Capítulo 3

– ¿Por qué has sido tan antipático con él? -preguntó Maggie mientras el policía llevaba a los niños a la parte trasera de su Range Rover y se quedaba mirando a Harding, que subía por la colina. Ingram era tan alto y tan corpulento que le hacía sombra a Maggie, literal y figuradamente; ella pensaba a menudo que aquel hombre no la irritaría tanto si de vez en cuando él reconociera aquel hecho. Maggie sólo se sentía cómoda en su presencia cuando lo miraba desde la silla de un caballo, pero esas ocasiones no eran tan frecuentes como para que su amor propio pudiera fortalecerse. Como el policía no le contestaba, Maggie, impaciente, miró a los hermanos, ahora sentados en el asiento trasero-. Con los niños tampoco te has lucido mucho. Seguro que la próxima vez se lo pensarán mejor antes de ayudar a un policía.

Harding desapareció por una curva del camino; Ingram miró a Maggie con una sonrisa en los labios.

– ¿Por qué dice que he sido antipático, señorita Jenner?

– ¡Vamos, por favor! Pero si prácticamente le has llamado mentiroso.

– Porque estaba mintiendo.

– ¿Sobre qué?

– Todavía no estoy seguro. Lo sabré cuando haya hecho algunas averiguaciones.

– ¿Qué pasa? ¿Es un asunto de hombres? -preguntó ella con una voz suavizada por viejos rencores reprimidos. Ingram era el policía de aquella comunidad desde hacía cinco años, y ella tenía muchos motivos para estar resentida. A veces, cuando estaba profundamente deprimida, lo culpaba a él de todo. Otras veces era más honesta y reconocía que él se había limitado a realizar su trabajo.

– Es probable. -Ingram percibía el olor a cuadra de la ropa de Maggie: una mezcla de heno y estiércol que le gustaba y le repugnaba al mismo tiempo.

– En ese caso, ¿no habría sido más sencillo sacar la polla y retarle a medirla con la suya? -preguntó ella con sarcasmo.

– Habría perdido yo.

– Eso sin duda.

– Ah, veo que se fijó usted en ese detalle -dijo él, ensanchando la sonrisa.

– Lo difícil habría sido no fijarse. Con esos pantaloncillos que lleva… A lo mejor era la cartera. Desde luego, no había mucho sitio donde guardarla.

– No -dijo él-. ¿No lo encontró interesante?

Maggie lo miró con desconfianza, preguntándose si se estaría burlando de ella.

– ¿En qué sentido? -preguntó.

– Hay que ser idiota para hacer una excursión de Poole a Lulworth sin dinero y sin agua.

– A lo mejor pensaba pedir agua por el camino, o telefonear a algún amigo para que fuera a rescatarlo. ¿Qué importa eso? Lo único que hizo fue interpretar el papel de buen samaritano con esos niños.

– Creo que mentía respecto a lo que estaba haciendo aquí. ¿Dio alguna otra explicación antes de que apareciera yo?

Ella reflexionó un momento.

– Hablamos de perros y caballos. Les explicó a los chicos que había crecido en una granja de Cornualles.

Ingram abrió la puerta del coche.

– Alo mejor es que la gente que usa teléfonos móviles no me inspira confianza -comentó.

– Hoy en día todo el mundo tiene teléfono móvil. Hasta yo tengo uno.

Ingram recorrió con la mirada la esbelta figura de la mujer, enfundada en una ceñida camisa de algodón y unos vaqueros.

– Pero usted no se lo lleva cuando va de paseo por el campo, y ese tipo sí. Por lo visto, lo único que se lleva es el teléfono.

– Deberías agradecérselo -replicó ella-. De no ser por él, no habrías encontrado a esa mujer tan deprisa.

– De acuerdo. El señor Harding estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado, con el material adecuado para informar de la presencia de un cadáver en la playa, y sería una grosería preguntarse por qué. -Se sentó al volante del Range Rover-. Buenos días, señorita Jenner. Déle recuerdos a su madre de mi parte. -Cerró la puerta y encendió el motor.


Los hermanos Spender no sabían a quién agradecer su tranquilo regreso a casa. ¿Al actor, por haberle pedido al policía que fuera tolerante? ¿O al policía, porque, después de todo, era un tipo decente? Ingram no habló mucho durante el trayecto al chalet alquilado, y se limitó a advertirles que los acantilados eran peligrosos y que era una temeridad escalarlos, por tentadores que fueran los motivos para hacerlo. A sus padres les hizo un breve y expurgado relato de lo ocurrido, el cual concluyó sugiriendo que, ya que los niños no habían podido ir a pescar, él podía llevarlos a pescar en su barca alguna noche.

