En el Range Rover de la policía, Harding estuvo callado casi todo el trayecto a Swanage. Ingram no intentó conversar con él. De vez en cuando, cuando miraba hacia la izquierda para ver si venía algún coche, sus miradas se encontraban, pero Ingram no sintió por Harding la empatia que Galbraith había sentido por él en el Crazy Daze. Lo único que veía en el rostro de Harding era inmadurez, y lo despreciaba por ello. Harding le recordaba a todos los jóvenes delincuentes que había detenido a lo largo de los años; ninguno de ellos había tenido la experiencia ni el sentido común para prever las consecuencias de su comportamiento. Ellos sólo pensaban en términos de retribución y justicia, y en si los llevarían a la cárcel; pero nunca pensaban en la lenta destrucción de sus vidas. Cuando atravesaban el pueblecito de Corfe Castle, con sus murallas en ruinas, Harding rompió el silencio.
– Si el domingo usted no hubiera sacado conclusiones precipitadas, no habría pasado nada de todo esto.
– ¿Nada de qué?
– De todo esto. Mi detención. Esto. -Se tocó el brazo-. Yo no debería estar aquí, sino en Londres. Tenía un papel en una obra que habría supuesto mi lanzamiento.
– El único motivo de que esté aquí es que esta mañana ha agredido a la señorita Jenner -le recordó Ingram-. ¿Qué tienen que ver los sucesos del pasado domingo con eso?
– Maggie no me habría conocido si no hubieran asesinado a Kate.
– Eso es verdad.
– Y ustedes creen que yo tengo algo que ver con eso, pero no es justo -protestó Harding con amargura-. No es más que una maldita coincidencia, igual que mi encuentro con Maggie esta mañana. ¿Cree que yo me habría acercado por allí de haber sabido que me la iba a encontrar?
– ¿Por qué no? -Salieron de la zona de velocidad limitada, e Ingram aceleró la marcha.
Harding miró al policía y dijo:
– ¿Se imagina lo que es estar sometido a vigilancia policial? Ustedes tienen mi coche y mi barco. Tengo que permanecer en una dirección que han elegido ustedes. Es como estar en la cárcel. Me están tratando como a un criminal y yo no he hecho nada, pero si pierdo los nervios porque una imbécil me trata como si fuera Jack el Destripador, me acusan de agresión.
Sin apartar la vista de la carretera, Ingram replicó:
– Usted le pegó. ¿No cree que ella tenía motivos para tratarlo como a Jack el Destripador?
– Le pegué porque no paraba de chillar. -Empezó a mordisquearse las uñas y añadió-: Supongo que usted le dijo que yo era un violador, y que ella le creyó. Eso ha sido lo que me ha fastidiado. El domingo ella no tenía nada contra mí, y hoy va y…
– ¿Sabía usted que ella podía estar allí?
– Por supuesto que no. ¿Cómo iba a saberlo?
– Maggie suele cabalgar por ese barranco por la mañana. Es uno de los pocos sitios donde puede dar una buena galopada. Cualquiera que la conozca podría habérselo dicho. Además, es uno de los pocos sitios con fácil acceso a la playa desde el sendero de la costa.
– No lo sabía.
– Entonces ¿por qué le sorprende que ella se asustara al verlo? Se habría asustado al ver a cualquiera que hubiera aparecido inesperadamente en un cabo desierto.
– Usted no la habría asustado.
– Yo soy policía. Maggie confía en mí.
– En mí también confiaba -replicó Harding-, hasta que usted le dijo que yo era un violador.
Era el mismo argumento de Maggie, e Ingram reconoció que era cierto, aunque no lo dijo. Arruinar la reputación de una persona inocente era una injusticia, y aunque ni él ni Galbraith habían afirmado que Harding fuera un violador, bastaba con sus insinuaciones. Siguieron callados un rato. La carretera de Swanage discurría hacia el sureste a lo largo de la cresta de Purbeck, y el mar aparecía intermitentemente entre tramos de pastos. A Ingram le daba el sol en el brazo y el cuello. Harding, sentado a la sombra en el lado izquierdo del coche, estaba en tensión, como si tuviera frío, y miraba por la ventana, ensimismado. Parecía aletargado, e Ingram no sabía si todavía intentaba prepararse alguna defensa o si lo ocurrido aquella mañana empezaba a pesarle.
– Deberían matar a ese perro -dijo Harding.
Entonces era que todavía se estaba preparando una defensa. Ingram se preguntó por qué había tardado tanto en pensar en eso.
– La señorita Jenner dice que el perro sólo intentaba protegerla -dijo.
– Me atacó.
– No debió usted pegar a Maggie.
Harding suspiró.
– No era mi intención hacerlo -admitió, como si se hubiera dado cuenta de que no valía la pena seguir discutiendo-. Seguramente no lo habría hecho si ella no me hubiera llamado pervertido. El último que me dijo eso fue mi padre, y lo tumbé de un puñetazo.
– ¿Por qué le llamó pervertido?
– Porque le dije que había posado para unas fotos pornográficas. -El joven apretó los puños y agregó-: Me gustaría que la gente se ocupara de sus cosas. Me saca de mis casillas que me den sermones sobre mi vida.
