Capítulo 9

Al otro lado de la extensión de agua, las luces de Swanage destellaban como brillantes joyas en la oscuridad. Detrás, el sol poniente desaparecía en el horizonte. Danny Spender bostezaba continuamente, agotado tras la dura jornada y las tres horas de exposición al fresco aire del mar. Iba apoyado sobre Ingram, mientras su hermano mayor dirigía, orgulloso, el timón de la Miss Creant.

– Era un marrano -dijo de pronto.

– ¿Quién?

– Ese hombre de ayer.

– ¿Por qué? -preguntó Ingram, disimulando su curiosidad.

– Mientras rescataban a la mujer, no paraba de frotarse el pito con el teléfono -contestó Danny.

Ingram miró a Paul para ver si les estaba escuchando, pero el mayor de los chicos estaba embelesado con el timón y no les prestaba atención.

– ¿Le vio hacerlo la señora Jenner? -preguntó el policía.

Danny cerró los ojos y dijo:

– No. Dejó de hacerlo en cuanto apareció ella. Paul dice que estaba limpiando el teléfono, ya sabe, como hacen los jugadores de bolos con la bola para que corra más. Pero no es verdad. Estaba haciendo marranadas.

– ¿Por qué crees que a Paul le cae tan simpático?

El chico volvió a bostezar.

– Porque no se enfadó con él por haber estado espiando a una nudista. Papá se habría enfadado mucho. Se puso furioso una vez, cuando Paul se agenció unas revistas pornográficas. Yo las encontré muy aburridas, pero a Paul le parecían interesantes.


– Disculpen -dijo el comisario Carpenter al oír su teléfono. Lo sacó y abrió el micrófono-. Sí, Campbell. De acuerdo… Adelante.

Mientras hablaba mantenía la vista clavada en un punto situado por encima de la cabeza de Harding, y su pronunciado ceño parecía aún más profundo por efecto de las sombras proyectadas por la lámpara de gas. El sargento Campbell le estaba explicando su entrevista con Tony Bridges. Pegó el auricular a su oreja cuando el sargento mencionó el nombre «Bibi», y bajó un poco la vista para mirar a Harding.

Mientras tanto, Galbraith observaba a Steven Harding. El hombre se esforzaba por enterarse de lo que estaba diciendo el interlocutor del comisario, consciente de que seguramente el tema de conversación era él. Mantuvo la vista clavada en la mesa durante la mayor parte del tiempo, pero en una o dos ocasiones levantó los ojos y miró a Galbraith, y éste se sintió extrañamente identificado con él, como si él y Harding, por el hecho de no participar en aquella conversación, se hubieran alineado contra Carpenter. Galbraith no percibía a Harding como culpable, no intuía que estaba sentado con un violador; sin embargo, sabía por experiencia que aquello no significaba nada. Los sociópatas podían ser tan encantadores e inofensivos como el resto de los mortales, y el que no lo viera así siempre era una víctima en potencia.

Galbraith reanudó su inspección del interior del barco, identificando las formas en la oscuridad. Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, y ahora distinguía más cosas que unos minutos atrás. Con excepción de la mesa de navegación, donde se amontonaban los papeles, todo lo demás estaba guardado en armarios o estantes, y no había nada que indicara la presencia de una mujer. Era un espacio masculino de tablones de madera, asientos de piel negra y accesorios dorados, sin colores que adornaran aquella austera sencillez. Monacal, pensó con aprobación. Su casa, una casa ruidosa y llena de juguetes decorada por su esposa, que trabajaba en el National Childbirth Trust, estaba demasiado abarrotada y pensada para los niños.

La cocina, situada a un lado de la escalera, fue lo que más le interesó. Estaba construida en un hueco junto a los escalones, y contenía un pequeño fregadero y un hornillo de gas empotrado en una encimera de teca, con armarios debajo y estantes encima. Le habían llamado la atención unos cuantos artículos escondidos en un rincón, y que había logrado identificar como un trozo de queso envuelto en un envase de plástico con la etiqueta de Tesco's, y una bolsa de manzanas. Notó cómo Harding lo miraba, y se preguntó si el joven sabría que un forense podía decir lo que había comido una víctima antes de morir.