– No es ninguna lancha -les dijo-, sino un pequeño bote de pesca, pero en esta época del año hay lubinas, y con un poco de suerte pescaremos una o dos. -No los rodeó con el brazo ni los llamó héroes, pero en cambio les propuso algo interesante.


A continuación, Ingram fue a una granja un tanto aislada cuyos propietarios, una pareja de ancianos, habían denunciado el robo de tres valiosos cuadros durante la noche. Ingram se dirigía hacia allí cuando tuvo que desviarse a Chapman's Pool.

– Ay, Nick, lo siento de veras -dijo, atribulada, la nuera de la pareja, que ya sobrepasaba los setenta años-. Créeme, mis suegros sabían que íbamos a subastar esos cuadros. Peter lleva un año hablándoles de ese asunto, pero ellos son tan olvidadizos que cada vez que lo hace tiene que empezar desde el principio. Peter figura como apoderado, así que todo es perfectamente legal, pero cuando Winnie me dijo que te había llamado, quise morirme. Y para colmo, un domingo. Yo paso cada mañana para ver si están bien, pero a veces… -Puso los ojos en blanco, expresando sin necesidad de palabras lo que pensaba de sus nonagenarios suegros.

– Para eso estamos, Jane -la tranquilizó el policía, dándole una palmadita en el hombro.

– Nada de eso. Tú deberías estar persiguiendo criminales -repuso ella haciéndose eco de la opinión de gran parte de la población, que veía a la policía sólo como perseguidores de ladrones. Exhaló un hondo suspiro y agregó-: El problema es que sus gastos superan con mucho sus ingresos, pero no hay manera de que lo entiendan. Sólo en ayuda doméstica gastan más de diez mil libras al año. Peter va a tener que vender la plata de la familia para llegar a fin de mes. Por lo visto los pobres se creen que viven en los años veinte, cuando una criada cobraba cinco chelines por semana. Yo me pongo enferma, de verdad. Deberían estar en una residencia, pero Peter es incapaz de obligarlos; es demasiado blando con ellos. Aunque mis suegros tampoco podrían pagarla. ¡Hombre, ni siquiera nosotros podríamos pagarla! Todo sería diferente si Celia Jenner no nos hubiera convencido de que nos jugáramos todo lo que teníamos con el maldito marido de Maggie, pero… -Hizo un gesto de desesperación y se encogió de hombros-. A veces me enfurezco tanto que me pondría a gritar, y lo único que me impide hacerlo es el temor de que si lo hago, el grito va a durar eternamente.

– Nada dura eternamente -dijo Ingram.

– Ya lo sé, pero a veces tengo la tentación de echarle una mano a la eternidad. Es una lástima que ya no se pueda comprar arsénico. Antes era más fácil.

– ¿En serio?

– Ya sabes a qué me refiero -dijo ella sonriendo.

– A ver si voy a tener que ordenar que les hagan la autopsia a los padres de Peter cuando por fin estiren la pata.

– No estaría de más. Pero al paso qué vamos, yo me moriré antes que ellos.

El policía sonrió y se despidió. No quería oír hablar de muertes. Todavía tenía el tacto de la piel de aquella mujer en las manos. Mientras iba hacia el coche pensó que lo que ahora necesitaba era una ducha.


La niña, rubia, caminaba decidida por una acera de Lilliput, en Poole, plantando una regordeta pierna ante otra. Eran las 10:30 de la mañana del domingo, así que había poca gente, y nadie se molestó en averiguar por qué la niña iba sola. Después, cuando varios testigos se presentaron para explicar a la policía que la habían visto, las excusas fueron diversas: «Me pareció que sabía adónde iba», «Una mujer iba unos veinte metros detrás de ella, y pensé que era la madre de la niña», «Supuse que alguien se pararía», «Tenía prisa», «Soy un hombre. Podrían lincharme por recoger a una niñita por la calle».

Finalmente fue una pareja de ancianos, los Green, quienes tuvieron el sentido común, el tiempo y el valor para actuar. Acababan de salir de la iglesia y, como hacían cada semana, dieron un paseo nostálgico por Lilliput para admirar los edificios art déco que milagrosamente habían sobrevivido a la fiebre de la posguerra, durante la cual se demolió todo lo que se salía de lo normal para construir edificios de hormigón y de ladrillo rojo. Lilliput se extendía a lo largo de la curva oriental de la bahía de Poole y, entre los restos arquitectónicos, había elegantes chalets con jardines impecables y casas art déco con ventanas como ojos de buey. A los Green les encantaba. Les recordaba a su juventud.

