Galbraith se levantó y fue hacia una de las ventanas que daban a la calle. La multitud ya se había dispersado, aunque todavía había una pareja de ancianas charlando en la acera, que de vez en cuando miraban hacia Langton Cottage. Estuvo unos minutos observándolas en silencio, envidiando la normalidad de sus vidas. ¿Cuántas veces tenían que oír ellas los macabros secretos de un asesinato? A veces, cuando oía la confesión de alguien como Sumner, se comparaba con un sacerdote; pero él no tenía autoridad para perdonar pecados, ni era ésa su intención, y siempre se sentía mal cuando tenía que escuchar aquellas furtivas confidencias.
Se volvió hacia Sumner y dijo:
– De modo que podríamos describir su matrimonio como una forma de esclavitud sexual, ¿no? Kate estaba tan desesperada por que su hija creciera con la clase de seguridad que a ella siempre le faltó que permitía que usted le hiciera chantaje, ¿no es así?
– He dicho que Kate lo habría hecho, no que lo hiciera ni que yo se lo pidiera. -El triunfo se reflejó en la mirada de Sumner-. Con usted no hay término medio, ¿verdad? Hace media hora me estaba tratando como a un cretino porque pensaba que Kate me había llevado hasta el altar a base de mamadas. Ahora me acusa de esclavitud sexual porque yo acabé tan harto de sus mentiras sobre Hannah que le dije que sabía la verdad. ¿Por qué le habría comprado esta casa si ella no hubiera tenido ni voz ni voto en nuestra relación? Usted mismo dijo que yo estaba mejor en Chichester.
– No lo sé. Dígamelo usted.
– Porque la quería.
Galbraith sacudió la cabeza con impaciencia.
– Primero describe su matrimonio como una zona de guerra, y luego espera que me trague una chorrada así. ¿Cuál era el verdadero motivo?
– Ya se lo he dicho. Yo quería a mi esposa, y le habría dado todo lo que me hubiera pedido.
– Mientras seguía chantajeándola para que le hiciera mamadas siempre que a usted le apeteciera, ¿no? -En la habitación había un ambiente tenso, y Galbraith notó cómo su crueldad aumentaba a medida que iba vislumbrando la crueldad del matrimonio de Kate y William. No podía librarse del recuerdo de la menuda mujer embarazada que había visto en la mesa del forense, ni cómo el doctor Warner había movido la mano de Kate para mostrarle que tenía rotos los dedos de la mano. El ruido de los huesos se le había quedado grabado, y hasta soñaba con ella-. Mire, la verdad es que no sé si pensar que la quería o la odiaba. ¿No será que tenían una relación de amor-odio que acabó mal?
Sumner sacudió la cabeza. De pronto parecía vencido, como si se hubiera cansado de aquel juego. A Galbraith le habría gustado entender qué intentaba conseguir William con sus respuestas, y escrutó su rostro. William tenía que ser extremadamente hábil para enmascarar la verdad. La impresión que causaba era de honestidad, y pensó que tal vez intentaba demostrar, aunque con torpeza, que su esposa era el tipo de mujer capaz de impulsar a un hombre a violarla. Recordó lo que James Purdy había dicho de ella: «Nadie me había hecho lo que Kate me hizo aquella noche. Es el sueño de todos los hombres. Sólo puedo describir a Kate como una fiebre».
– ¿Y ella? ¿Lo quería, William?
– No lo sé. Nunca se lo pregunté.
– ¿Por qué? ¿Por miedo a que le contestara que no?
– No, al contrario. Yo sabía que me habría dicho que sí.
– ¿Y no quería que Kate le mintiera?
Sumner asintió.
– A mí no me gusta que me mientan -murmuró Galbraith mirando a Sumner-. Eso significa que la otra persona cree que eres tan estúpido que te creerás cualquier cosa. ¿Le ocultó que tenía una aventura?
– No tenía ninguna aventura.
– Pero fue a ver a Steven Harding a su barco -señaló Galbraith-. Hay huellas dactilares de Kate por todas partes. ¿Lo sabía usted? ¿Sospechó acaso que el hijo que llevaba dentro podía no ser suyo? ¿Acaso temió que Kate fuera a colarle otro hijo bastardo?
Sumner se miró las manos.
