Las transparentes aguas de Chapman's Pool ondulaban suavemente hacia la playa de guijarros de la bahía, donde formaban una franja de espuma. Hasta ahora había tres barcos anclados allí; dos llevaban bandera inglesa: el Lady Rose, un Princess, y el Gregory's Girl, un Fairline Squadron; el Mirage, un Beneteau, llevaba bandera francesa. Sólo en el Gregory's Girl se veía alguna actividad; un hombre y una mujer intentaban arreglar el cabrestante del pescante del bote, que se había atascado. En el Lady Rose había una pareja ligera de ropa que, embadurnada de aceite, tomaba el sol tumbada en el puente, con los ojos cerrados; mientras en el Mirage, una quinceañera provista de una cámara de vídeo enfocaba distraídamente una larga panorámica de la empinada ladera de West Hill, en busca de algo que valiera la pena filmar.
Nadie se fijó en la precipitada huida de los hermanos Spender por la bahía, aunque la francesita sí vio al hombre que bajaba solo por la ladera, dirigiéndose hacia ellos. Como miraba a través de la cámara, sólo alcanzó a ver al atractivo joven que aparecía en el encuadre, y su sensible corazón dio un vuelco de emoción al imaginarse otro encuentro fortuito con aquel guapo inglés. Lo había conocido dos días atrás en el puerto deportivo Berthon, en Lymington, cuando, con una espléndida sonrisa, él le había proporcionado el código que abría la puerta de los lavabos, y ahora ella no podía creer que él estuviera allí, en aquel antro de aburrimiento y aislamiento que sus padres describían como una de las joyas de Inglaterra.
Para ella, que tenía una imaginación inagotable, aquel joven guardaba un asombroso parecido con Jean-Claude van Damme, con su camiseta sin mangas y sus pantalones cortos ceñidos -moreno, musculoso, con cabello oscuro y lacio peinado hacia atrás, sonrientes ojos castaños, barba de dos días-, y en la embellecida narración de su propia vida, romántica e ingenua, ella se imaginaba que se desmayaba en los fuertes brazos de él y que se enamoraban locamente. Aprovechando la oportunidad que le brindaba la cámara, observó cómo al joven se le tensaban los músculos al dejar la mochila en el suelo, pero de pronto los frenéticos movimientos de los hermanos Spender ocuparon la lente de la cámara. La joven soltó un gruñido, apagó la cámara e, incrédula, se quedó mirando a los niños, que, desde aquella distancia, parecían dar brincos de alegría.
Pero si era demasiado joven para tener hijos… Se encogió de hombros con un gesto típicamente francés. Con los ingleses nunca se sabía.
Detrás del chucho que zigzagueaba enérgicamente en busca de un rastro, el caballo descendía cuidadosamente por el sendero que conducía de Hill Bottom a Chapman's Pool. Algunos tramos estaban asfaltados, pues por allí había habido una carretera, y también algunos edificios, que llevaban mucho tiempo abandonados y derruidos. Maggie Jenner había vivido casi siempre en aquella región, pero nunca supo por qué los escasos habitantes de aquel rincón de la isla se habían marchado dejando que el tiempo hiciera estragos en sus viviendas. En una ocasión alguien le había contado que chapman era un término arcaico que significaba comerciante o mercachifle, pero ella no alcanzaba a imaginar con qué mercancía se podía comerciar en aquel remoto lugar. Quizás era más sencillo y la bahía debía su nombre a que un vendedor ambulante se había ahogado en ella. Cada vez que tomaba aquel sendero pensaba que tenía que averiguarlo, pero en cuanto volvía a casa se olvidaba de ello.