Cuando pasaban por delante de la bocacalle que conducía al puerto deportivo de Salterns, la señora Green se fijó en la niña.

– Mira -dijo con tono de desaprobación-. ¿Cómo se les ocurre dejar sola a una niña tan pequeña? Sólo con que tropezara, podría atropellada un coche.

El señor Green aminoró la marcha.

– ¿Dónde está su madre? -preguntó.

Su mujer se volvió.

– Pues no lo sé -dijo-. Creía que era esa mujer que va detrás de ella, pero se ha parado a mirar un escaparate.

El señor Green era militar retirado.

– Tendríamos que hacer algo -dijo con firmeza; paró el coche y puso la marcha atrás. Sacó un puño por la ventanilla al ver que un conductor le pitaba tras esquivar por los pelos el parachoques trasero de su coche-. Malditos domingueros -dijo-. Habría que prohibirles circular.

– Tienes toda la razón, cariño -dijo la señora Green mientras abría la puerta.

Cogió a la niñita en brazos y la sentó sobre las rodillas mientras su marido conducía hacia la comisaría de Poole. Fue un trayecto muy pesado, porque la velocidad habitual del señor Green era de treinta kilómetros por hora, y eso hizo estragos en la carretera de dirección única que rodeaba el centro urbano.

La niña parecía sentirse muy cómoda en el coche, y sonreía mirando por la ventanilla; pero una vez en la comisaría, resultó imposible separarla de su rescatadora. Se abrazó con fuerza al cuello de la anciana, pegando la cara contra su hombro y aferrándose a ella como una lapa. Cuando les dijeron que nadie había denunciado la desaparición de una niña, los Green se sentaron, con una paciencia encomiable, y se prepararon para una larga espera.

– No me explico que su madre no se haya dado cuenta de su desaparición -comentó la señora Green-. Yo no perdía a mis hijos de vista ni un minuto.

– Quizás esté trabajando -dijo la agente de policía que se encargaba de hacer las averiguaciones.

– Pues no debería ser así -reprobó el señor Green-. Una chiquilla de esta edad necesita a su madre. -Le lanzó una mirada de complicidad a la agente Griffiths, y añadió-: Debería pedir que la examinara un médico. Usted ya me entiende. Hoy en día hay mucha gente rara. Mucho indecente suelto. Pedófilos. Delincuentes sexuales. ¿Sabe a qué me refiero?

– Sí, señor, lo sé perfectamente, y no se preocupe -dijo la agente dando unos golpecitos con el bolígrafo en el papel que tenía delante-, el médico es el primero de mi lista. Pero si no le importa, iremos paso a paso. Hemos tenido varios casos como éste, y hemos comprobado que el mejor método consiste en no precipitarse. -Se volvió hacia la mujer-. ¿Le ha dicho cómo se llama?

La señora Green negó con la cabeza.

– No ha pronunciado ni una sola palabra. Si quiere que le diga la verdad, dudo que sepa hablar.

– ¿Qué edad diría usted que tiene?

– Dieciocho meses, dos años como máximo. -Le levantó el borde del vestido de algodón, dejando al descubierto unas braguitas desechables-. La pobrecita todavía lleva pañales.

A la agente le pareció que dos años eran pocos, y añadió uno más para el papeleo. Las mujeres como la señora Green habían criado a sus hijos con pañales de tela, y como eso implicaba lavar mucho, les habían enseñado muy pronto a controlar los esfínteres. Ellas no entendían que un niño de tres años todavía pudiera llevar pañales.

De todos modos, en el caso de aquella niña la edad no tenía demasiada importancia. Tanto si tenía dieciocho meses como si tenía dos años o tres, de lo que no cabía duda era de que no hablaba.


Como no tenía nada más que hacer aquel domingo por la tarde, la francesita del Beneteau, que había observado con interés las conversaciones de Harding con los hermanos Spender, Maggie Jenner y el agente Ingram a través del zoom de su cámara de vídeo, remó hasta la orilla y subió por la empinada ladera de West Hill para ver si resolvía aquel misterio. No había que ser muy listo para deducir que los dos niños eran los que habían encontrado a la mujer que habían sacado de la playa en helicóptero, y que el atractivo inglés se había encargado de avisar a la policía, pero ella sentía curiosidad por saber por qué había aparecido de nuevo el joven en la ladera, media hora después de que el coche de policía se marchara, para recoger la mochila que había dejado allí. Le había visto sacar unos prismáticos y examinar la bahía y los acantilados antes de bajar a la playa, donde se quedó contemplando el mar. Ella lo filmó varios minutos, pero no averiguó nada, y al final decidió abandonar aquel rompecabezas.