– ¿La violó? -dijo Galbraith-. ¿Era eso parte de la compensación por reconocer a Hannah como hija suya? ¿El derecho a acostarse con Kate siempre que usted quisiera?
– ¿Por qué iba a querer violarla si no necesitaba hacerlo?
– A mí sólo me interesa que me diga sí o no, William.
– No, maldita sea. Nunca violé a mi mujer.
– ¿No la sedó con Rohipnol para que fuera más dócil?
– No.
– Entonces ¿por qué está Hannah tan familiarizada con el sexo? ¿Tenían ustedes relaciones delante de su hija?
– Lo que dice es repugnante.
– ¡Sí o no, William!
– No -contestó Sumner conteniendo un sollozo.
– Miente. Hace media hora me ha explicado que tuvieron que pasar una noche en vela en un hotel porque la niña no paraba de llorar. Creo que eso pasaba también en su casa. Creo que el sexo con Kate implicaba tener a Hannah de espectadora porque usted se hartó de que Kate pusiera a Hannah como excusa para no acostarse con usted, hasta el punto de que usted insistió en hacerlo delante de ella. ¿Tengo razón?
Sumner se cubrió la cara con las manos.
– Usted no puede imaginarse lo que era aquello… no nos dejaba en paz… no duerme nunca… Kate la utilizaba como escudo…
– ¿Quiere decir que sí?
La respuesta fue un mero susurro:
– Sí.
– La agente Griffiths dice que anoche entró usted en la habitación de Hannah. ¿Puede decirme por qué?
Otro susurro:
– Si se lo digo, no me creerá.
– Pruebe.
Sumner levantó un rostro anegado en lágrimas y dijo:
– Quería mirarla. Ella es el único recuerdo que me queda de Kate.
Cuando Ingram, trabajando cuidadosamente con la pala, desenterró el extremo de una mochila, Carpenter encendió un cigarrillo.
– Buen trabajo -dijo satisfecho.
Envió a uno de los detectives a su coche a buscar unos guantes de goma y unas bolsas de plástico; luego se quedó mirando cómo Ingram seguía retirando el esquisto que había alrededor de la lona arrugada.
Ingram tardó diez minutos en desenterrar por completo la mochila y meterla en la bolsa de plástico. Era una mochila verde de acampada, muy resistente, con una cinta para la cintura y presillas en la base. Era vieja y estaba estropeada, y le habían quitado el armazón metálico, dejando trozos de lona deshilachada.
Carpenter ordenó a uno de los detectives que pusiera todos los objetos en bolsas de plástico, y al otro que anotara su descripción; luego se agachó junto a la mochila y desabrochó las hebillas con las manos enguantadas.
– Unos prismáticos de veinte por sesenta, con el nombre borrado, seguramente Optikon… -dictó-. Una botella de agua mineral Volvic… Tres paquetes de patatas fritas, Smith's… Una gorra de béisbol, de los Yankees… Una camisa a cuadros blancos y azules, de hombre, de River Island… Un par de botas de safari marrones, número siete.
Metió la mano en un bolsillo de la mochila y extrajo unas pieles de naranja, más paquetes de patatas vacíos, un paquete de cigarrillos Camel abierto con un encendedor dentro, y una pequeña cantidad de marihuana envuelta en plástico. Miró a los tres policías y dijo:
– ¿Qué les parece el lote? ¿Qué es eso tan incriminador que Harding no quería que Nick viera? ¿Qué opinan?
– La marihuana -dijo uno.
– Podría ser.
– Quién sabe -terció otro.
El comisario se levantó y dijo:
– Y usted, Nick, ¿qué opina?
– Creo que las botas son lo más interesante, señor.
Carpenter asintió y dijo:
– Son demasiado pequeñas para Harding, que debe de medir más de un metro ochenta, y demasiado grandes para Kate Sumner. ¿Para qué quería unas botas del número siete?
Nadie se atrevió a responder.
Galbraith iba hacia Lymington cuando Carpenter le llamó por teléfono para ordenarle que localizara a Tony Bridges y lo pusiera a caldo.