Carpenter apagó el teléfono y lo dejó sobre el cuaderno de bitácora.

– Ha dicho que se imaginaba que el cadáver era el de Kate Sumner -le recordó a Harding.

– Así es.

– ¿Podría explicarse mejor? ¿Cuándo y por qué lo imaginó?

– No he querido decir que me imaginara que fuera ella, sino que tenía que ser alguien a quien yo conociera, porque de lo contrario, no habrían venido a verme a mi barco. -Se encogió de hombros y agregó-: Si someten a este seguimiento a todas las personas que llaman a la policía, no me extraña que el país esté atestado de delincuentes en libertad.

Carpenter chascó la lengua, aunque el ceño no desapareció de su rostro. Sin dejar de mirar fijamente al joven, dijo:

– No se crea nunca lo que lea en los periódicos, Steven. Se lo aseguro: siempre acabamos atrapando a los malos. -Observó al actor y agregó-: Hábleme de Kate Sumner. ¿Se conocían mucho?

– Qué va. Muy poco -contestó Harding con displicencia-. Desde que se instaló en Lymington con su marido la habré visto cuatro o cinco veces. La vi un día en la calle; no podía hacer pasar la sillita de su hija por el tramo de adoquines que hay cerca de la antigua aduana. Le eché una mano, charlamos un poco y luego ella subió por High Street. Después de eso, cada vez que me veía se paraba para preguntarme cómo estaba.

– ¿Le caía simpática?

Harding desvió la mirada hacia el teléfono mientras reflexionaba sobre aquella pregunta.

– No estaba mal. Nada del otro mundo.

– ¿Qué me dice de William Sumner? -preguntó Gal-braith-. ¿Le cae simpático?

– Apenas lo conozco. Parece buena gente.

– Según él, se ven ustedes con cierta frecuencia. Dice que hasta lo ha invitado a su casa.

El joven se encogió de hombros.

– ¿Y qué? Hay mucha gente que me invita a su casa. Eso no significa que seamos amigos íntimos. La gente de Lymington es muy sociable.

– El señor Sumner me dijo que le había enseñado usted unas fotografías suyas aparecidas en una revista gay. Yo diría que para hacer eso hay que tener un grado considerable de amistad.

– No veo por qué -repuso Harding con una sonrisa-. Esas fotos no están nada mal. Hay que reconocer que a él no le entusiasmaron, pero ése es su problema. Ese Will Sumner es un tipo muy formal. Él no enseñaría la polla por nada del mundo, aunque se estuviera muriendo de hambre, y mucho menos en una revista gay.

– Tenía entendido que apenas se conocían.

– No necesito conocerlo mucho; basta con verlo. Seguro que cuando tenía dieciocho años ya aparentaba la edad que tiene ahora.

Galbraith estaba de acuerdo con él, y eso hacía que le costara aún más entender por qué Kate había elegido a Sumner como marido.

– De todos modos, no es muy corriente eso de ir enseñando fotografías pornográficas a los conocidos. ¿Acostumbra usted hacerlo? ¿Las ha enseñado en el club náutico, por ejemplo?

– No.

– ¿Por qué no?

Harding no contestó.

– A lo mejor sólo se las enseña a los maridos de sus amigas -apuntó Galbraith arqueando una ceja-. Es un buen sistema para convencer a un hombre de que no va detrás de su esposa. Si el marido se piensa que eres homosexual, creerá que está a salvo, ¿no? ¿Fue por eso que se las enseñó?

– Ahora no me acuerdo. Supongo que yo estaba harto y que él me estaba poniendo nervioso.

– ¿Se acostaba usted con su esposa, Steven?

– No diga estupideces -repuso Harding con enojo-. Ya le he dicho que apenas la conocía.