Ingram meneó la cabeza.
– En esta vida todo tiene un precio, Steve. El que siembra, recoge.
– ¿Qué demonios quiere decir?
– Que nadie le prometió un lecho de rosas.
Harding miró por la ventanilla, ignorando lo que sin duda consideraba una típica actitud paternalista de un policía.
– No sé qué coño insinúa.
Ingram esbozó una sonrisa.
– ¿Qué hacía esta mañana en Emmetts Hill?
– Fui a dar un paseo.
Hubo un breve silencio, y luego Ingram soltó una risa burlona.
– ¿No se le ocurre nada mejor que decir?
– Es la verdad.
– Y un cuerno. Ha tenido todo el día para pensárselo, pero si ésa es la única explicación que se le ocurre, debe de tener una opinión muy pobre de la policía.
El joven lo miró sonriente.
– Así es.
– Entonces tendremos que hacer algo para que modifique esa opinión. -Ingram le devolvió la sonrisa-. ¿No cree?
Gregory Freemantle estaba en su piso de Poole sirviéndose una copa cuando su novia apareció con dos detectives. Había un ambiente sumamente tenso, y los policías se percataron de que acababan de interrumpir una discusión.
– Los detectives Campbell y Langham -dijo ella secamente-. Quieren hablar contigo.
Freemantle era un playboy entrado en años, con cabello rubio desgreñado e incipientes bolsas alrededor de los ojos y bajo la barbilla.
– Dios mío -gimió-, espero que no se hayan tomado en serio lo de ese maldito bidón de gasolina. No tiene ni idea de navegación, ni de niños, por cierto, pero eso no le impide hablar de ambas cosas como si fuera una experta.
Era de esos tipos por los que los hombres sienten una antipatía instintiva, y Campbell miró con compasión a su novia.
– No era un bidón de gasolina, sino un bote volcado. Lamento decepcionarlo, pero nos hemos tomado muy en serio la información que nos ha proporcionado la señorita Hale.
Freemantle dijo:
– Muy buena, Jenny. -Sus ojos delataban un nivel de alcohol considerable, pero aun así se bebió de un trago dos dedos de whisky y fue a servirse otro.
– Estamos intentando descartar a unos sospechosos del asesinato de Kate Sumner -explicó Campbell-, y nos interesan todas las personas que estuvieron en Chapman's Pool el domingo pasado. Tenemos entendido que usted estuvo allí en un Fairline Squadron.
– Así es. Ya se lo ha dicho ella, ¿no?
– ¿Quién había con usted?
– Jenny y mis dos hijas, Marie y Fliss. Y si tanto le interesa, le diré que fue una pesadilla. Te compras un barco para que todas estén contentas y lo único que ellas saben hacer es enfadarse. Lo voy a vender. -Su expresión denotaba autocompasión-. Salir solo no tiene gracia, pero salir con una jauría todavía es peor.
– ¿Alguna de sus hijas estaba tumbada en biquini en la proa del barco entre las doce y media y la una del domingo?
– No lo sé.
– ¿Tiene alguna de las dos un amigo llamado Steven Harding?
Freemantle se encogió de hombros.
– Me gustaría que contestara mi pregunta, señor Freemantle.
– Pues no puedo contestarla porque no lo sé, ni me importa -dijo agresivamente el señor Freemantle-. Por hoy ya he tenido bastante de mujeres. -Volvió a levantar el vaso-. Mi esposa me ha hecho saber que tiene intención de llevar mi empresa a la bancarrota para quitarme tres cuartas partes de lo que me pertenece. Mi hija de quince años me dice que está embarazada y que quiere irse a Francia con un melenudo que se las da de actor, y mi novia -señaló a Jenny Hale-, esa de ahí, me dice que la culpa de todo la tengo yo por dejar de lado mis responsabilidades como marido y como padre. Así que, ¡salud! ¡Por los hombres!
Campbell preguntó a la mujer:
– ¿Puede ayudarnos, señorita Hale?
Ella miró a Gregory, buscando su apoyo, pero como él eludió su mirada, se encogió de hombros y dijo:
– Qué más da, de todos modos pensaba marcharme hoy mismo. Marie, la de quince años, llevaba un biquini y estuvo tomando el sol en la proa antes de comer. Estaba tumbada boca abajo para que su padre no viera que tiene el vientre hinchado, y le hacía señas a su novio, que estaba en la playa masturbándose. Luego se puso un pareo para disimular su embarazo. Después nos dijo que su novio se llama Steven Harding, que vive en Londres y es actor. Yo ya sabía que Marie estaba tramando algo porque desde que nos marchamos de Poole estuvo muy nerviosa, y comprendí que su conducta debía de tener algo que ver con el chico de la playa, porque cuando nos marchamos se puso insoportable. -Suspiró y prosiguió-: Eso fue lo que desencadenó la pelea. Hoy, cuando Marie se presentó hecha una fiera, como siempre, le dije a su padre que debería preocuparse más de lo que está pasando, porque yo ya hace tiempo que sé que su hija está embarazada y que toma drogas. Ahora se ha desatado la tormenta.