– Nos ha estado tomando el pelo, John -dijo; y le detalló el contenido de la mochila de Harding. Le explicó lo que se veía en la cinta de vídeo del francés y los mensajes que Ingram había encontrado en el buzón de voz-. Bridges ha de saber más de lo que nos ha contado, así que si es necesario deténgalo por complicidad. Averigüe por qué y cuándo planeaba Harding viajar a Francia, y si puede averigüe cuáles son sus tendencias sexuales. Todo esto es condenadamente raro, la verdad.
– ¿Qué pasa si no encuentro a Bridges?
– Hace dos o tres horas estaba en su casa, porque el último mensaje lo había dejado desde allí. No olvide que es maestro, así que no habrá ido a trabajar, a menos que tenga un empleo de verano. Campbell opina que habría que buscarlo en los pubs.
– Así lo haré.
– ¿Cómo le ha ido con Sumner?
– Se está viniendo abajo -dijo Galbraith-. Lo compadezco.
– Entonces ¿ya no está tan claro que sea culpable?
– Depende del punto de vista. Es evidente que Kate tenía una aventura, y que William lo sabía. Creo que él quería matarla… y que por eso se está viniendo abajo.
Afortunadamente para Galbraith, Tony Bridges no sólo estaba en su casa, sino que además estaba como una cuba. Cuando fue a abrir la puerta iba completamente desnudo. Galbraith no estaba seguro de poder «poner a caldo» a alguien en aquel estado, pero enseguida se repuso: al fin y al cabo, lo único que le importa a un policía es que el testigo diga la verdad.
– Ya le dije a ese mamón que irían por él -dijo Bridges desenfadadamente mientras guiaba al policía hasta el salón-. Con la pasma no se juega, hay que ser subnormal para hacerlo. Su problema es que no escucha los consejos, nunca hace caso de lo que le digo. Cree que yo me he vendido, y por eso mis opiniones ya no tienen valor.
– ¿Que se ha vendido? ¿A quién? -preguntó Galbraith mientras se sentaba en una butaca y recordaba los rumores de que a Harding le gustaba ir desnudo por su barco. Se preguntó si el nudismo se habría convertido en uno de los aspectos de la cultura juvenil, y esperó que no fuera así. No le gustaba imaginarse las celdas de la comisaría llenas de jovenzuelos con el torso sin vello y con acné en el trasero.
– Al sistema -dijo Bridges. Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo y cogió un porro medio consumido de un cenicero-. Tengo un empleo fijo, y un sueldo. -Dio una calada y preguntó-: ¿Quiere un poco?
Galbraith negó con la cabeza.
– ¿Qué clase de empleo? -Había leído todos los informes sobre Harding y sus amigos y sabía cuanto había que saber sobre Bridges, pero ahora no le interesaba demostrarlo.
– Soy maestro -dijo el joven encogiéndose de hombros. Estaba demasiado borracho, pensó Galbraith, para acordarse de que ya le había dado esa información a la policía-. Ya sé que el sueldo no es ninguna maravilla, pero las vacaciones son fabulosas. Y tiene que ser mejor que menear el culo delante de un fotógrafo de pacotilla. El problema de Steve es que no le gustan mucho los niños. Alguna vez tuvo que trabajar con críos, y se ponía histérico. -Se quedó callado, disfrutando del porro.
Galbraith compuso una expresión de sorpresa.
– Así que es maestro.
– Sí. -Bridges lo miró a través del humo-. Pero no se preocupe. Sólo fumo marihuana en mi tiempo libre, y no me interesa compartir este hábito con mis alumnos más de lo que al director de la escuela le interesa compartir su whisky.
La excusa era tan simplista y trillada que el inspector no pudo contener una sonrisa. Siempre había pensado que había mejores argumentos para la legalización de las drogas, pero al parecer, el consumidor medio o era demasiado corto o estaba demasiado atontado para presentarlos.
– De acuerdo -dijo levantando las manos-. Ese no es mi departamento, así que no necesito el discurso.
– Claro que lo necesita. Todos los policías son iguales.
– A mí me interesa más la afición de Steve a la pornografía. Intuyo que usted no la aprueba. ¿Me equivoco?
– Eso son guarradas. Yo soy maestro. No me gusta esa basura.
– ¿Qué clase de basura es? Descríbamela.
– ¿Qué quiere que le describa? Steve tiene un rabo como la torre Eiffel, y le gusta enseñarlo. -Se encogió de hombros-. Pero ése es su problema, no el mío.
– ¿Está seguro?