Los jardines que en su día habían florecido allí habían dejado un persistente legado de rosas, malvarrosas y hortensias entre los matojos, y pensó en lo agradable que sería tener una casa en medio de aquella jungla, encarada al sur, hacia el canal, y vivir con la única compañía de su perro y sus caballos. Debido a la amenaza de desprendimientos en los acantilados, el acceso de vehículos a Chapman's Pool estaba prohibido, y en Hill Bottom y Kingston había verjas que cerraban el camino; y aquella tranquilidad ejercía una potente atracción. Pero el aislamiento y la soledad se estaban convirtiendo casi en una obsesión para ella, y de vez en cuando eso la preocupaba.
Mientras cavilaba, oyó un vehículo que se acercaba avanzando lentamente entre baches y agujeros, así que silbó para que Bertie se colocara detrás de Sir Jasper. Se volvió sobre la silla de montar, suponiendo que sería un tractor, y frunció el entrecejo al ver el Range Rover de la policía. El automóvil aminoró la marcha al llegar a su altura, y Maggie reconoció a Nick Ingram, que iba al volante. El policía le sonrió y siguió adelante, dejando una nube de polvo en el camino.
Los servicios de emergencia se pusieron en marcha tras una llamada al 999 efectuada desde un teléfono móvil a las 10:43. La persona que llamó dijo llamarse Steven Harding, y explicó que había encontrado a dos niños que aseguraban haber visto un cadáver en la playa de Egmont Bight. Los detalles no estaban claros, porque los niños no mencionaron que la mujer estaba desnuda, y su nerviosismo y su atropellada forma de hablar hicieron pensar a Harding que «la mujer de la playa» era la madre de los niños, que se había caído por el precipicio mientras miraba con unos prismáticos. De ahí que la policía y los guardacostas actuaran suponiendo que la mujer todavía estaba viva.
Debido a la dificultad de evacuar a una persona gravemente herida de la playa, los guardacostas enviaron un helicóptero de rescate desde Portland. Entretanto, el agente Nick Ingram, que en ese momento investigaba un robo, se acercaba por el sendero que bordeaba la mal llamada West Hill, en la ladera oriental de Chapman's Pool. Había tenido que cortar la cadena de la verja de Hill Bottom con unas tenazas, y, mientras abandonaba su Range Rover junto a los cobertizos de los pescadores, confió en que los turistas no le siguieran. No estaba de humor para tratar con mirones.
La única forma de llegar desde los cobertizos hasta la playa donde yacía la mujer era por el mismo camino que habían tomado los niños: bordeando la bahía a pie y luego subiendo por las rocas de Egmont Point. Era un duro paseo para cualquiera que llevara uniforme, y Nick Ingram, que medía casi dos metros y pesaba más de cien kilos, estaba empapado de sudor cuando llegó junto a la mujer. Se inclinó, apoyando las manos en las rodillas, para recobrar el aliento, mientras oía el ruido ensordecedor del helicóptero y la corriente de aire que éste provocaba le agitaba la húmeda camisa. Aquello le parecía una grosera intromisión en el escenario de una muerte. Pese al calor que hacía, la mujer tenía la piel fría, y los ojos habían empezado a empañársele. Al policía le impresionó lo diminuta que parecía, allí tendida, sola, al pie del acantilado, y lo insignificante que parecía su mano, que se mecía en la espuma.
Le sorprendió su desnudez, más aun cuando no había allí toallas, ropa, calzado ni ningún otro objeto personal. Ingram reparó en que la mujer tenía cardenales en los brazos, el cuello y el pecho, pero le pareció más probable que se los hubiera hecho al revolcarse sobre las rocas, impulsada por la marea, que al caer desde un acantilado. Volvió a inclinarse sobre el cadáver, en busca de alguna señal que indicara cómo había llegado hasta allí, pero tuvo que apartarse rápidamente, pues en ese momento la camilla bajaba sobre su cabeza.
