Capítulo 5

Habían sido veinticuatro horas muy largas, y la agente Sandra Griffiths estaba bostezando cuando el lunes a mediodía su teléfono empezó a sonar de nuevo. La habían entrevistado en la radio y la televisión locales para difundir el hallazgo de Lily (así era como llamaban a la niña, porque la habían encontrado en Lilliput), pero pese a que la respuesta a los programas había sido buena, nadie había sabido decirles quién era aquella niña. La agente Griffiths atribuyó aquel fracaso al tiempo: la gente estaba tomando el sol y pocos habían visto la televisión. Reprimió el bostezo y descolgó el auricular.

El hombre que había al otro lado de la línea parecía preocupado.

– Perdone que la moleste -dijo-, pero acabo de hablar con mi madre. Está muy alterada porque se ha enterado de que han encontrado a una niña perdida por la calle y dice que se parece a mi hija. Yo le he dicho que no puede ser Hannah, pero… -Hizo una pausa-. Bueno, el caso es que ambos hemos telefoneado a mi esposa pero no conseguimos hablar con ella.

La agente sujetó el auricular con la barbilla y cogió un bolígrafo. Era el padre número veinticinco que llamaba desde que difundieran la fotografía de la niña, y ella no tenía muchas esperanzas de tener más suerte que con los veinticuatro anteriores, pero aun así repitió el proceso con paciencia.

– Si es tan amable de contestar un par de preguntas, podremos aclarar si se trata de Hannah -dijo-. ¿Puede decirme su nombre y su dirección?

– Me llamo William Sumner y vivo en Langton Cottage, Rope Walk, Lymington, Hampshire.

– ¿Vive con su esposa y su hija, señor Sumner?

– Sí.

El interés de la agente aumentó, pues los veinticuatro padres anteriores ya no vivían con sus esposas.

– ¿Cuándo las vio por última vez?

– Hace cuatro días. Estoy en una convención de farmacia que se celebra en Liverpool. Hablé con Kate, mi esposa, el viernes por la noche y no había ningún problema, pero mi madre está empeñada en que esa niña es Hannah. Yo le he dicho que no puede ser. Si a la niña la encontraron ayer en Poole, ¿cómo es posible que Hannah estuviera paseando sola por Poole, cuando nosotros vivimos en Lymington?

La agente Griffiths detectó alarma en su voz, y preguntó:

– ¿Llama usted desde Liverpool?

– Sí. Me alojo en el Regal, habitación número 2235. ¿Qué puedo hacer? Mi madre está preocupadísima. Necesito asegurarle que no pasa nada.

– ¿Podría darme una descripción de Hannah?

– Se parece a su madre -dijo Sumner-. Rubia, ojos azules. No es muy habladora. Eso nos tiene un poco preocupados, pero el pediatra dice que sólo es timidez.

– ¿Cuántos años tiene?

– El mes que viene cumplirá tres.

La agente hizo una mueca de dolor al formular la siguiente pregunta, temiéndose la respuesta:

– ¿Tiene Hannah un vestido rosa de algodón con nido de abeja y unas sandalias rojas, señor Sumner?

Él tardó un instante en responder.

– Las sandalias, no lo sé -dijo con voz quebrada-, pero mi madre le compró un vestido con nido de abeja hace tres meses. Creo que era rosa… Sí, seguro. ¡Dios mío! -exclamó-. ¿Dónde está Kate?

La agente Griffiths caviló un momento, y luego preguntó:

– ¿Cómo fue a Liverpool, señor Sumner? ¿En coche?

– Sí.

– ¿Sabe cuánto podría tardar en llegar a su casa?

– Unas cinco horas.

– Y ¿dónde vive su madre?

– En Chichester.

– En ese caso, creo que lo mejor será que me dé el nombre y la dirección de su madre, señor Sumner. Si esa niña es Hannah, su abuela podría identificarla. Entretanto, la policía de Lymington irá a ver si hay alguien en su casa, mientras yo hago indagaciones sobre su esposa aquí, en Poole.