Bridges lo miró con los ojos entrecerrados.
– ¿Qué significa eso?
– Nos han dicho que ustedes son inseparables.
– ¿Quién le ha dicho eso?
– Los padres de Steve.
– Bah -dijo Bridges con desprecio-. Me pusieron la etiqueta de golfo hace diez años y desde entonces no han cambiado de opinión. Creen que soy una mala influencia para su hijo.
– ¿Y lo es?
– Digamos que mis padres consideran que Steve es una mala influencia para mí. Cuando éramos jóvenes nos metimos en algún que otro lío, pero eso es agua pasada.
– ¿Qué enseña usted? -preguntó Galbraith mientras echaba un vistazo al salón y se preguntaba cómo podía alguien vivir en aquel antro. Más aún, ¿cómo podía alguien tan repugnante mantener una relación sentimental estable? ¿Sería Bibi una fulana?
La descripción que Campbell había hecho del tinglado después de su entrevista del lunes con Bridges había sido concisa y expresiva. «Es un cacao -dijo-. Ese tipo está colgado, la casa apesta, sale con una golfa que tiene pinta de haberse acostado con todos los hombres de Lymington, y encima es maestro.»
– Química. -Sonrió al ver la expresión de Galbraith, sin interpretarla correctamente-. Y sí, sé sintetizar LSD. También sé cómo volar el palacio de Buckingham. La química puede ser muy útil. El problema… -se interrumpió para dar una calada al porro- es que los profesores de química son tan sosos que los chavales se hartan de la asignatura antes de llegar a los temas interesantes.
– ¿Y usted no lo es?
– No. Yo soy bueno.
Galbraith lo creyó. Los rebeldes, por muchos defectos que tuvieran, siempre eran carismáticos para los jóvenes.
– Su amigo está en el hospital de Poole -anunció el inspector-. Esta mañana le ha mordido un perro en la isla Purbeck, y han tenido que llevarlo al hospital en helicóptero para suturarle la herida. -Miró a Bridges inquisitivamente-. ¿Tiene idea de lo que podía estar haciendo allí? Steve le dio esta dirección a la policía, así que quizás usted sepa qué se trae entre manos.
– Lo siento, amigo, pero ahí es donde se equivoca. Para mí Steve es un libro cerrado.
– Usted ha dicho que se imaginaba que yo vendría por aquí.
– No me refería a usted concretamente. Yo no le conozco de nada. Le dije que vendría la pasma. No es lo mismo.
– Sin embargo, si le previno debió de ser porque usted sabía que Steve estaba a punto de poner pies en polvorosa. Así que dígame, ¿adónde pensaba ir Steve y qué pensaba hacer?
– Ya se lo he dicho. Steve es un libro cerrado para mí.
– Tenía entendido que habían ido juntos a la escuela.
– Sí, pero de eso hace mucho tiempo.
– ¿No duerme él aquí cuando no está en su barco?
– Muy pocas veces.
– ¿Qué me dice de su relación con Kate?
Bridges sacudió la cabeza.
– Todo lo que sé sobre esa mujer está en mi declaración. Si supiera algo más se lo diría.
Galbraith consultó su reloj.
– Tenemos un pequeño problema -dijo con tono afable-. Tengo un poco de prisa, así que sólo puedo darle treinta segundos más.
– ¿Para qué?
– Para decirme la verdad. -Cogió las esposas que llevaba en el cinturón.
– No me venga con historias -se mofó Bridges-. No puede detenerme.
– Ya lo creo que sí. Y cuando me cabreo me pongo muy desagradable, Tony.
Bridges chascó la lengua y dijo:
– La prensa lo pondrá verde. No puede arrastrarme desnudo por la calle por posesión de drogas. Eso ya ni siquiera es un delito.
– Póngame a prueba.
– Adelante.
Galbraith se esposó una muñeca, luego se inclinó e hizo lo propio con Bridges.
– Anthony Bridges, queda detenido como sospechoso de complicidad en la violación y asesinato de la señora Kate Sumner de Langton Cottage el pasado sábado por la noche y en la agresión a la señorita Margaret Jenner de Broxton House esta mañana. -Se levantó y empezó a caminar hacia la puerta, arrastrando a Bridges-. Tiene derecho a permanecer en silencio…
– ¡Mierda! -exclamó el joven-. Es una broma, ¿no?