Pasarían cinco días hasta que el padre de la niña descubriese aquella cinta y la humillase ante la policía inglesa…


Aquella tarde, a las seis, el Fairline Squadron levó anclas y salió lentamente de Chapman's Pool hacia el cabo St Alban. Había dos jovencitas lánguidas sentadas a ambos lados de su padre en el puente de mando; la más reciente compañera del padre iba sentada en el asiento de detrás, sola y excluida. En cuanto abandonó las aguas poco profundas de la entrada de la bahía, los motores del barco rugieron a toda potencia, alcanzando los veinticinco nudos en el viaje de regreso a Poole, y labrando una estela en la superficie del mar.

El calor y el alcohol los habían sumido a todos en un estado soporífero, sobre todo al padre, que se había cansado en su intento por complacer a sus hijas; después de conectar el piloto automático, nombró vigía a la mayor de las niñas y cerró los ojos. Notaba las dagas de la furia de su novia clavadas en la espalda; exhaló un suspiro y lamentó no haberla dejado en tierra. Era la última de una larga serie de lo que sus hijas llamaban «Barbies» y, como de costumbre, las niñas se habían propuesto pisotear los frágiles brotes de aquella nueva relación. Qué dura es la vida, pensó el padre, resentido.

– ¡Cuidado, papá! -gritó de pronto su hija-. Vamos directos hacia una roca.

El hombre viró el timón hacia estribor, y lo que su hija había tomado por una roca se alejó por babor para quedarse danzando en la estela del barco.

– Soy demasiado viejo para estos sustos -dijo el padre con voz trémula mientras devolvía el barco de trescientas mil libras a su rumbo e intentaba recordar si tenía el seguro al día-. ¿Qué demonios era eso? No puede ser una roca. En esta zona no hay rocas.

Las dos hijas, con los ojos entrecerrados, intentaron distinguir aquella cosa negra y oscilante que habían dejado atrás.

– Parece un bidón de gasoil -dijo la mayor.

– Joder -exclamó el padre-. El que ha lanzado eso por la borda merece que lo maten. Si llegamos a chocar con él, podría habernos abierto una brecha.

Su novia, que seguía contemplando aquella cosa que se alejaba, pensó que más bien parecía un bote volcado, pero no quiso expresar su opinión por temor a convertirse de nuevo en blanco de las burlas de las niñas. Aquel día ya había soportado bastante escarnio, y lamentaba haber accedido a acompañar a la familia en aquella excursión.


– Esta mañana me he encontrado a Nick Ingram -comentó Maggie mientras preparaba el té en la cocina de su madre, en Broxton House.

En su tiempo había sido una cocina muy bonita, con las paredes cubiertas de aparadores de roble viejo, llenos de cazos de cobre y hermosas piezas de loza, y con una mesa de refectorio del siglo xviii de dos metros y medio de largo en el centro. Ahora era una cocina normal y corriente. Todo lo que tenía algún valor se había vendido. Los aparadores de madera habían sido sustituidos por unos vulgares armarios blancos, y donde antes resplandecía la mesa monacal había una mesa de plástico de jardín. Maggie solía pensar que tendría mejor aspecto si la limpiaran de vez en cuando, pero la artritis de la madre y el agotamiento crónico de la hija, fruto de sus esfuerzos por ganar algo de dinero con los caballos, habían hecho descender la limpieza en su escala de valores. Si Dios existía, no se ocupaba demasiado de Broxton House. Maggie habría cortado por lo sano y se habría mudado hacía mucho tiempo si su madre hubiera accedido a mudarse también. Pero los sentimientos de culpabilidad la tenían esclavizada.

Ahora vivía en un apartamento encima de las cuadras, al otro lado del jardín, y sólo visitaba la casa de vez en cuando. Aquella espantosa desnudez era un cruel recordatorio de que la pobreza de su madre era culpa suya.

– He bajado con Jasper a Chapman's Pool. Una mujer se ha ahogado en Egmont Bight, y Nick ha tenido que guiar el helicóptero para que recogiera el cadáver.

– Imagino que sería una turista.

– Seguramente -dijo Maggie al tiempo que le daba una taza a su madre-. Si hubiera sido alguien de por aquí, Nick me lo habría dicho.

– ¡Típico! -exclamó Celia con enojo-. Y Dorset tendrá que pagar la factura del helicóptero porque una inepta de otro condado no aprendió a nadar cuando debía. Y nosotros, a pagar impuestos.

– Pero si nunca los pagas -replicó Maggie, pensando en los avisos que se acumulaban en el escritorio del salón.

Su madre ignoró el comentario.