– Mi madre se llama Angela Sumner y su dirección es The Old Convent, Osborne Crescent, piso número dos. -Sumner respiraba con dificultad, y la agente deseó estar en otro sitio, a kilómetros de allí. No soportaba tener que comunicar malas noticias-. Pero ella no podrá ir a Poole. Hace tres años que va en silla de ruedas, y no conduce; Si pudiera, habría ido ella misma a Lymington a ver si Hannah y Kate estaban en casa. ¿No puedo hacer yo la identificación?

– Por supuesto, si así lo prefiere. Ahora la niña está al cuidado de una familia de acogida, y no le pasará nada por estar con ellos unas horas más.

– Mi madre está convencida de que Hannah ha sufrido alguna clase de agresión sexual. ¿Puede confirmármelo? Prefiero saberlo ahora que más tarde.

– Suponiendo que la niña sea Hannah, no, no hay ningún indicio de que haya sufrido ninguna agresión. La han sometido a un minucioso examen, y el médico dice que no ha sido objeto de malos tratos. -Recordó el informe psicológico de la doctora Murray; si Lily resultaba ser Hannah Sumner, de aquel tema ya se encargarían más adelante.

– ¿Qué clase de indagaciones va a hacer en Poole? -preguntó Sumner, aturdido, volviendo a lo que la agente había dicho anteriormente-. Ya le he dicho que vivimos en Lymington.

– Indagaciones rutinarias, señor Sumner -contestó ella, sin mencionar los hospitales-. Necesitaré el nombre completo y una descripción de su esposa, además de la marca, el color y la matrícula de su coche, y los nombres de los amigos que tenga en la zona.

– Kate Elizabeth Sumner. Tiene treinta y un años, es rubia y mide un metro cincuenta y dos. El coche es un Metro azul, matrícula F52 VXY, pero no creo que tenga amigos en Poole. Quizás haya tenido algún problema relacionado con su embarazo.

– Esa será una de las cosas que comprobaré, señor Sumner. -Mientras hablaba, la agente Griffiths repasaba los informes de la policía de tráfico, pero no había ningún Metro con aquella matrícula implicado en ningún accidente-. ¿Viven los padres de su esposa? ¿Cree que ellos pueden saber dónde está?

– No. Su madre murió hace cinco años, y a su padre no llegó a conocerlo.

– ¿Tiene hermanos o hermanas?

– No, sólo nos tiene a Hannah y a mí. -Volvió a quebrársele la voz-. ¿Qué va a ser de mí? Si a Kate le ha pasado algo, no podré salir adelante.

– No hay ningún motivo para pensar que haya pasado nada malo -dijo la agente Griffiths, aunque opinaba lo contrario-. ¿Lleva teléfono en el coche? Así, yo podría mantenerle informado mientras usted viene.

– No.

– Entonces le sugiero que pare a mitad de camino y me llame desde un teléfono público. Es posible que entonces ya tenga noticias de la policía de Lymington, y con un poco de suerte podré tranquilizarlo respecto a Kate. Y procure no preocuparse -concluyó-. Va a tener que hacer un largo viaje en coche, y lo más importante es que llegue a su destino sano y salvo.

A continuación, Griffiths llamó a la policía de Lymington, explicando los detalles del caso y pidiendo que comprobaran si había alguien en casa de los Sumner. Después realizó una llamada rutinaria al hotel Regal de Liverpool para preguntar si William Sumner se había alojado en la habitación 2235 desde el jueves.

– Efectivamente -contestó el recepcionista-, pero me temo que no puedo ponerle con él, porque se ha marchado hace cinco minutos.

La agente Griffiths cogió la lista de los hospitales y empezó a hacer llamadas.


Nick Ingram no tenía ninguna intención de abandonar su comisaría de policía rural, donde su trabajo se limitaba a hacer la ronda y el horario no deparaba sorpresas. De los casos importantes se encargaba la comisaría de Winfrith, a cincuenta kilómetros de la suya, y eso le dejaba libre para ocuparse del aspecto menos espectacular de la profesión, que para el noventa y cinco por ciento de la población era lo único que importaba. Los vecinos dormían mejor sabiendo que el agente Ingram era implacable con los borrachos, los vándalos y los ladrones de poca monta.

Los problemas más graves solían llegar de fuera, y la mujer no identificada de la playa parecía uno de esos casos. El lunes 11 de agosto a las 12:45, Ingram recibió una llamada de Winfrith. El juez de Poole había ordenado el inicio de una instrucción de asesinato tras la autopsia, y le dijeron que pronto llegarían un inspector y un sargento de la comisaría central. Ya habían enviado un equipo de la policía científica para registrar la playa de Egmont Bight, pero le pidieron a Ingram que se quedara donde estaba.

