretaran así. Yo comenté que Steve era muy valiente por atreverse a sujetar a Bertie por el collar, y él creyó que riendo a carcajadas y dando palmadas a Jasper en la grupa impresionaría a los niños. Al final tuve que llevarme a los animales a la sombra para apartarlos de él. Jasper es un caballo inofensivo, pero no le gusta que le golpeen el trasero cada dos minutos, y yo no quería que de pronto le soltase una coz.
– Entonces, ¿tenía Danny razón cuando dijo que a usted Steve no le cayó simpático?
– No veo qué importancia puede tener eso -repuso ella, un tanto incómoda-. Es muy subjetivo. Yo no soy una persona muy sociable, y hay mucha gente que me resulta antipática.
– ¿Qué fue lo que no le gustó de él? -insistió el inspector, imperturbable.
– ¡Por el amor de Dios, esto es ridículo! Nada. Él estuvo correctísimo desde el principio hasta el final. -Miró de soslayo a Ingram y añadió-: Casi ridiculamente correcto, me atrevería a decir.
– Entonces, ¿por qué no le cayó simpático?
Maggie aspiró con fuerza por la nariz, sin saber si debía contestar o no.
– Era un sobón, ¿vale? -reconoció-. ¿Es eso lo que quería saber? No soporto a los hombres que no saben tener las manos quietas, inspector, pero eso no los convierte en violadores ni en asesinos. Son sobones, simplemente. -Volvió a respirar hondo-. Y ya que hablamos del tema, y para que vea usted lo poco que puede confiar en mi juicio sobre los hombres, le diré que no me fío de los hombres en general. Si quiere saber por qué, pregúnteselo a Nick. -Sonrió mientras Galbraith bajaba la mirada-. Veo que ya se lo ha contado. De todos modos… si quiere conocer los detalles más escabrosos de mi relación con el bigamo de mi marido, puede solicitármelos por escrito, y veré lo que puedo hacer por usted.
El inspector se acordó de la similar advertencia que le había hecho Sandy Griffiths respecto a su juicio sobre Sumner, e ignoró el berrinche.
– ¿Está insinuando que Harding la tocó, señorita Jenner?
Maggie le lanzó una mirada fulminante y dijo:
– Por supuesto que no. No le di ocasión.
– Pero tocó a sus animales. ¿Fue eso lo que la molestó?
– No -respondió ella con enojo-. Era a los niños a los que no sacaba las manos de encima. Era todo muy masculino y campechano, ya sabe, puñetazos en el hombro y palmadas… Fue eso lo que me hizo pensar que Steven era su padre. Al pequeño no le hacía ninguna gracia, y constantemente esquivaba a Harding, pero al mayor le encantaba. -Esbozó una sonrisa un tanto cínica-. Era la clásica emoción superficial que sólo se ve en las películas de Hollywood, así que cuando Harding le dijo a Nick que era actor, no me sorprendí.
Galbraith miró inquisidoramente a Ingram.
– Sí, creo que es una descripción acertada -admitió el agente-. Harding se mostraba cariñoso con Paul.
– ¿Cómo de cariñoso?
– Muy cariñoso -dijo Ingram-. Y la señorita Jenner tiene razón. Danny lo esquivaba todo el rato.
«¿Corruptor de menores?», escribió Galbraith en su bloc de notas.
– ¿Vio a Steve dejar una mochila en la colina antes de bajar con los niños hasta el coche de Nick? -preguntó luego.
Ella lo miró con gesto de extrañeza.
– Cuando lo vi ya estaba junto a los cobertizos de las barcas -replicó.
– ¿Le vio recuperarla cuando Nick se llevó a los niños?
– No le vi hacer nada porque no le estaba mirando. -Frunció el entrecejo y añadió-: Oiga, ¿no cree que se está precipitando otra vez? Cuando dije que estaba tocando a los niños no quería decir… bien, no hacía nada inadecuado, sino sólo… no sé, exagerado, diría yo.
– De acuerdo.
– Lo que intento decirle es que no creo que sea un pedófilo.