– No. -El inspector le arrebató el porro y lo tiró al suelo-. El motivo de que esta mañana a Steve Harding le haya mordido un perro es que intentó agredir a otra mujer en el mismo sitio donde murió Kate Sumner. Ahora puede contarme todo lo que sabe o acompañarme a Winfrith a que lo interroguen formalmente. -Miró a Bridges y rió-. A mí me importa un cuerno, francamente. Si se decide a contármelo ahora, ahorraré tiempo, pero lamentaría que sus vecinos se perdieran el espectáculo. Debe de ser un coñazo tenerlo a usted como vecino.
– Ha tirado el porro encendido. ¡Me va a quemar la casa!
Galbraith miró el porro, que ardía lentamente sobre el parquet.
– Esa hierba está demasiado verde. No la cura usted bien.
– Ya. Usted entiende de eso.
– Confíe en mí. -Tiró de Bridges hacia el pasillo-, ¿Dónde estábamos? Ah, sí. Todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra ante el tribunal. -Abrió la puerta y lo empujó fuera, delante de una sorprendida anciana con esponjoso cabello blanco y ojos como platos detrás de unas gafas de concha-. Buenos días, señora -dijo educadamente.
La mujer se quedó boquiabierta.
– He aparcado detrás del Tesco's -le dijo a Bridges-. Supongo que lo mejor será que subamos por High Street.
– No puede llevarme así por High Street. Dígaselo, señora Crane.
La anciana se inclinó y se puso una mano detrás de la oreja.
– ¿Que le diga qué, joven?
– ¡Dios! ¡No importa! ¡Olvídelo!
– No sé si podré -murmuró ella-. ¿Se ha fijado en que va desnudo?
– ¡Claro que sí! -le gritó él-. La policía me ha negado mis derechos, y usted es testigo de ello.
– Estupendo. Siempre quise ser testigo de algo -replicó la anciana-. Se lo contaré a mi marido. ¡Le va a encantar! Lleva años diciéndome que lo único que pasa cuando tratas de abarcar demasiado es que te quedas sin nada. -Soltó una risotada y agregó-: Y mire, yo siempre pensé que lo decía en broma.
Galbraith la miró sonriente y le dijo a Bridges:
– ¿Qué quiere que haga con la puerta? ¿La cierro de una patada?
– ¡Ni se le ocurra! -exclamó Bridges al tiempo que intentaba impedir que se cerrara la puerta-. ¡No tengo las llaves!
– ¿Qué pasa? ¿Empieza a ponerse nervioso?
– Podría denunciarlo por esto.
– No lo creo. Recuerde que estamos aquí porque usted ha querido. Yo le expliqué que si lo detenía me lo llevaría tal como estaba, y usted me contestó: «Adelante».
Bridges miró con desesperación hacia la calle al ver que un hombre doblaba la esquina e intentó una atolondrada estampida hacia el recibidor de la casa. Galbraith cerró la puerta y tiró de las esposas para detener a Bridges.
– Está bien -dijo-. ¿Empezamos desde el principio? ¿Por qué ha vuelto Steve a Chapman's Pool esta mañana?
– No lo sé. Ni siquiera sabía que había ido allí. Mire, imbécil, ese tipo que subía por la calle es periodista, y se ha pasado la mañana haciéndome preguntas sobre Steve. Si yo hubiera sabido dónde estaba ese capullo, se lo habría dicho para que me dejara en paz, pero ni siquiera he conseguido hablar con él por teléfono. -Señaló con la cabeza hacia el salón y murmuró-: Al menos vamos dentro para que no nos oigan. No creo que a usted le interese más que a mí tener a la prensa detrás.
Galbraith le quitó las esposas y acompañó a Bridges al salón.
– Hábleme de la relación que tenían Steve y Kate -dijo volviéndose a sentar en la butaca-. Y procure sonar convincente -añadió mientras sacaba el bloc de notas-. Porque, uno, estoy reventado; dos, empieza usted a cabrearme; y tres, me tiene sin cuidado que su nombre aparezca mañana en todos los periódicos como probable sospechoso de la violación y asesinato de Kate Sumner.