– No creo que encuentren nada -comentó él-. Ayer tuve ocasión de echar un vistazo, pero parecía evidente que las olas la habían arrastrado hasta la playa.

– De eso ya nos encargamos nosotros -dijo su interlocutor.

Ingram se encogió de hombros y preguntó:

– ¿De qué murió?

– Ahogada. La arrojaron al mar después de intentar estrangularla. El forense ha calculado que nadó media milla para ponerse a salvo, pero que la venció el cansancio. Estaba embarazada de catorce semanas, y el asesino la violó antes de echarla por la borda.

– ¿Cómo será el hombre capaz de hacer algo así? -dijo Ingram, conmocionado.

– Desagradable. Bien, hasta dentro de una hora.


La agente Griffiths llamó a todos los hospitales de Dorset y Hampshire, pero no localizó a ninguna Kate Sumner. Sin embargo, cuando telefoneó a Winfrith para preguntar si tenían noticia de una mujer rubia, bajita y delgada, de treinta y un años, que había desaparecido de Lymington en las cuarenta y ocho horas anteriores, las piezas del rompecabezas empezaron a encajar.


Los dos detectives llegaron puntualmente a su cita con el agente Ingram. Al sargento, un tipo arrogante e insistente, con claras ambiciones de ascender, y que estaba convencido de que cualquier conversación podía ser una oportunidad para causar una buena impresión, le gustó su colega rural, y después Ingram no pudo ni recordar su nombre. Se puso a hablar de una «importante instrucción» en la que «la celeridad era crucial» para impedir que el asesino tuviera ocasión de deshacerse de pruebas y/o volver a actuar. Estaban «peinando» los puertos deportivos, los clubes náuticos y los puertos en busca de información sobre la víctima y/o el asesino. La identificación de la víctima era el «objetivo prioritario». Tenían una candidata, una mujer desaparecida, pero no podían cantar victoria hasta que el marido hubiera identificado una fotografía y/o el cadáver. El segundo objetivo era localizar la embarcación de la que la víctima había caído, para que los forenses la registraran en busca de pruebas. Lo único que necesitaban era un sospechoso; los análisis del ADN se encargarían del resto.

Cuando el sargento concluyó su monólogo, Ingram arqueó una ceja, pero no dijo nada.

– ¿Lo ha cogido? -preguntó el sargento con impaciencia.

– Creo que sí, señor -contestó Ingram-. Si encontramos pelos de la mujer en el barco de un hombre, significa que él es el violador.

– Ya.

– Es asombroso -murmuró Ingram con sorna.

– No parece usted muy convencido -terció el inspector Galbraith.

Ingram se encogió de hombros y repuso:

– Lo único que demostrarían las pruebas encontradas en la embarcación es que la mujer estuvo en ella al menos una vez; pero eso no basta para demostrar que se produjo una violación. Los únicos análisis de ADN válidos serían los que se le realizaran a ella.

– De acuerdo, pero no se haga muchas ilusiones -replicó el inspector-. El agua borra las huellas. El forense le ha practicado un frotis a la víctima, pero no es nada optimista respecto al resultado. O la víctima estuvo demasiado tiempo en el agua, o el violador utilizó un condón. -El inspector era un hombre agraciado, de cabello corto y rojizo, pecoso y sonriente, que no aparentaba los cuarenta y dos años que tenía. En general, su aspecto disimulaba una aguda inteligencia que sorprendía a quienes lo juzgaban por su apariencia externa.

– ¿Qué es «demasiado tiempo»? -preguntó Ingram-. En realidad, ¿cómo sabe el forense que la mujer nadó media milla? ¿Cómo puede calcularlo?

– Se ha basado en el estado del cadáver, en los vientos y las corrientes que había en la zona, y en el hecho de que debía de estar viva cuando llegó a Egmont Point -contestó John Galbraith al tiempo que abría su maletín y extraía un papel-. La víctima murió ahogada durante la marea alta, es decir, hacia la 1:52 del domingo 10 de agosto -dijo leyendo el documento-. Hay una serie de indicios, como las señales de hipotermia, el hecho de que un barco con quilla no habría podido navegar demasiado cerca de los acantilados, y las corrientes que hay alrededor del cabo St Alban, que sugieren que la mujer cayó al agua al menos a media milla oeste-suroeste del lugar donde hallaron el cadáver.