El ruido del helicóptero y la voz amplificada que le daba instrucciones al policía atrajo a los curiosos. Un grupo de excursionistas se detuvo en lo alto del acantilado para contemplar la escena, mientras las personas que había a bordo de los barcos fondeados en Chapman's Pool se acercaban a la playa en sus botes para contemplar de cerca la operación. Reinaba cierto optimismo, porque todo el mundo daba por sentado que no estarían realizando el rescate a menos que la mujer siguiera con vida, y cuando la camilla empezó a elevarse hubo aplausos y vítores. La mayoría de la gente pensó que la mujer se había caído del precipicio; unos cuantos pensaron que quizá se había internado en el Chapman's Pool y había tenido dificultades para volver. Nadie sospechó que la habían asesinado.
Salvo Nick Ingram, quizá, que fue quien colocó el menudo y ya rígido cadáver en la camilla, indignado al ver cómo la muerte le había robado la dignidad a una mujer hermosa. Como siempre, la victoria le correspondía al ladrón, y no a la víctima.
Siguiendo las instrucciones de la operadora que atendió su llamada de emergencia, Steven Harding acompañó a los niños hasta el coche de policía que estaba aparcado junto a los cobertizos de los pescadores, donde los tres se quedaron esperando hasta que regresó su ocupante. Los hermanos, silenciosos y exhaustos tras su carrera por Chapman's Pool, querían marcharse de allí, pero su acompañante, un actor de veinticuatro años que se tomaba muy en serio su papel de cuidador, los intimidaba demasiado.
El joven vigilaba atentamente a los reservados niños (pensando que estaban demasiado impresionados para hablar) mientras intentaba animarlos contándoles lo que alcanzaba a ver de la operación de rescate. Salpicaba su discurso de expresiones como «Sois unos héroes», «Vuestra madre estará orgullosa de vosotros», «Es una suerte tener unos hijos tan responsables». Pero hasta que el helicóptero no inició el regreso a Poole y el joven se volvió hacia ellos con una sonrisa de ánimo y les dijo: «Ahora ya no tenéis que preocuparos por nada. Mamá está en buenas manos», los niños no se dieron cuenta de su error. No se les había ocurrido que lo que parecían comentarios generales sobre su madre se referían concretamente a «la mujer de la playa».
– Pero si no es nuestra madre -dijo Paul.
– Nuestra madre se va a enfadar mucho -dijo Danny con su voz de soprano, envalentonado por la disposición de su hermano a interrumpir aquel prolongado silencio-. Nos ha dicho que si llegamos tarde a comer nos pondrá una semana a pan y agua. -Era un niño muy imaginativo-. Y todavía se enfadará más cuando le diga que ha sido porque Paul quería mirar a una nudista.
– Cállate -le espetó su hermano.
– Además, me ha hecho escalar el acantilado porque desde allí la veía mejor. Papá lo va a matar por estropear los prismáticos.
– Que te calles.
– Todo ha sido culpa tuya. No debiste soltarlos. ¡Maníaco! -añadió Danny con malicia, con la seguridad de que su acompañante lo protegería.
Harding vio cómo lágrimas de humillación se agolpaban en los ojos del hermano mayor. No hacía falta darle muchas vueltas a los comentarios de Danny («nudista», «ver mejor», «prismáticos» y «maníaco») para hacerse una idea de lo ocurrido.
– Espero que valiera la pena -dijo Harding con naturalidad-. La primera mujer a la que vi desnuda era tan fea y tan vieja, que tardé tres años en volver a tener ganas de ver a otra. Vivía en la casa de al lado, y era gorda como un elefante.
– ¿Cómo era la siguiente? -preguntó Danny.
Harding miró al hermano mayor.
– Tenía unas buenas tetas -dijo guiñándole un ojo a Paul.
– Ésta también -comentó Danny.
– Pero estaba muerta -añadió su hermano.
– Mira, seguramente no estaba muerta. A veces resulta difícil distinguirlo.
– Estaba muerta -insistió Paul con desánimo-. Danny y yo hemos bajado a recoger los prismáticos. -Desenredó la camiseta para enseñarle el estuche, lleno de arañazos, de unos prismáticos Zeiss-. Lo he comprobado, por si acaso. Creo que se ahogó y que la marea la trajo hasta aquí. -Volvió a sumirse en un triste silencio.