– Entonces, lo que nos han dicho de que ella no lo dejaba en paz y que usted estaba harto no es cierto, ¿no? -dijo Carpenter.

Harding no contestó.

– ¿Subió Kate alguna vez a este barco?

– No.

– ¿Está seguro?

Por primera vez, los agentes detectaron nerviosismo en Harding. El actor volvió a encorvarse sobre la mesa y se pasó la lengua por los resecos labios.

– Mire, no sé de qué va todo esto. Vale, una tía se ahoga y resulta que yo la conocía, no demasiado bien, pero sí, la conocía. Reconozco que es una extraña coincidencia que yo estuviera allí cuando la encontraron, pero mire, yo siempre me encuentro a gente que conozco. Suele pasarnos a los que navegamos: siempre te encuentras a gente con la que tomaste una copa quizá dos años atrás.

– Sí, pero ahí reside precisamente el problema -dijo Galbraith con tono razonable-. Según tenemos entendido, Kate Sumner no navegaba. Usted mismo ha dicho que Kate nunca había estado a bordo del Crazy Daze.

– Eso no quiere decir que no aceptara una invitación. Ayer había un Beneteau francés, el Mirage anclado en Chapman's Pool. Lo vi con los prismáticos de los chicos. La semana pasada estaba amarrado en Berthon; lo sé porque una chica que viaja en ese barco me preguntó el código de los lavabos. Esos franceses también podían conocer a Kate. Berthon está en Lymington, ¿no? Kate vive en Lymington. A lo mejor la llevaron a dar un paseo.

– Es una posibilidad -concedió Carpenter. Vio cómo Galbraith anotaba algo-. ¿Recuerda cómo se llamaba la chica, por casualidad?

Harding negó con la cabeza.

– ¿Conoce usted a alguien más que pudiera llevar a Kate a navegar el sábado?

– No. Como ya le he dicho, nos conocíamos poco. Pero seguro que ella tenía amigos que podían invitarla a ir en barco. Por aquí todo el mundo conoce a alguien que tiene un barco.

Galbraith señaló la cocina y preguntó:

– ¿Fue usted de compras el sábado por la mañana antes de salir hacia Poole?

– ¿Y eso qué importa? -repuso Harding con agresividad.

– Simple curiosidad. ¿Compró el queso y las manzanas que tiene en la cocina el sábado por la mañana?

– Sí.

– ¿Se encontró a Kate Sumner en el pueblo?

Harding vaciló antes de responder:

– Sí. Estaba delante de Tesco's con su hija.

– ¿Qué hora era?

– Las nueve y media, más o menos. -Volvió a coger la botella de whisky y la tumbó; colocó el dedo índice sobre el cuello de la botella y la hizo rodar lentamente-. No me entretuve mucho porque quería marcharme pronto, y ella estaba buscando unas sandalias para su hija. Nos saludamos y cada uno se fue por su lado.

– ¿La invitó a dar un paseo en su barco? -preguntó Carpenter.

– No. -Harding dejó de interesarse por la botella y la dejó con el cuello apuntando hacia el pecho del comisario, como si fuera el cañón de un rifle-. Miren, no sé qué creen que he hecho -dijo, cada vez más enojado-, pero estoy seguro de que no tienen derecho a interrogarme de esta forma. ¿No deberían grabar esta conversación?

– No grabamos las conversaciones con las personas que sólo nos ayudan con nuestras investigaciones, señor Harding -explicó Carpenter gentilmente-. Por norma, sólo grabamos las conversaciones tras informar a una persona de que es sospechosa de algún delito. Esas entrevistas sólo pueden llevarse a cabo en una comisaría, donde los agentes cuentan con material adecuado para introducir una cinta virgen en una grabadora delante del sospechoso. -Sonrió sin hostilidad y añadió-: De todos modos, si usted así lo prefiere, puede venir con nosotros a Winfrith, donde lo interrogaremos como testigo voluntario y podremos grabar la conversación.