– De acuerdo, pero eso no significa que la mujer recorriera media milla a nado. En esa parte de la costa hay fuertes corrientes, y el mar debió de arrastrarla hacia el este. Es posible que en realidad sólo recorriera unos doscientos metros.

– Imagino que eso ya lo tendrían en cuenta.

Ingram frunció el entrecejo y dijo:

– ¿Por qué mostraba señales de hipotermia? Hace una semana que los vientos son flojos y el mar está en calma. En esas condiciones, un nadador medio tardaría entre quince y veinte minutos en recorrer doscientos metros. Además, la temperatura del agua debía de ser superior a la del aire, de modo que es más probable que sufriera hipotermia en la playa que en el agua, sobre todo si estaba desnuda.

– En cuyo caso no habría muerto ahogada.

– No.

– Entonces, ¿dónde quiere llegar? -preguntó Galbraith.

Nick sacudió la cabeza.

– No lo sé, pero me cuesta hacer coincidir el cadáver que yo vi con lo que dice el forense. El año pasado, los guardacostas pescaron un cadáver del mar; estaba cubierto de cardenales de arriba abajo e hinchado hasta el doble de su tamaño.

El inspector volvió a consultar el documento.

– Bueno, está el factor tiempo. Según el forense, el momento de la muerte debió de coincidir con la marea alta, y por eso apareció en la playa al retirarse la marea. También basa su argumento en que si esa mujer no hubiera llegado al refugio que ofrecía Egmont Point antes de ahogarse, los torbellinos la habrían arrastrado más allá del cabo St Alban. Si combina esos dos factores, ya tiene su respuesta, ¿no? Es decir, que debió de morir a pocos metros de la costa y su cuerpo llegó a la orilla poco después.

– Es una pena -dijo Ingram recordando la pequeña mano meciéndose en la espuma.

– Sí -coincidió Galbraith, que había visto el cadáver en el depósito y a quien aquella muerte innecesaria había conmocionado tanto como a Ingram. Aquel agente le caía simpático. En realidad prefería, en general, a los policías que expresaban sus emociones, pues lo consideraba una señal de honradez.

– ¿Qué pruebas hay de que la violaran, si todas las huellas han desaparecido?

– Laceraciones en la parte interna de los muslos y en la espalda. Marcas de cuerdas en las muñecas. Benzodiacepina en la sangre, probablemente Rohipnol. ¿Sabe qué es?

– Mmm. La droga de los violadores… He leído algo sobre ese medicamento.

Galbraith le pasó el informe y dijo:

– Será mejor que lo lea usted mismo. Sólo son notas preliminares, pero Warner nunca pone nada por escrito sin estar convencido de que es correcto.

El documento no era largo, e Ingram lo leyó rápidamente.

– Así que lo que tenemos que buscar es un barco con manchas de sangre -dijo, y dejó la hoja en la mesa.

– Sí, y restos de piel, pues se supone que la violaron en una cubierta de madera.

El agente Ingram sacudió la cabeza, dubitativo.

– Yo no sería demasiado optimista. El asesino debió de lavar la cubierta del barco en cuanto llegó a puerto, y lo que todavía no se hubiera llevado el mar, se lo habría llevado el agua de la manguera.

– Ya lo sabemos -dijo Galbraith-, y por eso hemos de darnos prisa. La única pista que tenemos es una identificación que, si se demuestra correcta, indicará que el barco en el que iba la víctima debió de salir de Lymington. -Sacó su bloc de notas y añadió-: Ayer encontraron a una niña de tres años abandonada cerca de un puerto deportivo de Poole, y la descripción de la madre, que también ha desaparecido, coincide con la de la víctima. Se llama Kate Sumner y vive en Lymington. Su marido lleva cuatro días en Liverpool, pero ahora viene hacia aquí para identificar el cadáver.

Ingram cogió el informe que había mecanografiado aquella mañana.