– Quería hacerle el boca a boca -dijo Danny-, pero tenía los ojos muy raros, por eso no lo hizo.
Harding volvió a mirar al hermano mayor, esta vez con gesto comprensivo.
– La policía tendrá que identificarla -dijo-, y seguramente os pedirán que la describáis. -Le pasó la mano por el cabello a Danny y añadió-: Será mejor que cuando lo hagáis no mencionéis lo de los ojos raros ni lo de las tetas bonitas.
Danny se separó de él y dijo:
– Yo no diré nada.
El joven asintió con la cabeza.
– Buen chico. -Le cogió los prismáticos a Paul y examinó las lentes; luego los enfocó y miró el Beneteau de Chapman's Pool-. ¿La habéis reconocido? -preguntó.
– No -dijo Paul, nervioso.
– ¿Era una señora mayor?
– No.
– ¿Era guapa?
Paul sacudió los hombros y contestó:
– Supongo.
– ¿Gorda?
– No. Era muy delgada, y rubia.
Harding enfocó el yate.
– Esos cacharros son como tanques -murmuró mientras contemplaba la bahía con los prismáticos-. Bueno, por fuera están un poco arañados, pero las lentes están intactas. Vuestro padre no se enfadará demasiado.
Maggie Jenner no se habría implicado en aquel asunto si Bertie hubiera respondido a su silbido, pero como todos los perros, estaba sordo cuando le convenía. Maggie había desmontado cuando el ruido del helicóptero asustó a su caballo, y la curiosidad le había hecho bajar andando mientras se realizaba el rescate. Rodeó los cobertizos de la playa con el caballo y el perro, y Bertie, nervioso con toda aquella confusión, fue directamente hacia la entrepierna de Paul Spender, frotando el morro contra los pantalones cortos del chico y olfateándolo con entusiasmo.
Maggie silbó, pero el perro no le hizo caso.
– ¡Bertie! -gritó-. ¡Ven aquí!
Era una bestia enorme, resultado de una noche de juerga de una perra loba irlandesa, y le colgaban hilos de saliva de las mandíbulas. Sacudió la peluda cabeza y le salpicó de baba los pantalones a Paul; el niño, asustado, se quedó inmóvil.
– ¡Bertie!
– No pasa nada -dijo Harding sujetando al perro por el collar y apartándolo del niño-. Sólo intenta ser simpático. -Le acarició la cabeza al perro-. ¿Verdad, bonito?
Los hermanos, poco convencidos, se dirigieron rápidamente al otro lado del coche de policía.
– Ha sido una mañana muy dura para ellos -explicó Harding chascando la lengua y acompañando a Bertie junto a su dueña-. ¿Se estará quieto si lo suelto?
– Está nervioso -contestó Maggie; sacó una correa y se la ató al collar. Luego sujetó el extremo al estribo del caballo-. Los dos hijos de mi hermano lo adoran, y él no entiende por qué los otros niños no lo adoran también. -Sonrió y añadió-: Tú debes de tener perros. O eso, o eres muy valiente. La mayoría de la gente le tiene miedo a Bertie.
– Me crié en una granja -explicó Harding mientras le acariciaba el morro a Sir Jasper y contemplaba a Maggie con admiración.
Maggie, que como mínimo tenía diez años más que él, era una mujer alta y delgada, con media melena castaña y unos ojos oscuros que se entrecerraron, desconfiados, ante la calculadora mirada del actor. Supo exactamente qué clase de hombre era Harding cuando le miró la mano izquierda y vio que no llevaba anillo de casado.
– Gracias por tu ayuda -dijo Maggie con cierta brusquedad-. Ahora ya puedo arreglármelas sola.
Harding se enderezó y dijo:
– Buena suerte. Ha sido un placer conocerte.
Maggie era consciente de que la desconfianza que le inspiraban los hombres alcanzaba ya proporciones patológicas, y con cierto sentimiento de culpa se preguntó si habría juzgado mal a aquel joven.