– ¿Sigue Marie aquí?
Jenny asintió.
– Está en el cuarto de invitados.
– ¿Cuál es su domicilio habitual?
– Vive en Lymington con su madre y su hermana.
– ¿Sabe usted lo que Marie y su novio pensaban hacer el domingo?
Jenny miró a Gregory antes de contestar:
– Querían fugarse a Francia, pero cuando apareció esa mujer en la playa tuvieron que abandonar sus planes, porque había demasiada gente mirando. Por lo visto Steve tiene un barco y lo había dejado en el puerto deportivo de Salters, y el plan era que Marie se esfumara de Chapman's Pool tras decir que se iba a dar un paseo hasta Worth Matravers. Creían que si ella se ponía unas prendas de hombre que Steve había cogido e iban caminando hasta el ferry, podrían llegar a Francia por la noche, y que nadie se enteraría de dónde estaba Marie, ni con quién. -Sacudió la cabeza-. Ahora amenaza con suicidarse si su padre no le deja irse a vivir a Londres con Steve.
Mientras un equipo de la policía científica examinaba el garaje de Lymington en busca de pruebas, Tony Bridges era interrogado como testigo por el comisario Carpenter y el inspector Galbraith. Sin embargo, Bridges se negó a repetir lo que le había dicho a Galbraith sobre las actividades de contrabando de Harding, y como de ese asunto se ocupaban los de aduanas, Carpenter no hizo hincapié en él. Prefirió sorprender a Bridges mostrándole la cinta de vídeo en que aparecía Harding masturbándose, y después le preguntó si su amigo tenía por costumbre realizar actos indecentes en público.
Bridges se mostró sorprendido.
– ¡Joder! -exclamó secándose la frente con la manga-. ¿Cómo quiere que lo sepa? No vivimos juntos. Steve nunca ha hecho nada así delante de mí.
– Tampoco es tan grave -murmuró Galbraith, sentado junto a Carpenter-. Sólo es una paja disimulada. ¿Por qué le abruma tanto, Tony?
El joven lo miró, nervioso.
– Creo que se trata de algo peor.
– Es usted un tipo listo -terció Carpenter, congelando la imagen en el momento en que Harding se limpiaba-. ¿Ve el logotipo del Derby FC en la camiseta que está utilizando? Es de un niño de diez años que se llama Danny Spender. El chaval cree que Steve se la robó el domingo al mediodía, y media hora más tarde lo vemos eyaculando sobre ella. Usted conoce mejor que nadie a Harding. ¿Cree que le van los chicos jóvenes?
Bridges cada vez estaba más asombrado.
– No -contestó.
– Tenemos un testigo que afirma que Steve no les quitaba las manos de encima a esos dos chavales que encontraron el cadáver de Kate Sumner. Uno de ellos declaró que Steve utilizó su teléfono móvil para conseguir una erección delante de ellos. Y un policía dice que mantuvo la erección mientras estuvo con los niños.
– ¡Mierda! -Bridges se pasó la lengua por los resecos labios-. Mire, yo siempre he pensado que no soportaba a los niños. No soporta trabajar con ellos ni que yo hable de mi trabajo de maestro. -Miró la imagen congelada en la pantalla del televisor-. Aquí tiene que haber un error. De acuerdo, a Steve le gusta el sexo; habla mucho de sexo, le gustan las películas porno, alardea de sus orgías y esas cosas, pero siempre con mujeres. Apostaría a que no es marica.
Carpenter se inclinó y miró a Bridges; luego miró la pantalla del televisor.
– Eso le ha ofendido, ¿verdad? ¿Por qué, Tony? ¿Ha reconocido a alguien más en las imágenes?
– No. Es sólo que lo encuentro obsceno.
– No será peor que las fotografías pornográficas en las que posa su amigo.
– No lo sé. Nunca he visto esas fotografías.
– Alguna habrá visto. Descríbanoslas.
Bridges sacudió la cabeza.
– ¿Salen niños? Me consta que ha posado para revistas gays. ¿Posa también con niños?
– No sé nada de eso. Tendrá que hablar con su agente.
Carpenter anotó algo y prosiguió:
– Los actos de pedofilia se pagan mejor que ninguna otra cosa.
– Yo no tengo ni idea.
– Usted es maestro, Tony. Tiene más responsabilidades hacia los niños que el resto de la gente. ¿Posa su amigo con menores?
Bridges sacudió la cabeza.
– Anthony Bridges se niega a contestar -dijo Carpenter al micrófono de la grabadora. Consultó una hoja y continuó-: El martes nos dijo que Steve no era mujeriego, y ahora dice que alardea de sus orgías. ¿En qué quedamos?
– Le gusta hablar de sus conquistas -respondió Bridges mirando a Galbraith-. Por eso me enteré de lo de Kate. Siempre me contaba lo que hacían.
Galbraith se masajeó la nuca.