– Seguro que no es más que una simple coincidencia -dijo con gesto pensativo-, pero el tipo que llamó al 999 tiene un barco en Lymington. Fue con él a Poole el sábado por la noche.

– ¿Cómo se llama?

– Steven Harding. Dice que es actor y que vive en Londres.

– ¿Cree usted que miente?

Ingram se encogió de hombros.

– Respecto a su nombre y profesión, no, pero creo que mentía respecto a lo que estaba haciendo allí. Dijo que había dejado su barco en Poole porque le apetecía hacer un poco de ejercicio, pero he realizado algunos cálculos y, a mi entender, es imposible que llegara a pie a tiempo para hacer esa llamada a las 10:43. Si había amarrado en algún puerto deportivo, tendría que haber cogido el ferry a Studland, pero como el primer barco no sale hasta las siete, eso significa que tuvo que recorrer veinticinco kilómetros por el sendero de la costa en sólo tres horas. Teniendo en cuenta que parte del camino discurre por playas de arena, y el resto por las colinas, lo considero imposible. Estamos hablando de un promedio de más de ocho kilómetros por hora, y creo que sólo un corredor de maratones profesional sería capaz de mantener esa velocidad en ese tipo de terreno. -Le tendió el informe al inspector, y añadió-: Está todo ahí. El nombre, la dirección, la descripción, el nombre del barco… Otra cosa que me pareció interesante es que va con regularidad a Chapman's Pool con su barco, y conoce a la perfección los remolinos. Está muy bien informado.

– ¿Fue él quien encontró el cadáver?

– No; lo encontraron dos chicos. Están aquí de vacaciones con sus padres. Dudo que ellos puedan decirle algo más, pero he incluido sus nombres y dirección. Maggie Jenner de Broxton House estuvo hablando con Harding durante una hora después de que él hiciera la llamada de emergencia, pero no parece que Harding le contara gran cosa sobre su vida; lo único que le dijo fue que se había criado en una granja de Cornualles. -Señaló el informe y agregó-: Al parecer tenía una erección, por si le interesa saberlo. La señorita Jenner y yo nos fijamos en ese detalle.

– ¡Joder!

Ingram sonrió.

– No se emocione, inspector. La señorita Jenner es bastante guapa, así que quizá fue ella quien la provocó. Ejerce ese efecto sobre los hombres. -Levantó la mano-. También he incluido los nombres de los barcos que había anclados en la bahía cuando encontraron el cadáver. Uno está registrado en Poole, el otro en Southampton, y el tercero es francés, aunque no creo que nos costara mucho dar con él. Lo vi marcharse ayer por la noche y se dirigía hacia Weymouth, o sea que supongo que estarán de vacaciones y que irán costeando.

– Buen trabajo -dijo Galbraith-. Seguiremos en contacto. -Dio unos golpecitos en el informe del forense y dijo-: Le dejo esto. A lo mejor le llama la atención algún detalle que nos ha pasado desapercibido.


Steven Harding despertó al oír un motor fueraborda y golpes en la proa del Crazy Daze. Estaba en su amarre permanente, una boya del río Lymington, y cualquiera que quisiera ir a verlo tenía que acercarse en bote. A veces el movimiento del agua resultaba desagradable, sobre todo cuando pasaba el ferry que cubría el trayecto de Lymington a Yarmouth, en ruta hacia la isla de Wight, pero el amarre no era caro, y en cambio muy discreto.

– ¡Steve! ¡Despierta, capullo!

Harding reconoció la voz, se dio la vuelta en la litera y se tapó la cabeza con la almohada. Tenía una resaca tremenda, y si había alguien a quien no quería ver tan temprano un lunes, ése era Tony Bridges.

– ¡Te prohibo que subas a bordo, gilipollas -gritó-, así que lárgate y déjame en paz!

El Crazy Daze osciló cuando Tony subió a bordo tras atar su bote junto al de Harding, en la cornamusa de popa.

– ¡Abre! -gritó Bridges golpeando en la escotilla-. ¿Tienes idea de la hora que es, imbécil? Llevo tres horas llamándote al móvil.

Harding consultó su reloj: eran las tres y diez. Se incorporó bruscamente y se golpeó la cabeza contra el techo.

– ¡Maldita sea! -masculló; se levantó de la litera y, tambaleante, fue al salón y abrió la escotilla-. Tenía que estar en Londres a mediodía -le dijo a Tony.