– De eso nada. Yo no me muevo del barco. -Harding extendió los brazos a lo largo del respaldo del sofá y se sujetó al borde de teca como si con eso quisiera enfatizar sus palabras. Al hacerlo, rozó con la mano derecha un trozo de tela que estaba atrapado entre el borde del sofá y el estante que había detrás, y Harding lo miró un momento antes de cogerlo y ocultarlo en el puño.

Hubo un breve silencio.

– ¿Tiene usted una novia en Lymington? -preguntó Carpenter.

– Es posible.

– ¿Puedo preguntarle cómo se llama?

– No.

– Su agente nos dio un nombre. Dijo que se llamaba Bibi, o Didi.

– Eso es asunto suyo.

A Galbraith le interesaba más lo que Harding tenía escondido en el puño, porque había visto qué era.

– ¿Tiene usted hijos? -le preguntó.

– No.

– ¿Y su novia?

Harding no contestó.

– Eso que tiene en la mano es un babero -señaló el comisario-, lo cual me hace suponer que alguien que ha estado en este barco tiene hijos.

Harding abrió el puño y dejó caer el babero en el sofá.

– Lleva años aquí. No soy muy ordenado.

Carpenter dio una palmada en la mesa, y el teléfono y la botella de whisky se tambalearon.

– Me está poniendo nervioso, señor Harding -dijo con severidad-. Esto no es ninguna obra de teatro, sino una investigación sobre la muerte de una mujer. Ha admitido que conocía a Kate Sumner y que la vio la mañana del día en que ella se ahogó, pero si no sabe cómo pudo aparecer en una playa de Dorset cuando se suponía que ella y su hija estaban en Lymington, le aconsejo que conteste nuestras preguntas con la mayor franqueza y sinceridad. Déjeme plantearle de nuevo la pregunta. -Entrecerró los ojos y dijo-: ¿Ha estado últimamente en este barco con una amiga suya que tiene hijos?

– Quizá -dijo Harding.

– Eso no es ninguna respuesta. O sí o no.

Harding volvió a inclinarse sobre la mesa.

– Tengo varias amigas con hijos -dijo de mala gana-, y muchas han estado en mi barco. Estoy intentando recordar quién ha sido la última.

– Me gustaría que me diera los nombres de todas ellas -dijo Carpenter con gravedad.

– Pues no pienso dárselos -repuso Harding con repentina decisión-, y tampoco pienso contestar más preguntas, al menos sin la presencia de un abogado y sin que se esté grabando la conversación. No sé qué demonios se supone que he hecho, pero se equivoca si cree que conseguirá incriminarme por ello.

– Estamos intentando averiguar cómo se ahogó Kate Sumner en Egmont Bight.

Carpenter enderezó la botella de whisky y colocó un dedo sobre la boca.

– ¿Por qué se emborrachó anoche, señor Harding?

El joven miró al comisario, pero no dijo nada.

– Miente usted descaradamente, amigo. Ayer dijo que se había criado en una granja de Cornualles, cuando lo cierto es que creció encima de una tienda de pescado frito de Lymington. A su agente le dijo que su novia se llamaba Bibi, cuando lo cierto es que Bibi es la chica con la que su amigo sale desde hace cuatro meses. Le dijo a William Sumner que era homosexual, cuando por aquí todos los que lo conocen lo tienen por un Casanova. ¿Qué le pasa? ¿Tan aburrida es su vida que tiene que animarla con mentiras?

Un débil rubor tiñó las mejillas de Harding.

– ¡Desgraciado! -susurró con furia.

Carpenter juntó las yemas de los dedos y lo miró fijamente.

– ¿Tiene algún inconveniente en que echemos un vistazo por el barco, señor Harding?

– Si tienen una orden de registro, no.

– No la tenemos.

Harding los miró con expresión triunfante.

– Entonces ni lo sueñen.