– ¿Conoce usted a algún pedófilo, señorita Jenner?
– No.
– Pues no tienen dos cabezas ni nada de eso. Sin embargo, entiendo lo que quiere decir. -Cogió la taza de café que todavía no había tocado y bebió un sorbo; después sacó una tarjeta de su cartera y se la entregó a Maggie-. Aquí tiene mi número de teléfono -dijo al tiempo que se levantaba de la butaca-. Por favor, llámeme si se le ocurre algo que considere importante. Gracias por su ayuda.
Ella asintió y miró a Ingram, que en ese momento se apartaba de la ventana.
– No te has bebido el café -le dijo con una mirada maliciosa-. Quizá lo habrías preferido con azúcar. Las cacas de ratón siempre se van al fondo.
Ingram sonrió y dijo:
– Pero los pelos de perro no, señorita Jenner. -Se puso la gorra y enderezó la visera-. Salude a su madre de mi parte.
Los documentos y los objetos personales de Kate Sumner ocupaban varias cajas que los investigadores llevaban tres días examinando minuciosamente, intentando hacerse una idea de cómo era la vida de aquella mujer. No encontraron nada que la relacionara con Steven Harding, ni con ningún otro hombre.
Hablaron con todas las personas que aparecían en su agenda de teléfonos, sin éxito. Todas ellas resultaron personas a las que Kate había conocido después de trasladarse a la costa sur, y coincidían con una lista de felicitaciones de Navidad que había en el último cajón del escritorio del salón. Encontraron un cuaderno en uno de los armarios de la cocina, con la inscripción «Diario», pero que resultó ser, lamentablemente, un minucioso registro de lo que Kate gastaba en comida y otros gastos domésticos, y que coincidía, con un escaso margen, con la asignación que William le pasaba a su esposa.
El correo de Kate consistía casi únicamente en cartas de negocios, generalmente referentes a trabajos hechos en la casa, aunque había algunas cartas de amigos suyos de Lymington, de su suegra y una, fechada en julio, de Polly Garrard de Pharmatec UK.
Querida Kate:
Hace siglos que no hablamos, y cada vez que te llamo, o comunicas o no estás en casa. Llámame cuando puedas. Estoy impaciente por saber cómo os va a Hannah y a ti en Lymington. Preguntárselo a William es perder el tiempo; él dice «Bien», y no hay forma de sacarle una palabra más.
Me encantaría ver la casa y las reformas que has hecho en ella. ¿Qué te parece si me tomo un día libre para ir a verte mientras William esté trabajando? Así tu marido no podrá quejarse de que cotilleamos. ¿Te acuerdas de Wendy Plater? Hace un par de semanas se emborrachó durante el almuerzo y le dijo a Purdy que era un gilipollas reprimido porque cuando ella llegó, tarde y tambaleándose, él le dijo que le iba a descontar el dinero de la paga. ¡Qué risa, por Dios! Purdy la habría despedido allí mismo, de no ser porque el bueno de Trew intercedió por ella. Wendy tuvo que disculparse, pero no se arrepiente de nada. Dice que era la primera vez que veía a Purdy ponerse lívido de ira.
Pensé en ti inmediatamente, claro, y por eso te estuve llamando por teléfono. Llámame, por favor. Hace siglos que no hablamos, y me acuerdo mucho de ti.
Besos,
Polly Garrard.
Había un borrador de respuesta de Kate enganchado a la carta con un clip.
Querida Polly:
Hannah y yo estamos bien, y claro que tienes que venir a vernos. Ahora estoy un poco ocupada, pero te llamaré en cuanto pueda. La casa ha quedado estupenda. Seguro que te encantará.
Me juraste… ¡La historia sobre Wendy Plater me ha encantado!
Espero que todo te vaya bien.
Hasta pronto.
Besos,
Kate
Los padres de los hermanos Spender se mostraron preocupados cuando Ingram les preguntó si el inspector Galbraith podía hablar con Paul a solas.
– ¿Qué ha hecho mi hijo? -preguntó el padre.