– Nunca entendí qué era lo que le atraía de esa mujer. Yo sólo la vi una vez, y en mi opinión era la tía más sosa que he conocido. Fue en un pub, un viernes a la hora de comer, y lo único que hacía ella era contemplar a Steve como si él fuera Leonardo DiCaprio. Pero cuando abrió la boca fue aún peor. ¡Qué tía tan estúpida! Hablando con ella te podías morir de aburrimiento. Creo que debía de alimentarse de culebrones, porque todo lo que yo decía le recordaba a algo que había pasado en Neighbours o East Enders, lo cual acabó poniéndome histérico. Después le pregunté a Steve qué coño hacía, y él rió y dijo que lo que le interesaba de ella no era su conversación. Decía que tenía un culo de ensueño, y que eso era lo único que importaba. La verdad es que no creo que Steve tuviera intención de enrollarse en serio con ella. Se conocieron un día en la calle, y ella lo invitó a su casa. Steve me dijo que fue todo muy alucinante. Estaba tomándose un café con ella en la cocina, buscando algún tema de conversación, y de pronto Kate se le echó encima. Lo único malo fue que la niña estuvo todo el rato allí viendo cómo ellos follaban, porque Kate dijo que Hannah se pondría a chillar como una histérica si intentaba llevársela.
»Eso fue todo lo que pasó, o al menos eso me dijo Steve. Ñaca-ñaca y adiós muy buenas. Por eso me sorprendió que un par de veces me preguntara si podía traerla aquí. Fue durante el día, mientras su marido estaba trabajando, así que yo ni la vi. Otras veces lo hacían en el barco o en casa de Kate, pero la mayoría de las veces lo hacían en el Volvo de Steve. Iban a New Forest y le daban paracetamol a la niña para que se quedara dormida en el asiento delantero mientras ellos echaban un polvo en el asiento trasero. Duró unos dos meses, hasta que él empezó a hartarse. El problema era que Kate no tenía ningún interés para él, excepto su culo. No bebía, no fumaba, no navegaba, no tenía sentido del humor y su máxima aspiración era que a Steve le dieran un papel en East Enders. Era patético, pero creo que para ella era un sueño maravilloso: ligarse a una estrella de la televisión y pasearse por ahí dejándose fotografiar con él.
»Sinceramente, no creo que a ella se le ocurriera pensar que Steve sólo le daba coba porque ella estaba disponible y no le costaba ni un céntimo. Steve me dijo que se quedó de piedra cuando él le dijo que no quería volver a verla. Entonces fue cuando ella se puso tonta. Supongo que estaba acostumbrada a engañar a idiotas como su marido y que cogió un cabreo de mil demonios cuando se dio cuenta de que un tipo joven se había aprovechado de ella. Le llenó el barco de mierda, y luego se aficionó a hacer saltar la alarma de su coche y ensuciárselo con mierda. Steve encontraba excrementos por todas partes. Lo que más le jodio fue lo de su bote. Un viernes lo encontró lleno de agua y cagarros medio derretidos. Dijo que Kate debía de haberlos guardado varios días. Y entonces fue cuando Steve empezó a hablar de ir a la policía.
»Yo le dije que me parecía una estupidez. Si metes a la pasma en esto, le dije, no se acabará nunca. Y Kate no será la única que irá por ti, sino que se le unirá su marido. No puedes acostarte con una mujer casada y esperar que el marido haga la vista gorda. Le dije que se lo tomara con calma y que aparcara el coche en otro sitio. ¿Y el bote?, me preguntó él. Yo le propuse que alquilara uno que ella no pudiera reconocer. Y así se acabó todo. Fue muy sencillo. Problema resuelto. Que yo sepa, Kate no volvió a molestarlo.
Galbraith tardó en reaccionar. Había estado escuchando atentamente y tomando notas, y antes de hablar acabó de escribir.
– ¿Le prestó usted un bote?
– Sí.
– ¿Cómo era?
Bridges frunció el entrecejo y contestó:
– Normal y corriente. ¿Por qué le interesa tanto?
– ¿De qué color era?
– Negro.
– ¿De dónde lo sacó?
– De un catálogo de venta por correo, creo. Era el que tenía antes de que me comprara el bote nuevo.
– ¿Sabe si Steve lo conserva?
Bridges vaciló antes de responder:
– No lo sé. ¿No estaba en el Crazy Daze cuando lo registraron?