– A mí me da la impresión de que Steve habla mucho y hace poco, Tony -comentó-. A su amigo le van las juergas solitarias. En la playa. En el barco. En su piso. ¿Pensó alguna vez que Steve podría estar mintiéndole sobre sus relaciones con mujeres?
– No. ¿Por qué iba a pensarlo? Es guapo y tiene mucho éxito.
– Se lo plantearé de otro modo. ¿A cuántas de esas mujeres ha conocido usted? ¿A cuántas ha llevado a su casa?
– No necesita llevarlas a mi casa. Las lleva a su barco.
– Entonces, ¿cómo es que no hay pruebas de eso? En el barco había un par de prendas femeninas y unos zapatos de Hannah, pero nada que indicara que alguna mujer se hubiera acostado con él.
– Eso no lo puede saber.
– Venga, Tony -dijo Galbraith, exasperado-. Usted es químico. Las sábanas están llenas de manchas de semen, pero no hay nada que indique que había alguien más con él cuando Harding eyaculaba.
Bridges, desesperado, miró al comisario.
– Lo único que puedo decir es lo que Steve me dijo a mí. Yo no tengo la culpa de que ese imbécil me haya mentido.
– Cierto -concedió Carpenter-, pero usted sigue vendiéndonos la idea de que es un semental. -Sacó la declaración de Bridges de una carpeta y se la enseñó-. Insiste usted en que Harding es un joven apuesto. A principios de esta semana dijo: «Steve es un tipo atractivo y tiene una activa vida sexual. Suele salir con dos chicas a la vez…» -Arqueó las cejas y preguntó-: ¿Quiere hacer algún comentario sobre eso?
Era evidente que Tony no sabía adónde querían llevarlo con aquellas preguntas, y que necesitaba tiempo para pensar. Eso interesó a los dos policías. Era como si Tony intentara prever los movimientos en una partida de ajedrez, y como si hubiera empezado a asustarse porque se había percatado de la superioridad del contrario. De vez en cuando miraba la pantalla del televisor, pero apartaba la vista como si no soportara ver aquella imagen congelada.
– No sé qué quieren que les diga.
– Es muy sencillo, Tony: estamos contrastando su retrato de Steve con las pruebas que tenemos. Usted quiere hacernos creer que su amigo tuvo una aventura relativamente larga con una mujer casada y mayor que él, pero nos está costando comprobarlo. Usted le dijo a mi compañero que a veces Steve llevaba a Kate a su casa, y sin embargo, pese a que es evidente que hace meses que no limpia su casa, no hemos encontrado ni una sola huella de Kate Sumner. Tampoco hay nada que indique que ella haya estado en el coche de Steve, pese a que usted dijo que él la había llevado varias veces a New Forest para hacerle el amor en el asiento trasero.
– Steve me dijo que iban a sitios apartados. Temían que William se enterara, porque, según Steve, era muy celoso. -Al ver la expresión de incredulidad de Carpenter, protestó-: Yo no tengo la culpa de que me mintiera.
– A nosotros nos dijo que William era un hombre maduro y recto -dijo Carpenter, pensativo-. No recuerdo que insinuara que era una persona agresiva.
– Yo me limito a repetir lo que Steve me dijo.
Galbraith se removió en la silla y dijo:
– De modo que todo lo que usted sabe sobre la supuesta relación de Steve con Kate procede de un único encuentro con ella en un pub y de lo que él le contó sobre ella, ¿no?
Bridges asintió.
– Anthony Bridges dice que sí -dijo Galbraith acercándose al micrófono-. ¿Qué pasaba, Tony? ¿Se avergonzaba Steve de esa relación? ¿Por eso usted sólo lo vio con Kate una vez? Usted mismo ha dicho que no entendía qué era lo que le atraía de ella.
– Estaba casada -dijo Bridges-. Es lógico que Steve no la paseara por la ciudad, ¿no?
– ¿Alguna vez ha paseado a otra mujer por la ciudad?
Hubo un largo silencio.
– La mayoría de las mujeres con quienes sale están casadas -dijo Bridges.
– ¿No será que se las inventa? -sugirió Carpenter-. Según él, Bibi también era novia suya.
Bridges parecía aturdido, como si de pronto sus intuiciones cobraran sentido. No respondió.
Galbraith señaló la pantalla del televisor.
– Lo que estamos empezando a sospechar es que Steve hablaba mucho para disimular que no hacía nada. A lo mejor fingía que le gustaban las mujeres porque no quería que nadie supiera que sus gustos iban en otra dirección. Tal vez ni siquiera es capaz de reconocerlo, y se desahoga en privado. -Señaló a Bridges y añadió-: Pero si es así, ¿qué pasa con usted y con Kate Sumner?
– No le entiendo.
El inspector sacó el bloc de notas y lo abrió.
– Le recordaré lo que dijo usted sobre ella: «Creo que debía de alimentarse de culebrones. Kate decía que Hannah se pondría a gritar como una histérica. Creo que lleva mucho tiempo engañando a idiotas como su marido». Podría continuar. Habló usted sobre ella durante quince minutos, con fluidez y sin que yo le hiciera preguntas. -Dejó el bloc en la mesa-. ¿Quiere explicarnos cómo sabe tanto sobre una mujer a la que sólo vio una vez?