Ingram se quitó la gorra y se mesó el oscuro cabello.
– Que yo sepa, nada -contestó-. Son sólo preguntas de rutina.
– Entonces, ¿por qué quieren hablar con él a solas?
Ingram le sostuvo la mirada y contestó:
– Porque la víctima apareció desnuda, señor Spender, y a Paul le da vergüenza hablar de ello delante de sus padres.
El padre soltó una risita y dijo:
– Debe de considerarnos unos mojigatos irrecuperables.
Ingram sonrió y dijo:
– Como todos los hijos. -Señaló el camino que había delante del chalet alquilado-. Seguramente se sentirá más cómodo si habla con nosotros fuera.
A la hora de la verdad, Paul se expresó con sorprendente franqueza sobre la «simpatía» de Steven Harding.
– Creo que Maggie le gustaba y que intentaba impresionarla demostrándole lo bien que se llevaba con los niños -dijo a los policías-. Mi tío hace lo mismo. Cuando viene a casa solo ni siquiera nos dirige la palabra, pero si trae a alguna de sus novias nos abraza y nos cuenta chistes. Lo hace para que ellas piensen que será un buen padre.Galbraith chascó la lengua y dijo:
– ¿Era eso lo que hacía Steve?
– Supongo. Se puso mucho más simpático cuando apareció ella.
– ¿Le viste juguetear con su teléfono móvil?
– ¿Juguetear como dice Danny?
Galbraith asintió.
– Yo evité mirarle, pero Danny está seguro de que sí, y no creo que se equivoque, porque mi hermano no le sacaba los ojos de encima.
– Y ¿por qué crees que lo hacía?
– Porque se olvidó de que nosotros estábamos allí -contestó el niño.
– ¿Cómo lo hacía exactamente?
Paul empezó a mostrarse abochornado.
– Bueno, no sé -dijo-, creo que lo hacía sin darse cuenta… A veces mi padre también hace cosas sin darse cuenta, como lamer el cuchillo en el restaurante. Mi madre se pone furiosa.
– Eres un chico muy listo. Es lo mismo que habría pensado yo. -Se acarició la mejilla, reflexionando sobre el problema, y prosiguió-: Sin embargo, frotarse la entrepierna con un teléfono no es lo mismo que lamer el cuchillo. ¿No te dio la impresión de que lo hacía para exhibirse?
– Estaba mirando a una chica con los prismáticos -dijo Paul-. A lo mejor quería exhibirse ante ella.
– Es posible. -Galbraith fingió reflexionar sobre aquella posibilidad-. ¿No crees que es más probable que se estuviera exhibiendo ante Danny y ante ti?
– Bueno… Hablaba todo el rato de mujeres a las que había visto desnudas, pero a mí me pareció que la mitad era mentira… Creo que lo que pretendía era que nos sintiéramos mejor.
– ¿Opina Danny lo mismo que tú?
El niño sacudió la cabeza y respondió:
– No, pero eso no significa nada. Steve no le cae bien, porque cree que le robó la camiseta.
– ¿Es eso cierto?
– No lo creo. Sólo es una excusa porque la perdió, y mamá le regañó. Lleva la inscripción derby f.c., y vale una fortuna.
– ¿Llevaba Danny esa camiseta el domingo?
– Dice que fue con lo que envolvió los prismáticos, pero yo no me acuerdo.
– Está bien. Dime, ¿qué piensa Danny de Steve?
– Cree que es un pedófilo -contestó Paul con naturalidad.
Sandra Griffiths silbaba una melodía mientras se preparaba una taza de café en la cocina de Langton Cottage. Hannah estaba sentada, hipnotizada, delante del televisor del salón, y Sandy bendijo al genio que había inventado aquella niñera electrónica. Se volvió hacia la nevera para coger leche y vio a William Sumner.
– ¿La he asustado? -preguntó él al ver que ella daba un respingo.
Ya sabe que sí, imbécil, pensó, pero compuso una sonrisa para disimular el hecho de que William empezaba a ponerle los pelos de punta.
