Maggie estaba tumbada en el suelo, estirando la dolorida espalda, mientras Nick introducía meticulosamente una brocha de pintura en todos los resquicios que ella se había dejado.
– ¿Crees que Steve lo habría hecho si Tony Bridges no lo hubiera cabreado tanto ensuciándolo todo de mierda?
– No lo sé -respondió Nick-. El comisario está convencido de que es un psicópata; dice que sólo era cuestión de tiempo que su obsesión sexual desembocara en una violación, así que es posible que lo hubiera hecho de todos modos, sin la intervención de Tony Bridges. Kate estaba en el lugar menos adecuado en el momento menos adecuado. -Hizo una pausa y recordó la pequeña mano de Kate Sumner sacudida por las olas-. Pobre chica.
– Sin embargo… ¿va a quedar Tony impune? No me parece justo, teniendo en cuenta que él probablemente sabía que Steve había matado a Kate.
Nick se encogió de hombros.
– Él asegura que no lo sabía. Dice que creía que había sido el marido. -Le dio un toquecito a una araña y vio cómo se escabullía-. Galbraith me dijo que anoche él y Carpenter le cantaron las cuarenta a Tony por no haber dicho nada en la primera entrevista con la policía, y que la excusa de Tony fue decir que Kate era tan zorra que no le pareció oportuno ayudar a la policía a cargarse a su marido. Según él, Kate tuvo su merecido por pregonar las escasas habilidades sexuales de su marido. Él también tiene problemas parecidos, por lo visto, así que se solidarizó con William.
– ¿Y ese tipo es maestro? -dijo Maggie con desprecio.
– No lo será por mucho tiempo, a menos que a sus compañeros de celda les interese la química. Carpenter se ha cebabo con él: obstrucción a la justicia, tráfico de drogas, retención ilegal de su novia, violación de su novia bajo los efectos del Rohipnol, incitación al asesinato… e incluso daños en el coche de Harding. Y eso sin mencionar a los de aduanas.
– Se lo merece -dijo Maggie.
– Mmmm.
– No pareces muy convencido.
– Es que no sé de qué le puede servir la cárcel a alguien como Tony. No es mala persona, sólo un infeliz. Le vendrían mejor seis meses de servicios comunitarios en un centro para disminuidos. -Vio cómo la araña se atascaba en la pintura húmeda-. En una escala de uno a diez, la impotencia sexual ni siquiera figura comparada con algunas disminuciones físicas o mentales graves.
Maggie se incorporó y se rodeó las rodillas con los brazos.
– Pensaba que los policías eran tipos duros por naturaleza. ¿No será que te estás ablandando, Ingram?
Él la miró con ojos risueños y dijo:
– La dureza viene y va, tanto si quieres como si no. Son cosas de la naturaleza.
Maggie apoyó la cara en las rodillas.
– No entiendo por qué Steve ahogó a Kate delante de Chapman's Pool -dijo-. Él sabía que iba a ir allí a la mañana siguiente, y debió prever la posibilidad de que el cadáver apareciera en la playa. ¿Por qué querría hacer peligrar su encuentro con Marie?
– No creo que se pueda aplicar la lógica al comportamiento de un tipo como Harding -contestó Nick-. Carpenter cree que, desde que Kate subió al Crazy Daze, sólo había un sitio donde Harding podía matarla. Dice que en el vídeo del francés se aprecia lo excitado que estaba Harding con todo aquel alboroto. -Vio cómo la araña levantaba las patas de la pintura húmeda y las sacudía, en inútil protesta-. Pero no creo que Harding supiera que el cadáver iba a aparecer allí. Le había roto los dedos a Kate y la había atado al motor fueraborda, de modo que debió de sorprenderle ver que había conseguido soltarse. Por lo demás, Carpenter cree que Harding es un asesino en serie en potencia, y según él Marie puede alegrarse de estar con vida.
– ¿Y tú estás de acuerdo con él?
– No lo sé. -Lamentó la inevitable muerte de la araña cuando la agotada criatura sumergió el abdomen en la pintura-. Steve dice que fue un terrible accidente, pero no sé si dice la verdad. Carpenter no le cree, ni el inspector Galbraith, pero a mí me cuesta creer que alguien tan joven pueda ser tan malvado. Digamos que me alegro de que ayer Bertie la acompañara cuando salió a pasear.
– ¿Cree Carpenter que también quería matarme a mí?
Nick negó con la cabeza.
– No lo sé. Le preguntó a Steve qué había en la mochila tan importante como para que se arriesgara yendo a recuperarla, y ¿sabe qué le contestó Steve? «Mis prismáticos.» Y cuando Carpenter le preguntó por qué la había dejado allí, respondió: «Porque no me acordaba de que los prismáticos estaban dentro».