– Lo único que sé es lo que me contó Steve.
Carpenter señaló la grabadora.
– Esto es una entrevista formal, Tony. Permítame que le formule de nuevo la pregunta para que no haya malentendidos. Teniendo en cuenta que los Sumner llevan poco tiempo en Lymington, que tanto Steven Harding como William Sumner han negado que Steve y Kate tuvieran ningún tipo de relación, y que usted, Anthony Bridges, asegura que sólo la ha visto una vez, ¿cómo explica que sepa tanto sobre ella?
Marie Freemantle era una rubia alta y delgada con largo cabello ondulado y unos enormes ojos, que ahora tenía llenos de lágrimas. Cuando la tranquilizaron diciéndole que a Steve no le había pasado nada y que lo estaban interrogando para averiguar qué hacía en Chapman's Pool el domingo, se secó las lágrimas y dedicó a los policías una ensayada sonrisa. Ambos quedaron impresionados, aunque su admiración se vino abajo en cuanto descubrieron el egoísmo y la arrogancia que se escondía detrás de aquel bonito rostro. Se dieron cuenta de que la chica no era demasiado lista cuando comprobaron que no se le había ocurrido que quisieran hablar con ella porque Steve era sospechoso del asesinato de Kate Sumner. Marie dijo que prefería hablar con ellos a solas, e hizo gala de una aguda mordacidad, sobre todo dirigida hacia la novia de su padre, a la que definió como una zorra entrometida.
– La odio -dijo-. Todo iba estupendamente hasta que ella metió la nariz.
– ¿Significa eso que siempre te han dejado hacer lo que querías? -preguntó Campbell.
– Ya soy mayorcita.
– ¿Cuántos años tenías cuando tuviste relaciones sexuales con Steven Harding por primera vez?
– Quince. Pero hoy en día eso no tiene nada de raro. La mayoría de mis amigas han empezado a tener relaciones a los trece.
– ¿Cuánto hace que lo conoces?
– Seis meses.
– ¿Con qué frecuencia has tenido relaciones sexuales con él?
– Muchas veces.
– ¿Dónde?
– Casi siempre en su barco.
– ¿En la cabina?
– No siempre. La cabina apesta. Steve sube una manta a la cubierta y lo hacemos al sol, o bajo las estrellas. Es fantástico.
– ¿Mientras el barco está amarrado a la boya? -preguntó Campbell con perplejidad. Al igual que le ocurría a Galbraith, le sorprendía la magnitud del abismo que separaba a la juventud de hoy en día de su generación-. ¿A la vista de los pasajeros del ferry de la isla de Wight?
– Claro que no -dijo ella, indignada, y volvió a sacudir los hombros-. Steve me recoge en algún sitio y vamos a navegar.
– ¿Dónde te recoge?
– En muchos sitios. Se metería en un buen lío si alguien se enterara de que sale con una quinceañera, pero dice que si no utilizas el mismo sitio nadie se fija. -Se encogió de hombros y comprendió que tenía que explicarse mejor-. Si utilizas un puerto deportivo una vez cada dos semanas, ¿quién se va a acordar? Después están las salinas. Yo voy por el camino desde Yacht Haven y él me recoge con su bote. A veces voy a Poole en tren y nos encontramos allí. Mi madre cree que estoy con mi padre, y mi padre que estoy con mi madre. Es muy sencillo. Yo le llamo al móvil y él me dice adónde tengo que ir.
– ¿Le has dejado un mensaje en el móvil esta mañana?
Marie asintió.
– Él no me llama, para que mi madre no sospeche.
– ¿Dónde lo conociste?
– En el club náutico de Lymington. El día de San Valentín hubo una fiesta, y mi padre consiguió entradas. Mi madre dijo que Fliss y yo podíamos ir si mi padre nos vigilaba, pero él se emborrachó, como siempre, y mi hermana y yo nos quedamos solas. Entonces mi padre salía con la imbécil de su secretaria. Yo la odiaba porque intentaba enemistar a mi padre conmigo.
– ¿Fue tu padre quien te presentó a Steve? ¿Se conocían?
– No. Me lo presentó un profesor mío.
– ¿Qué profesor?
– Tony Bridges. -Sus carnosos labios esbozaron una sonrisa maliciosa-. Siempre le he gustado, y el pobre estaba intentando coquetear conmigo cuando Steve le cortó. Cómo se cabreó. Se ha pasado todo el curso dándome la lata, intentando averiguar qué pasaba, pero Steve me aconsejó que no se lo contara. Dice que Tony es tan celoso que si pudiera nos haría alguna putada.
Campbell recordó la conversación mantenida con Bridges el lunes por la noche, y dijo:
– A lo mejor se siente responsable de ti.
– No es por eso -repuso ella con sorna-. Lo que pasa es que es un desgraciado. Las novias no le duran nada, porque casi siempre está colocado y no cumple en la cama. Ahora lleva unos cuatro meses saliendo con una peluquera, y Steve dice que la droga para que la chica no pueda quejarse de lo mal que folla Tony. Creo que tiene algún problema, porque en clase siempre está intentando meterle mano a las chicas; pero nuestro director es un inútil y no hace nada al respecto.