– Sí -admitió-. No le oí entrar.
– Eso mismo solía decir Kate. Y a veces se ponía furiosa.
No me extraña, pensó Sandy. Empezaba a considerar a Sumner un voyeur, un hombre que se ponía caliente espiando a las mujeres. Ya había dejado de contar las veces que lo había visto atisbando desde el marco de una puerta, como si fuera un intruso en su propia casa. Marcó la distancia entre los dos llevando la tetera a la mesa de la cocina y apartando una silla. Hubo un largo silencio durante el cual William Sumner no dejó de golpear la pata de la mesa con la punta del zapato.
– Usted me tiene miedo, ¿verdad? -preguntó él de pronto.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó ella mientras sujetaba la mesa para impedir que se moviera con las pataditas que Sumner le estaba dando.
– Anoche estaba asustada. -Parecía satisfecho, como si aquella idea lo excitara, y a ella le pareció que él necesitaba sentirse superior.
– No se haga ilusiones -le espetó mientras encendía un cigarrillo y le exhalaba el humo a la cara deliberadamente-. Créame, si hubiera estado asustada, le hubiera capado. Primero capar, y después preguntar. Ése es mi lema.
– No me gusta que fume ni que diga palabrotas en esta casa -dijo él dando otra patada a la pata de la mesa.
– Pues presente una queja. Me asignarán otro caso, y se acabó. -Le sostuvo la mirada y agregó-: Y eso a usted no le gustaría, ¿verdad? Está acostumbrado a tener una esclava en la casa.
A Sumner se le humedecieron los ojos.
– Usted no entiende cómo me siento. Antes todo marchaba bien. Y ahora… bueno, ni siquiera sé qué tengo que hacer.
La actuación de Sumner resultó de aficionado, por no decir diabólica, y Griffiths estaba indignada. ¿Qué se creía? ¿Que le atraían los hombres indefensos?
– Pues debería sentir vergüenza -le soltó-. Según la enfermera de la Seguridad Social, ni siquiera sabía usted dónde estaba el aspirador, y mucho menos cómo funciona. Vino a enseñarle las nociones básicas de la paternidad y del cuidado del hogar porque nadie va a permitir que una niña de tres años se quede al cuidado de un hombre que muestra tanta indiferencia por el bienestar de su hija.
Sumner se puso a dar vueltas por la cocina, abriendo y cerrando armarios como si quisiera demostrar que estaba familiarizado con su contenido.
– Yo no tengo la culpa -dijo-. Eso era lo que le gustaba a Kate, y no me dejaba meterme en el funcionamiento de la casa.
– ¿Está seguro de que no era lo contrario? -Tiró la ceniza del cigarrillo en el platillo-. Cuando se casó con Kate, usted no quería una esposa. Quería un ama de casa que tuviera la casa impoluta y que llevara las cuentas de lo que se gastaba.
– Se equivoca.
– ¿De veras?
– Era como si yo viviera en una casa de huéspedes barata -repuso él con amargura-. Yo no me casé con una esposa ni con un ama de casa, sino con una casera que me permitía vivir aquí siempre que pagara el alquiler puntualmente.
El jueves por la tarde el yate francés Mirage ascendió por el río Dart y amarró en el puerto deportivo Dart Haven, en el estuario de Kingswear, frente a la encantadora población de Dartmouth y junto a la línea del ferrocarril de vapor de Paington. Poco después de amarrar, sonó un silbato y el tren de las tres en punto salió de la estación envuelto en una nube de vapor, despertando en el propietario del Beneteau una romántica nostalgia de tiempos pasados.
Su hija, en cambio, estaba desmoralizada; no entendía por qué habían amarrado en la orilla del río donde no había nada más que la estación, cuando todas las atracciones -tiendas, restaurantes, pubs, gente, vida, ¡hombres!- estaba en la otra orilla, en Dartmouth. Miró con desdén a su padre, que en ese momento sacaba la cámara de vídeo y buscaba en la bolsa una cinta virgen para grabar las locomotoras de vapor. Su padre, pensó, era como un niño pequeño que se entusiasmaba con los tesoros de la Inglaterra rural, cuando lo verdaderamente interesante era Londres. Ella no tenía ningún amigo que no hubiera estado allí, y eso la mortificaba. ¡Pero qué deprimentes eran sus padres, por Dios!