– Eso dice tu agente. No ha parado de llamarme desde las 11:30. -Tony bajó al salón, y al respirar la enrarecida atmósfera hizo una mueca de asco-. ¿Sabes lo que es el aire puro? -preguntó al tiempo que abría la escotilla de proa de la cabina y creaba una fuerte corriente de aire. Miró las sábanas desordenadas y se preguntó qué demonios habría estado haciendo Steve-. Eres un inútil -dijo.

– Lárgate. Me encuentro mal. -Harding se tumbó en el sofá de babor del salón y apoyó la frente en las manos.

– No me extraña. Esto parece un horno. -Tony le pasó una botella de agua mineral, y añadió-: Bebe un poco si no quieres morir deshidratado. -Se quedó de pie mientras Harding se bebía media botella, y después se sentó en el sofá de enfrente-. ¿Qué pasa, Steve? He hablado con Bob y me dijo que anoche tenías que ir a dormir a su casa para coger el primer tren esta mañana.

– He cambiado de idea.

– Ya lo veo. -Tony vio la botella de whisky vacía que había encima de la mesa, y las fotografías esparcidas por su superficie-. ¿Qué demonios te pasa?

– Nada. -Harding se apartó el cabello de los ojos, con gesto irritado-. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?

Tony señaló la popa con la cabeza.

– He visto tu bote. Además, te he buscado en todas partes. Por si te interesa saberlo, Graham está deseando pillarte. Está muy cabreado porque no te has presentado al casting. Según él, era pan comido.

– Miente.

– Dice que era tu gran oportunidad.

– ¡Y un cuerno! Era un papel insignificante en una serie de televisión para niños. Tres días filmando con unos mocosos malcriados para nada. Hay que ser idiota para trabajar con niños.

Tony disimuló su enojo tras una sonrisa inocente, y preguntó:

– ¿Es una indirecta?

Harding se encogió de hombros.

– Nadie te obligó a ser maestro. Lo decidiste tú.

Tony le sostuvo la mirada; luego cogió una de las fotografías que había encima de la mesa.

– Entonces ¿cómo es que no tienes nigún inconveniente en hacer estas porquerías? -preguntó señalando la fotografía con el dedo-. Esto también es trabajar con niños, ¿no?

Harding no contestó.

– Te estás dejando explotar, y no te das ni cuenta. Mira que dejar que unos pervertidos babeen contemplando tus fotografías… Eso es más cutre que vender el culo en Piccadilly Circus.

– Cierra el pico -gruñó Harding apretándose los párpados con los dedos para calmar el dolor-. Estoy harto de tus sermones.

Tony ignoró aquella advertencia y prosiguió:

– ¿Qué quieres que haga, si sigues comportándote como un idiota?

Harding lo miró con ceño.

– Al menos yo soy franco con lo que hago. -Esbozó una sonrisa y añadió-: En todos los aspectos. No como tú. ¿Cómo está Bibi? ¿Todavía se queda dormida en el trabajo?

– No me provoques, Steve.

– ¿Qué vas a hacerme?

– Venderte. -Tony se quedó mirando la fotografía, con una mezcla de celos y asco-. Eres un degenerado. Este chico no tiene ni quince años.

– Casi dieciséis, lo sabes perfectamente. -Harding vio cómo su amigo hacía pedazos la fotografía-. ¿Por qué te molesta tanto? No es más que ficción. Si lo haces en una película lo llaman arte. En cambio, si lo haces en una revista lo llaman pornografía.

– Es basura barata.

– Te equivocas. Es basura barata excitante. Sé sincero. ¿Verdad que te gustaría estar en mi lugar? Gano el triple de lo que ganas tú trabajando de maestro. -Se llevó la botella de agua mineral a la boca, echó la cabeza hacia atrás y sonrió con cinismo-. Hablaré con Graham -dijo, secándose los labios con el dorso de la mano-. Nunca se sabe. Un tipo bajito como tú podría ser un exitazo en Internet. A los pedófilos les gustan bajitos.

– Estás enfermo, tío.

– No -replicó Harding, y se tapó la cara con las manos-. Estoy arruinado. Los que están enfermos son los capullos que se hacen pajas contemplando mis fotos.

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