– ¿Qué significa eso?
Nick rió por lo bajo.
– Que dentro de la mochila no había nada que le interesara, así que decidió deshacerse de ella. No había dormido, estaba agotado y las botas de montaña de Marie le daban golpes en la espalda. Lo único que quería era deshacerse de ella cuanto antes.
– ¿Qué tiene eso de gracioso?
– Es precisamente lo contrario de lo que me había imaginado.
– No, no lo es -le contradijo Maggie-. Tú me has dicho que podía incriminarle porque la había utilizado para sacar a Hannah del barco.
– Pero él no mató a Hannah, Maggie, sino a Kate.
– ¿Y?
– Lo único que conseguí al descubrirlo fue ayudar a la defensa. Harding argumentará que eso demuestra que no pensaba matar a nadie.
A Maggie le pareció que Nick estaba deprimido, y dijo:
– Aun así, supongo que te ofrecerán un puesto en la jefatura de policía. Debes de haberlos impresionado mucho. En cuanto viste a Steve, fuiste por él.
– Pero me desdije en cuanto él me salió con una excusa convincente. -Volvió a reír-. La única razón por la que la tomé con él fue que me ponía enfermo, y eso lo sabe el comisario. Creo que Carpenter no tiene muy buen concepto de mí. Me llamó «genio de las suposiciones». -Suspiró-. No sé si estoy hecho para el departamento de homicidios. No puedes tener una corazonada y luego inventar los argumentos necesarios para respaldarla. Ésa es la causa de muchos errores judiciales.
Maggie le lanzó una mirada especuladora.
– ¿Eso también te lo dijo Carpenter?
– Más o menos. Me dijo que los días en que la policía podía dejarse llevar por la intuición han pasado a la historia. Ahora todo se limita a introducir datos en un ordenador.
A Maggie no le parecía justo.
– En ese caso, pienso telefonear a ese desgraciado para decirle lo que pienso -repuso indignada-. De no ser por ti, habrían tardado meses en relacionar a Kate con Harding, y nunca habrían encontrado el bote neumático ni habrían sabido de dónde lo habían robado. Carpenter debería felicitarte, en lugar de censurar tus métodos. La que lo complicó todo fui yo. Es evidente que tengo una deformación genética que hace que me atraigan los cerdos. Hasta mi madre sospechó que Harding era un miserable. Me dijo: «No sé a qué viene tanto escándalo por una mordedura de perro. Yo he sufrido algunas mucho peores, y lo máximo que me ofrecieron fue una vacuna del tétanos».
– Cuando se entere de que hice que se lastimara la cadera por un asesino, me va a despellejar.
– Nada de eso. Dice que le recuerdas a James Stewart en Destry cabalga de nuevo.
– ¿Es buena?
– Sí, ya lo creo -afirmó Maggie con ironía-. Cada vez que la ve le tiemblan las rodillas. James Stewart interpreta a un pacífico sheriff que consigue imponer la ley y el orden en una violenta ciudad sin levantar jamás la voz y sin desenfundar el arma. Es increíblemente sentimental. Se enamora de Marlene Dietrich, que recibe un balazo por intentar protegerlo.
– Mmm. Personalmente, siempre me he identificado con Bruce Willis en La jungla de cristal: el poli heroico y ensangrentado con su infalible arsenal que salva al mundo y a la mujer que ama cargándose a Alan Rickman y a su banda de psicópatas.
Maggie soltó una risita.
– ¿Es otro intento de seducción?
– No. Todavía la estoy cortejando.
– Ya me lo temía. -Sacudió la cabeza-. Eres demasiado bueno, ése es tu problema. Demasiado bueno para cargarte a nadie, desde luego.
– Ya lo sé -admitió él-. No tengo estómago para eso. -Bajó de la escalerilla, se sentó de cuclillas delante de Maggie y se frotó los cansados ojos-. Harding empezaba a caerme simpático. En cierto modo, todavía me cae bien. No dejo de pensar que es una pena. ¿Algo habría cambiado si alguien le hubiera prevenido de que en esta vida todo tiene un precio? -Estiró el brazo para dejar la brocha en la bandeja-. Para ser justo con Carpenter debo decir que sí me ha felicitado. Hasta me ha dicho que me apoyaría si decido solicitar un puesto en el departamento de homicidios. Según él, tengo aptitudes -imitó el ceño del comisario-, y él entiende de eso, pues por algo es comisario desde hace cinco años. -Sonrió y dijo-: Pero no creo tener madera para ese trabajo.