Campbell le dirigió una mirada de complicidad a su colega. A continuación preguntó:
– ¿Cómo sabe Steve que Tony droga a su novia?
– Porque le ha visto hacerlo. Disuelves una pastilla en la cerveza y la chica se desmaya.
– ¿Sabes qué droga utiliza?
Marie volvió a encogerse de hombros y contestó:
– Somníferos.
– Sólo hablaré delante de un abogado -declaró Bridges-. Mire, esa mujer estaba enferma. ¿Encuentra rara a su hija? Pues créame, comparada con la madre esa niña está tan cuerda como usted y yo.
La agente Griffiths oyó ruido de cristales rotos desde la cocina. Había dejado a Hannah mirando la televisión en el salón, y William seguía en su estudio del piso superior, donde se había refugiado, ofendido y resentido después de su entrevista con el inspector Galbraith. La agente recorrió el pasillo de puntillas y cuando abrió la puerta del salón vio a Sumner. Él la miró, desconsolado y pálido, y después señaló a su hija, que iba de un lado a otro, cogiendo fotografías de su madre y arrojándolas a la chimenea mientras emitía agudos chillidos.
Ingram le ofreció una taza de té a Harding y se sentó al otro lado de la mesa. La actitud del joven lo desconcertaba. Se había imaginado un interrogatorio largo, salpicado de desmentidos y acusaciones, pero Harding había admitido su culpabilidad y había ratificado todo lo que Maggie había dicho en su declaración. Ahora sólo faltaba que lo acusaran formalmente y que lo retuvieran hasta la mañana siguiente. Lo único que le preocupaba era su teléfono. Cuando Ingram se lo entregó al sargento que tenía la custodia del detenido y lo incluyó en el inventario de los objetos personales de Harding, éste se mostró aliviado. Sin embargo, Ingram no sabía si el alivio se debía a que le habían devuelto el teléfono o a que estaba apagado.
– ¿Qué le parece si hablamos un poco extraoficialmente? -propuso el policía-. Aunque sólo sea para satisfacer mi curiosidad. La grabadora está apagada, y no habrá testigo de esta conversación.
– ¿De qué quiere que hablemos? -preguntó Harding con indiferencia.
– De usted. De lo que está pasando. Me gustaría que me dijera qué hacía en el sendero de la costa el domingo. Y por qué regresó a Chapman's Pool esta mañana.
– Ya se lo he dicho. Me apetecía pasear. -Harding esbozó una sonrisa de chulo-. Las dos veces.
– Muy bien. -Ingram apoyó las manos en el borde de la mesa, dispuesto a levantarse-. Se está cavando su propia tumba. Después no se queje de que nadie le ofreció ayuda. Usted siempre ha sido el principal sospechoso. Conocía a la víctima, tiene un barco, estaba allí y mintió acerca de lo que había ido a hacer. ¿Se imagina qué pensará el jurado si el fiscal decide acusarlo de la violación y asesinato de Kate Sumner?
– No pueden acusarme. No tienen ninguna prueba.
– ¡Venga, Steve! -exclamó Ingram sentándose de nuevo-. ¿No lee los periódicos? Muchos criminales han ido a la cárcel con menos pruebas de las que la policía de Winfrith tiene contra usted. De acuerdo, sólo son circunstanciales, pero a los jurados no les gustan las coincidencias, como nos ocurre a nosotros, y su comportamiento de esta mañana no le ha ayudado mucho. Lo único que demuestra es que las mujeres le ponen nervioso y que es capaz de atacarlas. -Ingram hizo una pausa para ver si Harding decía algo-. Por si le interesa saberlo, le diré que en el informe que redacté el lunes, mencioné que a la señorita Jenner y a mí nos pareció que usted tenía problemas para disimular su erección. Después uno de los chicos Spender explicó que antes de que llegara la señorita Jenner usted se estaba masturbando con ayuda de su teléfono móvil. -Se encogió de hombros-. Quizá no tenga nada que ver con Kate Sumner, pero no sonará muy bien en un tribunal.
Harding se ruborizó.
– ¡Tonterías! -exclamó.
– Pero ciertas.
– Ojalá no se me hubiera ocurrido ayudar a esos chicos -dijo Harding, furioso-. De no haber sido por ellos, ahora no estaría metido en este lío. Debí seguir mi camino y dejar que se las arreglaran. -Se apartó el cabello de la cara y apoyó la frente en las palmas-. ¡Dios mío! ¿Por qué tuvo que poner una cosa así en su informe?
– Porque ocurrió.
– No fue como usted dice -dijo Harding hoscamente. Todavía tenía aquel rubor de humillación en las mejillas.
– Pues ¿cómo? -Ingram lo miró-. Los jefes creen que volvió usted para regodearse contemplando a la víctima, y que por eso tenía una erección.
– ¡Eso es una estupidez!
– ¿Qué otra explicación hay? Si no fue el cadáver de Kate Sumner lo que lo excitó, entonces tuvieron que ser la señorita Jenner o los chicos.