Su padre le preguntó dónde estaban las cintas vírgenes, y ella tuvo que admitir que no quedaba ninguna. La chica las había gastado todas grabando tonterías para distraerse, y él, que era de esos padres tolerantes a los que no les gusta pelearse, pasó las cintas para seleccionar la menos interesante para volverla a utilizar.
Cuando le llegó el turno a la cinta en que aparecía un joven bajando por el precipicio de Chapman's Pool hacia dos niños, y después el mismo joven sentado en la orilla más allá de los cobertizos de la playa, el padre miró a su hija con expresión ceñuda. La chica tenía catorce años, y él se dio cuenta de que no sabía si su hija todavía era inocente al respecto o si sabía exactamente lo que había estado grabando. Le describió al joven y le preguntó por qué había empleado tanta cinta para grabarlo. Ella se ruborizó y respondió que por ningún motivo concreto. El joven estaba allí y era guapo, dijo con tono desafiante. Además, ella lo conocía, porque se habían visto en Lymington y habían estado charlando. Y a él le gustaba. Ella entendía de esas cosas.
Su padre se quedó anonadado.
Ella se encogió de hombros. ¿Qué problema había? ¿Que era inglés? Sólo era un joven guapo al que le gustaban las francesas, dijo.
Bibi Gould salió tranquilamente de la peluquería de Lymington donde trabajaba, pero se le demudó la cara al ver a Tony Bridges en la acera contemplando a una joven madre que cogía en brazos a su hijito. Últimamente su relación con Tony había pasado de ser un placer a ser un tormento, y por un instante Bibi estuvo a punto de volver a entrar en la peluquería, pero se dio cuenta de que Tony ya la había visto. Compuso una sonrisa forzada.
– Hola -dijo la chica con fingida alegría.
Él le lanzó una de sus inquietantes miradas, fijándose en los minúsculos pantalones cortos y en el minúsculo top que apenas le cubrían los bronceados brazos, piernas y vientre.
– ¿Con quién has quedado? -le preguntó, incapaz de disimular su enojo.
– Con nadie -contestó ella.
– Pues, ¿qué te pasa? ¿Por qué te fastidia tanto verme?
– No me fastidia. -Bibi bajó la cabeza para taparse los ojos con el cabello, lo cual él no soportaba-. Estoy cansada, nada más. Me iba a casa a ver la televisión.
Él la sujetó por la muñaca.
– Steve se ha largado. ¿Es con él con quien has quedado?
– No seas estúpido.
– ¿Dónde está?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -dijo ella forcejeando para soltarse-. Es tu amigo, ¿no?
– ¿Ha ido a la caravana? ¿Habéis quedado allí?
Bibi consiguió soltarse.
– Mira, tú tienes algún problema con él. Deberías hablar con alguien sobre eso, en lugar de echarme toda la culpa. Y para que lo sepas, no todo el mundo corre a esconderse en la asquerosa caravana de papá y mamá cada vez que algo sale mal. Es una pocilga, igual que tu casa. ¿Quién va a querer follar en una pocilga? -Se frotó la dolorida muñeca y miró a Tony con el entrecejo fruncido-. Steve no tiene la culpa de que a ti no se te levante de lo ciego que te pones por las noches, así que déjalo en paz.
Tony la miró con desprecio y dijo:
– ¿Y el sábado? No fui yo el que se desmayó el sábado. Estoy harto de que me tomen el pelo, Beebs.
Bibi estuvo a punto de decirle que acostarse con él se había vuelto aburridísimo, pero se lo pensó mejor.
– Mira, yo no tengo la culpa -murmuró, lacónica-. Eso te pasa por comprarles éxtasis chungos a tus amigos. Cualquier día vas a tener un disgusto.