El inspector se dio unos golpecitos en los dientes con el lápiz, y recordó lo dicho por Carpenter el miércoles: «No me ha gustado nada. Es un fantasma, y sabe demasiado sobre interrogatorios policiales».
– De acuerdo -dijo-. Volvamos a Kate. Dice usted que el problema estaba resuelto. ¿Qué pasó después?
– Nada. Eso fue todo. Sólo que esa mujer apareció muerta en una playa de Dorset el fin de semana que casualmente Steve estaba allí.
– Ya. Y además a la niña la encontraron paseando sola por una calle concurrida a unos doscientos metros de donde Steve tenía amarrado el barco.
– Fue un montaje. Debería someter a William al tercer grado. Él tenía más motivos que Steve para matarla. Ella le ponía los cuernos a su marido, ¿no?
Galbraith se encogió de hombros.
– Pero William no odiaba a su esposa. Él ya sabía cómo era Kate cuando se casó con ella, y no le importaba. Steve, en cambio, se había metido en un lío y no sabía qué hacer para salirse.
– Eso no lo convierte en un asesino.
– Quizá pensó que necesitaba una solución definitiva.
Bridges negó con la cabeza:
– Steve no es así.
– ¿Y William Sumner sí?
– No lo sé. No lo conozco.
– Según su declaración, Steve y usted tomaron una copa con él una noche.
– Vale. No lo conozco bien. Estuve allí un cuarto de hora y apenas hablé con él.
Galbraith juntó las manos delante de la boca y miró al joven.
– Pero al parecer usted sabe muchas cosas sobre él -dijo-. Y también sobre Kate, pese a que sólo los vio una vez.
Bridges se concentró en sus papeles de fumar, colocándolos en diferentes posiciones con los dedos.
– Steve habla mucho.
Al parecer, Galbraith aceptó esa explicación, porque asintió con la cabeza.
– ¿Por qué planeaba Steve viajar a Francia esta semana?
– No sabía que tuviera esa intención.
– Había reservado una habitación en un hotel de Concarneau, pero como no la confirmó, se la han cancelado esta mañana.
De pronto Bridges adoptó una expresión de cautela.
– No me lo había dicho.
– ¿Debería haberlo hecho?
– Claro.
– Usted ha dicho que ya no tenían una relación estrecha -le recordó Galbraith.
– Era una forma de hablar.
El inspector lo miró.
– Está bien. Ultima pregunta. ¿Dónde está el escondite de Steve?
– ¿Qué escondite? -respuso Bridges con candidez.
– Veamos, se lo plantearé de otra forma. ¿Dónde guarda el material del barco cuando no lo utiliza? El bote y el motor, por ejemplo.
– En cualquier sitio. Aquí. En su piso de Londres. En el maletero de su coche.
Galbraith sacudió la cabeza y dijo:
– No hay manchas de aceite. Hemos buscado en todos esos sitios. -Esbozó una sonrisa y agregó-: Y no me venga con que un motor fueraborda no gotea cuando lo inclinan, porque no le creeré.
Bridges se rascó la mandíbula.
– Usted no es su niñera, Tony -murmuró Galbraith con tono amable-, y no hay ninguna ley que diga que cuando tu amigo cava un hoyo para él, tú tienes que meterte dentro con él.
Bridges hizo una mueca y dijo:
– Mire, se lo advertí. Le dije que lo mejor que podía hacer era declarar voluntariamente, porque si no le harían hablar a la fuerza. Pero no me hizo caso. Está convencido de que puede controlarlo todo, cuando la verdad es que desde que lo conozco no ha sido capaz de controlar nada. Steve es puro descontrol. A veces preferiría no haber conocido a ese mamón, porque estoy hasta los cojones de mentir por él. -Se encogió de hombros y añadió-: Pero es mi amigo.
Galbraith esbozó una sonrisa. Estaba claro que Bridges no decía la verdad, y recordó la expresión: «Con amigos así ¿quién necesita enemigos?». Echó un vistazo a la habitación. Había demasiadas discrepancias, sobre todo respecto a las huellas dactilares, y tenía la impresión de que lo estaban llevando por un camino por el que no quería ir. ¿Por qué lo creía Bridges conveniente? ¿Porque sabía que Harding era culpable? ¿O porque sabía que era inocente?