El comisario lo miró un momento y dijo:

– Kate Sumner fue brutalmente violada antes de ser arrojada al mar, y todos los indicios apuntan a que la violación tuvo lugar a bordo de un barco. Ahora, déjeme que le explique las normas sobre registros, señor Harding. Cuando no cuenta con el consentimiento del propietario del local, la policía tiene varias opciones, una de las cuales (suponiendo que tenga suficientes motivos para sospechar que el propietario es culpable de un delito) consiste en detenerlo y a continuación registrar sus locales para impedir que se deshaga de posibles pruebas. ¿Es usted consciente de lo que eso significa, teniendo en cuenta que la violación y el asesinato son delitos graves?

Harding se había quedado lívido.

– Contésteme, por favor -exigió Carpenter-. ¿Es usted consciente de lo que eso significa?

– Si me niego me detendrán.

Carpenter asintió con la cabeza.

– No puedo creer que se estén comportando así. No pueden ir por ahí acusando a la gente de violación para registrar su barco impunemente. Eso es abuso de poder.

– Se olvida usted de los indicios. -El agente enumeró los puntos con los dedos de las manos-: Uno: ha admitido usted que el sábado a las 9:30 se encontró a Kate Sumner poco antes de zarpar; dos: no ha podido ofrecer una explicación razonable de por qué tardó catorce horas en ir de Lymington a Poole; tres: ha dado explicaciones contradictorias de por qué estaba en el sendero de la costa, cerca de donde fue hallado el cadáver de Kate Sumner; cuatro: su barco estaba amarrado a la hora y en las proximidades de donde encontraron a la hija de Kate Sumner deambulando sola y traumatizada; cinco: parece usted poco dispuesto o incapaz de responder satisfactoriamente a sencillas preguntas… -Se interrumpió y preguntó-: ¿Quiere que continúe?

Harding había acabado por perder la compostura, y ahora parecía muy asustado.

– Todo eso no son más que coincidencias -protestó.

– ¿Incluido el hecho de que encontraran a Hannah cerca del puerto deportivo de Salterns?

– Supongo… -Harding se detuvo bruscamente, con expresión de alarma-. No sé de qué están hablando -dijo elevando la voz-. ¡Mierda! Necesito pensar.

– ¿Necesita pensar? Pues piense que si cuando registremos este barco descubrimos una sola huella dactilar que corresponda a Kate Sumner…

– Está bien, está bien -le interrumpió Harding respirando ruidosamente por la nariz y haciendo ademanes tranquilizadores, como si fueran los detectives, y no él, los que necesitaran calmarse-. Kate y su hija estuvieron en este barco, pero no fue el sábado.

– ¿Cuándo fue?

– No me acuerdo.

– Eso no me sirve, Steven. ¿Hace poco? ¿Hace mucho? ¿En qué circunstancias? ¿Las trajo usted hasta aquí en su bote? ¿Era Kate una de sus conquistas? ¿Se acostó con ella?

– ¡No, maldita sea! -contestó Harding, furioso-. Esa mujer era insoportable. No me dejaba vivir, estaba empeñada en que me la follara, y quería que fuera simpático con su hija. Se pasaba el día rondando por el pontón del combustible, por si yo iba a repostar. Me ponía histérico, se lo aseguro.

– A ver si lo he entendido bien -murmuró Carpenter con sarcasmo-. Para que ella dejara de perseguirlo, la invitó a su barco, ¿no?

– Pensé que si era amable con ella… ¡Bah! Adelante, pueden registrar el maldito barco. No van a encontrar nada.

Carpenter le hizo una señal a Galbraith con la cabeza.

– Puedes empezar por la cabina. ¿Tiene otra lámpara, Steven?

Harding negó con la cabeza.

Galbraith descolgó una linterna del mamparo de popa y la encendió.

– Esto servirá -dijo.

Abrió la puerta de la cabina e iluminó con la linterna; casi inmediatamente se fijó en un montoncito de ropa que había en el estante de babor. Con la punta del bolígrafo apartó una blusa fina, unos sujetadores y unas bragas, y debajo de esas prendas encontró unos zapatitos de niño. Los iluminó y se apartó para que Carpenter y Harding pudieran verlos.