– ¡Venga, hombre! -dijo Maggie-. Serías un excelente detective. No sé qué te preocupa. No seas tan prudente, Nick. Deberías aprovechar las ocasiones cuando se te presentan.
– Ya lo hago. Cuando me parecen sensatas.
– ¿Y ésta no lo es?
Nick sonrió y se levantó; llevó la bandeja al fregadero y la puso debajo del grifo.
– No estoy seguro de querer irme de aquí. -Echó un vistazo a la recién pintada cocina-. Prefiero vivir en un lugar atrasado donde una corazonada puede cambiarlo todo.
– Entiendo -dijo ella.
Nick limpió la brocha en silencio, preguntándose si Maggie lo entendía, y si «entiendo» iba a ser su única respuesta.
Puso la brocha a secar en el escurridero y se planteó seriamente si abrirse paso por un kilómetro de alambrada no sería la mejor opción, al fin y al cabo.
– ¿Quiere que vuelva mañana? Es domingo. Podríamos empezar con el salón.
– Aquí estaré -dijo Maggie.
– De acuerdo. -Fue hacia la puerta de la despensa.
– ¡Nick!
– ¿Qué?-El policía se volvió.
– ¿Cuánto suelen durar estos cortejos tuyos?
– ¿Por qué quiere saberlo? -repuso él con una sonrisa.
– Porque… -De pronto parecía incómoda-. No importa. Qué pregunta tan tonta. Nos vemos mañana.
– Intentaré no llegar tarde.
– Si llegas tarde, no importa -dijo ella-. Esto lo haces porque quieres; nadie te obliga. Yo no te he pedido que pintes toda la casa.
– Cierto -concedió él-, pero está relacionado con el cortejo. Creí que ya se lo había explicado.
Maggie se puso en pie y le espetó:
– Largo de aquí. -Lo empujó por la puerta y la cerró de golpe-. Y por lo que más quieras, mañana trae una botella de coñac -le gritó-. Esto del cortejo es un latazo. He decidido que prefiero que me seduzcan.
El televisor estaba encendido. Celia, con el mando a distancia en la mano, chascó la lengua cuando Maggie entró de puntillas en la salita, para ver si su madre se encontraba bien. Bertie se había bajado de la cama, acalorado, y ahora estaba tumbado boca arriba en el sofá, con las patas separadas.
– Es tarde, mamá. Deberías estar durmiendo.
– Ya lo sé, querida, pero esto es tan divertido…
– ¿No decías que era una película de terror?
– Lo es. Por eso me río tanto.
Maggie miró a su madre, perpleja; después le arrebató el mando a distancia y apagó el televisor.
– Has estado escuchando -la acusó.
– Bueno, verás…
– ¿Cómo te atreves?
– He tenido que ir al cuarto de baño -se disculpó Celia-, y vosotros no hablabais precisamente en voz baja.
– El médico dijo que no debes levantarte tú sola.
– Te llamé un par de veces, pero no me oíste. Además -dijo con un destello de humor en los ojos-, estabais tan enfrascados en la conversación que no me pareció oportuno interrumpiros. -Miró a su hija un instante, y luego dio unos golpes en la cama con la palma de la mano-. ¿Eres demasiado mayor para que te dé un consejo?
– Depende del consejo -dijo Maggie, y se sentó junto a su madre.
– Un hombre que invita a la mujer a llevar las riendas siempre vale la pena.
– ¿Fue eso lo que hizo mi padre?
– No. Tu padre me cogió por el brazo, me arrastró hasta el altar y después me dio treinta y cinco años para arrepentirme todo lo que quisiera. -Celia sonrió con tristeza-. Por eso mi consejo es bueno. Yo me enamoré de la exagerada opinión que tu padre tenía de sí mismo, confundí la obstinación con autoridad, el alcoholismo con ingenio, y la pereza con carisma… -Se interrumpió al darse cuenta de que estaba criticando al padre de su hija-. No estuvo mal del todo -añadió-. En aquella época éramos más estoicos, nos enseñaban a soportar las cosas, y mira lo que conseguí: tú, Matt, la casa…
Maggie se inclinó y la besó en la mejilla.
– Ava, Martin, robos, deudas, dolores de cabeza, una cadera destrozada…
– Así es la vida -replicó Celia-. Unas cuadras que todavía aguantan, Bertie, una cocina nueva, un futuro yerno…
– ¿Nick Ingram?
– ¿Y por qué no? -dijo Celia, y volvió a chascar la lengua-. Si fuera cuarenta años más joven, y él demostrase el menor interés por mí, te aseguro que no me haría falta una botella de coñac para llevar las cosas a buen puerto.