– ¿Cómo estaba Nick? -preguntó.

– Acalorado -contestó la hija, recordando lo colorado que estaba al regresar al coche-, y no de muy buen humor. -Se quedó mirando la taza de té, reuniendo el valor para plantear el espinoso tema del dinero, o mejor dicho, del poco dinero que entraba del negocio de mantenimiento y alquiler de caballos que dirigía-. Tenemos que hablar de las cuadras -dijo bruscamente.

Celia se resistía a tocar ese punto.

– Tú tampoco habrías estado de buen humor si acabaras de ver el cadáver de un ahogado. -Su voz adoptó un tono coloquial, preludio inequívoco de una serie de anécdotas-. Recuerdo que vi uno flotando en el Ganges cuando vivía con mis padres en la India. Fue durante las vacaciones de verano. Yo tenía unos quince años. Fue algo espantoso, tuve pesadillas durante semanas. Mi madre me dijo…

Maggie dejó de escucharla y se concentró en un largo pelo negro que a Celia le había salido en la barbilla, pensando que tenía que arrancárselo. El pelo se erizaba agresivamente mientras la mujer hablaba, como uno de los bigotes de Bertie, pero ellas nunca habían tenido suficiente confianza como para que Maggie pudiera comentárselo. Celia, que tenía sesenta y tres años, todavía era una mujer atractiva con el mismo cabello castaño oscuro que su hija, al que de vez en cuando daba reflejos de color, pero las preocupaciones resultantes de su apurada situación le estaban pasando factura, y le habían salido unas profundas arrugas alrededor de la boca y los ojos.

Cuando finalmente Celia respiró, Maggie volvió al tema de las cuadras.

– He estado sumando los ingresos del mes pasado -dijo-, y nos faltan doscientas libras. ¿Has vuelto a perdonarle el recibo a Mary Spencer-Graham?

– Eso es asunto mío -dijo Celia.

– No, no lo es, mamá -repuso Maggie exhalando un suspiro-. No podemos permitirnos el lujo de hacer caridad. Si Mary no paga, no podemos cuidar su caballo. Es así de sencillo. No le daría tanta importancia de no ser porque ya le cobramos lo mínimo, pero con eso apenas cubrimos el forraje de Moondust. Deberías ser un poco más dura con ella, en serio.

– ¿Cómo quieres que lo sea? Mary está casi tan arruinada como nosotras, y es por culpa nuestra.

Maggie sacudió la cabeza.

– Eso no es cierto. Ella perdió diez mil libras, una miseria comparado con lo que perdimos nosotras. Lo que pasa es que sabe que basta con que lloriquee para que tú le perdones el recibo. -Hizo un gesto impaciente hacia el salón y añadió-: Si no reunimos dinero, no podemos pagar las facturas, y eso quiere decir que o nos decidimos a dárselo todo a Matthew y nos vamos a vivir a un piso de protección oficial, o tendrás que ir a verlo con la gorra en la mano y pedirle que te dé algún tipo de asignación. -Tras mencionar a su hermano, se encogió de hombros y agregó-: Si creyera que valía la pena intentarlo, iría yo misma, pero sabes tan bien como yo que Matthew me cerraría la puerta en las narices.

Celia sonrió amargamente y dijo:

– ¿Qué te hace pensar que si lo intentara yo obtendría otro resultado? Su esposa no me soporta. Ella jamás accedería a mantener a su suegra y a su cuñada en lo que ella considera un lujo asiático, cuando lo que más le gustaría sería vernos en la miseria.

– Ya lo sé -reconoció Maggie-, y nos lo merecemos. No debimos hacer aquellos comentarios sobre su traje de novia.

– Era difícil callarse -dijo Celia con aspereza-. Cuando la vio, al vicario estuvo a punto de darle un infarto.

A Maggie se le iluminó la cara.

– Fue culpa de los pulgones. Si el año que se casaron no hubiera habido una plaga de esos malditos bichos, y si aquel espantoso velo no hubiera recogido todos los que había en un radio de treinta kilómetros mientras iba de la iglesia al banquete… ¿Cómo la llamaste? Tenía algo que ver con el camuflaje.

– No la llamé nada -dijo Celia protegiendo su dignidad-. Sólo la felicité por adaptarse tan bien al entorno.

– Eso es, ahora me acuerdo -dijo Maggie riendo-. Cómo te pasaste.

– Pues tú lo encontraste muy gracioso -señaló su madre apoyando su cadera mala en la silla-. Hablaré con Mary -prometió-. Supongo que soportaré mejor la humillación de exigir el pago de las deudas a mis amigos que la humillación de mendigarles a Matthew y Ava.

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