– Espero que mi perro no haya asustado a tus chicos -dijo, más sosegada.
Harding rió y repuso:
– No son hijos míos. Sólo los acompaño hasta que vuelva la policía. Han encontrado a una mujer muerta en la playa, y los pobrecitos están muy impresionados. Les harías un favor si los convencieras de que Bertie no tenía malas intenciones. Los pobres podrían desarrollar canofobia además de necrofobia.
Maggie, indecisa, miró hacia el coche de policía. Los niños parecían asustados, y ella no quería sentirse culpable.
– ¿Y si les decimos que vengan -propuso Harding al advertir la vacilación de Maggie- y les dejamos acariciarlo ahora que está atado?
– Está bien -accedió ella con poco entusiasmo-. Si crees que eso los ayudará… -Pero no estaba convencida. Tenía la sensación de que, una vez más, se estaba dejando arrastrar hacia algo que no sabría controlar.
Pasado el mediodía, el agente Ingram volvió y encontró a Maggie Jenner, Steven Harding y los hermanos Spender esperándolo. Sir Jasper y Bertie estaban un poco más allá, protegidos por la sombra de un árbol, y Nick no pudo evitar admirar a Maggie. A veces pensaba que ella no tenía ni idea de lo atractiva que era; otras veces, en cambio, sospechaba que sus poses eran deliberadas. Se secó la frente con un pañuelo blanco, preguntándose quién sería aquel guaperas, y cómo se las ingeniaban él y Maggie para mantenerse tan frescos bajo el intenso sol de aquella mañana de domingo. Ambos lo miraban y reían, e Ingram dedujo, como habría hecho cualquiera, que se reían de él.
– Buenos días, señorita Jenner -dijo con exagerada formalidad.
Ella lo saludó con un gesto.
– Hola, Nick.
Ingram se volvió hacia Harding con mirada inquisidora.
– ¿Puedo ayudarle en algo?
– Me parece que no -respondió el joven con una atractiva sonrisa-. Creo que somos nosotros los que tenemos que ayudarle a usted.
Ingram había nacido y se había criado en Dorsetshire, y no tenía tiempo para gilipollas con pantaloncitos cortos y bronceado artificial.
– ¿Cómo es eso? -Su voz tenía un deje de sarcasmo que hizo que Maggie Jenner frunciera el entrecejo.
– Cuando llamé al 999, me pidieron que acompañara a estos niños hasta el coche patrulla. Son los que encontraron el cadáver. -Les dio unas palmadas en los hombros y añadió-: Son unos héroes. Maggie y yo les hemos dicho que merecen una medalla.
A Ingram no le hizo ninguna gracia que Harding se refiriera a Maggie por su nombre de pila, pero puso en duda el entusiasmo de ella por ser tratada con tanta familiaridad por semejante fantasma. Maggie tenía mejor gusto. Ingram dirigió su atención a Paul y Danny Spender. El mensaje que había recibido era muy claro. Dos niños habían visto caer a su madre por un precipicio con unos prismáticos. En cuanto vio el cadáver, Ingram comprendió que no podía haber caído por el acantilado, y ahora, al ver a los niños, puso en duda el resto de la información, porque estaban demasiado tranquilos.
– ¿Conocíais a esa mujer? -les preguntó.
Los niños negaron con la cabeza.
Ingram abrió la puerta del coche y sacó un bloc y un lápiz.
– ¿Le importaría decirme cómo ha llegado a la conclusión de que esa mujer estaba muerta? -le preguntó a Harding.
– Me lo han dicho los niños.
– ¿Es eso cierto? -Ingram examinó al joven y luego, deliberadamente, lamió la punta del lápiz porque sabía que eso molestaría a Maggie-. ¿Puede decirme su nombre y su dirección, por favor, y el nombre de la persona para la que trabaja, si es que trabaja?