– ¿De quién son estos zapatos, señor Harding?

Harding no contestó.

– ¿De quién es esta ropa de mujer?

Harding seguía callado; el agente dijo:

– Si puede explicar qué hacen estas prendas en su barco, Steven, le aconsejo que lo haga ahora.

– Son de mi novia -respondió el joven con un nudo en la garganta-. Tiene un hijo. Los zapatos son del niño.

– ¿Quién es ella, Steven?

– No puedo decírselo. Está casada, y no tiene nada que ver con todo esto.

Galbraith salió de la cabina con uno de los zapatos colgado de la punta del bolígrafo.

– Hay un nombre escrito en la tira, jefe. H. Sumner. Y aquí hay unas manchas en el suelo.

– Iluminó unas manchas oscuras junto a la litera-. Parecen recientes.

– ¿Quiere decirme de qué son esas manchas, Steven?

Con un ágil movimiento, el joven cogió la botella de whisky con ambas manos, blandiéndola violentamente y obligando a Galbraith a refugiarse en la cabina.

– ¡Basta! -gritó al tiempo que se desplazaba hacia la mesa de trabajo-. No se van a salir con la suya. Y ahora, apártense antes de que haga algo de lo que tenga que arrepentirme. ¡Déjenme en paz! ¡Necesito pensar!

A Harding le sorprendió la facilidad con que Galbraith le arrebató la botella y lo hizo girar, colocándolo de cara al tabique recubierto de teca mientras le esposaba las muñecas a la espalda.

– Tendrá todo el tiempo que quiera para pensar en la celda -dijo el comisario fríamente, y tumbó al joven boca abajo en el sofá-. Queda detenido como sospechoso de asesinato. No tiene que decir nada ahora, pero si explica algo ante el tribunal que no mencionó en el interrogatorio, podría perjudicar su defensa. Todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra.


De no ser porque William Sumner tenía la llave de la puerta, Sandy Griffiths habría dudado de que viviera en Langton Cottage, porque daba la impresión de que apenas conocía la casa. De hecho, el agente que la acompañaba estaba mejor informado que el propio Sumner, pues había visto cómo los policías encargados de registrar la casa examinaban minuciosamente las habitaciones. Sumner miraba a Griffiths con expresión de perplejidad cada vez que ella le formulaba una pregunta. ¿En qué armario estaba el té? Sumner no lo sabía. ¿Dónde guardaba Kate los pañales de Hannah? No lo sabía. ¿Qué toalla era la de la niña? No lo sabía. ¿Podía al menos acompañarla a la habitación de Hannah para que la acostara? Steven miró hacia la escalera.

– Está arriba -dijo-. No tiene pérdida.

Sumner parecía fascinado por la invasión de su casa por parte del equipo de investigadores.

– ¿Qué buscaban?-preguntó.

– Cualquier cosa relacionada con la desaparición de Kate -contestó Griffiths.

– ¿Significa eso que creen que lo hice yo?

Griffiths se colocó a Hannah sobre la cadera y le apoyó la cabeza en el hombro.

– Es lo que se hace normalmente, William, pero no creo que debamos hablar de eso ahora. Le sugiero que se lo pregunte mañana al inspector Galbraith.

Pero Sumner no hizo caso a la agente. Se quedó mirando una fotografía de su esposa que había en la repisa de la chimenea y dijo:

– Yo no podría haberlo hecho. Estaba en Liverpool.


A requerimiento de la policía de Dorsetshire, la policía de Liverpool ya había iniciado las investigaciones preliminares en el hotel Regal. Era demasiado pronto para sacar conclusiones, por supuesto, pero la cuenta que Sumner había pagado aquella mañana tenía una lectura interesante. Pese a haber utilizado mucho el teléfono, la cafetería, el restaurante y el bar los dos primeros días, había un período de veinticuatro horas, entre la hora del almuerzo del sábado y una consumición en el bar el domingo a mediodía, durante el cual Sumner no había utilizado ningún servicio del hotel.

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