Harding levantó la cabeza y miró al policía con expresión de repugnancia.
– ¿Los chicos? -repitió.
A Ingram le pareció que la expresión de Harding era excesivamente teatral, y recordó, como había hecho Galbraith, que estaba hablando con un actor. No sabía cómo iba a reaccionar Harding cuando le dijeran lo de la cinta de vídeo.
– No les quitaba las manos de encima -comentó el policía-. Según la señorita Jenner, cuando ella bajó a la playa usted estaba abrazando a Paul.
– No puedo creerlo -dijo Harding, desesperado-. Sólo le estaba enseñando cómo utilizar los prismáticos.
– Demuéstrelo.
– ¿Cómo?
Ingram echó la silla hacia atrás y estiró las piernas, cogiéndose las manos detrás de la cabeza.
– Dígame qué hacía en Chapman's Pool. Cualquier cosa que diga no será peor que las conclusiones que estamos sacando nosotros.
– No pienso decir ni una sola palabra más.
– En ese caso, le diré lo que creo que hacía en Chapman's Pool. Fue allí para reunirse con alguien. Si no me equivoco, con una chica que iba en uno de los barcos que había en la bahía; pero sus planes se frustraron cuando aquello empezó a llenarse de policías y curiosos. -Volvió a mirarlo-. Pero ¿a qué viene tanto secreto, Steve? ¿Qué demonios pensaba hacer con ella para que prefiera ser detenido como sospechoso de violación y asesinato que dar una explicación?
El abogado tardó dos horas en llegar, enviado por el abuelo de Tony, y tras una breve conversación con su cliente, y después de que la policía le asegurara que, debido a su coartada, Tony no era sospechoso de haber participado en el asesinato de Kate Sumner, aconsejó a Tony que contestara las preguntas que le formularan.
– Está bien, conocía bastante a Kate. Ella vivía a unos doscientos metros del garaje de mi abuelo, y solía hablar conmigo cuando yo iba por allí, porque sabía que yo era amigo de Steve. Era una golfa y siempre estaba coqueteando. Te miraba con aquellos ojazos azules y te contaba historias de sus conquistas. Yo lo interpretaba como una insinuación, sobre todo cuando me dijo que William tenía problemas para que se le levantara. Me contó que gastaba litros de aceite hidratante para ayudar a ese pobre diablo, y se reía a carcajadas. Sus descripciones eran exageradamente gráficas, pero no parecía importarle que Hannah la escuchara ni que yo pudiera hacerme amigo de William. -Parecía atribulado, como si aquellos recuerdos lo atormentaran-. Ya le he dicho que esa mujer estaba enferma. Es más, creo que disfrutaba siendo cruel. Imagino que la vida a su lado debía ser un infierno. Cuando intenté besarla, me pegó una bofetada. Luego me escupió en la cara y dijo que no estaba tan desesperada.
– ¿Cuándo ocurrió eso?
– A finales de febrero.
– ¿Qué pasó después?
– Nada. La mandé al carajo. Entonces Steve empezó a insinuarme que le estaba tirando los tejos a Kate. Creo que ella debió de contarle que yo había intentado ligármela, y que él quiso pavonearse ante mí. Decía que todo el mundo se había acostado con ella, menos yo.
Carpenter cogió una hoja de papel y abrió su bolígrafo.
– Déme una lista -dijo-. Quiero los nombres de todas las personas que tuvieron alguna relación con ella.
– Steve Harding.
– ¿Quién más?
– No sé ningún otro nombre.
Carpenter dejó el bolígrafo en la mesa y miró al joven,
– Con eso no basta, Tony. Usted la describe como una golfa, pero sólo sabe decirme un nombre. Eso me hace desconfiar de la descripción que acaba de hacer del carácter de Kate. Suponiendo que me esté diciendo la verdad, sólo sabemos de tres hombres que tuvieron una relación con ella: su marido, Steven Harding y otro anterior. -Carpenter lo taladró con la mirada, y añadió-: Se mire como se mire, es una cifra muy modesta tratándose de una mujer de treinta años. ¿O es que para usted cualquier mujer que haya tenido tres amantes es una golfa? Su novia, por ejemplo. ¿Con cuántos hombres ha salido Bibi?
– Deje a Bibi en paz. Ella no tiene nada que ver con esto.
– Ella le ha dado una coartada para el sábado por la noche -le recordó Galbraith-. Y por lo tanto, ella tiene mucho que ver. -Juntó las manos y escrutó el rostro de Bridges-. ¿Sabía Bibi que a usted le gustaba Kate Sumner?
El abogado apoyó una mano en el brazo a Bridges y dijo:
– No es necesario que responda a esa pregunta.
– Pues voy a responder -dijo Bridges-. Estoy harto de que intenten involucrar a Bibi en esto. A mí no me gustaba Kate, odiaba a aquella zorra. Me pareció que era un polvo fácil, nada más, y lo intenté una vez. Mire, esa tía era una calientabraguetas. Le encantaba poner cachondos a los tíos.