– Me llamo Steven Harding y soy actor. -Le dio una dirección de Londres-. Ahí es donde podrá encontrarme entre semana, pero si tiene algún problema para localizarme siempre puede llamar a mi agente, Graham Barlow, de la agencia Barlow. -Le dio otra dirección de Londres-. Graham lleva mi agenda -añadió.
Bravo por Graham, pensó Ingram agriamente, esforzándose para contener sus prejuicios contra los jóvenes apuestos como aquél. Guaperas, londinense, actor… La dirección que Harding le había dado era de Highbury, e Ingram habría apostado a que aquel fantasma era seguidor del Arsenal, no porque hubiera ido alguna vez a algún partido, sino porque había leído Fever Pitch, o había visto la película.
– Y ¿qué ha traído a un actor por estos pagos, señor Harding? -preguntó Ingram.
Harding explicó que estaba pasando el fin de semana en Poole y que aquel día pensaba ir caminando hasta Lulworth Cove. Dio unos golpecitos en el teléfono móvil que llevaba enganchado a la cinturilla, y dijo que era una suerte, porque de otro modo los niños habrían tenido que ir hasta Worth Matravers para pedir ayuda.
– Veo que viaja usted ligero -observó Ingram echando un vistazo al teléfono-. ¿No le da miedo deshidratarse? Hay un buen trecho hasta Lulworth.
El joven se encogió de hombros.
– He cambiado de opinión. No me había dado cuenta de lo lejos que está.
Ingram preguntó a los chicos su nombre y su dirección, además de pedirles una breve descripción de lo ocurrido. Los niños le dijeron que habían visto a la mujer en la playa cuando bordeaban Egmont Point, a las diez en punto.
– ¿Y después? -preguntó el policía-. ¿Habéis bajado a ver si estaba muerta y habéis ido a pedir ayuda?
Los niños asintieron.
– No os habéis dado mucha prisa, ¿verdad?
– Iban como una bala -terció Harding saliendo en su defensa-. Yo los he visto.
– Si no recuerdo mal, usted llamó al teléfono de emergencia a las 10:43. Y dos chavales sanos no tardan casi tres cuartos de hora en recorrer Chapman's Pool. -Miró a Harding-. Y ya que hablamos de informaciones confusas, quizá quiera explicarme por qué el mensaje que recibí decía que dos niños habían visto caer a su madre por un precipicio mientras utilizaban unos prismáticos.
Maggie iba a decir algo en defensa de los niños, pero la mirada intimidadora de Ingram le hizo cambiar de opinión.
– Tiene razón, fue un malentendido -dijo Harding apartándose un oscuro mechón de los ojos con una sacudida de la cabeza-. Estos dos chicos -dijo rodeándole los hombros a Paul- subían a toda velocidad por la colina gritando y chillando algo sobre una mujer que había en la playa, detrás del cabo, y de unos prismáticos que se habían caído, y yo me precipité con mis deducciones. La verdad es que estábamos un poco alterados. Ellos estaban preocupados por los prismáticos, y yo creí que hablaban de su madre. -Le cogió los Zeiss a Paul y se los dio a Ingram-. Estos prismáticos son de su padre. Se les cayeron cuando vieron a la mujer. Están muy preocupados por cómo va a reaccionar su padre cuando vea cómo han quedado, pero Maggie y yo les hemos convencido de que cuando sepa lo bien que se han portado, no se enfadará.
– ¿Conoce al padre de esos niños? -preguntó Ingram mientras examinaba los prismáticos.
– No, claro que no. Acabo de conocer a los chicos.
– Entonces no tiene la seguridad de que estos prismáticos sean suyos.
– No, claro. -Harding, vacilante, miró a Paul y vio la mirada de pánico del chico-. Venga, hombre -dijo bruscamente-. ¿De dónde quiere que los hayan sacado?
– De la playa. Habéis dicho que visteis a la mujer cuando pasasteis Egmont Point -les recordó a Paul y Danny.
Los niños, asustados, asintieron.
– Entonces, ¿cómo es que estos prismáticos están como si se hubieran caído por un acantilado? ¿No será que los encontrasteis junto a la mujer y decidisteis quedároslos?
Los niños, ruborizados de ansiedad ante la posibilidad de que se descubriera su voyeurismo, lo miraron con aire culpable. Ninguno de los dos contestó.
– Mire, no hay para tanto -dijo Harding-. Sólo querían distraerse un poco. La mujer estaba desnuda, así que subieron para verla mejor. No se dieron cuenta de que estaba muerta hasta que se les cayeron los prismáticos y tuvieron que bajar a recogerlos.
– Y usted lo ha visto todo, ¿no es así?
– No -admitió Harding-. Ya le he dicho que yo venía desde el cabo St Alban.
Ingram se volvió para contemplar el lejano promontorio, con su diminuta capilla normanda en lo alto, dedicada a san Alban.
– Desde allí arriba hay una buena vista de Egmont Bight -dijo-, sobre todo en un día despejado como hoy.
– Sólo con unos prismáticos -dijo Harding.
Ingram sonrió mientras miraba al joven de arriba abajo.
– Cierto -coincidió-. Dígame, ¿dónde se encontraron usted y los chicos?
Harding señaló el camino que bordeaba la costa.
– Empezaron a gritarme cuando estaban subiendo Emmetts Hill, y yo bajé a reunirme con ellos.
– Veo que conoce bien esta zona.
– Así es.
– ¿Cómo es eso, si dice que vive en Londres?
– Vengo mucho por aquí. Londres se pone insoportable en verano.
Ingram echó un vistazo a la empinada ladera.
– Esta colina se llama West Hill -comentó-. Emmetts Hill es la siguiente.
Harding se encogió de hombros y dijo:
– De acuerdo. No conozco la zona tan bien como usted, pero casi siempre vengo en barco, y en las cartas marinas no se menciona West Hill. Toda esta escarpadura recibe el nombre de Emmetts Hill. Los niños y yo nos hemos encontrado más o menos allí. -Señaló un punto de la verde ladera de la colina.
Ingram reparó en el ceño de desaprobación de Paul Spender, pero no hizo ningún comentario.
– ¿Dónde está su barco ahora, señor Harding? -preguntó.
– En Poole. Anoche lo saqué, pero como apenas hay viento y me apetecía hacer un poco de ejercicio -dijo Harding mirando a Ingram con una sonrisa infantil- me decidí a usar los pies.
– ¿Cómo se llama su barco?
– Crazy Daze.
– ¿Dónde lo amarra normalmente?
– En Lymington.
– ¿Vino usted de Lymington ayer?
– Sí.
– ¿Solo?
Harding vaciló un instante y dijo:
– Sí.
Ingram le sostuvo la mirada.
– ¿Piensa salir a navegar esta noche?
– Sí, eso tenía planeado, aunque si el viento no mejora tendré que utilizar el motor.
El agente asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho.
– Bueno, muchas gracias, señor Harding. Me parece que no necesito entretenerlo más. Voy a llevar a estos chicos a su casa y a comprobar lo de los prismáticos.
Harding se dio cuenta de que Paul y Danny se le acercaban sigilosamente para sentirse protegidos.
– Le explicará a sus padres el buen trabajo que han hecho, ¿verdad, agente? Tenga en cuenta que, de no ser por ellos, esa pobre mujer podría haber seguido ahí flotando hasta que volviera a bajar la marea. Se merecen una medalla, y no una bronca de su padre.
– Está muy bien informado.
– Confíe en mí. Conozco bien esta costa. Hay una corriente continua sur-sureste que va hacia el cabo St Alban, y si esa corriente la hubiera arrastrado, esa mujer no habría aparecido. Hay una resaca del demonio. Supongo que habría ido a parar al fondo.
Ingram sonrió y dijo:
– Me refería a que está bien informado acerca de la mujer, señor Harding. Cualquiera diría que la ha visto usted con sus propios ojos.