– No le he preguntado eso, Tony. Le he preguntado si Bibi sabía que a usted le gustaba Kate.
– No -refunfuñó Bridges.
– Pero en cambio sabía lo de Steve y Kate, ¿no?
– Sí.
– ¿Quién se lo contó? ¿Usted o Steve?
Bridges se dejó caer en la silla.
– Steve. Bibi se puso como loca cuando Kate empezó a ensuciar el coche de Steve con los pañales de Hannah, así que él le contó lo que había pasado.
Galbraith se reclinó en el respaldo de la silla y apoyó las manos en la mesa.
– A las mujeres les tienen sin cuidado los coches, a menos que les interesen los tipos que los conducen. ¿Está seguro de que su novia no le pone los cuernos?
Bridges saltó de su silla.
– ¿Cómo se atreve? -exclamó-. Se cree que lo sabe todo, ¿verdad? Bibi se puso como loca porque la manilla de la puerta estaba llena de mierda, y ella había intentado abrirla. Por eso se enfadó. No porque le importasen Steve ni su coche, sino porque la mano se le llenó de mierda. ¿Tan idiotas son que ni siquiera entienden eso?
– Pero ¿no demuestra eso mi teoría? -repuso Galbraith-. Si Bibi conducía el coche de Steve, será porque eran algo más que amigos.
– El coche lo conducía yo -dijo Bridges, ignorando al abogado e inclinándose sobre la mesa para acercar el rostro al del inspector-. Miré la manilla del lado del conductor y vi que estaba limpia, así que abrí las puertas. Lo que no se me ocurrió fue que aquella cerda hubiera cambiado de táctica. Esta vez la caca estaba en el lado del pasajero. Cuando Bibi la tocó, la mierda todavía estaba blanda, lo cual significaba que Kate la había puesto allí cinco minutos antes. Y también que la mano de Bibi olía a mil demonios. ¿Me explico, o quiere que se lo repita, capullo?
– No -contestó Galbraith-. Estas grabaciones son bastante buenas; creo que ya lo tenemos. -Señaló la silla que había al otro lado de la mesa y dijo-: Siéntese, Tony. -Esperó a que tomara de nuevo asiento-. ¿Vio marcharse a Kate?
– No.
– Pues debería haberla visto. Dice que los excrementos todavía estaban blandos.
Tony se mesó el cabello, teñido de rubio, y se inclinó sobre la mesa.
– Había muchos sitios donde podía haberse escondido. Seguramente nos estaba observando.
– ¿No pensó que el blanco podía ser usted, y no Steve? Ha descrito a Kate como una enferma y ha dicho que le escupió en la cara.
– No.
– Ella debía de saber que Steve le deja conducir su coche.
– Sólo de vez en cuando. Steve no me lo presta a menudo.
Galbraith pasó las hojas del bloc y observó:
– Esta tarde me ha dicho que Steve y usted tenían un trato respecto al garaje de su abuelo y el Crazy Daze. Un trato ventajoso, ¿no?
– Sí.
– Me ha dicho que hace tres semanas llevó a Bibi al barco.
– Sí. ¿Y qué?
– Bibi no está de acuerdo con usted. Hace un par de horas la llamé a casa de sus padres y me dijo que nunca ha estado en el Crazy Daze.
– Se le habrá olvidado -replicó Bridges-. Aquella noche Bibi acabó como una cuba. De todos modos, ¿qué más da?
– Digamos que nos interesan las discrepancias.
El joven se encogió de hombros.
– No veo qué importancia puede tener.
– Nos gusta ser exactos. -Galbraith consultó su bloc-. Según ella, nunca ha estado en el Crazy Daze porque Steve le prohibió a usted utilizarlo una semana antes de que la conociera a ella. «Cuando se emborrachaba, Tony destrozaba el barco -leyó el inspector-, y Steve se cabreó con él. Dijo que Tony podía seguir utilizando el coche, pero que ya podía olvidarse del Crazy Daze.» -Levantó la vista y añadió-: ¿Por qué nos ha mentido diciendo que Bibi había estado a bordo del barco?
– Para borrar esa sonrisa de suficiencia de su cara. Me pone histérico cómo me tratan. Son todos unos fascistas. A mí no se me ha olvidado que usted pretendía arrastrarme por las calles en pelotas.
– ¿Qué tiene eso que ver con Bibi?
– Usted quería una respuesta y yo se la he dado.
– ¿Qué le parece esta otra? Usted sabía que Bibi había estado a bordo del Crazy Daze con Steve, así que decidió ofrecernos una explicación de por qué habíamos encontrado las huellas de la chica en el barco. Usted sabía que también encontraríamos sus huellas, porque el lunes usted estuvo a bordo del Crazy Daze, y pensó que lo más prudente era fingir que Bibi y usted habían estado allí juntos. Pero sus huellas, Tony, sólo las encontramos en la escotilla de proa, mientras que las de Bibi estaban por toda la cabecera de la cama. ¿Le gusta ponerse encima?
Bridges bajó la cabeza, atribulado.
– Vayase a la mierda.
– Imagino que le pondrá histérico que Steve siempre le robe las novias.